CAPÍTULO X

EL PROFESOR Rigaud hizo un ruido con los talones y fue el primero en hablar. Una expresión sardónica se reflejó en su cara antes que pudiera disimularlo, y dijo mirando a Miles:

—¿Y, amigo? —insinuó cortésmente—. ¡Le ruego que continúe esta interesante comprobación! Su hermana se divierte, se divierte mucho, cuando piensa en… —pero no pudo mantener la tensión, su áspera voz se tornó vacilante al fijar la vista sobre el doctor Fell—. Estimado doctor, ¿piensa usted lo mismo que yo?

—¡No! —tronó el doctor Fell, y cortó la tensión—. ¡No, no, no y no!

El profesor Rigaud se encogió de hombros.

—En cuanto a mí, cuando una cosa realmente ha sucedido, rara vez me alivia creer que es improbable. —Miró a Miles—. ¿Su hermana tiene revólver?

—¡Sí! Pero…

Miles se puso de pie. No quería, se dijo, hacer un desgraciado papel al salir corriendo; aunque el semblante de Rigaud tenía manchones y aun el doctor Fell, repentinamente, había apretado sus manos sobre los brazos del sillón tapizado, él pasó del cuarto al oscuro vestíbulo de entrada y, al llegar a la escalera que lleva al piso alto, comenzó a correr.

—¡Marion! —gritó.

Delante de él, arriba, se extendía el corredor, muy largo y estrecho, con su fila de puertas cerradas a ambos lados y señalado por el punto luminoso de una lamparita.

—¡Marion! ¿Estás bien?

No hubo respuesta.

La puerta del dormitorio de Marion era la última a la izquierda, mirando hacia el fondo del corredor. Miles volvió a correr, se paró el tiempo suficiente para recoger de sobre el radiador la lamparilla y otra pequeña luz dentro de un tubo cilíndrico de vidrio. Mientras que pacientemente tanteaba el tornillo del pabilo para que alumbrara más, descubrió que su mano temblaba; dio vuelta el picaporte, abrió bien la puerta y mantuvo la luz en alto.

—¡Marion!

La lámpara, balanceándose como loca, le mostró el cuadro de Marion en cama, parcialmente reclinada, con la cabeza y los hombros apoyados contra la cabecera, en una habitación que, por lo demás estaba vacía.

Este cuarto tenía dos hileras de pequeñas ventanas. Una miraba al este, frente a Miles parado en la puerta, y aún estaba cubierta por los cortinajes corridos; la otra miraba al sur, hacia el fondo de la casa, y la blanca luz de la luna penetraba a través de ella. Marion estaba acostada, o, más bien, medio acostada, con los hombros enderezados, y en dirección a estas ventanas, mirando el sur al fondo del cuarto.

—¡Marion!

Ella no se movió.

Miles se adelantó, aproximándose a pequeños pasos lentos. A medida que la línea de la luz avanzaba vacilante, más y más dentro de un borrón de tinieblas, se ponía de manifiesto un detalle después de otro.

Marion, con un pijama de seda celeste, en una cama revuelta, no estaba completamente sentada contra la cabecera. A primera vista, su cara era casi irreconocible, con los ojos claros entreabiertos, vidriosos y sin parpadear cuando la luz los hería, el rostro blanco como tiza, gotas de sudor brillando en la frente a la luz de la lámpara, sus labios apretados contra los dientes para dar un grito que nunca pudo articular. Y en su mano derecha empuñaba un revólver Ives-Grant, calibre 32. Miles podía ver el agujero de la bala en el vidrio al mirar a la derecha, hacia las ventanas delante de Marion.

Así estaba Miles parado, mudo, con el pulso que le latía en el brazo entero, cuando una voz bastante ronca habló detrás de él.

—¿Me permite? —dijo.

Georges Antoine Rigaud, pálido pero impasible, apareció con pasitos de paloma, trayendo la lámpara de la sala del piso bajo.

