LA LUZ de la cómoda brillaba sobre el cabello de Fay y hacía resaltar sus cálidos matices, que contrastaban con la aparente frialdad de su cara y de su cuerpo.
—¿Una pregunta sobre qué…? —Su mano instintivamente tocó la cartera que estaba sobre la cómoda, detrás de ella; Miles pudo haberle gritado previniéndola.
—Una pregunta —dijo Hadley— en relación con el susto que anoche tuvo la señorita Marion Hammond. —La mano de Fay volvió atrás otra vez y ella se enderezó—. Y me parece —continuó Hadley— que debo empezar por poner la situación en claro. No se preocupe por mi libreta de apuntes, señorita Seton, no es oficial. Solamente he puesto lo que Fell me pidió que anotara. —Sus ojos se fijaron en la tarjeta de identidad que tenía ella en la mano—. ¿O se niega usted a responder a las preguntas, señorita Seton?
—¿Alguna vez… me he negado?
—Gracias. Entonces, con respecto al susto de la señorita Marion Hammond…
—¡Yo no lo provoqué!
—Puede usted no siempre estar consciente —dijo Hadley— de sus actos ni del efecto que producen. —Su voz permanecía serena al decir esto.
»Empiezo por decir —añadió rápidamente, y en su mirada había un poder penetrante que parecía agrandar los ojos— que no estamos hablando ahora sobre alguna culpa consciente o alguna inocencia. Solamente estoy tratando, ¿cómo diré?, de poner el cuadro en claro. Según entiendo, usted fue la última persona, que se sepa, que estuvo con Marion Hammond antes de ser… asustada.
Fay hizo un movimiento de cabeza rápido, como hipnotizada.
—Usted la dejó sola en el dormitorio con buen ánimo y salud a…, ¿a qué hora?
—Como a medianoche. Se lo dije al doctor Fell.
—¡Ah, sí! Se lo dijo. ¿La señorita Hammond estaba desvestida en ese momento?
—Sí. Tenía puesto un pijama de seda azul. Estaba sentada en una silla junto a la mesilla de noche.
—Ahora, ¡señorita Seton! Muy tarde, en el dormitorio de la señorita Hammond se disparó un tiro. ¿Recuerda qué hora era?
—No. No tengo la más remota idea.
Hadley giró hacia Miles.
—¿Puede usted ayudarnos, señor Hammond? Todos, incluyendo al propio doctor Fell, parecen imprecisos con respecto a la hora.
—No puedo ayudarle —repuso Miles—, excepto en esta única cosa. —Hizo una pausa recordando la escena—. Después del tiro corrí al dormitorio de Marion. El profesor Rigaud me siguió y unos minutos después el doctor Fell. El profesor Rigaud me pidió que fuera al piso bajo a esterilizar una hipodérmica y hacer otras cosas en la cocina. Cuando llegué allí eran las dos menos veinte. En la pared hay un gran reloj y recuerdo haberlo observado.
Hadley movió la cabeza.
—¿Así que, aproximadamente, el tiro fue alrededor de la una y media o un poco más tarde?
—Sí, así creo.
—¿Está conforme con esto, señorita Seton?
—Me parece —Fay alzó los hombros— que sencillamente no lo recuerdo. Nunca preste atención a la hora.
—¿Pero usted oyó el tiro?
—¡Oh, sí!, estaba dormitando.
—Y tengo entendido que después usted llegó hasta arriba y desde la puerta miró dentro del dormitorio. ¿Me disculpa, señorita Seton? Me parece que no comprendí del todo esa respuesta.
—Dije: sí. —Los labios de Fay se dibujaron con perfecta claridad. Se repetía sobre ella algo de la atmósfera de la noche anterior en la respiración exaltada y la expresión de los ojos.
—¿Su habitación está en la planta baja?
—Sí.
—Cuando usted oyó aquel tiro en medio de la noche, ¿qué le hizo pensar que el ruido venía de arriba? ¿Y desde aquel cuarto en particular?
—Bueno, en seguida después del tiro oí correr a la gente en el vestíbulo alto. Cualquier ruido resuena en la noche. —Por primera vez Fay parecía francamente intrigada—. Y pensé qué habría ocurrido; me levanté y me puse una bata y zapatillas, encendí una lámpara y subí. La puerta del cuarto de la señorita Hammond estaba abierta de par en par y había luz adentro. Entonces me acerqué y me asomé.
—¿Qué vio usted?
Fay se humedeció los labios.
—Vi a la señorita Hammond medio acostada en la cama, sosteniendo un revólver. Vi a un hombre llamado Rigaud, que había conocido antes, parado al extremo de la cama. Vi al señor Miles Hammond, oí decir al profesor Rigaud que era una conmoción y que la señorita Hammond no estaba muerta.
