EL SILBATO del guardatrén se oyó penetrante y se cerraron con estrépito las últimas puertas. El tren de la una y treinta para Londres salió deslizándose suavemente de la estación de Southampton Central y cobró velocidad al extremo de que sus ventanillas pasaban como relámpagos.
—¡No puedes hacerlo, te digo! —dijo Stephan Curtis anhelante.
—¿Quieres apostar? —repuso Miles entre dientes—. Lleva el coche de vuelta. Yo estoy bien.
—¡Jamás saltes a un tren cuando va tan rápido! —vociferó Stephan—. Jamás…
La voz se alejó. Miles corría a ciegas a la par de un compartimiento de primera clase para fumadores, esquivó una zona de equipajes en la que alguien le gritaba y se enganchó de la manija de la puerta. Puesto que tenía el tren a su izquierda, el salto no iba a ser fácil.
De un tirón abrió la puerta y saltó, causándole el brinco un dolor crujiente y terrible en la espalda; se puso a salvo al agarrarse tambaleante a la puerta que de un golpe cerró tras de sí mientras le invadía el cerebro el vahído de su antigua enfermedad.
Estaba hecho. Miles se hallaba en el mismo tren que Fay Seton, de pie próximo a la ventana abierta, jadeante y medio ciego, mirando para afuera y escuchando el ruido seco de las ruedas. Cuando hubo recuperado en parte el aliento se dio vuelta.
Diez pares de ojos lo observaban con un fastidio apenas disimulado.
El compartimiento de primera clase, construido nominalmente para seis pasajeros sentados, agrupaba ahora a cinco prensados de cada lado. A los viajeros de ferrocarril siempre les irrita cuando un retardado llega a último momento y éste era un caso especialmente malo. Aunque nadie dijo nada, la atmósfera era glacial excepto para una robusta «W. A. A. F.» que le lanzó una mirada de estímulo.
—Yo… ¡hum!… les pido perdón —dijo Miles. Vagamente pensó si debería agregar una máxima de las cartas de Lord Chesterfield, algún pequeño apotegma de este estilo, pero palpó el ambiente y, de todos modos, tenía él otras cosas de qué preocuparse. Apurado, se llevó por delante los pies de los otros, ganó la puerta del pasillo, salió y la cerró detrás de él en medio de una ola general de alivio. Allí se detuvo a reflexionar. Estaba razonablemente presentable pues había rociado su cara con agua y se había raspado en carne viva con una navaja de afeitar seca y su estómago vacío protestaba ruidosamente. Esto no era lo importante.
Lo que importaba era encontrar a Fay.
No era un tren largo ni estaba muy lleno. Es decir, los pasajeros iban apretados en sus asientos intentando leer los periódicos con sus manos puestas sobre el pecho como cadáveres; por docenas iban de pie en el pasillo entre barricadas de equipajes; en realidad pocos estaban de pie dentro de los compartimientos, excepto aquellas mujeres gordas con billetes de tercera clase que van de pie en los compartimientos de primera lanzando reproches hasta que algún varón, sintiendo remordimientos, les da el asiento.
Miles buscaba en su mente un ensayo filosófico contemplando toda una sección transversal de Inglaterra mientras el tren rechinaba y cimbraba, y la campiña verde pasaba rápidamente a los lados; iba atisbando en un compartimiento después del otro, abriéndose paso a lo largo del corredor, tropezando con los equipajes, entremezclándose con gente que hacía cola para los lavatorios, pero en realidad no se sentía filosófico.
Después de un primer recorrido rápido se sintió aprensivo, después de un segundo se sintió preocupado, después de un tercero…
Pues Fay Seton no estaba en el tren. ¡Tranquilidad ahora! ¡No alarmarse! ¡Fay tiene que estar aquí!
Pero no estaba.
