CAPÍTULO XV

—¡LEICESTER SQUIRE! —cantó el guarda.

Una o dos personas subieron, pero el tren largo y caldeado seguía casi vacío. El soldado australiano roncaba, zumbó un timbre avisando al conductor allá lejos en la delantera y las puertas se cerraron. Aún faltaba una buena distancia para Camden Town.

Miles no se dio cuenta, estaba de nuevo en la habitación alta del restaurante de Beltring, observando a Bárbara Morell mientras ésta miraba al profesor Rigaud por encima de la mesa del comedor; observaba él la expresión de aquellos ojos y oía la extraña exclamación como en un suspiro, de incredulidad o de desprecio, restándole importancia al hecho de que Howard Brooke hubiese maldecido en alta voz a Fay Seton en el banco del Crédit Lyonnais.

Miles acomodaba cada palabra, cada gesto, en un plan que hasta ahora lo desconcertaba.

—El profesor Rigaud es muy observador —continuó Bárbara— para ver y describir el exterior de las cosas, pero ni una vez, absolutamente, se da cuenta de lo que hay adentro. Casi lloro, cuando dijo bromeando que él era un búho y un murciélago ciego, porque es perfectamente cierto en un sentido.

»Durante un verano entero, el profesor Rigaud asesoraba a Harry Brooke, le hacía sermones, lo formaba, influía sobre él, empero jamás adivinó la verdad. Harry, con toda su habilidad atlética y su buen aspecto, debe de haber sido un muchacho bastante guapo —dijo Bárbara con desprecio—, aunque era, sencillamente, un desalmado resuelto a seguir su voluntad.

(Desalmado…, desalmado… ¿Dónde había oído Miles antes este término?)

Bárbara se mordió los labios.

—Usted recuerda —dijo— que a Harry se le había metido en la cabeza ser pintor.

—Sí, lo recuerdo.

—¿Y que discutía sobre el tema con sus padres? ¿Y que a renglón seguido, como lo describió el profesor Rigaud, se iba a pegar furiosamente a la pelota de tenis o se sentaba sobre el césped todo pálido, con furia reconcentrada?

—También recuerdo eso.

—Harry sabía que era la única cosa en el mundo que sus padres no consentirían. Lo idolatraban verdaderamente pero, por esta razón, jamás lo consentirían. Y no era, no era suficientemente hombre para despreciar un montón de dinero y tomar una resolución por sí mismo. Siento hablar así —añadió Bárbara, desalentada— pero es la verdad. Mucho antes de que Fay Seton llegara, Harry forjó el plan, en su desagradable pequeña mentalidad, para encontrar la manera de forzar el consentimiento.

»Luego llegó Fay para ser la secretaria de su padre y vio por fin un camino.

»Yo… yo nunca he conocido a esa mujer —confesó Bárbara pensativamente—; sólo puedo juzgarla a través de cartas. Puedo equivocarme completamente pero la veo pasiva y afable, verdaderamente “sin experiencia”, algo romántica y sin mucho sentido del humor.

»Y Harry Brooke encontró la manera. Primero pretendería enamorarse de Fay…

—¿Pretender enamorarse de ella?

—Sí.

Oscuramente, Miles empezó a ver que el plan tomaba forma y era inevitable, tan inevitable como…

—¡Tottenham Court Road!

—Un momento —articuló Miles—. El viejo proverbio dice que hay dos cosas que se creen de cualquier hombre, y una es que se ha dado a la bebida. Podríamos agregar que hay dos cosas que se creen de cualquier mujer y ambas son…

—Ambas… —admitió Bárbara— son que tiene un carácter desagradablemente malo —el color subió a sus mejillas— y que probablemente les responde a todos los hombres que están alrededor. Cuanto más tranquila y recatada es, especialmente si no mira derecho a los ojos o se entusiasma con juegos tontos como el golf o el tenis, tanta más gente cree que algo de ello debe haber.

»El proyecto de Harry era tan cínico como esto, le escribía a su padre una cantidad de cartas anónimas con frases viles sobre ella…

—¡Cartas anónimas! —dijo Miles.

—Inició una campaña de susurros en contra de ella, relacionando su nombre con Zutano y Mengano. Sus padres no deseaban mayormente que se casara con nadie, se alarmaron por el escándalo y le rogaron que cortara.

