SERÁ mejor que vaya a ocuparme de nuestro desayuno —observó maquinalmente Miles, pero dio sólo dos pasos hacia el comedor—. ¡El susurro! ¿Cuál es la respuesta a todo esto, doctor Fell?
—Señor —repuso el doctor Fell— no lo sé.
—¿Le sugiere alguna pista?
—Desgraciadamente, no. El vampiro…
—¿Necesitamos emplear esa palabra?
—El vampiro, en la leyenda popular, susurraba suavemente a su víctima al comienzo del influjo que la ponía en trance. La cuestión es que ningún vampiro, verdadero o inventado, ningún cuco hubiese tenido el menor efecto sobre su hermana. ¿Es exacto?
—Podría jurarlo. Anoche le referí un caso para probarlo. A Marion —intentó encontrar las palabras correctas— no le pasan semejantes cosas por la cabeza.
—¿Usted la considera completamente desprovista de imaginación?
—Es ésta una palabra fuerte para emplear, pero ella, por cierto, la desprecia por completo. Cuando pretendí hablarle de lo sobrenatural, hasta yo me sentí tonto y cuando le nombré al conde Cagliostro…
—¿Cagliostro? —el doctor Fell parpadeó—. ¿A propósito de qué? ¡Oh! ¡Ah! ¡Comprendo! ¿El libro de Rigaud?
—Sí. Según Fay Seton, Marion tiene una idea muy clara aunque confusa de que Cagliostro es un amigo personal mío.
El doctor Fell se dejó llevar distraídamente por sus pensamientos, recostado en el sillón, sin su pipa, y soñadoramente, contempló un rincón del cielo raso durante tanto tiempo que Miles pensó que era víctima de la catalepsia, hasta que notó un lejano parpadeo en los ojos del doctor, el reflejo del sueño sobre su cara y un sacudimiento en las arrugas de su chaleco producido por una serie de pequeñas risas.
—¿Sabe que es un tema fascinante? —reflexionó el doctor Fell.
—¿Los vampiros? —dijo amargamente Miles.
—Cagliostro tiene un carácter histórico —replicó el doctor Fell, gesticulando con su pipa—, que siempre he detestado y, sin embargo, ocultamente admirado. El gordo italianito que revoleaba los ojos, ¡el descarado conde que pretendía tener dos mil años de edad por haber bebido su elixir de larga vida! ¡El hechicero, el alquimista, el curandero que ha actuado en el panorama del siglo XVIII con chaleco rojo cubierto de diamantes, infundiendo terror en las cortes reales desde París a San Petersburgo! ¡Fundando su culto de la masonería egipcia en el que se admiten las mujeres y dirigiéndose a sus discípulas femeninas con todo el mundo in puris naturalibus! ¡Haciendo predicciones! ¡Profetizando el futuro! ¡Y saliéndose increíblemente con la suya!
»Recuerde que el hombre jamás se exponía. Su ruina fue causada por aquel asunto del collar de diamantes de María Antonieta en el que, sin embargo, el conde nada tenía que ver.
»Creo que su hazaña más esotérica fue el Banquete de los Muertos, en la casa misteriosa de la rue St. Claude, donde los fantasmas de seis hombres importantes fueron llamados gravemente de entre las sombras, para sentarse a la mesa con seis invitados vivientes.
«Al principio —escribe un biógrafo— la conversación no fluía libremente.» Esto me parece que es decirlo con demasiada suavidad. Mi propia conversación se hubiera interrumpido, se hubiera petrificado completamente si me hubiese encontrado en una mesa pidiendo a Voltaire que me pasara la sal, o preguntando al duque de Choiseul si le agradaban las condiciones del pescado. Y en esa cena los mismos fantasmas parecen haber estado algo incómodos también, a juzgar por la calidad de su conversación.
»No, señor. Permítame repetirle que no me agrada el conde Cagliostro; me desagrada su baladronada como me desagradan todos los botarates, pero concedo que tenía el don de actuar elegantemente. También Inglaterra, este refugio de charlatanes e impostores, tiene un gran derecho sobre él.
Miles Hammond, profesionalmente interesado a pesar suyo, interpuso una protesta.
—¿Inglaterra? —repitió Miles—. ¿Dijo usted Inglaterra?
—Lo dije.
