CAPÍTULO XVI

BAJO un cielo muy oscuro, salpicaba la llovizna en Bolsover Place, Camden Town.

Fuera de la amplia recta de Camden High Street, a no mucha distancia de la estación del subterráneo y también a un lado de la estrecha lobreguez de Bolsover Street, bajo un arco de ladrillos, se extendía un callejón sin salida.

El pavimento era de adoquines desiguales, ahora sucios por la lluvia. Al frente, dos casas bombardeadas parecían como todas mientras no se observaba el estado de los vidrios; a la derecha había una pequeña fábrica o depósito con el letrero de «J. Mings y Cía. Ltda., Dentaduras Postizas»; a la izquierda, se veía primero un frente estrecho de un solo piso, revestido de madera, cuya tablilla decía que anteriormente se servían comidas; a continuación integraban el panorama dos casas de ladrillos, de aquel color indefinido entre gris y castaño, con algunos vidrios en las ventanas y un aspecto no del todo decaído.

Nada se movía allí, ni siquiera un gato perdido. Miles, sin preocuparse de la lluvia que lo estaba empapando, tomó el brazo de Bárbara.

—Todo va bien —refunfuñó ella moviendo sus hombros bajo el impermeable e inclinando su paraguas—, no hemos perdido ni diez minutos.

—No. Pero hemos perdido esos pocos minutos.

Miles comprendía que ahora ella estaba asustada. En el viaje de vuelta, donde tuvieron la suerte de subir instantáneamente, en Chalk Farm, a un tren que venía en la otra dirección, pudo él referirle los acontecimientos de la noche anterior. Era claro que Bárbara tenía miedo, pues tampoco comprendía lo acontecido.

—Número cinco —dijo Miles—, número cinco.

Era la última casa de la izquierda, en ángulo recto con las dos bombardeadas. Mientras acompañado de Bárbara recorría el pavimento de adoquines desiguales, Miles notó una enorme dentadura postiza en un escaparate de la casa J. Mings y Cía. Ltda.

Podía parecer horrible y cómica como anuncio de propaganda pero, si estuviese en mejor estado de conservación, no habría dejado de llamar la atención. Hecha de metal y pintada de color natural, los dientes y encías relucían a la tenue luz gris, bien cerrados, como dientes de gigante. A Miles no le agradaron. Sentía su presencia detrás de él, mientras llegaba hasta la puerta despintada del número cinco en la que había un llamador. Pero su mano no lo tocó.

Al instante, apareció la cabeza de una mujer en la ventana abierta de la planta baja de la casa vecina apartando lo que alguna vez pudo haber sido un visillo de encaje. Era una mujer de edad mediana que observaba con avidez a los recién llegados, sin ninguna sospecha pero con una penetrante curiosidad.

—¿La señorita Fay Seton? —dijo Miles.

Antes de responder, la mujer se dio vuelta hacia adentro del cuarto, evidentemente para dar un puntapié a algo, luego señaló el número cinco.

—Primer piso arriba a la izquierda, al frente.

—Yo…, ¡hum!…, ¿entro sin más?

—¿Qué más?

—Entendido. Gracias.

La mujer inclinó con gravedad la cabeza, confirmando, y con la misma gravedad se retiró. Miles dio vuelta el picaporte y abrió la puerta, hizo pasar adelante a Bárbara por un pasillo hasta la escalera. El aire, rancio, enmohecido, del pasadizo los envolvió como una ola. Cuando cerró la puerta estaba tan oscuro que escasamente podían distinguir el contorno de la escalera. A la distancia, se oía la lluvia que caía acompasada sobre una claraboya.

—Esto no me gusta —dijo Bárbara en voz baja—. ¿Por qué se le ocurre vivir en un lugar como éste?

—Usted sabe cómo está Londres ahora. No se consigue nada por amor ni por dinero.

—¿Pero por qué conservó el cuarto después de ir a Greywood?

Miles también pensaba lo mismo, tampoco le agradaba el lugar y quería gritar el nombre de Fay para asegurarse que allí vivía.

—Primer piso arriba izquierda, al frente —dijo Miles—, ¡cuidado con la escalera!