Miles se detuvo en el pasillo a la mitad del tren, tomado de la barandilla de la ventana e intentando permanecer tranquilo. La tarde se había puesto más calurosa y oscura, con negros nubarrones que parecían mezclarse con el humo del tren. Al fijar Miles la vista por la ventana hasta que el paisaje movedizo se le puso borroso, veía la cara asustada del doctor Fell y oía su voz.
Aquella «explicación» que hiciera el doctor en un bajo tono vago mientras se ocupaba en rellenar de galletitas los bolsillos de Miles para reemplazar el desayuno, no había sido muy coherente.
—¡Encuéntrela y no la deje! ¡Encuéntrela y no la deje! —Éste había sido el estribillo—. Si ella insiste en regresar esta noche a Greywood, está todo bien, en realidad; probablemente, es lo mejor, ¡pero no la deje y no se separe ni un minuto de su lado!
—¿Está en peligro?
—En mi opinión, sí, y si usted desea que se compruebe su inocencia —vaciló el doctor Fell— por lo menos del peor cargo en contra de ella, no me falle usted, ¡por el amor del cielo!
¿El peor cargo en contra de ella?
Un tirón del tren sacudió a Miles y lo despertó.
Fay había perdido el tren, cosa que parecía increíble a no ser que el ómnibus se hubiera descompuesto o, más probablemente, que ella se hubiera vuelto. Y aquí iba él corriendo en dirección opuesta, alejándose de cualquier cosa que pudiera suceder. Pero… ¡tranquilidad, había una esperanza!… El «algo condenable» que el doctor Fell había pronosticado parecía referirse a lo que ocurriría si Fay iba a Londres y regresaba para llevar a cabo sus planes. Esto significaba que no había nada de qué preocuparse. ¿O lo habría?
Miles no recordaba un viaje más largo. El tren era expreso; ella no habría bajado para regresar si así lo hubiese querido. La lluvia golpeaba los vidrios como latigazos. Miles se encontró en medio de una numerosa familia que desbordaba del compartimiento al pasillo como una reunión alrededor de una fogata y recordaban que los emparedados estaban en una maleta debajo de la montaña del equipaje de algún otro y, durante un momento, provocaron el ambiente agitado común de día de mudanza. Eran las cuatro menos veinte cuando el tren entró en Waterloo.
Junto a la barrera, esperándolo, estaba Bárbara Morell.
El gran placer que sintió Miles al verla le hizo olvidar momentáneamente el tropel bullicioso que trajo el tren, mientras se hacía oír el altoparlante de la estación con su voz clara y retumbante.
—¡Hola! —dijo Bárbara.
Parecía más distante de lo que él la recordaba.
—Hola —dijo Miles—, a mí me gustaba poco hacerla venir hasta la estación.
—¡Oh!, no hay problema —contestó Bárbara. Ahora recordaba él los ojos grises con las largas pestañas negras—. Además —agregó ella—, tengo que ir más tarde a la oficina.
—¿A la oficina? ¿El domingo a la noche?
—Estoy en Fleet Street —explicó—, soy periodista. Por esto dije que «exactamente» no escribía novelas. —Descartó el tema. Los ojos grises lo estudiaban furtivamente—. ¿Qué ha pasado? —preguntó repentinamente—. ¿De qué se trata? Usted parece…
—Ahora me toca pagar las consecuencias —prorrumpió Miles. Sintió que podía confiarse a esa joven—. Yo esperaba encontrar a Fay Seton a toda costa. Todo dependía de esto. Todos pensamos que ella estaría en este tren. Ahora no sé qué demonios hacer porque, después de todo, no estaba en el tren.
—¿No estaba en el tren? —repitió Bárbara. Sus ojos se abrieron—. ¡Pero Fay Seton estaba en el tren! ¡Pasó por aquella barrera no más de veinte segundos antes de que usted lo hiciera!
—¡Los pa-sa-je-ros para Hon-i-ton —gritó el altoparlante dictador— agréguense a la cola del andén nú-me-ro nue-ve! Los pa-sa-je-ros para Hon-i-ton…
Este ruido prevalecía sobre cualquier otro de la estación, y sin embargo, Miles había vuelto al dominio de la pesadilla.