—Si recuerdo bien, Cagliostro estuvo en Inglaterra en dos ocasiones. Fueron ocasiones muy desgraciadas para él…
—¡Ah! —admitió el doctor Fell—. Pero fue en Londres donde se inició en la sociedad secreta que después le inspiró su propia sociedad secreta. El actual Círculo Mágico debería ir hasta Gerrard Street, donde estaba la Taberna de la Cabeza del Rey y colocar allí una placa, ¡Gerrard Street! ¡Oh! ¡Ah! ¡Sí! Dicho sea de paso, muy cerca del restaurante de Beltring, donde debíamos encontrarnos hace dos noches, si no hubiera sido porque la señorita Bárbara Morell…
Bruscamente, el doctor Fell hizo una pausa y puso las manos sobre su frente. La pipa de espuma de mar cayó de su boca en un descuido, rebotó en su rodilla y rodó al piso. Después pareció quedar congelado en una forma tan inmóvil que ni siquiera se podía oír el hálito de su respiración.
—¡Por favor, discúlpeme! —dijo luego y quitó las manos de la frente—: Después de todo, las distracciones tienen alguna utilidad en este mundo. Creo que lo he encontrado.
—¿Qué ha encontrado? —gritó Miles.
—Sé lo que asustó a su hermana… ¡Déjeme solo un momento! —rogó el doctor Fell con una expresión salvaje y una voz casi lastimera—. ¡Su cuerpo estaba relajado! ¡Completamente relajado! ¡Lo vimos nosotros mismos! Y sin embargo, al mismo tiempo…
—Bueno, ¿qué importancia tiene eso?
—Fue hecho a propósito —dijo el doctor Fell—, hecho por cálculo deliberado y brutal. —Pareció espantado—. Y esto debe querer decir, ¡Dios nos ayude!, que…
De nuevo la comprensión iluminó su cerebro, comprendió algo más, esta vez lentamente, como una luz exploradora que va de cuarto en cuarto. Miles parecía poder seguir el trabajo de su mente, leer en sus ojos movedizos, pues el doctor Fell no tiene cara de póker, sin ver bien detrás de aquella puerta de pesadilla que estaba más allá.
—Vayamos arriba —dijo al fin el doctor Fell—, y veremos si hay alguna prueba de que esté yo en lo cierto.
Miles asintió con la cabeza. En silencio siguió el doctor Fell, que ahora se apoyaba pesadamente en su bastón de mango curvo, hasta el dormitorio de Marion. El doctor irradiaba una certeza exaltada, una fiera energía, que le daba a Miles la seguridad de haber franqueado una barrera; luego sintió él que había peligro y que corrían hacia las dificultades. Había aquí una fuerza maligna, y el doctor Fell la conocía; la debían matar o los mataría pero ¡cuidado!, porque el juego había comenzado.
El doctor Fell golpeó la puerta del dormitorio, que abrió una enfermera jovencita, de uniforme. El cuarto estaba en la penumbra y mal ventilado, a pesar de la luz del sol y del aire puro de afuera. Los delgados cortinajes azules con dibujos dorados estaban corridos sobre ambas series de ventanas y, como las cortinas del oscurecimiento habían sido quitadas hacía algunas semanas, se filtraba un débil resplandor. Marion, dormida, estaba acostada, aseada como su cama, y toda la habitación señalando la presencia de la enfermera profesional. Ésta, llevando una palangana en sus manos, se echó atrás después de abrir la puerta. De pie junto a la cómoda estaba Stephan Curtis, cargado de espaldas y con aspecto lastimero. El doctor Garvice, a punto de retirarse después de su examen, se dio vuelta sorprendido.
El doctor Fell se le acercó.
—Señor —empezó con una voz que retenía la atención de todos los presentes—, anoche me hizo usted el honor de decirme que mi nombre le era conocido.
El otro se inclinó ligeramente.
—No soy médico —dijo el doctor Fell— ni tengo ningún conocimiento de medicina superior. Usted puede rechazar el pedido que estoy por hacer. Tiene todo el derecho de hacerla. Pero quisiera examinar a su enferma.
Ahora se notaba el estado de preocupación interna en la mente del doctor Laurence Garvice al mirar hacia la cama.
—¿Examinar a la enferma? —repitió el doctor Garvice.
—Me gustaría examinar su cuello y sus dientes. Una pausa.
—¡Pero mi estimado señor! —protestó el médico con voz fuerte antes de que pudiera reprimirla—. ¡No hay herida ni marca alguna en todo el cuerpo de la señorita!
