CUANDO Miles y Bárbara se hallaban sentados en el dormitorio de Fay Seton en aquel primer piso, eran las seis y media del mismo domingo aunque, considerando el paso aparente del tiempo, hubiera podido ser algunos días después.
La luz eléctrica estaba otra vez encendida sobre la cómoda, Bárbara sentada en el desgastado sillón, Miles en el borde de la cama junto a la boina negra de Fay, observaba la estropeada caja de latón cuando Bárbara habló.
—Salgamos a ver si hay un Lyons o un A. B. C. abierto en domingo… o una fonda en donde conseguir un emparedado…
—No. Hadley nos dijo que nos quedáramos aquí.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha comido?
—Uno de los mejores dones que puede poseer una mujer —Miles intentó sonreír aunque sintió que la sonrisa se estiraba en una cansada mirada de soslayo— es el de no mencionar el tema de la comida en momentos inoportunos.
—Lo siento —dijo Bárbara, y guardó un momento de silencio—. Sabe que Fay puede reponerse.
—Sí. Puede reponerse.
Y el silencio continuó durante mucho tiempo mientras Bárbara desplumaba los bordes del sillón.
—¿Es tan importante para usted, Miles?
—No es éste el punto principal. Sencillamente, siento que a esta mujer le ha tocado la peor parte en la cruda realidad de la vida. ¡Las cosas deben aclararse de alguna manera! ¡Se debe hacer justicia!…
Tomó de la cama la boina negra y a prisa la dejó de nuevo.
—De todos modos —añadió—, ¿para qué?
—En el corto tiempo que usted la ha conocido —dijo Bárbara después de otro esfuerzo evidente para permanecer callada— ¿se ha hecho tan real Fay Seton como Agnes Sorel o Pamela Hoyt?
—Disculpe… ¿Qué dice?
—En el Beltring —repuso Bárbara sin mirarlo— usted dijo que el trabajo de un historiador era tomar personajes distantes muertos y desaparecidos y traerlos a la vida pensando en ellos como si estuvieran en el mundo. Cuando usted oyó la historia de Fay por primera vez dijo que ella no era más verdadera que Agnes Sorel o Pamela Hoyt.
De una manera inconsciente, todavía desplumando los bordes del sillón, Bárbara añadió:
—De Agnes Sorel había oído hablar, por cierto, pero nunca oí mencionar a Pamela Hoyt. Yo… yo la busqué en la enciclopedia pero no la encontré.
—Pamela Hoyt era una belleza de la época de la Regencia, sospechada de brujerías y poseía un carácter cautivador; en un tiempo leí mucho sobre ella. Dicho sea de paso: en latín, ¿qué quiere decir panes, además del plural de pan? Según el texto no puede significar pan.
Le tocó a Bárbara parpadear de sorpresa.
—No creo ser lo suficientemente latinista como para saberlo. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque tuve un sueño.
—¿Un sueño?
—Sí. —Miles’ reflexionó sobre ello con aquella insistencia pesada y lenta con que uno se aferra de bagatelas en momentos de perturbaciones emotivas—. Era un pasaje del latín medieval; usted sabe cómo son las terminaciones particulares de los verbos y la u en lugar de la v —sacudió la cabeza—; respecto de algo y panes. Todo lo que puedo recordar ahora es la cláusula ut al final y sería muy tonto negarlo.
—Todavía no entiendo.
(¿Por qué no le abandonaría aquella desagradable sensación de malestar?)
—Bueno, soñé que iba a la biblioteca a buscar un diccionario de latín. Pamela Hoyt y Fay Seton estaban ahí, sentadas sobre montones de libros polvorientos y me aseguraban que mi tío no tenía diccionario de latín. —Miles se echó a reír—. Extraña también; ahora lo recuerdo. No sé qué hubiera hecho con aquel sueño el doctor Freud.
—Yo sé —dijo Bárbara.
—Me imagino que algo siniestro. Sería algo siniestro, no importa lo que se soñara.
—No —dijo despacio Bárbara—, nada de eso.
Por algún tiempo había estado observando a Miles con aquella manera indecisa, desconcertante e inútil, con el blanco luminoso de sus ojos brillantes de simpatía, y entonces se puso de pie. Ambas ventanas estaban abiertas en esa tarde lluviosa y dejaban penetrar el aire húmedo. Miles reflexionó que por lo menos habían apagado las luces de propaganda y aquella horrible dentadura del otro lado de la calle. Bárbara se volvió hacia la ventana.