Por una escalera empinada que daba vuelta formando una curva cerrada, se llegaba al frente de la casa, a lo largo de un angosto corredor; en el extremo de este pasillo había una ventana que miraba a Bolsover Place, y, a pesar de que uno de sus paneles estaba remendado con cartón, dejaba pasar suficiente luz como para que vieran una puerta cerrada a cada lado del corredor. Pocos segundos después, al acercarse Miles a la puerta de la izquierda con el corazón en la boca y cuando iba a levantar su mano para llamar, de pronto, una luz bastante clara que pasaba por aquella ventana del frente, iluminó el pasillo con su linóleo negro, lo alarmó, y quedó en suspenso. Bárbara también se asustó; oyó él que ella restregaba su talón sobre el linóleo y ambos miraron por la ventana.

La dentadura se movía.

Enfrente, en el negocio de los señores J. Mings y Cía., un guardián aburrido se divertía, un domingo por la tarde, en cambiar una luz en el escaparate sucio y hacía funcionar el mecanismo eléctrico que controlaba la dentadura.

La dentadura se abría muy acompasadamente y muy acompasadamente se cerraba, abriéndose y cerrándose sin cesar para llamar la atención; las rosadas encías y los dientes parcialmente oscurecidos, sucios y de mal aspecto por falta de uso, algunas veces pegándose un poco, abrían la boca y la volvían a cerrar; daban una impresión a la vez teatral y horriblemente real; no hacían ruido y no eran humanos. A través de la ventana, empañada por la lluvia, levantaban su sombra, lenta, muy lentamente, abriéndose y cerrándose, en la pared del corredor.

Bárbara dijo suavemente:

—¡De todos los…!

—¡Silencio!

Miles no podría decir por qué la mandaba callar; él parecía ocupado reflexionando que la exhibición del escaparate del frente era bien pobre y no muy divertida; levantó su mano otra vez y golpeó a la puerta.

—¿Sí? —preguntó una voz tranquila después de una muy ligera pausa.

Era la voz de Fay. Ella estaba bien.

Miles permaneció inmóvil uno o dos segundos, antes de dar vuelta el picaporte, mirando por el rabillo del ojo a aquella sombra borrosa que se movía en la pared. La puerta no estaba con llave. La abrió.

Fay Seton, todavía con su abrigo de paño sobre el vestido color gris paloma, parada delante de una cómoda, se volvió interrogante. Su expresión era plácida, ni siquiera muy interesada, mientras no vio quién entraba. Dio entonces un grito ahogado.

Veía él claramente todos los detalles del cuarto, porque las cortinas estaban corridas y la luz encendida. Una débil bombilla que colgaba sobre la cómoda le mostraba los muebles del dormitorio bastante estropeados, el empapelado descolorido, la alfombra deshilachada. Una pesada caja de latón pintada de negro y casi tan grande como un baúl, había sido sacada con apuro de debajo de la cama; su tapa no estaba cerrada del todo y un pequeño candado abierto colgaba de la aldaba.

La voz de Fay sonó aguda.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

—¡La he seguido! ¡Me dijeron que la siguiera! ¡Usted está en peligro! Hay…

Miles dio dos pasos dentro del cuarto.

—Usted me ha sorprendido —dijo Fay controlándose y poniéndose una mano debajo del corazón, gesto que él ya le conocía. Ella se sonrió—. ¡No esperaba…! ¡Después de todo…! —Luego, rápidamente, agregó—: ¿Quién está con usted?

—Es la señorita Morell. La hermana de…, bueno…, de Jim Morell. Desea mucho conocerla.

Cuando vio Miles lo que había sobre la cómoda, le pareció que el mundo se detenía.

Primero notó una cartera vieja de cuero negro, resecada, polvorienta y quebrada, abultada por su contenido, con sus correas sueltas y la solapa medio abierta. Pero una cartera vieja puede pertenecer a cualquiera. A su lado había un paquete chato de billetes de banco, el primero mostraba la designación de veinte libras, el color de los billetes podría haber sido antes blanco, ahora tenían un aspecto desteñido y manchas secas de herrumbre.

La palidez de Fay aumentó al ver la dirección de la mirada de Miles y respiraba con dificultad.

—Sí —le dijo—, son manchas de sangre. Ve usted, sangre del señor Brooke que cayó sobre ellos cuando…

—¡Por el amor de Dios, Fay!