—¡Usted habrá visto visiones! —dijo Miles—. ¡Le digo que ella no estaba en este tren! —Miró impetuosamente al ocurrírsele una nueva idea—. ¡Espere un momento! ¿Así que, después de todo, usted la conoce?
—¡No! ¡En mi vida había puesto los ojos sobre ella!
—Entonces, ¿cómo sabe usted que era Fay Seton?
—Por la fotografía. Aquella fotografía iluminada que el profesor Rigaud nos mostró el viernes por la noche. Yo… yo pensé que estaba con usted y casi no cumplo mi compromiso. O, por lo menos…, no sabía si hacerlo. ¿Qué ha pasado?
Era el desastre puro y completo.
No estaba loco, se dijo Miles, no estaba bebido, no estaba ciego, y podía jurar que Fay Seton no había estado en este tren. Se le ocurrían imágenes fantásticas de un rostro blanco y una boca roja, eran plantas exóticas que se marchitaban en la atmósfera de la estación Waterloo, ciertamente en la atmósfera del tren en que había venido. Miró ahora el cabello claro de Bárbara y sus ojos grises, reflexionando en su naturalidad, ¡esto era!, en su encantadora normalidad, en este lóbrego asunto, y al mismo tiempo pensó en todo lo sucedido desde la última vez que la había visto.
Marion yacía en su sopor en Greywood, y no por efectos de un veneno o de un cuchillo. El doctor Fell había hablado de un espíritu maligno. No era fantasía, era un hecho. Miles recordaba la impresión suya de aquella mañana; había una fuerza maligna y el doctor Fell sabía lo que era, debían matarla o los mataría y, en la serena verdad de Dios, el juego había comenzado.
Todo esto cruzó por su mente en un segundo, después de la observación de Bárbara.
—Usted vio a Fay Seton pasar por la barrera —dijo él—. ¿Qué dirección tomó?
—No podría decirlo. Hay demasiada gente.
—¡Espere un momento! ¡Todavía no estamos vencidos! El profesor Rigaud me dijo anoche… sí, también está en Greywood…, que usted le telefoneó ayer y que sabía el domicilio de Fay; tiene una habitación en la ciudad en alguna parte y, según el doctor Fell, irá directamente allí. ¿Sabe usted la dirección?
—Sí. —Bárbara, de traje sastre y blusa blanca, con un impermeable echado sobre los hombros y un paraguas colgado del brazo, abrió tanteando su bolso de mano y extrajo una agenda. Es ésta. Cinco Bolsover Place, N. W. 1. ¡Pero…!
—¿Dónde está Bolsover Place?
—Bolsover Street está después de Camden High Street en Camden Town. Yo… yo lo busqué cuando pensé verla. Es un vecindario bastante sucio, pero me imagino que ella debe de estar aún más necesitada que todos nosotros.
—¿Cuál es el modo más rápido de llegar allí?
—Fácilmente por subterráneo. Se puede ir de aquí sin transbordos.
—Entonces es lo que ella ha hecho. ¡Puede apostar cinco libras! ¡No debe llevarnos más de dos minutos de ventaja! ¡Es probable que la alcancemos! ¡Venga!
¡Dadme un poco de suerte!, rogaba por lo bajo. ¡Dadme solamente una buena mano en este juego, una carta más alta que el dos o el tres! Y no mucho después ganó su carta cuando salieron de la cola para tomar los billetes, penetrando dentro de las profundidades sin ventilación donde se junta un laberinto de vías.
Miles escuchó el ruido del tren que se aproximaba al entrar ellos al andén de la línea norte; estaban en un extremo y la gente se diseminaba a lo largo de más de cien yardas en la curva.
La visión era confusa en este antro medio circular que antes era limpio con sus azulejos blancos y ahora sórdido y mal iluminado.
