MILES Hammond tuvo un sueño.
En lugar de dormir en Greywood, aquella noche del sábado al domingo, como era verdaderamente el caso, soñó que de noche estaba sentado en una poltrona tomando notas de un libro grande, bajo una buena lámpara, en la sala del piso bajo. El pasaje decía:
«En tierra eslava la leyenda popular cree que el vampiro tiene únicamente existencia como cadáver animado; es decir, un ser confinado en su féretro durante el día, y que sale solamente después de la caída de la noche en busca de su víctima. En Europa occidental, especialmente en Francia, el vampiro es un demonio que vive en apariencia una vida normal en la comunidad, pero que es capaz de arrojar su alma durante el sueño o el trance, o una forma de paja o de niebla prolongada para tomar hechura visible de cuerpo.»
Miles movió la cabeza al subrayarlo.
«Creberrima fama est multique Se expertos uel ab eis —para citar más tarde una probable explicación del origen de estas palabras— qui experta essent, de quorum fide dubitandum non esset, audisse confirmant, Siluanas et Panes, quas uulga incubos uocant, ímprobos saepe extitisse mulieribus et earum adpetisse ac perigisse concubitum, ut hoc negare impudentiae uideatur.»
—Tendré que traducir esto —se dijo Miles para sí en su sueño—, debe de haber un diccionario de latín en la biblioteca.
Y fue en busca de dicho diccionario, pero desde un principio sabía quién estaría esperando allí.
Mientras trabajaba en la historia de la Regencia, por mucho tiempo cautivó a Miles el carácter de Lady Pamela Hoyt, una alegre belleza de la corte de hace ciento cuarenta años que, sin ser mejor que su fama, quizá fuese una criminal. En su pesadilla sabía que en la biblioteca se encontraría con ella.
No tenía Miles sentimiento alguno de temor. La biblioteca estaba, como de costumbre, con sus polvorientas pilas desiguales de libros por el suelo; sobre una estaba sentada Pamela Hoyt; vestía traje estilo Regencia, de talle alto, de muselina estampada, y un sombrero de paja de ala ancha. Enfrente a ella, también sentada, aparecía Fay Seton. Ambas tan verdaderas, la una como la otra; no observó nada desacostumbrado.
—¿Podrían decirme ustedes si mi tío tiene aquí un diccionario en latín? —dijo Miles en su sueño.
Sin ruido oyó la respuesta de ellas, si así puede decirse.
—Verdaderamente no lo creo —replicó Lady Pamela cortésmente, y Fay movió también su cabeza—, puede subir y preguntarle.
Por las ventanas penetró la luz de un relámpago. De pronto, Miles sintió una intensa desgana de subir a preguntar a su tío por el diccionario de latín. Hasta en el sueño sabía que su tío Charles estaba muerto, pero ésta no era la razón de su disgusto. El desagrado se convertía en terror y la sangre se helaba en sus venas. ¡No iría! ¡No podía ir! Pero algo lo impelía a ir. Y todo el tiempo Pamela Hoyt y Fay Seton, con enormes ojos, permanecían sentadas perfectamente inmóviles como figuras de cera. Se oyó el estrépito de un trueno…
Miles, con la luz del sol en la cara, se despertó de una sacudida y se enderezó palpando los brazos del sillón. Estaba en la sala de abajo, hundido en el sillón tapizado, junto a la chimenea. En las consecuencias momentáneas de su sueño, desatinadamente pretendía ver salir por la puerta de la biblioteca, detrás de él, a Fay y a la difunta Pamela Hoyt.
Pero aquí estaba en el cuarto familiar, con el cuadro de Leonardo sobre la chimenea, y un sol suave y brillante; el teléfono sonaba penetrante; al oírlo llamar, los acontecimientos de la última noche volvían a la mente de Miles.
Marion estaba a salvo y se pondría bien; el doctor Garvice había dicho que estaba fuera de peligro.
¡Sí! El doctor Fell dormía arriba en su propio cuarto y el profesor Rigaud en el de Steve Curtis, pues eran los dos únicos dormitorios habitables de Greywood. Por esta razón se había él acomodado para dormir, lo mejor que pudiera, en la poltrona.