A la derecha de Marion había una mesilla de noche con el cajón medio abierto como si el revólver hubiese salido de allí. Sobre ella —Miles, atolondrado, observaba tales detalles—, estaba la lámpara de Marion, apagada hacía tiempo y, al lado del botellón de agua, había un frasquito de una onza de perfume francés con etiqueta rojo y oro. Miles alcanzaba a oler el perfume y ello le hizo sentirse medio enfermo.

El profesor Rigaud puso su lámpara sobre aquella mesa.

—Soy aficionado a la medicina —dijo—. ¿Me permite?

—¡Sí, sí, sí!

El profesor Rigaud, felino en sus movimientos, dando vuelta al otro lado de la cama, cogió la floja muñeca izquierda de Marion, el cuerpo entero parecía flojo, como peso muerto; cuidadosamente oprimió con su mano bajo el pecho izquierdo, arriba de la región del corazón. Un espasmo recorrió el rostro del profesor Rigaud; había perdido todo su aire sardónico, y mostraba una angustia profunda y verdadera.

—Lo siento —anunció—. Esta joven ha muerto.

—¡Muerta!

Esto no era posible.

Miles ya no podía sostener la lámpara, su brazo temblaba demasiado violentamente, un segundo más y la dejaría caer. Apenas consciente de sus propias piernas, se movió hasta una cómoda colocada a la derecha de las ventanas del sur y sobre ella puso la lámpara de un golpe. Luego se volvió hacia el profesor Rigaud, que estaba del otro lado de la cama.

—¿Qué la mató? —dijo, ahogado.

—Una conmoción.

—¿Una conmoción? Quiere decir…

—Es médicamente correcto hablar —dijo el profesor Rigaud— de muerte provocada por una conmoción. El corazón, ¿me sigue?, se ve privado repentinamente de su poder de bombear sangre al cerebro; la sangre se sumerge dentro de las grandes venas del abdomen y se detiene allí. ¿Observa usted la palidez? ¿Y la transpiración? ¿Y los músculos relajados?

Miles no escuchaba. Quería a Marion, la quería verdaderamente, de aquella manera irreflexiva que uno siente hacia quien ha conocido durante veintiocho de sus treinta y cinco años. Pensaba en ella y en Steve Curtis.

—Sigue —dijo el profesor Rigaud— el colapso y la muerte. En casos serios… —Entonces hubo en su cara un cambio aterrador que hizo erizar su bigotito—. ¡Ay, Dios! —exclamó con un grito que no fue menos sentido por estar acompañado de un gesto melodramático—. ¡Me olvidé! ¡Me olvidé! ¡Me olvidé!

Miles le clavó la mirada.

—Esta señorita —dijo el profesor Rigaud— puede no estar muerta.

—¿Qué dice?

—En casos graves —explicó nervioso el profesor— no se siente el pulso y puede no haber ningún impulso cardíaco, ¡no! aun cuando uno ponga la mano sobre el corazón. —Hizo una pausa—. No es mucha la esperanza, pero es posible. ¿A qué distancia está el médico más próximo?

—Como a seis millas.

—¿Puede telefonearle? ¿Hay teléfono aquí?

—¡Sí! ¡Pero mientras tanto…!

—Entretanto —replicó el profesor Rigaud restregándose la frente, y con los ojos afiebrados— debemos estimular el corazón. ¡Eso es! ¡Estimular el corazón! —Apretó los ojos, pensando—. Levantar las extremidades, presión en la cavidad abdominal y… ¿tienen ustedes estricnina en casa?

—¡Santo cielo, no!

—Pero tienen sal, ¿sí? ¿Sal de mesa común? ¿Y una aguja hipodérmica?

—Creo que Marion tenía una hipodérmica en alguna parte. Creo… —Ahora el tiempo parecía haberse detenido y cada movimiento intolerablemente lento; mientras que antes todo pasaba con tanta prisa… Cuando era necesario apurarse no se podía uno apurar.

