CAPÍTULO XI

—¿CON LA señorita Seton? —repitió vivamente Miles.

Nada sacaba en limpio de la expresión del doctor Fell. A la luz de la luna era una máscara rolliza e incolora, velada por el humo que penetraba dentro de los pulmones de Miles. Sin embargo, el sonido metálico de la voz del doctor Fell, sonido de odio, hacía inconfundible el motivo que provocaba la pregunta.

—¿La señorita Seton? Supongo que sí. Ella está ahora abajo.

—¿Abajo? —dijo el doctor Fell.

—Su dormitorio está en la planta baja. —Miles explicó las circunstancias y narró los acontecimientos de aquella tarde—. Es uno de los cuartos más agradables de la casa, recientemente vuelto a decorar y con la pintura apenas seca. Ella está levantada y anda por ahí, si esto es lo que usted quiere saber. Ella… ella oyó el disparo.

—¿En serio?

—En realidad, ella subió y echó un vistazo al cuarto de Marion, algo la perturbó tanto que no está muy… muy…

—¿Dueña de sí misma?

—Si quiere decirlo en esta forma…

Entonces Miles se rebeló. Los valores humanos podían readaptarse y el sentido común verse libre de su prisión, siendo la naturaleza humana tan elástica, y con Marion, como lo suponía, fuera de peligro.

—Doctor Fell —dijo—, no nos obsesionemos, no permitamos que se nos arroje encima un hechizo con los vampiros y las brujas de Rigaud. Concedido… aun concedido… que hubiera sido muy difícil para cualquiera trepar por el lado exterior de las ventanas del cuarto de Marion…

—Mi estimado joven —dijo el doctor Fell suavemente—, sé que nadie trepó por ahí. ¡Vea usted mismo! —e indicó la ventana próxima adonde estaban.

Era ésta una ventana común, a bastidor, diferente de la mayor parte de las ventanas de la casa, que eran de estilo de caja francesa. Miles la empujó hacia arriba, sacó afuera su cabeza y miró hacia la izquierda.

La serie de cuatro pequeñas ventanas iluminadas del cuarto de Marion, con dos de sus hojas abiertas, arrojaban una luz brillante sobre el verde pálido del fondo de la casa. Abajo corría una pared lisa de quince pies de altura. Había olvidado que también abajo había un macizo sin plantar de un ancho casi como la altura de la pared; un macizo, liso y recién regado, de tierra que acababa de ser apisonada y escardada, y en la que un gato no podría haber pasado sin dejar el rastro.

Una furia de terquedad persistía en Miles.

—Sigo diciendo que es mejor no obsesionarnos —declaró.

—¿Qué quiere decir?

—Sabemos que Marion hizo un disparo, sí. ¿Pero cómo sabemos que lo disparó contra algo afuera de la ventana?

—¡Ajá! —rió el doctor Fell, y un cierto júbilo salió del humo de su pipa—. Mis felicitaciones, señor. Se está despertando usted.

—Lo ignoramos por completo —dijo Miles—, solamente lo presumimos, porque se manifestó después de toda esta conversación de caras que flotaban afuera de las ventanas. ¿No es mucho más natural pensar que tiró contra algo dentro del cuarto? ¿Algo que estuviera frente a ella al pie de la cama?

—Sí —asintió el doctor Fell con gravedad—, lo es. ¿Pero no ve usted, mi estimado señor, que esto no explica en lo más mínimo nuestro verdadero problema?

—¿Qué quiere usted decir?

—Algo atemorizó a su hermana —replicó el doctor Fell—, algo que sin la ayuda oportuna de Rigaud, la hubiese positivamente atemorizado hasta producirle la muerte. —Hablaba con lentitud y vehemencia, acentuando cada palabra. Se había apagado su pipa y la había dejado en el alféizar de la ventana. Hasta su respiración dificultosa resoplaba ruidosamente con ansiedad.

—Quiero que ahora piense usted un momento lo que esto exactamente significa. Su hermana no es, deduzco, una persona nerviosa, ¿verdad?

—¡Por Dios, no!

El doctor Fell vaciló.

—Permítame, ¡hum!, ser más explícito. ¿No es de aquellas mujeres que dicen no ser nerviosas y ríen de lo sobrenatural a la luz del día y después demuestran muy diferentes emociones a la noche?

Un recuerdo intenso vino a la memoria a Miles.