—¡Pobre mujer! —dijo, y él supo que no se refería a la muerta Pamela Hoyt—. ¡Pobre tonta y romántica…!
—¿Por qué la llama tonta y romántica a Fay?
—Ella sabía que aquellos anónimos y todos los rumores sobre ella eran obra de Harry Brooke, pero jamás dijo nada a nadie. Supongo —Bárbara movió lentamente la cabeza— que estaría todavía enamorada de él.
—¿Después de aquello?
—Claro.
—¡No lo creo!
—Puede haber sido así. Todas…, todas somos capaces de cosas muy extrañas o habrá habido alguna otra razón para guardar silencio —Bárbara tembló—, aun después que ella supo que Harry había muerto. No sé. La cuestión es…
—La cuestión es —dijo Miles—: ¿por qué Hadley nos tiene aquí? ¿Y qué está pasando? —meditó—. ¿Quedaría muy lejos este hospital, que no sé cómo se llama, adonde la han llevado?
—Una buena distancia, sí. ¿Estaba pensando en ir allá?
—Bueno, Hadley no puede tenernos aquí indefinidamente sin ninguna razón aparente. Debemos obtener algún tipo de noticias.
Lo recibieron. El profesor Georges Antoine Rigaud (mucho antes de verlo oyeron su paso inconfundible por la escalera) subió calmosamente, siguió por el pasillo y entró por la puerta que había quedado abierta.
El profesor Rigaud parecía un hombre más viejo y hasta más preocupado que cuando había expresado su teoría sobre el vampiro. Ahora caían sólo unas pocas gotas de agua, así que estaba relativamente seco. Su oscuro sombrero blando oprimía toda su cabeza. Su bigotito trabajaba con el movimiento de la boca. Se apoyaba pesadamente sobre el amarillento bastón de estoque que adquiría un color feo en este cuarto deslucido.
—Señorita Morell —dijo sin fuerza en la voz—. Señor Hammond. Ahora voy a decirles una cosa.
Dio unos pasos para adentro.
—Amigos míos, ustedes conocen sin duda la novela del gran mosquetero de Dumas padre. Recordarán cómo fueron los mosqueteros a Inglaterra. Recordarán que las dos únicas palabras en inglés que sabía D’Artagnan eran «Come» y «God Damn». —Sacudió en el aire su brazo gordo—. Quisiera que mi conocimiento del idioma inglés estuviera reducido a los mismos términos inofensivos y poco complicados.
Miles saltó del borde de la cama.
—Dejemos a D’Artagnan, profesor Rigaud. ¿Cómo llegó usted aquí?
—El doctor Fell y yo —dijo el otro— llegamos en automóvil de la New Forest. Telefoneamos a su amigo el inspector. El doctor Fell fue al hospital y yo vine aquí.
—¿Ustedes acaban de llegar de la New Forest? ¿Cómo está Marion?
—En buena salud —repuso el profesor Rigaud—, está espléndida, levantada, alimentándose y hablando por veinte, como dicen ustedes.
—En este caso —exclamó Bárbara, y tragó saliva antes de seguir adelante—, ¿usted sabe de qué se asustó?
—Sí, mademoiselle. Hemos sabido de qué se asustó.
Y el rostro del profesor Rigaud lentamente se fue empalideciendo, más pálido de lo que estaba cuando hablaba de los vampiros.
—Amigo mío —le dijo a Miles como si adivinara la dirección de los pensamientos de éste—, le di a usted unas teorías sobre cierto agente sobrenatural. ¡Bueno! Parece que en este caso incurrí en error a causa de hechos intencionales que me engañaron. Pero yo no me voy a desalentar por esto. ¡No! Porque le digo que un solo caso que se compruebe como falso no niega la existencia de agentes sobrenaturales, de la misma manera que un billete de banco falsificado no niega la existencia del Banco de Inglaterra. ¿Admite usted esto?
—Sí, lo admito. Pero…
—¡No! —reiteró el profesor Rigaud moviendo prodigiosamente la cabeza y haciendo sonar el regatón de su bastón contra el suelo—. No me desaliento por esto. No me desaliento porque… en realidad es lo peor.
Alzó el bastón estoque.
—¿Puedo hacerle, amigo, un pequeño obsequio? ¿Puedo ofrecerle esta preciada reliquia? No encuentro ahora en ella tanta satisfacción como otros en la lápida mortuoria de Dougal o en un limpiaplumas hecho con carne humana. Yo soy humano, se me anuda la garganta. ¿Puedo obsequiárselo?