Miles se acercó a la cómoda, de un tirón abrió el primer cajón y empezó a revolver. Sobre el mueble que era de madera de arce, brillantemente iluminado ahora por la lámpara que allí había colocado, había un marco plegadizo de cuero con dos grandes fotografías: de un lado se veía a Steve Curtis de sombrero puesto para ocultar su calvicie y del otro a Marion, cariancha y sonriente, bien distinta del lastimoso montón de carne, con los ojos vagos que estaba sobre la cama.

A Miles se le antojaron minutos, y probablemente fueron quince segundos, los que pasaron antes de encontrar las dos partes de la jeringa hipodérmica en su cuidado estuche de cuero.

—Llévela abajo —le cuchicheaba su acompañante— y esterilícela en agua hervida. Luego caliente más agua mezclada con una pizca de sal y me trae todo arriba. Pero antes de nada telefonee al médico. Yo tomaré las demás medidas. ¡Apúrese, apúrese, apúrese!

Cuando salía Miles a cumplir su cometido, encontró al doctor Fell y lanzó una última mirada a los dos, al doctor Fell y al profesor Rigaud, al apresurarse él por el vestíbulo.

Rigaud, que se estaba quitando su chaqueta y arremangándose, habló de sopetón.

—¿Ve esto, estimado doctor?

—Sí, lo veo.

—¿Adivina lo que ella vio por la ventana?

Sus voces se apagaron.

Abajo, la sala estaba oscura, sólo iluminada por el resplandor de la luna. Junto al teléfono, Miles, haciendo funcionar su encendedor de bolsillo, encontró la agenda que Marion guardaba allí con dos guías telefónicas de Londres y marcó Cadnam 4321. Nunca había visto al doctor Garvice, ni aun en tiempos de su tío, pero una voz del otro lado del hilo hizo preguntas rápidas y obtuvo respuestas razonablemente claras.

Un minuto más tarde, Miles, por un largo pasillo encerrado como el de arriba en medio de una hilera de dormitorios silenciosos, llegó a la cocina, situada del lado oeste de la casa, encendió varias luces en el gran cuarto reluciente e hizo funcionar el gas en el nuevo calentador esmaltado de blanco. Puso agua en la cacerola y la colocó sobre el fuego, dejando caer adentro las dos partes de la hipodérmica, mientras que un gran reloj de esfera blanca sonaba en la pared.

Las dos menos veinte.

Las dos menos dieciocho…

¡Dios que estás en los cielos!, ¿jamás hervirá esta agua?

Se negaba a pensar en Fay Seton, que dormía ahora en la planta baja, a no más de veinte pasos de él.

Se negó a pensar en ella, esto es, hasta que bruscamente se dio vuelta y vio a Fay parada en medio de la cocina, detrás de él, con los dedos apoyados sobre la mesa.

Detrás de ella la puerta del pasillo estaba un poco abierta en la oscuridad. Él no había oído sus pasos sobre el piso de piedra recubierto de linóleo; llevaba puesto un camisón muy delgado y encima una bata rosa acolchada y zapatillas blancas; su espeso cabello rojizo caía sobre los hombros, las uñas rosadas golpeaban ligera, suave y débilmente sobre la mesa.

Una especie de instinto animal previno a Miles, una proximidad, una sensación física que siempre experimentaba hacia ella. Se dio vuelta con tal brusquedad que se golpeó con el asa de una cacerola, que giró sobre la llave del gas haciendo chirriar el agua caliente en sus bordes. En la cara de Fay Seton sorprendió él una mirada de profundo odio; los ojos azules tenían un ligero ardor, las mejillas sonrojadas en su cutis blanco, los labios secos y un poco contraídos. Era odio mezclado con… ¡sí!, con profunda angustia. Ni siquiera cuando él se volvió pudo ella controlar bien aquel odio, no podía calmarlo a pesar de que su pecho angustiado se elevaba y bajaba, y las puntas de los dedos se entrelazaban apretados, pero habló suavemente.

