Con el paso de los días, la calma volvía al mundo de los elementales. Aquello no significaba que Aureolus Pathfinder quedase en el olvido. Sin embargo, las tareas cotidianas ayudaron a todos los hechiceros a seguir adelante con sus vidas.
Unos diez días después del fatídico suceso, tuvo lugar una reunión privada del Consejo en el Claustro Magno. Eran muchas las cosas que había que debatir. Entre otras, debía ponerse en marcha el proceso de elección de un nuevo representante del Fuego. A la reunión también asistió Úter por su especial aportación en la lucha y en las investigaciones que se habían llevado a cabo en el transcurso del largo y duro año. Sin duda, debía informar a los tres grandes elementales sobre el descubrimiento que había realizado junto con Elliot unos días atrás.
Pese a su protagonismo en la historia, Elliot, Eric, Gifu y Merak no asistieron por petición expresa de Magnus Gardelegen. La razón esgrimida fue que Aureolus Pathfinder se hubiese negado a que asistiesen por ser demasiado jóvenes. De todas formas, aquello no supuso ningún revés, pues Elliot estaba seguro —y Magnus Gardelegen también— de que no tardaría en revelarles «ciertos detalles» de lo que se había cocido en la reunión.
—Hay que ver lo que te gustan las piedras, amigo —le dijo Gifu al gnomo que estaba sentado a su lado disfrutando de un zumo Totalfruit sabor Cocoloco al Picapica a la sombra de un árbol próximo a la casita de Úter.
—Por lo visto, tenían montañas y montañas de cristales de Traphax almacenados en diferentes habitáculos de las cuevas de la Antártida —dijo el gnomo, repitiendo las palabras de Úter. Una vez más, se detuvo a explicar el corte perfecto que requerían aquellos cristales y su posterior tratamiento para poder ser utilizados por un hechicero.
—Pero… ¿pudiste verlos? —preguntó Eric con incredulidad.
—Oh, no, no —negó Úter—. Los dos guardias del Abismo no tardaron en contar todo lo que sabían. No os podéis imaginar el poder de persuasión que tengo.
Acto seguido, relató cómo había realizado sendas ilusiones frente a los dos malhechores, mostrándoles cómo quedarían sus cuerpos si no les contaban al dedillo los planes de Wendolin. Mientras lo narraba, Úter flotaba satisfecho de un lado a otro.
—Wendolin quería valerse del elemento Agua para hacerse con el control de todo lo demás —apuntó Elliot—. De todas formas, no comprendo qué hubiese ganado destruyéndolo todo. ¿Acaso pretendía vivir sola en el planeta?
—Hombre, lo que se dice sola… —intervino Gifu, que se sentía un poco fuera de aquella conversación—. Hemos visto sirenas, criaturas marinas… Los hechiceros del Aire hubiesen podido guarecerse en Windbourgh o en las restantes ciudades flotantes…
—Algunos hubiesen sobrevivido, desde luego, pero el número de sus enemigos hubiera menguado sustancialmente —prosiguió Úter—. No obstante, al parecer, Wendolin disponía de una fortaleza submarina escondida en algún lugar. Una vez que la superficie del planeta hubiese sido arrasada por tormentas y maremotos, hubiese utilizado los restantes cristales de Traphax para trasladar íntegramente su fortaleza al lugar deseado del planeta.
Hubo un instante de silencio, que no tardó en ser roto.
—Una última cosa… —dijo Merak—. ¿Qué fue del kraken que atacó el hipocampódromo?
Úter esbozó una sonrisa que fue creciendo hasta que no pudo contenerse.
—Estabas muerto de miedo, ¿eh? —le espetó el fantasma.
—No es verdad.
—Sí, sí que lo es. —Y Úter siguió partiéndose de risa.
—Como tú digas. A ti nada te asusta, como no te pueden comer…
Las risas de Úter cesaron inmediatamente, pero no dijo nada. Dio por empatado el combate dialéctico, cosa que agradeció Elliot, pues estaba ansioso por conocer el destino de aquel monstruo.
—¿Y?
—Pues te sorprendería saber que, pese a la detención de Wilfredo, en el Santuario del Calamar Gigante están encantados con ese bicho. Pienso que van a tener que mudarse, porque con esa montaña de animal no van a caber en Aquamarine…
—¿El Santuario del Calamar Gigante? —preguntó Eric incrédulo—. ¿Están locos? ¿Pretenden amaestrarlo?
