19-EL LIMBO DE LOS PERDIDOS

espejo

Las siguientes horas transcurrieron con una mezcla de sentimientos imposibles de describir con palabras. Angustia y desconcierto, porque el elemento Fuego había quedado cojo; ira y rabia, por no haber podido hacer más; depresión y tristeza, por la pérdida de un ser querido; alegría y satisfacción, por haber conocido a una persona tan íntegra y preocupada por el bienestar de los demás.

Fueron horas difíciles. Especialmente doloroso se hizo el momento de comunicarle a Mathilda Flessinga la pérdida de Aureolus Pathfinder. La representante del Aire se había quedado en Bubbleville recobrándose de un impacto recibido en su pierna izquierda. Se movía con dificultad, pero podía desplazarse. Ni Mathilda Flessinga ni Cloris Pleseck terminaban de creerse que su compañero los hubiera abandonado para siempre. También Magnus Gardelegen estaba visiblemente afectado, aunque mantuvo mucho mejor la compostura que las hechiceras. A buen seguro, el reencuentro con Gemma había tenido mucho que ver en su estado de ánimo. También Goryn parecía consternado por la pérdida, Úter, la señora Pobedy… y el mundo mágico en general lloraron amargamente.

Elliot también estaba triste y, en cierto sentido, seguía sintiéndose culpable. Nadie le reprochó que hubiese ido al rescate de Sheila. Todo lo contrario; se consideró una muy noble acción y eso lo tranquilizó. Sin embargo, se le hacía raro pensar que Aureolus Pathfmder, que siempre le había puesto todo tipo de trabas para una y otra cosa, protestando cada vez que él se pasaba de la raya y que parecía tenerle manía desde que pisara el mundo mágico, hubiese dado su vida por él. Se había abalanzado desde lejos para defenderle de las acometidas de Wendolin, salvándolo de un destino fatal. Sólo entonces comprendió lo importante que él, Elliot Tomclyde, había sido para el responsable del elemento Fuego.

—Verdaderamente, uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde —afirmó Magnus Gardelegen, recordando aquellas sabias palabras. Elliot pensó que el dicho nunca había sido más cierto y más sabio.

Llegaron a Bubbleville gracias a una burbuja creada por el máximo responsable del elemento Agua, Magnus Gardelegen. Fue la pompa más veloz en la que había viajado Elliot en toda su vida, y dudaba de que hubiese alguien capaz de pilotar una más rápida. Durante el trayecto de vuelta todo eran caras largas y tristes por la pérdida de un amigo.

A su llegada a Bubbleville, no tardaron en reunirse con Mathilda Flessinga, Gemma y los señores Tomclyde. No fue un reencuentro tan feliz como hubiera tenido que ser. Aun así, Magnus Gardelegen se fundió en un tierno abrazo con Gemma, mientras Elliot hacía lo propio con sus padres.

—Es duro y triste, pero la vida sigue adelante —afirmó Gemma un poco después, mientras daban un paseo—. Debemos recordar a Aureolus como lo que siempre fue: un excelente hechicero y mejor persona.

Transcurrieron unos días y la conmoción por lo acontecido en tierras antárticas aún no había sedimentado. Era sábado y Úter había pedido a Elliot que acudiese a su domicilio «a primerísima hora de la mañana». El fantasma había dejado muy claro que quería verle a solas, por lo que ninguno de sus amigos había sido avisado. Comenzaba a clarear cuando el joven aprendiz llamó a la desvencijada puerta de la casa de su amigo.

—Pasa, está abierto —le invitó a entrar Úter, sin molestarse en abrir.

El silencio era sepulcral, como si de un funeral se tratase. Ninguno de los dos comentó nada acerca de lo sucedido con Aureolus Pathfmder. La procesión iba por dentro. Sin embargo, el fantasma prefirió no andarse por las ramas.

—Elliot, necesito tu ayuda.

El aprendiz frunció el entrecejo, pero permaneció mudo.

—Te he pedido que vengas a solas porque necesito tu ayuda… —explicó—. Tenemos que resolver un tema pendiente, ¿recuerdas?

¡El Limbo de los Perdidos! Con los fatales sucesos que habían tenido lugar en los últimos días se había olvidado completamente. Y es que desde que había descubierto que el verdadero enemigo no había sido Tánatos, sino Wendolin, y que sus padres se hallaban prisioneros bajo la residencia de Gorgulus Hethlong y no en el Limbo de los Perdidos, éste había pasado a otro plano. Prácticamente había vuelto a considerarlo una leyenda, un mito.

Al contemplar el inusual silencio con que Elliot se tomaba el anuncio, Úter insistió:

—Sabes a que me refiero, ¿no es así?

Sí, lo sabía.

—¿Cuántas normas pretendes saltarte esta vez para llegar hasta allí? —preguntó Elliot. Y al final sonrió—. Acabarás resultando una mala influencia…

Úter se puso de brazos cruzados.