—No hago falta aquí —dijo Bárbara con voz excitada pero no fuerte—, verdaderamente yo no quería venir. Pero Miles…

—Por favor, entre —dijo Fay con su voz suave mientras sus ojos azules lanzaban miradas vagas a un lado y otro como si ella apenas pudiese ver—, y cierre la puerta.

Todavía no estaba tranquila. Esta aparente tranquilidad era el efecto de una completa desesperación o de alguna emoción semejante. La cabeza de Miles giraba; con cuidado cerró la puerta para tener siquiera algunos minutos para pensar; con suavidad puso la mano sobre el hombro de Bárbara porque ésta estaba a punto de salir corriendo, y dio un vistazo por el cuarto sintiendo que el aire cerrado lo asfixiaba; y entonces pudo hablar.

—¡Pero usted no puede ser culpable! —dijo él con una desesperada sensatez. Lógicamente parecía de una importancia vital convencer a Fay de que ella no era culpable—. ¡Le digo que es imposible! ¡Es… escuche!

—¿Sí? —dijo Fay.

Junto a la cómoda había un viejo sillón con manchas en su respaldo y el género de sus brazos gastado. Fay se dejó caer en él con los hombros flojos, su expresión apenas cambió, las lágrimas fluían de sus ojos y corrían descuidadas por sus mejillas. Jamás la había visto llorar y esto era peor que cualquier otra cosa.

—Sabemos ahora —dijo Miles sintiéndose aterido— que usted no fue culpable de nada. He oído…, lo acabo de saber, ¡le digo!… que todas aquellas acusaciones en contra de usted fueron una patraña inventada deliberadamente por Harry Brooke.

Fay alzó de pronto su cabeza.

—Así que usted sabe eso —dijo ella.

—Más aún —repentinamente lo comprendió él, retrocedió y la señaló con el dedo—. ¡Usted también lo sabía! ¡Usted sabía que eran engañados por Harry Brooke! ¡Lo ha sabido siempre!

Los hechos se engranaban, era más que un rayo de luz, que a veces sobreviene por una emoción que va en aumento.

—Por eso se puso usted a reír anoche en aquella forma alocada, cuando yo le pregunté si, después de todo, se había casado usted con Harry Brooke. Por eso sacó usted el tema de los anónimos en su contra, aunque Rigaud nunca lo había mencionado. Por eso habló usted de Jim Morell, aquel gran amigo de Harry, a quien éste le escribía todas las semanas, aunque tampoco Rigaud nunca dijo nada de él. ¡Usted lo supo siempre! ¿No es así?

—Sí. Siempre lo supe.

Era poco más que un susurro. Las lágrimas todavía fluían de sus ojos y sus labios también empezaron a temblar.

—¿Está usted loca, Fay? ¿Ha perdido usted completamente la cabeza? ¿Por qué nunca habló claro y lo dijo?

—Porque…, ¡oh Dios mío! ¿Qué diferencia hay ahora?

—¿Qué diferencia hay? —Miles tragó con dificultad—. ¡Con esta maldita cosa…! —Se dirigió hacia la cómoda y cogió el fajo de billetes de banco sintiendo repulsión al tocarlos—. ¿Supongo que en la cartera habrá tres paquetes más?

—Sí —dijo Fay— hay tres más. No hice más que robarlos, no los he gastado.

—Pensándolo bien, ¿qué más hay dentro de aquella cartera? ¿Por qué está tan abultada?

—¡No toque esa cartera! ¡Por favor!

—Está bien. No tengo ningún derecho para molestarla en esta forma. Lo sé. Sólo lo hago porque… porque es necesario. Pero usted pregunta ¿qué diferencia hace? ¿Cuando durante casi seis años la policía ha tratado de descubrir qué se hizo esta cartera y el dinero que había dentro?

Unos pasos, afuera en el pasillo, que ellos habían estado demasiado preocupados para oír hasta ahora, se aproximaron a la puerta como por casualidad. Pero la llamada, aunque no fue fuerte, era tan perentoria como para no ser desatendida.

Miles fue quien habló; ninguna de las dos mujeres fue capaz de hacerlo.

—¿Quién está ahí?

—Soy un oficial de policía —dijo la voz de afuera, combinando lo casual con lo perentorio—. ¿Puedo pasar?