—¡No, no quiero esa cosa del infierno! ¡Apártelo! Lo que quisiéramos preguntarle…
—Justement! —dijo el profesor Rigaud, y arrojó el bastón de estoque sobre la cama.
—¿Marion está bien? —insistió Miles—. ¿No puede tener ninguna recaída?
—No.
—Entonces, respecto de lo que la asustó… —Miles se confortó—. ¿Qué vio ella?
—Ella vio —replicó el otro concisamente—… no vio nada.
—¿Nada?
—Exactamente.
—Sin embargo, ¿cómo se asustó tanto sin ser dañada en ninguna forma?
—Exactamente —asintió el profesor Rigaud, e hizo unos ruiditos enojosos con la garganta—. Se asustó por algo que oyó, y algo que sintió. Especialmente por un susurro.
Un susurro…
Si Miles Hammond había esperado alejarse del dominio de los monstruos y de las pesadillas, comprendió que no le permitían ir muy lejos. Miró a Bárbara, quien solamente movió la cabeza desamparadamente. El profesor Rigaud continuaba con sus ruiditos agitados en la garganta, como una pava hirviendo, pero los ruidos no eran graciosos, sus ojos tenían una expresión ahogada y congestionada.
—Esta cosa —exclamó— es algo que podría ser dirigida por usted, por Jacques Bonhomme o por mí. Su simplicidad me horroriza. Y sin embargo…
Se interrumpió.
Afuera, en Bolsover Place, paró un automóvil con un chillido de frenos y un topetazo sobre el empedrado desparejo. El profesor Rigaud, a tropezones, llegó a la ventana levantando los brazos.
—El doctor Fell —agregó volviéndose de la ventana— regresa del hospital más pronto de lo que lo esperaba. Debo retirarme.
—¿Irse? ¿Por qué debe irse? ¡Profesor Rigaud!
El buen profesor no pudo ir muy lejos porque la mole del doctor Gideon Fell, sin sombrero pero con su capa tableada de paño puesta, poderosamente impulsado por su bastón de mango curvo, daba la impresión de llenar las escaleras, después el pasillo y por último el marco de la puerta. Tuvo el resultado de evitar toda salida, salvo por la ventana que presumiblemente no era la intención del profesor Rigaud. El doctor Fell se quedó parado allí con un movimiento inclinado de Gargantúa, un poco como un elefante atado a rienda corta, con una mirada bastante violenta y con los lentes torcidos, controlando su respiración para la declaración johnsonesca que iba a hacer a Miles.
—Señor —empezó—, le traigo novedades.
—¿Fay Seton…?
—Fay Seton vive —replicó el doctor Fell. Luego, con una voz que apenas se oía, alejó la esperanza—. Cuánto tiempo vivirá depende de cómo se cuide ella. Pueden ser meses, pueden ser días. Me espanta decirles que es una mujer condenada como siempre lo ha sido en cierto sentido.
Por un rato nadie habló.
Abstraído notó Miles que Bárbara estaba parada justamente donde había estado Fay: al lado de la cómoda, bajo la lámpara colgante, oprimiendo sus dedos contra los labios con una expresión de horror mezclada con una compasión irresistible.
—¿No podríamos —dijo Miles aclarándose la garganta—, no podríamos ir al hospital a verla?
—No, señor —repuso el doctor Fell.
Por primera vez observó Miles que había un sargento de policía en el vestíbulo, detrás del doctor Fell, haciéndole señas, el doctor Fell se comprimió para pasar y cerró la puerta detrás de él.
—Acabo de hablar con la señorita Seton —continuó—. He escuchado la desgraciada historia completa. —Su expresión era vagamente extraña—. Me habilita para llenar los detalles de mis propias conjeturas y casi aciertos. —Al hacerse más vehemente su expresión levantó una mano en parte para acomodarse los lentes y en parte para dar sombra a sus ojos—. Pero esto, ¿ve usted?, es lo que perturba.
La inquietud de Miles había aumentado.
—¿Qué quiere usted decir con que perturba?
—Hadley estará aquí dentro de poco con… ¡hum!…, para cumplir cierto deber. Su resultado no será agradable para una persona aquí presente. Por esto creía mejor venir primero y prevenirlos. Pensé que era mejor explicarles ciertas cuestiones que pueden ustedes no haber comprendido todavía.
—¿Ciertas cuestiones? ¿Sobre…?
—Sobre estos dos crímenes —dijo el doctor Fell, y atisbó hacia Bárbara como si la descubriera por primera vez—. ¡Oh! ¡Ah! —suspiró el doctor Fell con un aire de ver claro—. Usted debe de ser la señorita Morell, ¿no?