—¿Qué… sucedió?

Tic… tac, continuaba el gran reloj sobre la pared, tic… tac; dieron cuatro golpes contados en el silencio, antes de que Miles le contestara. Él oía el silbido del agua que hervía dentro de la cacerola.

—Mi hermana puede estar muerta o moribunda.

—Sí, lo sé.

—¿Lo sabe?

—Oí algo como un tiro. Yo sólo dormitaba. Subí y miré dentro del cuarto —Fay suspiró esto muy rápidamente y ahogó un sollozo, parecía hacer un esfuerzo para que el poder de su voluntad pudiera controlar la sangre y los nervios y tener alejado el sonrojo de su rostro—. Usted debe perdonarme —dijo—, acabo de ver algo que antes no había observado.

—¿De ver algo?

—Sí. ¿Qué… sucedió?

—Marion ha sido asustada por algo que vio por la ventana. Ella tiró contra eso.

—¿Qué fue? ¿Un ladrón?

—Ningún ladrón en el mundo podría asustar a Marion. No es lo que se llama de tipo nervioso. Además…

—¡Dígame, por favor!

—Las ventanas de esa habitación —Miles las veía claramente con los cortinajes azules adornados de oro, y la alfombra castaña y amarilla, el gran armario, la mesa de tocador, la cómoda y la poltrona junto al fuego sobre la misma pared que la puerta—, las ventanas de ese cuarto están a más de quince pies del suelo, no hay nada debajo, a no ser el muro liso del fondo de la biblioteca. No veo cómo ningún ladrón podría haber subido allí.

El agua empezó a hervir. La palabra «sal» cruzó la mente de Miles; había olvidado completamente aquella sal. Se precipitó a la fila de aparadores de la cocina y la encontró dentro de un envase de cartón. El profesor Rigaud había dicho solamente una pizca de sal, y que calentara el agua pero no que la hirviera, Miles echó un poco dentro de la segunda cacerola cuando la primera rebosaba.

Era como si las rodillas de Fay Seton hubiesen comenzado a ceder. Junto a la mesa había una silla de la cocina, ella puso la mano sobre el respaldo y lentamente se sentó, sin mirarlo, adelantando un poco una blanca rodilla y con la línea de sus hombros en tensión.

Las agudas marcas de dientes en el cuello por donde se había desangrado…

Miles dio vuelta la llave del calentador de gas, apagándolo. Fay Seton saltó sobre sus pies.

—¡Yo…, yo lo siento muchísimo! ¿Puedo ayudarle?

—¡No! ¡Hágase a un lado!

Pregunta y respuesta fueron lanzadas a través de aquella silenciosa cocina, bajo el tictac del reloj, en forma de mudo reconocimiento. Miles pensaba si sus manos estarían lo suficientemente tranquilas como para tomar las cacerolas, pero se arriesgó y las tomó.

Fay habló con suavidad.

—El profesor Rigaud está aquí, ¿no es cierto?

—Sí. ¿Quiere hacerse a un lado, por favor?

—¿Ha creído usted… lo que le dije esta noche? ¿Lo ha creído?

—¡Sí, sí, sí! —gritó él—. Pero ¡por el amor de Dios!, ¿quiere usted hacerme el favor de hacerse a un lado? Mi hermana…

El agua hirviendo salpicó por sobre el borde de la cacerola. Fay estaba ahora parada de espaldas a la mesa, apoyada contra ella; había desaparecido todo su aire recatado y su timidez. Erguida y espléndida, respiraba hondo.

—Esto no puede continuar —dijo ella.

En aquel momento Miles no la miró a los ojos, ni se atrevió a hacerla, porque su repentino impulso, casi irresistible, había sido abrazarla.

Harry Brooke lo había hecho, el joven Harry ahora muerto y comido por los gusanos. ¿Y cuántos otros, en las tranquilas familias con quienes había ella vivido?