Greywood parecía tranquilizada, vacía y renovada, en la quietud de una mañana fresca, a pesar de que Miles podía decir, por la posición del sol, que deberían ser pasadas las once. El teléfono continuaba clamando junto a la ventana y a tropezones, estirando sus músculos, él lo tomó.
—¿Puedo hablar con el señor Miles Hammond? —dijo una voz—. Soy Bárbara Morell.
Entonces Miles se despertó completamente.
—Con él habla —respondió—. ¿Es usted, ya se lo pregunté antes, por casualidad una adivinadora de pensamientos ajenos?
—¿Qué dice usted?
Miles se sentó en el suelo, de espaldas a la pared, debajo de las ventanas; una posición no muy digna pero que le daba la sensación de estar sentado frente a la que hablaba para una conversación franca.
—Si no me hubiera llamado —continuó él— iba a tratar de ponerme en comunicación con usted.
—¡Oh!, ¿por qué?
Por alguna razón le causó un placer extraordinario el oír su voz. Observó que no había ninguna sutileza en Bárbara Morell. Porque, sencillamente, había hecho aquella broma con el Murder Club, se mostraba tan transparente como una criatura.
—El doctor Fell está aquí… ¡No, no, no está enfadado por ello! ¡Ni siquiera ha mencionado el club!… Anoche intentó hacerle admitir algo a Fay Seton y no obtuvo éxito. Dice que usted es ahora nuestra última esperanza, que si usted no nos ayuda se burlaría de nosotros.
—Me parece —dijo dubitativamente la voz de Bárbara— que usted no habla muy claro.
—¡Vea! ¡Escuche! Si fuera esta tarde a la ciudad, ¿podría verla?
Una pausa.
—Sí, supongo que sí.
—Hoy es domingo. Creo que hay un tren —buscó en su memoria— a la una y media. Sí, estoy seguro de que hay un tren a la una y media. Tarda aproximadamente dos horas. ¿Dónde puedo verla?
Bárbara parecía estar reflexionando.
—Podría ir yo al encuentro de su tren en Waterloo. Luego podemos tomar té en alguna parte.
—¡Excelente idea! —Todo el aturdimiento de la noche anterior volvió sobre él—. Lo único que puedo decirle ahora es que anoche ocurrió algo muy malo aquí. Lo que sucedió en el cuarto de mi hermana parece sobrepujar el entendimiento humano. Si sólo pudiésemos hallar una explicación…
Miles miró hacia arriba.
Stephan Curtis, de cara tranquila, concienzudamente correcto desde el sombrero hasta su traje gris cruzado, llevando un paraguas arrollado bajo el brazo, Stephan Curtis, entrando a paso garboso desde el vestíbulo de entrada, alcanzó a oír las últimas palabras y se detuvo bruscamente.
Miles había temido contar a Steve el estado mental de Marion. Todo andaba bien ahora, por supuesto, Marion no iba a morir; al mismo tiempo habló él rápidamente por teléfono.
—Siento cortar ahora, Bárbara. La veré luego. —Colgó el tubo.
Stephan, con su frente que ligeramente iba demostrando preocupación, contempló a su futuro cuñado sentado en el suelo, sin afeitar, desordenado y despeinado.
—Mira, viejo…
—¡Está todo bien! —aseguró Miles saltando sobre sus pies—. Marion ha estado muy mal pero se va a poner bien. El doctor Garvice dice…
—¿Marion? —Steve alzó la voz y su cara perdió el color—. ¿Qué ha sido? ¿Qué ha sucedido?
—Algo o alguien entró en su cuarto anoche y la asustó tanto que casi le produjo la muerte, pero dentro de dos o tres días estará tan fresca como una rosa, así que no tienes por qué preocuparte.
Durante pocos segundos, mientras Miles no llegó a encontrar la mirada de Stephan, ninguno de ellos habló; éste se adelantó, el hombre tan controlado apretaba ahora sus dedos musculosos sobre el mango de su paraguas arrollado y deliberadamente lo levantó bien alto en el aire bajándolo de un golpe sobre el borde de la mesa que estaba debajo de la ventana.