—Cuando yo estaba en el hospital —dijo—, Marion y Steve solían ir allí lo más a menudo que podían (¡cómo han sido de buenos ambos!), me repetían cualquier broma o historia que les parecía que me divertiría. Una vez me contaron de una casa que visitaban los fantasmas. Un amigo de Steve, el novio de Marion, la descubrió cuando estaba cumpliendo sus obligaciones en la Guardia Territorial, y organizaron una excursión para ir allí.

—¿Con qué resultado?

—Parece que encontraron muchos inexplicables desórdenes, disturbios de ultratumba no muy agradables. Steve espontáneamente confesó que él se había alarmado y lo mismo hicieron uno o dos de los otros, pero Marion gozó con ello.

—¿Qué oigo? —suspiró el doctor Fell.

Recogió la pipa apagada y volvió a dejarla.

—Entonces vuelvo a pedirle —continuó el doctor Fell seriamente— que recuerde los detalles. Su hermana no se conmovió ni fue físicamente atacada en forma alguna. Toda la evidencia demuestra que ella sufrió el colapso a consecuencia de una impresión nerviosa por algo que vio.

»Supongamos ahora —argumentó el doctor Fell— que este asunto no sea sobrenatural. Supongamos, por ejemplo, que yo quisiera asustar a alguien jugando a los fantasmas. Supongamos que me vistiera con ropas blancas y untara mi nariz con pintura fosforescente e introdujera mi cabeza por la ventana diciendo atronadoramente ¡Buu! a un grupo de viejas en una casa de huéspedes de Bournemouth.

»Quizá pudiera causarles un sobresalto. Pensarían que el viejo doctor Fell tiene ideas muy extraordinarias para hacer bromas. ¿Pero atemorizará verdaderamente a alguna? ¿Hoy en día cualquier invención preparada, cualquier ingenuidad fingida de lo sobrenatural produciría, acaso, algo más que un momentáneo sobresalto? ¿Causaría aquel efecto aniquilador, como sabemos, que drena la sangre del corazón y que puede ser tan mortal como un cuchillo o una bala?

Se interrumpió el doctor Fell para disculparse golpeando su puño contra la palma de la mano izquierda.

—Perdóneme —añadió— no quise hacer bromas inoportunas ni alarmarlo con temores sobre su hermana, pero… ¡Arcontes de Atenas! —y extendió sus manos.

—Sí —admitió Miles—, lo sé.

Hubo un silencio.

—Observe usted —continuó el doctor Fell— que deja de tener importancia la cuestión previa que usted planteó. Su hermana, en un acceso de terror, disparó un tiro contra algo. Puede haber estado fuera de la ventana, o puede haber estado dentro de la habitación, o puede haber estado en cualquier parte. El punto es: ¿qué la asustó tanto?

La expresión de Marion…

—¿Pero usted no vuelve a caer en la suposición de que todo el asunto retorna, después de todo, a un vampiro? —exclamó Miles.

—No sé.

Con los dedos sobre sus sienes, el doctor Fell jugueteaba con el grueso mechón de pelo veteado de gris que le había caído sobre una oreja.

—Dígame —refunfuñó—, ¿hay algo que asuste a su hermana?

—No le gustaban las incursiones aéreas de la guerra ni la bomba V. Pero lo mismo le pasaba a todo el mundo.

—Me parece que, sin peligro, podemos descartar —dijo el doctor Fell— la entrada de la bomba V. ¿No podrían ser amenazas de un ladrón? ¿Algo por este estilo?

—Ciertamente que no.

—Medio enderezada en la cama, ella, al ver algo… entre paréntesis, aquel revólver que tenía en la mano, ¿es de ella?

—¿El Ives-Grant 32? ¡Oh, sí!

—¿Y lo guardaba en el cajón de la mesilla de noche?

—Presumiblemente. Nunca me fijé dónde lo guardaba.

—Algo me dice —continuó el doctor Fell restregándose la frente— que precisamos las emociones y reacciones de los seres humanos, si es que lo son. Tengamos una conversación inmediata con la señorita Fay Seton.

No era necesario ir en su busca. Fay, vestida con el mismo traje gris que había llevado aquella noche, venía ahora a su encuentro. A la luz insegura, le pareció a Miles que había usado, contra su costumbre, el lápiz labial con exceso. Su rostro blanco, sereno ahora, se dirigía hacia ellos.

—Buenas noches, señorita —dijo el doctor Fell con una extraña voz retumbante.

—Buenas noches. —Fay se detuvo bruscamente—. ¿Usted es…?

—Señorita Seton —presentó Miles—, un viejo amigo mío, el doctor Gideon Fell.

—¡Oh, el doctor Gideon Fell! —Calló un momento y luego habló con un tono ligeramente distinto—. Usted capturó al asesino de The Six Ashes —dijo— y al hombre que envenenó a toda aquella gente en Sodbury Cross.