Mientras tanto…

Miles salió de la cocina sin mirar atrás, a donde ella estaba. Las escaleras del fondo conducían de la cocina al vestíbulo del piso alto, muy cerca del cuarto de Marion. Miles subió a la luz de la luna, llevando cuidadosamente las cacerolas. La puerta del dormitorio estaba abierta apenas una pulgada, y al abrirla del todo casi le pegó al profesor Rigaud.

—Iba a ir —dijo el profesor Rigaud con una pronunciación que descuidaba por primera vez— para ver qué le demoraba.

Algo en la expresión de Rigaud hizo oprimir el corazón de Miles.

—¡Profesor Rigaud! ¿Ella está…?

—¡No, no y no! He conseguido hacerla entrar en lo que se llama «reacción». Respira y me parece que el pulso está más fuerte.

Se derramó un poco de agua hirviendo.

—Pero no puedo decirle si esto durará. ¿Telefoneó al médico?

—Sí. Debe de estar ya en camino.

—Muy bien. Tráigame aquí las cacerolas. ¡No, no, no! —dijo el profesor Rigaud, cuya emoción lo hacía incómodo—. Usted no va a entrar. La recuperación de una conmoción no es un agradable espectáculo y, además, usted me molestaría. Quédese afuera hasta que le diga.

Tomó las cacerolas y las puso adentro, sobre el suelo, y luego cerró la puerta en la cara de Miles.

Con una esperanza violenta e inquieta que iba en aumento, Miles se quedó atrás. (Los hombres no hablan así a no ser que esperen la reacción). La luz de la luna se desvió hacia el fondo del vestíbulo y él vio por qué.

El doctor Gideon Fell fumaba en una gran pipa de espuma de mar, junto a la ventana al fondo del vestíbulo. La incandescencia roja del hornillo de la pipa latía y se oscurecía reflejándose en los lentes del doctor Fell; un vapor de humo se ensortijaba como fantasmas al salir por la ventana.

—¿Sabe usted —observó el doctor Fell quitándose la pipa de la boca— que este hombre me agrada?

—¿El profesor Rigaud?

—Sí. Me agrada.

—A mí también. ¡Y Dios sabe cuánto le estoy de agradecido!

—Es hombre práctico, cabalmente práctico; es de temer que usted ni yo lo seamos —observó el doctor Fell con aire culpable, arrojando furiosas bocanadas de su espuma de mar—. Es hombre cabalmente práctico.

—Y, sin embargo —dijo Miles— él cree en los vampiros.

—¡Hum! Sí. Exactamente.

—Afrontemos la cuestión. ¿Qué cree usted?

—Mi estimado Hammond… —replicó el doctor Fell inflando sus mejillas y moviendo la cabeza con cierta vehemencia—. Que me maten en este momento si lo sé. Es lo que me deprime. Antes de que este determinado asunto —sacudió la cabeza señalando el dormitorio— antes de que el presente asunto viniera a perturbar mis cálculos, creí que empezaba a tener más de una idea sobre el asesinato de Howard Brooke.

—Sí —dijo Miles—, así me pareció.

—¡Oh! ¡Ah!

—Cuando le hice a usted el relato de Fay Seton sobre el crimen de la torre, la expresión de su cara, una o dos veces, fue suficiente como para asustar a cualquiera. ¿Horror? ¡No sé! Algo por el estilo.

—¿Así fue? —dijo el doctor Fell. La pipa latió y se oscureció—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Lo recuerdo! Pero a mí no me perturbó la idea de un espíritu maligno. Fue el pensamiento de un motivo.

—¿Un motivo para el crimen?

—¡Oh, no! —dijo el doctor Fell—, pero condujo al crimen. Un motivo tan condenadamente malo y desalmado que… —Hizo una pausa, y la pipa volvió a latir y oscurecerse—. ¿Cree usted que podríamos hablar ahora una palabra con la señorita Seton?