El paraguas se venció con su armadura metálica y sus varillas quedaron rotas dentro de la tela negra; era un montón inservible, un objeto inanimado que, por algún motivo, inspiraba compasión como el cuerpo de un pájaro baleado.
—¿Supongo que fue aquella maldita bibliotecaria? —preguntó Stephan, casi calmado.
—¿Por qué dices eso?
—No sé, pero lo supuse en la estación ayer, lo sentí en mis huesos, quise preveniros a los dos que algo iba a suceder. Hay personas que provocan siempre alguna cosa u otra adondequiera que vayan. —Sus sienes mostraban una vena azul y congestionada—. ¡Marion!
—Le debemos la vida de ella, Steve, a un hombre llamado Rigaud, no creo haberte hablado de él, no lo despiertes ahora; ha pasado toda la noche en eso y está durmiendo en su cuarto.
Stephan se volvió, se acercó, en la pared oeste, a la baja estantería pintada de blanco con los grandes marcos de fotografías sobre ella, se detuvo ahí dando la espalda a Miles, con las manos extendidas sobre el estante superior. Cuando un momento más tarde se dio vuelta, Miles, avergonzado, vio lágrimas en sus ojos.
Repentinamente ambos se pusieron a hablar de trivialidades con desesperación.
—Tú… ¡hum!… ¿acabas de llegar? —preguntó Miles.
—Sí. Cogí el tren de las nueve y media en la ciudad.
—¿Muy lleno?
—Bastante lleno. ¿Dónde está ella?
—Arriba. Ahora duerme.
—¿Puedo verla?
—No veo ninguna razón en contra. ¡Te digo que está bien! Pero ve silenciosamente, todos los demás están en cama.
Sin embargo, todos los demás no estaban en cama. Al darse vuelta Stephan para dirigirse a la puerta del vestíbulo de entrada, apareció en el marco de dicha puerta la inmensidad del doctor Fell que llevaba una taza de té en una bandeja, con aspecto de no comprender bien lo que hacía.
Normalmente hubiera sido tan alarmante para Stephan Curtis el encontrar un huésped inesperado en la casa como encontrar a un nuevo miembro de la familia en el desayuno. Sin embargo, ahora apenas notó al doctor Fell; la presencia de alguien más sólo sirvió para recordarle que aún llevaba puesto su sombrero. En la puerta Stephan se dio vuelta, se quitó el sombrero y miró a Miles. Casi calvo, hasta con su bigote rubio desarreglado, Stephan tenía dificultad para hablar.
—¡Tú y tu maldito Murder Club! —dijo firme y rencorosamente, y en seguida se fue.
El doctor Fell, aclarando su garganta, avanzó pesadamente con la bandeja del té.
—¡Buenos días! —murmuró, sintiéndose poco cómodo—. ¿Éste era…?
—Steve Curtis, sí.
—Yo… ¡ah!…, he hecho este té para usted —dijo el doctor Fell alcanzándole la bandeja—, lo hice perfectamente —explicó—, y después me parece que empecé a concentrarme en otra cosa y pasó media hora antes de que le añadiera la leche. Mucho me temo que pueda estar frío.
Esta observación fue formulada y recibida con perfecta seriedad porque tanto el doctor Fell como Miles estaban preocupados con otra cosa.
—Está bien —dijo Miles—. ¡Muchas gracias!
Bebió el té y luego puso la taza y la bandeja en el suelo junto a él, mientras se sentaba en el gran sillón próximo a la chimenea, apercibiéndose para el ataque que imaginaba que vendría, y para lo que se vería obligado a conceder.
—Yo tengo la culpa de toda esta situación —dijo.
—¡Tranquilidad! —repuso el doctor Fell severamente.
—Es culpa mía, doctor Fell. Yo invité aquí a Fay Seton, sólo Dios sabe por qué lo hice, pero aquí la tenemos. ¿Oyó usted lo que dijo Steve?
—¿Cuando dijo qué cosa?
—«Hay personas que provocan una cosa u otra adondequiera que vayan.»
—Sí, lo oí.