El tren rojo salió del túnel como un ventarrón y se detuvo.
Él vio a Fay Seton por el vivo resplandor de los vidrios que ahora estaban libres de protección. Ella estaba parada en el otro extremo del andén, a la cabeza del tren y se adelantó cuando las puertas se abrieron.
—¡Fay! —gritó—. ¡¡Fay!!
No fue oído.
—¡El tren de Edgware! —berreaba el guarda—. ¡El tren de Edgware!
—¡No intente correr hasta allí! —previno Bárbara—. Las puertas se cerrarán y la perderemos del todo. ¿No es mejor entrar por aquí?
Se sumergieron en el último coche del tren, donde se prohibía fumar, justamente antes de que las puertas se cerraran. Los únicos ocupantes eran un policía, un soldado australiano de aspecto soñoliento y el guarda en su tablero de control. Miles sólo había obtenido un ligero vistazo del rostro de Fay que parecía resuelto y preocupado, con aquella misma sonrisa extraña de la noche anterior.
Era enloquecedor estar tan cerca de ella, y sin embargo…
—Si puedo llegar hasta la cabeza del tren…
—¡Por favor! —le pidió Bárbara. Indicaba el letrero «No pase de un coche a otro mientras el tren está en movimiento» y también al guarda y al policía—. ¿No serviría de mucho, no le parece, si lo arrestasen a usted ahora?
—No, supongo que no.
—Ella bajará en Camden Town. Nosotros también. Siéntese aquí.
Cuando el tren se balanceaba a través del túnel, a sus oídos llegaba un estruendo suave y penetrante. El coche se ladeó y crujió en la curva; el reflejo de las luces detrás de los vidrios opacos oscilaba sobre la tapicería de los asientos. Miles, con todos sus nervios crispados por la duda, se dejó caer al lado de Bárbara en un asiento doble mirando para adelante.
—No me agrada hacer demasiadas preguntas —continuó Bárbara— pero estoy medio loca de curiosidad desde el momento que hablé con usted por teléfono. ¿Cuál es la urgencia en alcanzar a Fay Seton?
El tren se detuvo en otra estación y las puertas corredizas se abrieron.
—¡Charing Cross! —gritó el guarda conscientemente—. ¡El tren de Edgware!
Miles saltó sobre sus pies.
—Realmente todo va bien —declaró Bárbara—. Si el doctor Fell dice que ella va a ir a aquel lugar suyo, está obligada a descender en Camden Town. ¿Qué puede ocurrir mientras tanto?
—No sé —asintió Miles, y agregó sentándose de nuevo y tomándole la mano entre las suyas—. Vea, la he conocido hace muy poco tiempo, pero puedo decirle ahora que prefiero hablar con usted más que con cualquier otra persona.
—Puede hacerla —repuso Bárbara mirando a lo lejos.
—No sé cómo ha pasado usted el fin de semana —prosiguió Miles— pero nosotros no hemos tenido más que Grand Guignol de vampiros y casi crímenes, y…
—¿Qué ha dicho? —y retiró rápidamente su mano.
—¡Sí! y el doctor Fell pretende que usted puede dar uno de los datos más importantes, cualquiera que sea. —Hizo una pausa—. ¿Quién es Jim Morell?
Con un ruido estridente corría el tren; una brisa deslizándose por el hueco del túnel entraba por los ventiladores rozando el cabello de Bárbara.
—Usted no puede mezclarlo en este asunto —dijo ella, y sus dedos apretaron su bolso—. ¡Él no sabe, nunca supo nada sobre la muerte del señor Brooke! Él…
—¡Sí! Pero ¿podría decirme quién es?
—Es mi hermano. —Bárbara se humedeció sus suavísimos labios rosados que tal vez no eran tan atrayentes, tan temerarios como los de aquella mujer de ojos azules que iba en el primer coche. Miles alejó este pensamiento al preguntar ella rápidamente—: ¿Dónde oyó usted hablar de él?