—No lo creo —aventuró el fantasma—. Con darle de comer ya tienen bastante. Así lo mantendrán tranquilito.
Esta vez sí que rieron todos, imaginando cuánta comida sería necesaria para alimentar al kraken. Pinki miraba, aunque parecía no comprender nada. No era de extrañar, pues no había visto el kraken. Por el contrario, sí que adivinó el significado de lo que se dijo a continuación.
—Hablando de comida, creo qué mi estómago está pidiendo alimento —comentó Gifu, llevándose ambas manos a su pequeño pero ruidoso vientre—. ¿Tienes algo, Úter?
—Unas cuantas telarañas —replicó el fantasma, provocando una nueva carcajada entre todos los amigos, menos en Gifu.
—Era de esperar… Pues yo tengo hambre.
—Yo también —se apuntó Merak.
—Y yo —dijo Eric.
Elliot sonrió y miró a Úter, que finalmente dijo:
—¡Pues vayamos a comer algo!
Las lecciones del mes de junio se le hicieron a Elliot bastante llevaderas, pues sus padres estuvieron invitados a vivir en Hiddenwood, en la posada de la señora Pobedy, El Jardín Interior. Cuando los señores Tomclyde regresaron a su casa de Quebec, la habían encontrado completamente destrozada por los aspiretes. Paredes derruidas, muebles hechos trizas, puertas desencajadas y reventadas, las cortinas rasgadas, cristales por todas partes… Parecía que hubiese pasado un ciclón.
No hay que negar que eso supuso un golpe moral fuerte para los Tomclyde, que llevaban toda la vida viviendo allí. Pero nunca hay mal que por bien no venga, pues el señor Tomclyde terminó disfrutando enormemente de su estancia en El Jardín Interior. No ya sólo por los sabrosos suflés de la señora Pobedy, sino por la inmensa variedad de plantas que había en aquel jardín. Tanto espécimen de árbol y de aves, matas y helechos, flores y arbustos… Millones de colores intercalados entre sí, acompañados por el dulce piar de los pájaros. Había tanta paz y tranquilidad en aquellos parajes que podían descansar con total tranquilidad. Tras un año encerrados en una desagradable y pestilente mazmorra, volver a ver la luz del sol y oír el canto de los pájaros era más de lo que hubiesen podido soñar.
Precisamente fue a finales de junio cuando el señor Tomclyde daba un paseo junto a Magnus Gardelegen en las profundidades del bosque. Durante un largo rato estuvieron comentando el aprendizaje de Elliot en Hiddenwood y Bubbleville a lo largo de los dos últimos años, la valentía e iniciativa del muchacho y lo bien que se había adaptado al mundo mágico.
—Es un muchacho excepcional —aseguró Magnus Gardelegen—. Estamos verdaderamente contentos con él. No sólo aprende los hechizos con gran facilidad y rapidez, sino que los ejecuta a un gran nivel para su edad.
El señor Tomclyde asentía mientras admiraba la belleza de los árboles, porque él no comprendía absolutamente nada de magia. No entendía de conjuros, ni palabras mágicas, ni de criaturas extrañas —y eso que ya se había topado con unas cuantas—. Para él, la magia flotaba en aquel paraíso rodeado de naturaleza. Ése era un hechizo muy difícil de superar.
—Es una pena que pasado mañana nos tengamos que marchar —comentó el señor Tomclyde mientras contemplaba las gruesas y retorcidas ramas de un roble—. Pero debemos buscar una nueva casa, ya sabe… La otra ha quedado destrozada. Espero que el seguro cubra el ataque de esas criaturas…
—¿El seguro? —preguntó Magnus Gardelegen quien, obviamente, no entendía el concepto de asegurar las cosas.
El señor Tomclyde trató en vano de explicarle el complejo mundo de las compañías aseguradoras, de manera que optó por un camino más fácil.
—Sí, más que nada es que recibamos algún tipo de ayuda para comprar una casa nueva.