—Anoche estábamos todos agotados y sobreexcitados —continuó Miles—. Cuando Rigaud hizo aquella seña contra el mal de ojo no me hubiera sorprendido de ver abrirse el infierno. A la luz del día —señaló a través de las ventanas al bosque gris y verde, dorado por el sol— es difícil asustarse con los dientes del vampiro. Y sin embargo… hay algo, algo que revuelve las aguas, algo que trae dolor y desastre a todo lo que toca. ¿Me comprende?
—¡Oh! ¡Ah! Comprendo. Pero antes de echarse la culpa…
—¿Bien?
—¿No deberíamos aseguramos —dijo el doctor Fell— de que la señorita Fay Seton es la persona que revuelve las aguas?
Miles se enderezó con una sacudida.
El doctor Fell, atisbándolo de lado por encima de sus lentes torcidos, con un aire angustioso de Gargantúa en el rostro, buscó dentro del bolsillo de su chaqueta bolsuda de alpaca, su pipa de espuma de mar y la llenó con tabaco de una tabaquera repleta; con cierto esfuerzo descendió hasta un sillón grande, desparramándose sobre él, y con un fósforo encendió la pipa.
—Señor —continuó entusiasmándose mientras echaba el humo—, yo no podía dar crédito a la teoría del vampiro de Rigaud en el momento en que leí ayer el manuscrito; podía creer, note usted, en un vampiro que se hacía visible a la luz del día; hasta creía en un vampiro que matara con un bastón de estoque, pero no podía creer, en ningún momento, en un vampiro que hurtara una cartera que contenía dinero.
»Esto agotaba mi sentido de cómo se relacionan los hechos, en ninguna forma me convenció y anoche, tarde, cuando usted me contó la historia repetida por Fay Seton, incluyendo de paso un punto que no está en el manuscrito, tuve yo una visión. A través de todo el asunto vi una perversidad humana y algo realmente endiablado.
»Luego vino el susto de su hermana.
»Y fue diferente, ¡por Júpiter! Era el toque auténtico de Satanás. Todavía lo es.
»Hasta que sepamos qué había en el cuarto o fuera de la ventana, no podemos dar el veredicto final sobre Fay Seton. Estos dos hechos, el crimen de la torre y el susto de su hermana, están conectados, se engranan, dependen uno del otro, y ambos, de cierta manera, se concentran alrededor, de esta extraña joven de cabello rojizo. —Por un momento guardó silencio—. Disculpe la pregunta personal, pero ¿está usted enamorado de ella?
Miles le miró en los ojos.
—No lo sé —repuso con sinceridad—, ella…
—¿Le perturba?
—Es poco decir.
—Supongamos que ella sea… ¡hum!… una criminal, natural o sobrenatural. ¿Tendrá alguna influencia en su actitud?
—¡Por el amor de Dios! ¿También me está usted previniendo en contra de ella?
—¡No! —tronó el doctor Fell haciendo una mueca horrible y golpeando el puño contra el brazo del sillón con mucha vehemencia—. ¡Por el contrario! Si alguna vaga idea mía fuese correcta, habría muchas personas que tendrían que humillarse y pedirle perdón. No, señor; hago la pregunta en la forma que Rigaud llamaría académica. ¿Esto, digamos, haría variar su actitud?
—No, no puedo decir que lo haría. No nos enamoramos de una mujer por su carácter.
—Ésta es una observación —dijo el doctor Fell dando numerosas bocanadas meditativas con su espuma de mar— no menos cierta por ser generalmente admitida. A un mismo tiempo toda esta situación me perturba todavía más. El motivo de una persona, discúlpeme si parezco misterioso, consiste en hacer absurdo el motivo de otra.
»Anoche interrogué a la señorita Seton con insinuaciones —continuó—; hoy propongo no hacérselas, pero me temo que de nada sirva. Tal vez lo mejor será ponernos en comunicación con la señorita Bárbara Morell…
—¡Espere un momento! —Miles se puso de pie—. Estaba al habla con Bárbara Morell. Llamó hace menos de cinco minutos antes de que usted entrara.
—¿Es así? —observó el doctor Fell, alerta al instante—. ¿Qué quería?
—Pensándolo bien —dijo Miles—, no tengo la más remota idea. Me olvidé de preguntárselo.