—¿Pero usted no entró? ¿Ni los llamó?
—¡No!
—¿Qué sucedió entonces?
—Oí que alguien que parecía muy pesado y desmañado subía las escaleras del frente al otro extremo del vestíbulo —respondió Fay—. Sé ahora que debió de ser el doctor Fell cuando venía hacia el dormitorio. Apagué la lámpara que llevaba y bajé corriendo por las escaleras del fondo. Él no me vio.
—¿Qué la turbó a usted, señorita Seton?
—¿Qué me turbó?
—Al mirar usted dentro de aquel cuarto —le dijo Hadley con una cuidadosa lentitud— vio algo que la turbó. ¿Qué fue?
—¡No comprendo!
—Señorita Seton… —aclaró Hadley dejando a un lado la libreta de apuntes que había sacado del bolsillo superior interno—. He debido hacerle todas estas averiguaciones detalladas para llegar a una sola pregunta. Usted vio algo y se turbó a tal punto que más tarde le pidió disculpas al señor Hammond, en presencia del doctor Fell, por lo que usted llamaba haberse puesto en ridículo. Usted no estaba asustada, su impresión no tenía la más mínima relación con el temor. ¿Qué la turbó?
Fay giró hacia Miles.
—¿Le contó usted al doctor Fell?
Y Miles fijó la vista en ella.
—Le conté ¿qué?
—Lo que le dije a usted anoche —replicó Fay juntando los dedos— cuando estábamos en la cocina, y yo…, yo no me encontraba en mis cabales.
—Nada dije al doctor Fell —interrumpió Miles con una violencia que él no comprendía—. Y en todo caso, ¿qué diferencia hace?
Miles se alejó de ella uno o dos pasos y chocó contra Bárbara, que también retrocedió. Durante una fracción de segundo, al volver ésta la cabeza, sorprendió él, en la cara de Bárbara, una mirada que completó su desmoralización. Sus ojos habían estado constantemente fijos algún tiempo sobre Fay, agrandándose lentamente, había en ellos una expresión de intriga y de algo más que no era aversión pero que se le aproximaba.
Si también Bárbara se volvía contra ella, Miles pensó que sería mejor entregar la cartera que servía para la defensa y retirarse. Pero, entre todos, no podía ser Bárbara quien se pusiera en contra de Fay, y Miles todavía volvió a la lucha.
—Yo no debería contestar a ninguna pregunta —dijo—. Si el inspector Hadley no está aquí oficialmente, no tiene ningún maldito derecho para entrometerse e insinuar que habrá consecuencias siniestras si no se contesta. ¡Turbada! Cualquiera hubiese estado turbado después de lo sucedido anoche. —Miró de nuevo a Fay—. En todo caso, todo lo que usted me dijo que acababa de ver algo que no había observado antes y…
—¡Ah! —suspiró Hadley, y golpeó su sombrero hongo con la palma de su mano izquierda—. ¡La señorita Seton acababa de ver algo que no había observado antes! Así lo pensábamos nosotros.
Fay dio un grito.
—¿Por qué no nos cuenta, señorita Seton? —sugirió Hadley en tono muy persuasivo—. ¿Por qué no hacer la completa confesión como usted pensaba? Si llega a esto, ¿por qué no entregar la cartera —señaló casualmente en dirección de ésta— y las dos mil libras y las demás cosas también? ¿Por qué no…?
Fue éste el momento en que la luz sobre la cómoda se apagó.
Nadie estaba preparado para el peligro. Nadie estaba alerta. Todo se concentraba en aquel pequeño espacio donde Fay Seton enfrentaba a Hadley, a Miles y a Bárbara.
Y aunque nadie había tocado el botón eléctrico junto a la puerta, la luz se había apagado. A causa de las cortinas del oscurecimiento bajas en las pequeñas ventanas, descendió sobre ellos una espesa oscuridad, como una capucha sobre la cara, empañando los pensamientos racionales como lo hacía con las figuras. Hubo un débil rayo de luz vacilante que vino del pasillo y algo se precipitó sobre ellos desde allí al abrirse rápidamente la puerta.
Fay Seton gritó.
Oyeron el ruido que subía penetrante, un grito como: ¡No lo haga, no lo haga, no lo haga!, y un sonido estrepitoso como si alguien cayera encima de la caja de latón en medio del piso. En los pocos segundos en que Miles se había desentendido de una cierta influencia maligna ésta volvía a dominar. Se abalanzó él en la oscuridad y sintió el hombro de alguien que escapaba. La puerta del corredor se golpeó. De alguna parte se oían pasos apresurados. Miles oyó el sonar de unas argollas como si alguien descorriera la cortina de una ventana. Era Bárbara.