—¡Sí! Quiero disculparme…
—¡Tate! ¡Basta! ¿No será por el famoso fracaso del Murder Club?
—Bueno… sí.
—Es poca cosa —dijo el doctor Fell desechándolo con un gesto pesado.
Avanzó pausadamente hasta el sillón desgastado que había sido empujado cerca de la ventana. Con la ayuda del bastón de mango curvo se sentó acomodándose lo mejor que pudo. Después de girar hacia atrás su hirsuta cabeza para hacer un examen meditativo de Bárbara, de Miles y del profesor Rigaud, buscó debajo de la capa, en el bolsillo superior interno, el fajo del manuscrito del profesor Rigaud, ahora muy arrugado y roto en los bordes.
Y mostró algo más que Miles reconoció. Era la fotografía iluminada de Fay Seton que antes había visto en el restaurante de Beltring. Con el mismo aspecto cruel cubriendo una amarga preocupación y angustia, el doctor Fell se quedó sentado estudiando la fotografía.
—Doctor Fell —dijo Miles—. ¡Deténgase! ¡Medio minuto!
El doctor Fell giró su cabeza.
—¿Eh? ¿Sí? ¿Qué pasa?
—¿Supongo que el inspector Hadley le habrá referido lo que sucedió en esta habitación hace un par de horas?
—¡Hum!, sí. Me lo ha dicho.
—Bárbara y yo vinimos y encontramos a Fay de pie donde está ahora Bárbara, con la cartera y un fajo de billetes de banco manchados de sangre. Yo… ¡hum!… metí aquellos billetes dentro de mi bolsillo justamente antes de que llegara Hadley. No tenía para qué haberme molestado. Después de hacer un montón de preguntas que se inclinaban a comprobar la culpa de Fay, demostró que desde hacía tiempo estaba enterado respecto de la cartera.
El doctor Fell frunció el ceño.
—¿Y?
—En lo mejor del interrogatorio se apagó la luz. Alguien debe de haber movido el conmutador principal en la caja de fusibles colocada en el pasillo. Alguien o algo entró precipitadamente aquí…
—Alguien —repitió el doctor Fell—, algo. ¡Por Júpiter, me gusta la elección de las palabras!
—Quienquiera que fuera, arrojó a un lado a Fay y salió corriendo con la cartera. No vimos nada. Un minuto después yo recogí la cartera afuera. Nada había adentro a no ser los otros tres paquetes de billetes y un poco de polvo arenoso. Hadley se llevó todo, inclusive los billetes que yo tenía ocultos, cuando se fue con Fay en la… en la ambulancia.
Miles apretó los dientes.
—Menciono todo esto —continuó— porque se han hecho tantas insinuaciones respecto a su culpa que me agradaría que se hiciera justicia a este propósito. Cualquiera fuera la razón que tuviera usted para hacerla, doctor Fell, usted me pidió que me pusiera en comunicación con Bárbara Morell y lo hice con resultados sensacionales.
—¡Ah! —murmuró el doctor Fell de una manera vagamente angustiada, porque no quería encontrarse con los ojos de Miles.
—¿Sabía, usted, por ejemplo, que fue Harry Brooke quien escribió una serie de anónimos que acusaban a Fay de tener tratos con hombres por toda la región? Y luego, cuando este cargo no surtió efecto, que Harry despertó la superstición sobornando al joven Fresnac para que se hiciera tajos en su propio cuello y comenzara sus tonterías sobre el vampirismo. ¿Sabía usted esto?
—Sí —asintió el doctor Fell—. Lo sé. Es muy cierto.
—Tenemos aquí —Miles señaló a Bárbara, que abría su bolso— una carta escrita por Harry Brooke la misma tarde del crimen. Se la escribió al hermano de Bárbara, quien —agregó Miles con prisa— no tiene nada que ver con esto. Si usted todavía tiene alguna duda…
El doctor Fell levantó los hombros con perspicaz y penetrante interés.
—¿Tiene usted esa carta? —preguntó—. ¿Puedo verla?
—Con el mayor gusto. ¿Bárbara?
Con bastante desgana, Bárbara entregó la carta. El doctor Fell la tomó, se acomodó los lentes, y pausadamente la leyó toda. Su expresión se tornó aún más ceñuda al ponerla sobre sus rodillas encima del manuscrito y de la fotografía.
—Es una bonita historia, ¿no es así? —dijo amargamente Miles—. Una cosa muy refinada para acorralarla. Pero si nadie se preocupa por Fay dejemos aparte la ética de Harry. El asunto está…, toda esta situación fue causada por una treta urdida por Harry Brooke…
—¡No! —dijo el doctor Fell con voz que sonó como un pistoletazo.