—Señor; estoy enterado de ello —replicó el doctor Fell.
—Y si está pensando en una droga o algo así…
—Sé que la señorita Hammond no fue herida físicamente —anunció con cautela el doctor Fell—; sé que no surge ningún interrogante sobre droga o alguna clase de agente tóxico; sé que su estado es causado por temor y nada más. Pero, con todo, quisiera examinar su cuello y sus dientes.
El médico hizo un gesto medio impotente con su sombrero hongo.
—Adelante —dijo—. ¡Señorita Peters! ¿Podría abrir un poco las cortinas? ¡Por favor!, ¿me disculpan? Voy abajo a ver a la señorita Seton.
Sin embargo, se demoró en la puerta mientras el doctor Fell se aproximaba a la cama. Fue Stephan Curtis, después de mirar perplejo a Miles y de recibir en respuesta solamente un movimiento de hombros, quien corrió bruscamente unas pulgadas una de las cortinas de las ventanas del sur. Un poco de luz iluminó la cama. Por otra parte, continuaban en una penumbra azulada, inmóviles, los pájaros gorjeando afuera, mientras el doctor Fell se inclinaba sobre la cama.
Miles no podía ver lo que hacía. La ancha espalda ocultaba toda la parte visible de Marion más arriba de la frazada[4] y del embozo de la sábana, y no había señales de movimiento de parte de Marion.
Se podía escuchar claramente el sonido de un reloj pulsera, en realidad, el del doctor Garvice.
—¿Y bien? —insinuó éste, agitándose impacientemente en la puerta—. ¿Ha encontrado usted algo?
—¡No! —repuso el doctor Fell con desesperación, y se enderezó colocando una mano sobre el bastón de mango curvo apoyado contra la cama. Se dio vuelta, hablando para sí entre dientes, sosteniendo firmes sus lentes con la mano izquierda, y atisbó hacia la alfombra alrededor del borde de la cama.
—No, no encontré nada —dijo mirando delante de sí—. ¡Espere un poco, sin embargo! ¡Hay un reactivo! No puedo acordarme de repente del nombre, pero ¡por Júpiter, hay un reactivo! Demostrará concluyentemente…
—¿Demostrará qué?
—La presencia de un espíritu maligno —dijo el doctor Fell.
Hubo un ligero ruido cuando la enfermera Peters alcanzó la palangana. El doctor Garvice mantuvo su serenidad.
—Por supuesto que usted está bromeando. Y en cualquier caso —su voz se animó— me temo que no pueda permitirle molestar más tiempo a la enferma. Es mejor que venga usted también, señor Curtis. —Se puso a un lado, como un pastor, mientras marchaban en fila el doctor Fell, Miles y Stephan, y luego cerró la puerta.
—Señor —dijo el doctor Fell levantando imponentemente su bastón de mango curvo y sacudiéndolo en el aire—, toda la broma es que no estoy haciendo bromas. Creo… ¡hum!… que dijo usted que bajaba a ver a la señorita Fay Seton. ¿Acaso ella está enferma?
—¡Oh, no! Hoy temprano la señorita estaba un poco nerviosa y le di un sedante.
—Entonces, quisiera que le preguntara usted si no tiene inconveniente en venir a reunirse con nosotros en el vestíbulo de arriba —dijo el doctor Fell—, donde anoche tuvimos una conversación muy, interesante. ¿Le transmitirá usted este mensaje?
El doctor Garvice lo contempló por debajo de sus cejas canosas.
—No entiendo lo que está pasando aquí —comentó vacilando—. Tal vez sea mejor que no lo comprenda —volvió a vacilar—. Transmitiré su mensaje. ¡Buenos días!
Miles lo miró retirarse con su paso lento a lo largo del vestíbulo, y luego sacudió el brazo de Stephan Curtis.
—¡Al diablo con todo, Steve! —le dijo a un hombre que estaba parado, encorvado junto a una pared, como un objeto colgado de una percha—. ¡Tienes que recuperar el ánimo! ¡No tiene sentido tomarlo tan a pecho! ¡Habrás oído decir al médico que Marion está fuera de peligro! ¡Después de todo, se trata de mi hermana!
Stephan se enderezó.
—Tienes razón —admitió con su voz baja— pero, después de todo no es más que tu hermana y es mi… mi…
—Sí. Lo sé.