—¿Por qué crees que te he pedido que vinieses tú solo? El duende lo hubiese cacareado por todas partes —se excusó Úter, que era incapaz de olvidar a su buen amigo Gifu hasta en los momentos más complicados—. Además, ésta fue una cuestión que iniciamos juntos y lo mejor será que la terminemos de igual manera.

—¿Y tienes intención de ir hasta la isla de la Montaña Desprendida en una burbuja? —inquirió Elliot, alarmado. Aquello podría suponer un desgaste mágico monumental.

—¡Desde luego que no! Es mucho más fácil que eso. No es mala hora para aparecer por la isla Coralina. De hecho, a Herbie no creo que le moleste que utilicemos su espejo…

Elliot asintió. Úter pretendía utilizar su espejo para aparecer en la isla más próxima a donde supuestamente se encontraba el mítico Limbo de los Perdidos. Desde allí podrían surcar el tramo restante con el Bubblelap sin hacer el mínimo esfuerzo. Sin duda, Úter lo tenía todo muy pensado.

—¿Y qué haremos una vez lleguemos allí? ¿Tienes alguna idea en mente?

Llegaron a la isla de la Montaña Desprendida, como no podía ser de otra manera, bajo el agua. Tras cruzar unas breves palabras con el aldeano Herbie (Úter no le reveló hacia dónde se dirigían), Elliot ejecutó el Bubblelap a la perfección.

Descendieron pocos metros, a escasa profundidad, la suficiente para que la burbuja siguiese su curso sin sufrir los mareantes vaivenes de las olas del mar. Las aguas eran cristalinas y no hubiesen sido necesarias las indicaciones del fantasma. Elliot pudo contemplar con total nitidez la ingente cantidad de pedruscos que se agolpaban en los afilados arrecifes submarinos a medida que se aproximaban a la isla. Si una ola golpeaba con más fuerza en las faldas de la montaña, algunas rocas se desprendían y rodaban bajo el agua.

—Del otro lado de la isla existe un buen lugar para desembarcar… sin temor a que te caiga un menhir en la cabeza —recomendó Úter.

—De acuerdo. Vamos allá.

Diez minutos después, los dos abandonaban la burbuja. Sus pies se posaron sobre una playa de cantos rodados y desgastados por las constantes embestidas del mar. Frente a ellos se alzaba como un coloso la Montaña Desprendida. Era un paraje inhóspito y desolador, gris y sin una sola planta a su alrededor. No pasaban dos minutos seguidos sin que se oyese el tronar de alguna roca al caer desde los elevados salientes de la montaña. Nadie hubiese podido sobrevivir en un lugar como aquél.

Elliot dio sus primeros pasos en dirección a las faldas de la inmensa montaña.

—Espera, espera —le ordenó Úter—. No tan deprisa.

El fantasma se puso a su lado.

—Creo que deberías invocar a tu escudo protector —anunció—. Su fuerza será bastante útil para impedir que uno de esos peñascos te caiga encima. A mí no me pasaría nada, claro. Pero a ti…

—Comprendo —asintió Elliot, poco antes de ejecutar el correspondiente encantamiento.

Úter tomó la iniciativa. Seguido por Elliot y su acompañante mágico, se encaminaron por un estrecho desfiladero. El muchacho no tardó en agradecer el consejo de su amigo. Tan pronto como atravesaron el primer recodo que los resguardaba, el escudo protector detectó los primeros síntomas de peligro. Con asombrosa velocidad y una fuerza sobrehumana, el mágico acompañante frenaba la caída de los enormes predruscos.

Elliot anduvo un buen rato esquivando las piedras que no apartaba su escudo protector. Úter no tenía esa dificultad, ya que simplemente las sobrevolaba. Cuando debían de llevar cerca de dos kilómetros serpenteando por el acantilado, el aprendiz preguntó:

—¿Se puede saber hacia dónde vamos? Todo esto me parece igual. Roca, roca y más roca…

—Espera y verás. Estamos llegando.

Úter no le engañaba. Cinco minutos (y una veintena de pedruscos bloqueados por el escudo protector) después, Elliot atisbo una pequeña grieta que se abría en la montaña. Era espigada, pero no muy ancha. Lo suficiente para que un muchacho de su estatura y atlética complexión se escurriese en su interior. El escudo protector, ya bastante debilitado, tampoco tuvo problemas para acceder. En cualquier caso, en pocos minutos terminaría por desvanecerse.

Cuando Elliot hubo avanzado un par de metros, Úter lo oyó rezongar.

—Vaya, esto es estupendo. Si me llegas a haber avisado, hubiese traído la Piedra de la Luz. Con esta oscuridad no veo nada…

—Tranquilo, no te hubiese hecho falta.

Una vez más, el fantasma tuvo razón. Tan pronto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante, Elliot comprobó que podía ver. Con relativa dificultad, pero podía atisbar dónde ponía los pies. Todo se debía a unas cuantas aberturas que había en la parte superior y a la luz que penetraba por la grieta que había a sus espaldas. Y toda esa luz se veía reflejada en las paredes como los pequeños cristales que cuelgan de una lámpara de araña.

—¡Es magnífico! —exclamó Elliot.