—Por Fay Seton.
—¡Oh! —se sorprendió un poco.
—Le contaré la historia completa dentro de un momento, pero primero hay algunas cosas que poner en claro. Su hermano, ¿dónde está ahora?
—Está en el Canadá. Estuvo tres años prisionero en Alemania y lo creímos muerto. Lo han enviado a Canadá por su salud. Jim es mayor que yo; era un pintor muy conocido antes de la guerra.
—Y tengo entendido que era amigo de Harry Brooke.
—Sí. —Luego Bárbara habló suavemente pero con mucha claridad—. Era amigo de aquel puerco execrable que era Harry Brooke.
—¡Strand! —gritó el guarda—. ¡El tren de Edgware!
Miles escuchaba subconscientemente y con impaciencia aquella voz; escuchaba todas las frenadas de las estruendosas ruedas, cada lamento y cada sacudida cuando las puertas funcionaban. La única cosa que no podía perder, por el bien de su alma, eran estas palabras, Camden Town.
¿Puerco execrable? ¿Harry Brooke?
—Hay una sola cosa que prefiero decirle —continuó Miles, sintiendo un desagrado dentro de él pero firmemente resuelto a enfrentarlo— antes de contarle lo sucedido. Es ésta:
»Yo creo en Fay Seton. Por decirlo he tenido inconvenientes casi con todos: con mi hermana Marion, con Steve Curtis, con el profesor Rigaud, tal vez hasta con el doctor Fell, aunque no estoy del todo seguro de qué lado está él. Y puesto que usted es la primera persona que me previno en contra de ella…
—¿Yo lo previne en contra de ella?
—Sí. ¿No fue así?
—¡Oh! —suspiró Bárbara Morell.
Se había alejado un poco de él, las oscuras paredes cóncavas pasaban volando por las ventanas; suspiró aquel monosílabo en un tono de completa estupefacción como si no pudiera creer a sus oídos.
Miles tuvo la intuición de que todo iba a cambiar otra vez, de que algo no solamente estaba mal, sino mortalmente mal. Bárbara lo miró fijamente, con la boca abierta y vio que la comprensión penetraba en sus ojos grises, una comprensión lenta; cuando encontró su mirada, luego, medio riendo, con un violento gesto de desaliento.
—¿Usted pensó —insistió— que yo…?
—Sí. ¿No lo hizo?
—Escuche. —Bárbara puso una mano en el hombro de él y con ojos claros de sinceridad dijo—: No intentaba prevenirlo en contra de ella, estaba pensando si usted podría ayudarla. Fay Seton es…
—¡Siga!
—Fay Seton es una de las personas más agraviadas, injuriadas y… y heridas de que haya oído hablar. Todo lo que quería descubrir era si ella pudo cometer el crimen porque yo no conocía ningún detalle sobre él. Hubiese estado justificada, usted sabe, si hubiera matado a alguien. Pero, por lo que dijo el profesor Rigaud, se puede decir que tampoco hizo esto y ya no sabía yo qué hacer.
Bárbara hizo un gesto breve y rápido.
—Tal vez recuerde usted que en el restaurante de Beltring no me interesaba nada, excepto el crimen. Lo que sucedió antes, los cargos de inmoralidad y… y la otra cosa ridícula que casi la hizo apedrear por la gente del campo, no me importaban, porque era una trama deliberada y cruel urdida de antemano contra ella, desde el principio hasta el fin.
Bárbara levantó su voz.
—Yo lo sabía. Puedo probarlo. Tengo un paquete entero de cartas para probarlo. Esa mujer ha estado en el infierno a causa de murmuraciones mentirosas que la perjudicaron ante los ojos de la policía y quizás hayan arruinado su vida. Yo pude haberla ayudado. Puedo ayudarla. ¡Pero soy demasiado cobarde! ¡¡Soy demasiado cobarde!! ¡¡¡Soy demasiado cobarde!!!