—Ése es todo el asunto, Miles. Tú no comprendes, nunca has querido mucho a Marion, ¿no es cierto? Pero, hablando del interés de la gente, ¿qué hay entre tú y esta joven amiga tuya, la bibliotecaria?
—¿Qué pasa con nosotros?
—Envenenó a alguien, ¿no es así?
—¿Qué quieres decir con «envenenó a alguien»?
—Ayer, cuando estábamos tomando té en la estación Waterloo —explicó Stephan—, me parece que Marion dijo que esta Fay no sé cuántos era culpable de haber envenenado a alguien. —Aquí Stephan comenzó a gritar—. No darías dos reales por tu propia hermana, ¿no es cierto? ¡No! Pero te interesarías por todo en el mundo, trastornarías todo y a todos por una endiablada pequeña perra que has recogido del arroyo para…
—¡Steve! ¡Cálmate! ¿Qué hay de malo?
Una mirada de disgusto y sorpresa cruzó lentamente la cara de Stephan Curtis demostrando consternación en sus ojos.
Su boca se abrió bajo el bigote rubio, agarró la corbata con la mano, manoseándola, sacudió la cabeza como para quitar lo que molestaba y cuando volvió a hablar lo hizo con voz contrita.
—Lo siento, —refunfuñó, y de un torpe puñetazo tomó el brazo de Miles—. No comprendo qué me pasó. ¡Por nada del mundo lo hubiera dicho! ¡Pero sabes cómo se siente uno cuando algo extraño sucede y no se entiende! Me voy a acostar.
—¡Espera un momento! ¡Vuelve! ¡No en ese cuarto!
—¿Por qué no en ese cuarto?
—En tu dormitorio, no. ¡Steve! El profesor Rigaud está tratando de conciliar el sueño allí, y…
—¡Oh, ese Fulano de Tal profesor Rigaud! —dijo Stephan, y se lanzó escaleras abajo como un hombre perseguido.
¡Otra vez las aguas revueltas!
Miles pensó que ahora se habían extendido, alcanzando también a Steve; parecían teñir todos los actos e inspirar todos los pensamientos aquí, en Greywood. Todavía se negaba él, se negaba furiosamente a creer en cualquier cosa contra Fay Seton. ¿Pero qué había querido decir el doctor Fell con aquella observación sobre el espíritu maligno? ¡Por el clamor del cielo! ¿Había que tomarlo con tanta exactitud? Al volverse, Miles encontró la mirada del doctor Fell fija sobre él.
—¿Está usted pensando —preguntó el doctor Fell— qué querré de Fay Seton? Se lo diré con toda facilidad. Quiero la verdad.
—¿La verdad sobre qué?
—La verdad —repuso el doctor Fell— sobre el asesinato de Howard Brooke y el cuco de anoche y ella no puede, no se atreverá, por la salvación de su alma, a evadir ahora las preguntas. Creo que lo tendremos todo aclarado dentro de muy pocos minutos.
Escucharon ligeros pasos sobre la distante escalera del frente. Una persona apareció en el otro extremo del largo y angosto vestíbulo. Cuando Miles vio que era el doctor Laurence Garvice, cuando oyó su tranco apurado, tuvo una de aquellas premoniciones inspiradas que llegan al corazón de la verdad.
Pareció pasar mucho tiempo antes de que el médico estuviera junto a ellos.
—Creí mejor subir y decirles que la señorita Seton se ha ido.
El bastón de mango curvo del doctor Fell cayó al suelo con un martilleo sobre el piso sin alfombra.
—¿Se ha ido? —Su voz era tan ronca que tuvo que aclararse la garganta.
—Ella…, ¡hum!… dejó esto para el señor Hammond —dijo Garvice, y apuradamente se corrigió—, es decir, presumo que se ha ido, encontré esto —tendió un sobre cerrado— sobre la almohada de su dormitorio.
Miles tomó el sobre dirigido a él con una escritura delgada, clara y puntiaguda, lo dio vuelta entre sus dedos sin coraje, por el momento, para abrirlo. Pero cuando apretó los dientes y rompió el sobre se tranquilizó un poco por el contenido de la esquela que estaba adentro.
«Estimado señor Hammond.
»Siento decirle que hoy debo ausentarme a Londres por un asunto que precisa atención. Creo ahora que hice bien en conservar mi pequeño cuarto de la ciudad. Y una cartera es tan útil, ¿no es así? Pero no se preocupe. Regresaré después del anochecer.
»Sinceramente suya.
FAY SETON.»