»Él tenía preparado el camino inventando una historia, absolutamente falsa, diciendo que lo había rechazado la primera vez que le propusiera matrimonio, con la insinuación de que había alguna terrible razón oculta para no poder casarse con él. Contó este chisme al profesor Rigaud y el pobre profesor Rigaud nos lo repitió. ¿Lo recuerda?

Miles asintió con la cabeza.

—También recuerdo —dijo— que cuando anoche le mencioné esta misma historia, ella…

—¿Ella… qué?

—¡No importa! ¡Continúe!

—Así el escándalo cundiría, y los padres de Harry le pedirían que rompiera el compromiso. Harry aparentaría nobleza y se negaría. Cuanto más rehusara se pondrían más frenéticos. Finalmente se haría el vencido, prácticamente en lágrimas, y diría: “Está bien, renunciaré a ella, pero si consiento en renunciar, ¿me mandarán a París a estudiar pintura para poder olvidarla?”

»¿Habrían consentido entonces? Todos sabemos cómo son las familias. ¡Claro que sí! Se hubieran agarrado de eso con un feliz alivio.

»Pero el pequeño plan de Harry no resultó así, enteramente así —añadió Bárbara.

»Los anónimos preocuparon horriblemente a su padre, que no quiso ni mencionárselos a la madre. Pero la campaña de susurros de Harry falló completamente en la región; eran gente ocupada, tenían que recoger la cosecha, tales cosas no dañan a nadie si no interfieren con el trabajo. Conoce usted ese gesto francés de encogerse de hombros y el “¿Et alors?” que más o menos corresponde a “¿y entonces?” Tal era el caso.

Bárbara se echó a reír histéricamente, pero se contuvo.

—Fue el profesor Rigaud, que siempre predicaba a Harry sobre el crimen y lo oculto (nos lo dijo él mismo), quien con toda inocencia le dio la idea de lo que esta gente realmente temía, es decir el tema que los haría hablar y hasta gritar. Es tonto y horrible y, por cierto, que surtió su efecto inmediatamente. Harry, deliberadamente, sobornó a aquel muchacho de dieciséis años para que simulara señales en su propia garganta y repartiera una historia sobre el vampiro… ¿Comprende usted ahora?

—¡Goodge Street!

—Claro está que Harry sabía que su padre no iba a creer ninguna tontería sobre vampiros, ni deseaba que lo creyera. El señor Brooke oiría, no podría dejar de oír en todos los rincones de Chartres, una historia que refiriera que la novia de su hijo visitaba tan a menudo a Pierre Fresnac por la noche y… todo el resto. Sería suficiente. Sería más que suficiente.

Miles Hammond se estremeció.

Trac trac, seguía el tren rugiendo en el túnel mohoso. Las luces oscilaban sobre la armazón metálica y la tapicería. Miles veía venir la tragedia tan claramente en la historia de Bárbara como si no conociera su existencia.

—No lo pongo en duda —dijo tomando un llavero de su bolsillo y retorciéndolo violentamente como si quisiera partirlo en dos—. Pero ¿cómo conoce usted estos detalles?

—¡Harry se lo escribió todo a mi hermano! —exclamó Bárbara.

Guardó silencio un momento.

—Jim es pintor, ¿comprende? Harry lo admiraba tremendamente y pensó, ¡sinceramente lo pensó!, que Jim, como hombre de mundo, aprobaría su estratagema para librarse de la atmósfera pesada de la familia y lo llamaría muchacho inteligente en extremo por haber pensado esto.

—¿Usted supo todo en aquel momento?

Bárbara abrió sus ojos bien grandes.

—¡Santo cielo! ¡No! Ocurrió hace seis años. En aquel tiempo yo tenía sólo veinte. Recuerdo que Jim siempre recibía cartas de Francia que le preocupaban pero nunca hizo ninguna observación sobre ellas. Entonces…

—¡Siga!

Ella tragó saliva.

—Como a mediados de agosto de aquel año, recuerdo que el barbudo de Jim de pronto se levantó de la mesa del desayuno con una carta en la mano diciendo “¡Mi Dios, han asesinado al viejo!” Una o dos veces se refirió al caso Brooke y buscaba con afán cuanto se publicaba en los periódicos ingleses, pero no se podía conseguir sacarle una palabra del asunto.