—¡Bueno…! Señorita… —El doctor Fell parecía desconcertado—. Soy un viejo tonto que ha tenido alguna experiencia en asuntos criminales.

Fay se volvió hacia Miles.

—Yo… quería decirle —dijo con su acostumbrada voz suave de sinceridad— que abajo me puse bastante en ridículo. Lo siento. Estaba… impresionada y ni siquiera demostré simpatía por lo sucedido a la pobre Marion. ¿No puedo ser útil en algo?

Hizo un ademán de moverse hacia la puerta del dormitorio, no muy lejos detrás de ella, pero Miles le tocó el brazo.

—Es mejor que no entre. El profesor Rigaud está actuando como médico aficionado. No permite entrar a nadie.

Ligera pausa.

—¿Cómo… cómo está?

—Un poco mejor, cree Rigaud —dijo el doctor Fell—, y esto nos trae a un asunto, señorita, que me agradaría bastante tratar con usted. —Recogió su pipa del alféizar de la ventana—. Si la señorita Hammond se repone, no será, por cierto, asunto de la policía…

—¿No lo será? —murmuró Fay, y a la luz poco real de la luna en aquel vestíbulo junto a la puerta del dormitorio, fluctuó en sus labios una sonrisa que heló el corazón.

La voz del doctor Fell se aguzó.

—¿Usted cree que la policía debería intervenir en esto, señorita?

La curva de aquella sonrisa aterradora como una cuchillada roja en la cara, desapareció como un relámpago bajo el aspecto frío de los ojos azules.

—¿Dije eso? ¡Qué tonta fui! Estaría pensando en otra cosa. ¿Qué deseaba saber usted?

—Por mera formalidad, señorita. Como usted fue la última persona que se presume que estuvo con Marion Hammond antes de perder ésta el conocimiento…

—¿Fui yo? ¿Por qué había alguien de pensarlo?

El doctor Fell la observó con una perplejidad manifiesta.

—Nuestro amigo Hammond, aquí presente —refunfuñó— me ha… ¡hum!… resumido una conversación que tuvo usted con él, en la biblioteca, esta noche, más temprano. ¿La recuerda?

—Sí.

—Como a las once y media, aproximadamente, Marion Hammond entró en la biblioteca y los interrumpió. Al parecer, le había hecho un obsequio. Le pidió que subiera a su cuarto delante de ella y que se reuniría con usted después de hablar una palabra con su hermano. —El doctor Fell se aclaró la garganta—. ¿Lo recuerda?

—¡Oh sí! ¡Sí, por supuesto!

—Y, por lo tanto, presumiblemente usted fue al cuarto de la señorita Hammond.

—¡Qué tonta soy! Sí, claro que fui.

—¿Directamente, señorita?

Fay movió la cabeza, atenta e impresionada por sus palabras.

—No. Supuse que Marion tendría… asuntos personales que tratar ahí con el señor Hammond, y pensé que pasaría un momentito antes de dejarlo, entonces fui primero a mi cuarto y me puse un camisón, una bata y las zapatillas. Después subí.

—¿Cuánto tiempo después?

—Diez o quince minutos, tal vez. Marion había llegado antes que yo.

—¿Y entonces?

La luna se estaba poniendo, su luz se hacía más tenue. Le tocaba el turno a la noche, la hora en que la muerte llega en busca de la gente enferma, o pasa de largo. Alrededor de ellos, al sur y al este, se elevaban los robles y las hayas del bosque de caza de Guillermo el Conquistador, un bosque anterior a él, agrietado y debilitado por la edad; tranquilo toda la noche, murmuraba ahora, sin embargo, por la caricia de una brisa naciente. A la luz de la luna, el color rojo se pone gris oscuro, y así era el color de los labios de Fay.

—El obsequio que había hecho a Marion —explicó— era un frasquito de perfume francés. Jolieux, número tres.

El doctor Fell tomó sus lentes en la mano.

—¡Oh! ¡Ah! ¿El mismo frasquito rojo y oro que está ahora sobre la mesilla de noche?

—Yo… yo supongo. —Aquella sonrisa endiablada volvía a dibujarse—. De todos modos, ella lo puso sobre la mesilla de noche junto a la lámpara. Estaba sentada en una silla allí.

—¿Y después?

—No era mucho, pero pareció muy contenta. Me dio casi un cuarto de libra de chocolates que tenía dentro de una caja. Los tengo ahora en mi cuarto, abajo.

—¿Y después?