—Ah, una ayuda. —Por fin había comprendido el hechicero, mientras el señor Tomclyde asentía—. Si lo que busca es ayuda para tener una nueva casa, en ese caso la comunidad mágica puede ofrecérsela. Si lo desean, pueden quedarse a vivir en Hiddenwood o en cualquiera de las restantes ciudades mágicas: Bubbleville, Windbourgh, Blazeditch… La que ustedes prefieran. Tienen unas cuantas donde elegir. Además, así estarían más cerca de su hijo.
—No comprendo… No tienen por qué molestarse. Ya han hecho mucho por nosotros.
—Por favor —rechazó Magnus Gardelegen—, se lo dije la primera vez que nos conocimos y lo vuelvo a reiterar: los Tomclyde siempre serán bienvenidos en el mundo mágico. Siempre.
—Pero… —dudó el señor Tomclyde a quien, desde luego, no le importaba nada la idea de vivir pegado a esos bosques.
—No hay excusa que valga. Si ustedes desean vivir en la comunidad mágica, podrán hacerlo donde más gusten. Tenemos una deuda muy fuerte con los Tomclyde, sobre todo después de haberles tenido tanto tiempo angustiados.
—No se preocupe. Gracias a Dios, finalmente todo salió bien. Además, no sólo fuimos nosotros los prisioneros. También estuvo Gemma… ¿Qué tal se encuentra, por cierto?
—Perfectamente, gracias. Ha preferido que el maestro Hakirotsokumi siga impartiendo su disciplina en la escuela de Bubbleville y tomarse unos días de descanso. El curso que viene, ya veremos qué pasa. —El hechicero hizo una pequeña pausa, y preguntó—: Entonces, ¿qué dice de mi oferta?
El señor Tomclyde estaba un tanto apurado. Por él, se instalaba ya mismo. ¡Era un Tomclyde! Eso, en el mundo mágico, debía de ser mucho. Pero no quería imponer nada a Melissa, que lo había pasado fatal durante aquel año.
—Lo consultaré con mi mujer —respondió finalmente. Pero él no sabía que la señora Tomclyde estaba pasándolo la mar de bien aprendiendo a hacer suflés de todos los sabores junto a la señora Pobedy y que estaba disfrutando enormemente de la hospitalidad de todos los hiddenwoodienses. Ella era, si cabe, más feliz que el señor Tomclyde en aquel mágico lugar.
Ese mismo atardecer, pero bajo el mar, Elliot se encontraba dando un paseo con Sheila por las acogedoras calles de Bubbleville. Los hechiceros del Agua se habían apresurado a reparar los múltiples desperfectos que había causado el kraken en la burbuja exterior. Era la primera vez que se veían desde el accidentado y suspendido partido de polo acuático y su posterior rescate en la Antártida. Mientras Elliot caminaba erguido, con Pinki al hombro en su habitual forma de loro, a Sheila se la notaba bastante cohibida.
—Siento de veras lo de mi padre, lo que le ha sucedido a tu familia, a Gemma… —dijo ella, avergonzada—.Jamás pensé que podría terminar al lado de Wendolin como un miembro más de la Guardia del Abismo. Es como… No sabría decirte.
—No tiene importancia —dijo Elliot por decir algo. ¿Qué se esperaba que dijese en una situación como aquélla?
—Sí, sí que la tiene. Mi padre es todo lo que tengo —dijo la chica antes de comenzar a sollozar—. Desde que mi madre murió en aquel accidente, nunca volvió a ser el mismo… Pensé que con el nuevo trabajo reharía su vida. Pero… pero no de esta forma.
Elliot prefirió seguir callado, dejando que ella se desahogase.
—Ahora no tengo a nadie —dijo Sheila—. Bueno, tengo una tía en Blazeditch.
—Es difícil ponerse en tu situación —dijo Elliot en tono pausado, pensando lo que diría a continuación—. Me imagino que es duro… Pero los amigos estamos para ayudarte en lo que sea. Seguro que Úter y Gifu estarán encantados de que nos acompañes a hacerles alguna visita.
Sheila dejó que escurriera una lágrima sobre su sonrosada mejilla y esbozó una sonrisa.
—Gracias —dijo Sheila.
Y antes de que Elliot se diera cuenta, Sheila le había dado un beso en la mejilla. Fue fugaz, pero Elliot se había quedado tan sorprendido y ruborizado que sintió como si una traca de fuegos artificiales hubiese explotado en su estómago.