»Luego vino la guerra. Jim fue dado por muerto en el cuarenta y dos y creímos que estaba muerto. Yo… examiné sus papeles. Me encontré con esta tremenda historia desarrollada carta por carta. Por cierto que nada podía hacer, ni mucho podía descubrir, excepto unas pocas cosas en las líneas del reverso de los papeles; el señor Brooke había sido estoqueado y la policía se inclinaba a creer que la señorita Fay Seton lo había matado.

»Pero la última semana… Las cosas no suelen venir solas, ¿no es cierto? ¡Siempre se acumulan sobre una todas a la vez!

—Sí. Puedo atestiguarlo.

—¡Warren Street!

—Un fotógrafo de la imprenta mostró en la oficina la fotografía de tres inglesas que regresaban a Francia y una de ellas era «la señorita Fay Seton que en tiempos de paz era bibliotecaria». Y un compañero de tareas, casualmente enterado de todo respecto del famoso Murder Club, me dijo que el relator del viernes por la noche iba a ser el profesor Rigaud, quien haría un relato como testigo presencial del caso Brooke.

En los ojos de Bárbara había lágrimas ahora.

—El profesor Rigaud detesta a los periodistas, nunca había querido hablar en el Murder Club porque temía las publicaciones. Era para imposible verlo en privado a no ser que le mostrara mi montón de cartas para explicarle mi interés. Y no podía, ¿me comprende?, no podía permitir que el nombre de Jim se mezclara en esto si de ello resultaba algo tremendo. Entonces yo…

—¿Entonces usted trató de conseguir a Rigaud para usted sola en el Beltring?

—Sí.

Ella movió rápidamente la cabeza y fijó su vista en la ventana.

—Cuando usted hizo mención de que estaba buscando un bibliotecario, se me ocurrió «¡Oh señor! ¿Suponiendo…?» ¿Usted sabe lo que pienso?

—Sí —asintió Miles con la cabeza—, la sigo.

—Usted estaba tan fascinado con aquella fotografía iluminada, tan hechizado, que pensé «¿si confiara en él?». Como desea encontrar un bibliotecario, ¿si le propusiera que buscara a Fay Seton y le dijera que hay una persona que sabe que ella ha sido la víctima de una vil tramoya? Es posible que él la encuentre de cualquier modo, ¿pero si yo le propusiera que la buscara?

—¿Y por qué no confió usted en mí?

Los dedos de Bárbara se retorcían sobre su bolso de mano.

—Oh, no sé. —Movió rápidamente su cabeza—. Como se lo dije en aquella ocasión, era solamente una tonta idea mía y tal vez me resentía un poco que usted se sintiera tan evidentemente atraído por ella.

—Pero ¡vea…!

Bárbara desechó esto y continuó precipitadamente.

—La cosa principal era ¿qué podríamos hacer realmente usted o yo por ella? En apariencia, no la creían culpable del crimen y esto era lo principal. Ella había sido víctima de suficientes historias sucias y falsas para envenenar la vida de cualquiera, pero es difícil reparar una reputación dudosa. Aun si yo no fuera tan cobarde, ¿cómo podría ayudar? Le dije a usted con mis últimas palabras al bajar del taxímetro, que no veía cómo podría ser ahora de alguna utilidad.

—Las cartas no contienen ningún dato sobre el crimen del señor Brooke, ¿no? —preguntó él.

—¡No! ¡Vea!

Bárbara tanteó dentro de su bolso de mano, pestañeando para retener sus lágrimas, su cara sonrojada y su cabeza de cabello rubio ceniza inclinada hacia adelante, y le tendió cuatro esquelas dobladas totalmente escritas.

—Es la última carta que Harry Brooke le enviara a Jim. La estaba escribiendo aquella tarde del crimen. Primero trata del éxito de su estratagema (¡deleitándose!) para enlodar a Fay y conseguir lo que deseaba, y luego se interrumpe de pronto. ¡Mire la parte final!

—¡Euston!

Miles metió el llavero en su bolsillo y tomó la carta. El final, una postdata escrita con garabatos violentos y agitados, estaba encabezada «6.45 p.m…». Las palabras bailaban delante de los ojos de Miles mientras el tren temblaba y rugía.