La mano de Miles que todavía estaba puesta sobre los billetes se movió tan rápidamente para meterlos dentro de su bolsillo como una serpiente que pica. Pensó que era lo mejor, pues la persona de afuera no esperó que la invitaran.

Al abrir la puerta de par en par, se paró en el marco un hombre alto, de anchas espaldas, de impermeable y sombrero hongo. Quizá todos los presentes creyeran que aparecería un uniforme; por lo menos para Miles, esto era bastante más siniestro. Había algo vagamente familiar en el rostro del recién venido: el aspecto militar, los bigotes grisáceos recortados, las quijadas salientes.

Permaneció parado mirando una por una a las personas que tenía frente a él, con la mano puesta sobre el picaporte y, en el pasillo detrás de él, la luz alzaba la sombra de la dentadura que se abría y se cerraba.

Dos veces se abrieron y cerraron aquellos dientes antes de que el recién llegado se aclarara la garganta.

—¿La señorita Fay Seton? —dijo.

Fay saltó sobre sus pies sin importarle ya nada, agotada por la violencia y, a manera de contestación con su natural dignidad ignorando las huellas de las lágrimas sobre su cara tendió sus muñecas.

—Me llamo Hadley —anunció el extraño—, soy el inspector Hadley, Metropolitan C. I. D.

Y ahora comprendió Miles por qué esta cara le era vagamente familiar, se acercó a Bárbara Morell y fue ésta quien habló.

—Lo he entrevistado una vez —dijo Bárbara débilmente— para el Morning Record. Usted habló mucho pero no me permitió que publicara todo.

—¡Bien! —convino Hadley y la miró—. Usted es, por cierto, la señorita Morell. —Miró meditativo a Miles—. Y usted debe de ser el señor Hammond. Parece que está usted bien empapado.

—No llovía cuando salí de casa.

—Siempre es conveniente —dijo Hadley moviendo la cabeza— llevar un impermeable cuando se sale en días como éste. Podía prestarle el mío aunque creo que voy a necesitarlo.

El aire sociable y estudiado de todo esto, bajo su atmósfera de mortal peligro y de tensión, no podía durar mucho. Miles lo cortó.

—¡Vea, inspector! —prorrumpió—. Usted no ha venido aquí a hablar del tiempo. Lo principal es… que usted es amigo del doctor Fell.

—Es exacto —convino Hadley. Entró, se quitó el sombrero y cerró la puerta.

—¡Pero el doctor Fell dijo que la policía no iba a intervenir!

—¿En qué? —preguntó cortésmente Hadley, con una ligera sonrisa.

—¡En nada!

—Bueno, eso depende de lo que usted quiera decir —dijo Hadley.

Sus ojos observaban la habitación; el bolso de mano y la boina de Fay sobre la cama, aquella caja de latón grande y polvorienta que había sido sacada de debajo de la cama, las cortinas corridas en las dos pequeñas ventanas. Su mirada descansó, sin curiosidad aparente, sobre la cartera que la luz de la cómoda hacía visible.

Miles con su mano derecha apretando fuertemente el fajo de billetes dentro de su bolsillo, le observaba como se puede mirar a un tigre domesticado.

—El hecho es que —continuó cómodamente Hadley— he tenido una muy larga conversación telefónica con mi maestro…

—¿Con el doctor Fell?

—Sí. Y gran parte de ella no era muy clara. Parece, señor Hammond, que anoche su hermana se llevó un susto muy malo y peligroso.

Fay Seton dio la vuelta a la caja grande de latón y recogió su bolso de sobre la cama, fue hasta la cómoda, inclinó el espejo para tomar mejor la luz y se ocupó en borrar los rastros de sus lágrimas con el pañuelo, empolvándose luego. En el espejo sus ojos aparecían pálidos como bolillas azules, su codo temblaba frenéticamente.

Miles apretó los billetes.

—¿El doctor Fell le contó lo ocurrido en Greywood? —preguntó.

—Sí.

—¿Así que hay que llamar a la policía?

—¡Oh, no! No, si no se nos solicita. Y, en todo caso, usted iría a la policía del distrito y no a la de Londres. No —dijo Hadley en una forma pausada—, Fell deseaba saber en realidad el nombre de cierto reactivo.