La luz grisácea de la lluvia entraba de Bolsover Place junto con la de la dentadura movible de enfrente. El inspector Hadley corrió a la ventana, la levantó y silbó con su pito policial.
Fay Seton, ilesa, había sido arrojada sobre la cama, se aferraba del cubrecama para evitar su caída y lo arrastró con ella al caer de rodillas.
—¡Fay! ¿Está usted bien?
Fay apenas lo oyó. Rápidamente se dio vuelta, sus ojos fueron instintivamente hacia la parte superior de la cómoda.
—¿Está usted bien?
—No está —dijo Fay con voz ahogada—, no está, no está.
Pues la cartera ya no estaba ahí. Antes que cualquier otro, antes que Miles o que Hadley, Fay saltó por encima de la pesada caja de latón y corrió a la puerta. Corría con una locura temeraria y una agilidad que la llevó a mitad de camino por el pasillo, en dirección a la escalera, antes de que Miles saliera a la disparada detrás de ella.
Y ni siquiera la cartera pudo impedir esta huida alocada. Miles la había encontrado tirada a un lado en el piso del pasillo, apenas visible a la luz de la dentadura que se abría y se cerraba. Fay debió de haber tropezado con ella al correr, también pudo no haberla visto siquiera. Miles la llamó a gritos al llegar ella al principio de la escalera empinada que conducía al piso bajo, alzó la cartera, agarrándola al revés como para atraer su vista con la mímica. De adentro de la cartera abierta cayeron tres paquetes blancos de billetes de banco iguales al que estaba en el dormitorio. Aquéllos fueron a dar al piso junto con una substancia seca arenosa que caía como polvo. Nada más había adentro.
Miles se lanzó hasta el principio del rellano de la escalera.
—¡Está aquí, le digo! ¡No se la han llevado! ¡La han arrojado! ¡Está aquí!
¿Lo habría oído ella? No podía estar seguro, pero, rápidamente, ella se detuvo y miró hacia arriba.
Fay estaba a mitad de la escalera empinada cubierta de andrajoso linóleo. La puerta de calle abierta de par en par y la luz de la ventana de enfrente se filtraban misteriosamente sobre la escalera.
En el pasillo, Miles, inclinado peligrosamente sobre la baranda y sosteniendo la cartera miraba a la cara de la joven cuando la alzó.
—¿No comprende usted? —le gritó—. ¡No es necesario correr así! ¡Aquí está la cartera! Es…
Ahora podía jurar que ella no había oído. La mano izquierda de Fay descansó ligeramente sobre el pasamanos. Su cuello estaba arqueado, el cabello rojizo echado atrás al mirar hacia arriba, la mirada de su rostro era de una débil sorpresa, su color subido, hasta el brillo de los ojos, parecían desvanecerse en una mortal palidez azulada que dio una momentánea expresión suave a su boca, que luego desapareció.
Las piernas de Fay cedieron en las rodillas. Suavemente, como un vestido que cae de una percha, tan sin huesos que no podría haberse producido una magulladura, cayó ella de lado y rodó hasta el pie de la escalera. Sin embargo, el estrépito de la caída, en contraste con la terrible flojedad…
Miles Hammond se quedó quieto. El aire sofocante y enmohecido del corredor había penetrado en sus pulmones como la repentina sospecha en su mente. Parecía haber estado respirando aquel aire durante mucho tiempo, con los billetes manchados de sangre en su bolsillo y la cartera desgastada en su mano. Por el rabillo del ojo vio a Bárbara llegar junto a él y mirar abajo apoyada en el pasamanos. El inspector Hadley, refunfuñando algo fuera de aliento, los dejó atrás y bajó a grandes trancos que sacudían y golpeaban cada escalón. Pasó por encima de la persona tirada al pie de la escalera, sus mejillas contra la suciedad del suelo, y él se arrodilló para examinarla; luego levantó la cabeza para mirar a los otros; su voz sonaba hueca por la escalera.
—¿No tenía esta mujer un corazón débil?
—Sí —dijo lentamente Miles—, sí, es cierto.
—Es mejor que llamemos una ambulancia —replicó la voz hueca—. No debió de haberse agotado y corrido de esa forma. Me parece que la ha matado.
Miles descendió pausadamente con su mano izquierda apoyada en la baranda donde había estado la de Fay. Al caminar dejó caer la cartera.
Enfrente, vistos ahora por la puerta de calle abierta, los feos dientes, sin cuerpo, muy lentamente se abrían y se cerraban, se abrían y se cerraban por toda la eternidad, mientras él se inclinaba sobre el cuerpo de Fay.