«Jim, algo terrible acaba de suceder. Alguien ha matado a papá. Rigaud y yo lo dejamos en la torre y alguien subió y lo estoqueó. Tengo que apurarme en echar ésta al correo para pedirte, ¡por el amor de Dios, viejo!, que jamás digas a nadie lo que te he estado escribiendo. Si Fay se ofuscó y ha matado al viejo porque intentó pagarle para que se fuera, no quisiera que nadie supiera que he estado lanzando rumores sobre ella. No estaría bien hecho y además yo no deseaba que algo semejante ocurriera. ¡Por favor, viejo! Tuyo, muy apurado, H. B.»

A Miles le pareció que veía al autor escribiendo esta carta que demostraba una naturaleza humana tan cruel y desagradable. Se quedó abstraído, fija la mirada, Una rabia contra Harry Brooke nublaba su mente, lo enloquecía y lo debilitaba. Pensar que jamás sospechó del carácter de Harry Brooke…, y sin embargo, secretamente, ¿no lo había sospechado? El profesor Rigaud se había equivocado en la apreciación de los móviles de este agradable joven; no obstante, había trazado, agudamente, un cuadro nervioso e inestable. El mismo Miles, en una ocasión, había empleado la palabra neurótico para describirlo.

Harry Brooke, para hacer su gusto, fría y deliberadamente, había inventado toda la endemoniada…

En cuanto a que Miles tuviera dudas de estar él enamorado de Fay, ya no las tenía. Ni el corazón ni la imaginación podían resistir a la idea de Fay, completamente inocente, enferma de azoramiento y temor. Se maldijo a sí mismo por haber dudado de ella, había mirado todo a través de lentes falseadas, casi con un sentimiento de repulsa mezclado a la atracción que sentía por ella, pensando qué poder maligno podía ocultarse detrás de los ojos azules. Y sin embargo, todo el tiempo…

—Ella no es culpable —dijo Miles—, no es culpable de nada.

—Es exacto.

—Le diré lo que siente Fay con respecto a sí misma. Y no crea que al decirlo haga declaraciones exageradas y melodramáticas. Se siente condenada.

—¿Por qué piensa usted esto?

—No lo pienso, lo sé. —Lo embargó una profunda convicción—. Se veía en todo su comportamiento de anoche. Correcta o equivocadamente, cree ella que no puede librarse de algo y se siente condenada. No pretendo explicar lo sucedido, pero sé esto.

»Lo que es más, ella está en peligro. El doctor Fell dijo que algo sucederá si lleva adelante sus planes. Por esto debo alcanzarla a toda costa y no perderla de vista ni un momento. Agregó que era cuestión de vida o muerte. Y, ayúdeme, ¡lo voy a hacer! Se lo debemos después de todo lo que ha pasado. En el mismísimo instante en que bajemos de este tren…

Miles se detuvo.

Una cierta intuición, un cierto estado consciente todavía alerta, le señalaba que, por primera vez desde que entrara en el subterráneo, el tren se había detenido sin que él lo advirtiera.

Y entonces, junto con la imagen brillante del coche que lo mareaba, le galvanizó un ruido suave y deslizante de las puertas que se iban cerrando.

—¡Miles! —gritó Bárbara reaccionando exactamente en el mismo momento.

Las puertas se cerraron con un ligero topetazo.

La campana del guarda resonó. Al levantarse Miles como un resorte para mirar por la ventana cuando el tren se iba deslizando, vio brillar frente a él las letras blancas sobre fondo azul del nombre de la estación y las palabras eran «Camden Town».

Después supo que gritó algo al guarda pero, en el momento no se dio cuenta. Sólo recordaba que se había precipitado frenéticamente a las puertas, retorciendo sus dedos para introducirlos en la juntura para separarlas violentamente y abrirlas. Alguno dijo «Tómalo con tranquilidad, ¡compañero!». El soldado australiano se despertó. El policía, interesado, se puso de pie.

Fue inútil. Miles se quedó con la cara contra el vidrio de las puertas mientras el tren corría ganando siempre más velocidad, dejando atrás el andén.

Alcanzó a ver media docena de personas que se desparramaban hacia la salida. Las luces pálidas, colgadas en alto, se balanceaban con el viento que ondeaba a través de esta caverna oliendo a viejo. Miles vio claramente a Fay, con su abrigo de paño suelto y boina negra y la misma expresión hueca, desdichada y torturada, caminando hacia la salida mientras el tren lo llevaba a él por el túnel.