—¿Cierto reactivo?

—Un reactivo científico para determinar…, bueno, lo que él quiere determinar; y si podía indicarle a alguien que lo supiera poner en práctica. Dijo que no se acordaba del nombre del reactivo, ni mucho del asunto, excepto que se utilizaba parafina derretida. —Hadley sonrió ligeramente—. Se refería al reactivo de González.

Entonces el inspector Hadley se adelantó.

—El doctor Fell también me preguntó —prosiguió— si teníamos algún medio para averiguar el domicilio de la señorita Fay Seton, en caso de que usted —miró a Miles—, en caso de que usted, por casualidad, no la encontrara. Naturalmente, le dije que sí lo teníamos, puesto que debía de haber retirado una tarjeta de identidad. —Hadley hizo una pausa—. A propósito, señorita Seton, ¿tiene usted su tarjeta de identidad?

La refracción de los ojos de Fay lo miraban por el espejo, había casi terminado de componerse, sus manos estaban quietas.

—Sí —repuso Fay.

—Por formalidad, ¿puedo verla?

Fay extrajo la tarjeta de su bolso y la entregó sin comentario, volviendo al espejo. Por algún motivo, la mirada de violenta tirantez volvía a sus ojos al recoger de nuevo el polvo compacto.

(Miles pensaba: ¿qué estaría ocurriendo en el fondo de todo esto?)

—Observo, señorita Seton, que no indica el último domicilio.

—No. He vivido durante los últimos seis años en Francia.

—Lo comprendo. ¿Tiene usted seguramente una tarjeta de identidad francesa?

—Creo que no. La perdí.

—¿Cuánto ganaba en Francia por su empleo, señorita Seton?

—No tenía empleo con ingresos fijos.

—¿Así era? —Se arquearon las oscuras cejas de Hadley, en contraste con el brillo de su cabello gris acerado—. Debe de haberle sido un poco difícil obtener sus raciones allá. ¿No fue así?

—Yo no tenía empleo con ingresos fijos.

—¿Pero entiendo que usted era bibliotecaria y secretaria de profesión?

—Sí. Eso es verdad.

—En efecto, pensándolo bien, usted era la secretaria de un señor Howard Brooke, hasta su muerte en mil novecientos treinta y nueve. Tenemos aquí —observó Hadley como si repentinamente le hubiese venido una idea nueva—, he ahí un caso en que estaríamos muy contentos de obtener un poco de ayuda que ofrecer a nuestros colegas franceses.

(¡Observen acercarse el enorme gato! ¡Observen su marcha tortuosa!)

—Pero me olvidaba —dijo Hadley descartando esto tan instantáneamente que sus tres oyentes se sobresaltaron—, me estaba olvidando de la verdadera razón que me trajo aquí.

—¿La verdadera razón que lo trajo aquí?

—Sí, señorita Seton. ¡Hum!… Su tarjeta de identidad. ¿No la quiere? —Gracias.

Fay, de vestido gris y largo abrigo de paño humedecido, se vio obligada a darse vuelta, le tomó su tarjeta y luego se quedó de espaldas a la cómoda. Su cuerpo ocultaba ahora la cartera que parecía gritar al cielo. Si Miles Hammond hubiese sido un ladrón con todos los bienes robados metidos dentro de las costuras del forro de sus bolsillos, no se hubiese sentido más culpable.

—El doctor Fell me pidió —continuó Hadley—, de un modo estrictamente confidencial, que no la perdiera de vista. Parece que usted ha huido de él.

—No le comprendo bien. Yo no he huido.

—¡Por supuesto que con intención de volver otra vez! ¡Entendido!

Los ojos de Fay a ratos se cerraban y volvían a abrirse.

—Justamente antes, señorita Seton, el doctor Fell iba a preguntarle algo muy importante.

—¡Oh!

—Me ha dado instrucciones para decirle que no le hizo la pregunta anoche —continuó Hadley—, porque no adivinó entonces lo que adivina en el momento presente. Pero que desea mucho obtener la respuesta de aquella pregunta. —El tono de Hadley cambió muy ligeramente, continuaba cortés, aunque naturalmente investigador, pero todo el ambiente de la habitación pareció arder al agregar él:

—¿Puedo hacerle ahora aquella pregunta?