Miles lo miró fijamente.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Miles—. ¿No dice usted que Pierre Fresnac y este cargo grotesco de vampirismo…?
—¡Oh, no! —dijo el doctor Fell sacudiendo la cabeza—. Dejemos al joven Fresnac y las marcas simuladas de los dientes completamente fuera de nuestro cuadro. No vienen al caso. No las tomemos en cuenta. Pero…
—¿Pero qué?
Después de contemplar el piso, el doctor Fell alzó lentamente la cabeza y miró a Miles en los ojos.
—Harry Brooke escribió un montón de anónimos —dijo— que contenían acusaciones en las que no creía. ¡Ésta es la ironía! ¡Ésta es la tragedia! Porque, aunque Harry Brooke no lo sabía…, ni lo soñaba, no lo habría creído si uno se lo hubiese dicho…, esas acusaciones eran, sin embargo, perfectamente ciertas.
Un silencio.
Un silencio que se alargaba insoportablemente… Bárbara Morell puso suavemente una mano sobre el brazo de Miles. A éste le pareció que entre ella y el doctor Fell brillaba una mirada de entendimiento, pero necesitaba lugar para asimilar el significado de aquellas palabras.
—Considere ahora una explicación —dijo el doctor Fell redondeando las sílabas con un énfasis estruendoso— que pronto engranará tantos factores que enredan este asunto. Fay Seton necesitaba de los hombres. Deseo plantear este tema con delicadeza, así que simplemente lo remitiré a usted a los psicólogos. Es una forma de enfermedad psíquica que la ha torturado desde su juventud.
»No se la puede culpar por ello como por la debilidad de corazón que la acompañaba. En mujeres así constituidas (no son numerosas pero aparecen en los consultorios), la conclusión no termina siempre en un verdadero desastre. Pero Fay Seton, ¿ve usted?, no era emotivamente la clase de mujer para tener esa desviación en su naturaleza; su puritanismo exterior, su delicadeza, su suavidad, sus maneras agradables no fueron fingidas. Son verdaderas. Tener relación con extraños casuales era y es una tortura para ella.
»Cuando fue a Francia como secretaria de Howard Brooke, en mil novecientos treinta y nueve, estaba resuelta a vencerse. ¡Lo haría, lo haría, lo haría! Su comportamiento en Chartres fue irreprochable. Y luego…
El doctor Fell hizo una pausa.
De nuevo tomó la fotografía y la estudió.
—¿Empieza usted a comprender ahora? La atmósfera que siempre la había rodeado tenía un aspecto de… bueno, ¡busque en su memoria! Estaba en ella, la perseguía y la rodeaba. Ésta era la propiedad que llegaba y perturbaba, en todas partes, a las personas con quienes entraba en contacto, aunque ellas no lo comprendieran. Era una propiedad sentida por casi todos los hombres, era una propiedad sentida y amargamente resentida por casi todas las mujeres.
»¡Piense en Georgina Brooke! ¡Piense en Marion Hammond! ¡Piense en…! —el doctor Fell se interrumpió, y parpadeó mirando a Bárbara—. ¿Usted la conoció hace un momento, señorita?
Bárbara hizo un gesto vago.
—He estado con Fay sólo muy pocos minutos —declaró rápidamente—. ¿Cómo podría decir yo algo? ¡Por cierto que no! Yo…
—¿Quiere pensar otra vez, señorita? —dijo suavemente el doctor Fell.
—Además, ¡ella me gusta! —añadió Bárbara, y se volvió.
El doctor Fell palmeó la fotografía. En ella los ojos, con su ligera ironía y su amargura bajo la expresión lejana, hacían que la presencia de Fay fuera tan viva y activa en este cuarto como el bolso todavía abandonado sobre la cómoda, la tarjeta de identidad que había caído al suelo o la boina negra sobre la cama.
—Ésta es la figura, afable y bien intencionada, que veremos perpleja o sólo en apariencia, a través de los acontecimientos que siguen. —La gran voz del doctor Fell se alzó—. Dos crímenes fueron cometidos. Ambos fueron obra del mismo criminal…
—¿Del mismo criminal? —gritó Bárbara.
El doctor Fell asintió con un movimiento de cabeza.
—El primero —dijo— no fue premeditado, sino temerario y, a su pesar, resultó milagroso; el segundo fue planeado con cautela, trayendo algo de este mundo enigmático a nuestras vidas. ¿Continúo?