Caminaron un buen rato en silencio, hasta que llegaron a la escuela de Bubbleville.
—¿Sabes? —dijo Sheila, mucho más relajada, haciendo que Elliot despertase de su particular y placentero sueño—. Creo que el año que viene iré a Blazeditch. Así podré pasar un poco más de tiempo con mi tía. Como en tercer curso podemos realizar intercambios con otras escuelas, podrías apuntarte tú también. Así nos veríamos un poco más.
—Hum… —Elliot no sabía dónde estudiaría al año siguiente. ¿Sería Blazeditch? ¿Lo haría en Windbourgh? ¿Se acordaría el Oráculo de que tendría que cambiar de escuela una vez más? ¿Estaba él sujeto a los condicionamientos de los restantes aprendices para estudiar en otras escuelas?—. Estudiemos donde estudiemos, espero que tengamos más tiempo para vernos. En eso estoy de acuerdo.
—Seguro que sí —dijo Sheila, antes de traspasar el espejo en dirección a Hiddenwood.
Elliot también iba a cruzar el espejo cuando Pinki se despegó de su hombro y alzó el vuelo.
—¡Pinki! ¡Ven aquí inmediatamente!
Pero el loro no tenía ninguna intención de hacer caso a su joven amo. Batía las alas con brío, como si tuviese prisa. No tardó en adentrarse en la ciudad, como hiciera en tantas otras ocasiones, mientras Elliot lo seguía de cerca. Un sudor frío le recorrió la espalda. ¿Volvería el loro a la residencia del alcalde?
—¡Vuelve! ¡Te quedarás sin cena! —gritó a la desesperada, pero sin lograr que el loro le hiciese caso.
Dobló varios recodos hasta que finalmente vio al pájaro posado sobre un letrero de madera mohosa en el que a duras penas se podía leer: «La ondina Caritina predice hasta el futuro más duro».
—Oh, Pinki —dijo Elliot desechando la sugerencia del loro—. Lo que tenga que ser, será. No debemos preocuparnos por…
Pero la puerta se abrió súbitamente, con tal brusquedad que varias Conchitas se despegaron de ésta y salieron despedidas.
—¡Elliot Tomclyde! —gritó una mujer muy extraña. Su pelo gris y descuidado ocultaba prácticamente la totalidad de su rostro, dejando entrever únicamente un ojo lechoso. Su menudo tamaño no le impedía hablar con voz potente, aunque ronca—. Sabía que vendrías aquí en este mismo momento.
—Eh… Señora… Yo sólo venía a por Pinki.
Pero la Ondina Caritina hizo un gesto con sus manos para no ser interrumpida.
—Oscuro es el futuro en ti —dijo exhalando tanto aire que casi se ahogó—. Las nieblas del futuro no se disipan fácilmente… El blanco se tornará negro y lo que parece ser, dejará de serlo. ¡Una calavera! ¡Dos! ¡TRES! Muchos enemigos vas a tener…
—Escuche, tengo prisa. Yo…
—¡Chist! —le espetó—. No todo son malas noticias. Sí… Veo que los Tomclyde volverán a juntarse y la comunidad mágica por fin respirará tranquila. Todo eso sucederá. ¡Muy pronto!
Sin decir una sola palabra más —ni siquiera se despidió—, aquella extravagante mujer volvió a su casa y cerró la puerta tras de sí.
—Menudas tonterías dice esta señora, ¿no crees? —le dijo a Pinki—. ¡No se ha dado cuenta de que estaba leyendo el pasado! «Los Tomclyde volverán a juntarse y la comunidad mágica por fin respirará tranquila.» Menuda novedad. Todo ha vuelto a la tranquilidad y yo me vuelvo a Hiddenwood junto a mis padres. Quién sabe, tal vez me dejen pasar unos días en casa de Eric este verano. Sería divertido, ¿no? —Pinki batió sus alas en señal de asentimiento—. Lo que sí es seguro es que nos aguarda uno de los deliciosos suflés de la señora Pobedy y que no le gusta que la hagan esperar.
—¡Galleta, galleta! —dijo Pinki.
Los dos retomaron alegremente el camino de regreso a la escuela de Bubbleville. Allí aguardaba el espejo que le llevaría a los soleados y apacibles terrenos de Hiddenwood, con sus padres, con sus amigos… y con Sheila.