El doctor Fell le clavó la mirada por un buen rato.
—Muchacho —dijo el doctor Fell con un profundo suspiro—, cada vez pienso más que usted y yo somos espiritualmente parientes. Me abstengo de hacer comentarios frenéticos, es lo que suelo hacer. ¿Pero qué dijo usted? ¿Le preguntó por Jim Morell?
—No. En ese momento entró Steve Curtis y no tuve tiempo. Pero me acordé de que usted había dicho que obtener ese dato nos podía ayudar y lo arreglé para verla hoy en la ciudad. Y bien puedo ir —agregó Miles amargamente—; el doctor Garvice va a buscar una enfermera para Marion y todos sostienen que estoy en medio, agregando que soy el cabezota que introdujo el elemento perturbador en la casa.
La mente y el espíritu de Miles iban descendiendo y oscureciéndose cada vez más.
—¡Fay Seton no es culpable! —gritó, y hubiese seguido explayándose si el doctor Laurence Garvice, con su sombrero hongo en una mano y su botiquín en la otra, no se hubiese asomado por la puerta del vestíbulo. Era hombre de edad mediana, de rostro agradable, de cabeza canosa y aspecto limpio y antiséptico. Vaciló antes de entrar; se notaba que algo traía en la mente.
—Señor Hammond —dijo apenas sonriendo a Miles y al doctor Fell—, antes de ver otra vez a la paciente, ¿podría cambiar una palabra con usted?
—Por supuesto. No vacile en hablar delante del doctor Fell.
El doctor Garvice cerró la puerta y se dio vuelta.
—Señor Hammond —dijo— ¿le importaría a usted decirme qué asustó a la enferma? —Levantó entonces la mano que sostenía su sombrero hongo, y prosiguió—. Pregunto porque es el peor caso de clara conmoción nerviosa que he visto en mi práctica. Es decir, a menudo, casi siempre, hay conmociones graves acompañadas de sufrimientos físicos. Pero aquí no hay daño físico de ninguna clase. —Titubeó—. ¿La señorita es de un temperamento fácilmente excitable?
—No —dijo Miles sintiendo su garganta contraída.
—No, no me lo habría imaginado. Clínicamente está tan sana como un roble. —Hubo una pequeña pausa un poco siniestra—. ¿Al parecer, alguien intentó llegar hasta ella por la ventana?
—Esto nos perturba, doctor, no sabemos qué ocurrió.
—¡Oh, comprendo! Tenía esperanzas de que pudieran decírmelo. ¿No hay otro rastro… de que hayan entrado ladrones aquí?
—Ninguno que haya yo notado.
—¿Ha dado cuenta a la policía?
—¡Por Dios, no! —exclamó Miles y recuperó su normalidad—. Usted comprenderá doctor, que no deseamos que la policía se mezcle en esto.
—Sí, sin duda. —Con la vista sobre el dibujo de la alfombra, el doctor Garvice golpeaba suavemente su sombrero hongo contra la pierna—. ¿La señorita sufre de… alucinaciones?
—No. ¿Por qué me lo pregunta?
—Bien —y el médico levantó la vista—. Ella continuamente balbucea, repetidas veces, un susurro.
—¿Un susurro?
—Sí. Me preocupa bastante.
—Pero «un susurro», alguien que le susurre, no podría haberla causado…
—No. Es exactamente lo que pensé. Un susurro…
La temible palabra, con su nota sibilante, parecía suspendida en el aire entre ellos. El doctor Garvice continuaba golpeando su sombrero hongo contra la pierna.
—¡Bueno! —Se despabiló y miró su reloj pulsera—. Me atrevo a decir que muy pronto lo sabremos. Mientras tanto, como lo dije anoche, no hay por qué preocuparse. Tuve la suerte de conseguir una enfermera que está ahora afuera. —El doctor Garvice se volvió hacia la puerta—. Sin embargo, ella me preocupa —añadió—, volveré otra vez cuando haya visto a la enferma. Y será mejor que vea también a la otra señorita, a la señorita Seton, ¿no es así? Anoche no parecía tener el semblante que debería. Dispensen.
Y el médico cerró la puerta tras de sí.