En el cielo movedizo, en un cielo intranquilo que había estado límpido, se formaban pequeñas nubecillas como humo oscuro. Junto a la ventana, Miles tenía la carta y la leyó en alta voz. Fue entonces cuando le chocó la palabra «cartera».
—¡Oh, Dios mío! —suspiró el doctor Fell, tan sencillamente como un hombre podría presenciar la ruina o la tragedia—. Y, sin embargo, debí haberlo adivinado. Debí haberlo adivinado. ¡Debí haberlo adivinado!
—¿Pero qué hay de malo? —preguntó Miles—. Fay dice que regresará después del anochecer.
—Sí. ¡Oh! ¡Ah! ¡Sí! —El doctor Fell revoleó los ojos—. Quisiera saber a qué hora salió de aquí. ¡Quisiera saber a qué hora salió de aquí!
—No sé —dijo apresuradamente Garvice—. ¡No me mire!
—¡Pero alguien debe de haberla visto partir! —La voz del doctor Fell retumbó en el pasillo cerrado que se estaba poniendo caluroso—. ¿Una joven tan llamativa como ésa? Alta, de cabello rojizo, usando probablemente…
La puerta del dormitorio de Marion se abrió. La señorita Peters, asomando la cabeza en signo de protesta por el ruido, al ver al doctor Garvice se paró de golpe.
—¡Oh! No sabía que usted estuviera aquí, doctor —dijo la enfermera, categórica, con una pequeña voz de reproche. En seguida vaciló movida por la curiosidad humana—. Discúlpeme. Si ustedes buscan a una mujer con esas señas…
El doctor Fell hizo girar su enorme cuerpo.
—¿Sí?
—Creo que tal vez la vi —le informó la enfermera.
—¿Cuándo? —preguntó con voz de trueno el doctor Fell. La enfermera retrocedió—. ¿Dónde?
—Hace cerca de… cerca de tres cuartos de hora, cuando venía para aquí en mi bicicleta. Ella subía al ómnibus en la carretera principal.
—¿Un ómnibus —preguntó el doctor Fell— que puede llevarla a la estación del ferrocarril de Southampton Central? ¡Oh! ¡Ah! ¿Y qué tren para Londres puede alcanzar tomando aquel ómnibus?
—Bueno; está el de la una y treinta —replicó Garvice—. ¿Podría tomarlo con comodidad?
—¿El de la una y treinta? —repitió Miles Hammond—. ¡Pero es el tren que voy a tomar yo! Pensaba tomar el ómnibus que me llevaría…
—Usted quiere decir que no lo llevaría —corrigió Garvice con una sonrisa bastante forzada—. Usted nunca alcanzará aquel tren tomando el ómnibus, ni en coche particular, a no ser que lo condujera Sir Malcolm Campbell[5]. Ahora es la una y diez.
—Escúcheme —dijo el doctor Fell con una voz que rara vez empleaba. Su mano cayó sobre el hombro de Miles—. Usted va a alcanzar ese tren de la una y treinta.
—¡Pero es imposible! Hay un hombre que hace el servicio de coches de alquiler de y para la estación, Steve siempre lo utiliza, pero tomaría demasiado tiempo hacerlo venir. ¡Está descartado!
—Usted se olvida —dijo el doctor Fell— que el coche que Rigaud ha pedido prestado clandestinamente está todavía afuera en la calzada. —En sus ojos hubo una mirada violenta y tensa—. ¡Escúcheme! —repitió—. Es de vital importancia para usted alcanzar a Fay Seton. Absolutamente vital. ¿Quiere usted hacer la prueba de alcanzar aquel tren?
—¡Demonios, sí! Conduciré a noventa por hora. Pero ¿supongamos que pierda el tren?
—¡No sé! —tronó el doctor Fell como si sufriera un dolor físico y martilló su puño contra la sien—. Este «pequeño cuarto en la ciudad» de que ella habla. ¡Allá va… sí, claro que sí! ¿Tiene usted su domicilio en Londres?
—No. Vino directamente de la agencia de colocaciones.
—En este caso —dijo el doctor Fell—, sencillamente, usted tiene que alcanzar el tren. Le explicaré cuanto sea posible mientras corremos. Pero le prevengo aquí y ahora que algo endemoniado va a suceder, si esa mujer intenta llevar adelante sus planes. Es completamente una cuestión de vida o muerte. ¡Usted tiene que alcanzar ese tren!