—Yo… verdaderamente, no sé qué quiere usted que diga. Hablamos. Yo estaba intranquila. Iba de un lado a otro…

(Las imágenes retornaban, amontonándose en la mente de Miles Hammond. Cuando él salió de la biblioteca, horas atrás, recordaba haber mirado para arriba y haber visto la sombra de una mujer que pasaba frente a la luz, solitaria en la perspectiva de la New Forest.)

—Marion me preguntó por qué estaba yo intranquila y dije que no lo sabía. Mantuvo ella casi toda la conversación sobre su novio, su hermano y sus proyectos para el futuro. La lámpara estaba sobre la mesilla de noche, ¿se lo dije?, y también el frasco de perfume. De pronto, era como medianoche, se interrumpió y dijo: «Vamos…». Era tiempo de que ambas nos fuésemos a dormir, y me fui abajo a la cama. Creo que esto es cuanto puedo decirle.

—¿La señorita Hammond no parecía nerviosa o alarmada por algo?

—¡Oh, no!

El doctor Fell refunfuñó dejando caer la pipa apagada dentro de su bolsillo, deliberadamente se quitó los lentes y los mantuvo a cierta distancia de los ojos, estudiándolos con la cara de lado, como un pintor, aunque apenas podría verlos en aquella luz. Sus resuellos y sus resoplidos, señales de profunda meditación, se hacían más ruidosos.

—¿Sabe, acaso, que la señorita Hammond fue atemorizada casi hasta morir?

—Sí, debe de haber sido espantoso.

—Señorita, ¿puede usted hacer alguna conjetura que explique de qué se asustó?

—Por el momento, me temo que no.

—¿Tiene entonces alguna idea —continuó el doctor Fell exactamente en el mismo tono de voz— que explique la igualmente misteriosa muerte de Howard Brooke en la torre de Henri Quatre, hace cerca de seis años?

Sin darle tiempo de responder, sosteniendo todavía los lentes y aparentando examinados muy concentrado, el doctor Fell añadió en tono casual:

—Señorita Seton, algunas personas mantienen correspondencias muy curiosas. En sus cartas a la gente que está lejos, comunican lo que no soñarían en decirle a alguien de la misma ciudad. ¿Tal vez usted… ¡hum!…, lo ha observado?

A Miles Hammond le pareció que toda la atmósfera de esta entrevista cambiaba sutilmente al volver a hablar el doctor Fell.

—¿Es usted una buena nadadora, señorita Seton?

Una pausa.

—Bastante buena. No me atrevo a abusar a causa de mi corazón.

—Pero me atrevo a suponer, señorita, que en caso necesario usted no se opondría a nadar bajo el agua.

Ahora, a través del bosque, llegaba un viento sinuoso murmurando y susurrando, y Miles supo que la atmósfera había cambiado, de parte de Fay Seton, sin sutileza, cargada de emoción, quizá mortal. Era el mismo arranque silencioso que había él percibido y sentido un rato antes, en la cocina, sobre el agua que hervía; que engolfaba el vestíbulo con una marca invisible. Fay sabía. El doctor Fell sabía. Los labios de Fay estaban apartados de sus dientes, y éstos brillaban.

Fue entonces, cuando Fay daba un paso impulsivo hacia atrás para librarse del doctor Fell, que la puerta del dormitorio de Marion se abrió.

Al abrirse, la luz amarilla penetró en el vestíbulo. Georges Antoine Rigaud, en mangas de camisa, los observó en un estado cercano al desvarío.

—Les digo —gritó— que no puedo mantener latiendo mucho tiempo más el corazón de esta mujer. ¿Dónde está ese médico? ¿Por qué no llega ese médico? ¿Qué lo demora…?

El profesor Rigaud se detuvo.

Por encima de su hombro y de la puerta abierta de par en par, moviéndose un poco, Miles alcanzaba a ver dentro del dormitorio. Veía a Marion, a su propia hermana Marion, acostada en una cama todavía más revuelta; el revólver calibre 32, inútil contra algunos intrusos, se había caído de la cama al piso; el cabello negro de Marion estaba tendido sobre la almohada, sus brazos bien apartados, una manga recogida donde se le había puesto la inyección hipodérmica en el brazo. Tenía el aspecto de un sacrificio.

En aquel momento se abalanzó sobre ellos, con un solo ademán, el terror de la New Forest.

Porque el profesor Rigaud vio la cara de Fay Seton, y Georges Antoine Rigaud, maestro de artes, hombre de mundo, observador tolerante de las flaquezas humanas, instintivamente levantó dos dedos en un signo contra el mal de ojo.