—Sí, lo es —dijo el fantasma en un susurro—. Ahora escucha.

Para concentrarse mejor, Elliot cerró los ojos. Podía oír con claridad el retumbar de las rocas cuando se desprendían por las laderas de la montaña. También oía las olas del mar golpeando sin cesar contra la costa. Pero había algo más. En aquella caverna podía captarse una especie de murmullo procedente del interior de la montaña. Era como si hubiese un gentío tras los muros de roca que no cesase de gemir y lamentarse.

—¿Lo oyes? —inquirió Úter, deshaciendo aquel sobrecogedor silencio.

—Sí… ¿Procede del Limbo de los Perdidos?

—Tiene que ser así —aventuró el fantasma—. Ya te dije que no lo había podido corroborar.

Elliot se aproximó hasta el muro de roca y cristales destellantes que había frente a él. Desde allí los gemidos se oyeron con mayor intensidad.

—Bien, y ahora ¿qué? —dijo sin separar la oreja del muro—. ¿Cómo pretendes acceder ahí?

—Con tu ayuda, desde luego —respondió Úter como si tal cosa—. Tenemos que abrir un resquicio en la roca y de nada servirían mis ilusiones en este caso.

—¿Pretendes que yo abra un agujero en semejante muro de roca y hierro? Te recuerdo que aún no he aprendido ningún hechizo de Fuego… —recalcó Elliot, convencido de que su amigo había perdido un tornillo.

El fantasma lo miró con semblante serio.

—Ya lo sé. No necesitas valerte del Fuego. Puedes hacerlo perfectamente con un hechizo de Tierra que te voy a enseñar. Eres capaz de esto y de mucho más, Elliot.

—¿Qué se supone que hay ahí dentro? O, mejor dicho, ¿a quién se supone que encontraremos? —insistió Elliot tragando saliva. Había algo en su interior que le decía que allí dentro debían de hallarse todos aquellos elementales desaparecidos a lo largo de la historia. Los desafortunados que habían ido a parar al Limbo de los Perdidos. ¿Cuántos serían?

—Ambos tenemos una vaga idea, ¿no crees? —musitó el fantasma—. Es hora de que descansen.

Elliot agachó la cabeza.

—¿Y no podían haber salido ellos por sus propios medios?

—Es obvio que no. De haber podido, seguro que lo habrían hecho.

El muchacho asintió con torpeza.

—Está bien. Dime qué debo hacer.

—Así me gusta, jovencito. Lo que vas a realizar tiene sus riesgos, así que será mejor que vuelvas a invocar a tu escudo protector —le recomendó Úter.

Acto seguido pasó a explicarle cómo debería ejecutar el hechizo para resquebrajar la roca y abrir así una grieta de considerables dimensiones.

—Eso sí, Elliot —aclaró el fantasma—, por tu seguridad, debes practicar el hechizo desde fuera de la gruta.

—¡Ni hablar! —protestó el muchacho—. Desde allí no podré ver nada de lo que sucede y entonces…

—Elliot, debes hacerlo fuera —repitió Úter con un sosiego que sorprendió al muchacho—. Te he traído aquí, pero no quiero que te ocurra nada. ¿Te has parado a pensar qué sucedería si la grieta exterior se cierra? Si quedase bloqueada y no pudieses salir…

—Pero…

—Hazme caso. Te lo pido por favor.

Media hora después, todo estuvo dispuesto. Mientras Úter se quedaba en el interior de la gruta, Elliot salía acompañado por su escudo protector. Ni el fantasma ni el muchacho parecían temer aquello que albergaba el Limbo de los Perdidos y que se disponían a liberar. El problema era que el hechizo que practicaría Elliot implicaba un corrimiento de tierra. Con toda probabilidad, caerían rocas del techo de la gruta, de la ladera de la montaña o se abriría una brecha bajo sus pies. La misión del acompañante mágico, como siempre, sería la de proteger al aprendiz.

Elliot suspiró. Se sentía cansado, pero aún conservaba suficientes energías para terminar lo que había ido a hacer. Alzó las manos y la cabeza, buscando un máximo nivel de concentración. Podía sentir cómo el poder brotaba de su interior hacia sus manos y, casi sin darse cuenta, pronunció las palabras que le acababa de enseñar Úter.

Los efectos del encantamiento de Elliot no se hicieron esperar. El joven puso tantas ganas en resquebrajar el grueso interior de la montaña que el temblor fue tan destructivo como un pequeño terremoto. Al instante comenzaron a desprenderse multitud de piedras de diversos tamaños, rodando por las empinadas faldas de la montaña. El escudo protector trabajó a destajo, pero Elliot no pudo verlo. Se había levantado una inmensa polvareda más densa que la niebla londinense.

De pronto, el tiempo pareció detenerse. Las rocas siguieron cayendo, cada vez con mayor intensidad, como una lluvia de meteoros. Cuando el polvo comenzó a disiparse y Elliot logró atisbar un halo de claridad, notó cómo su cuerpo fue desplazado por una portentosa fuerza a veinte metros de donde se encontraba.

Mareado y desorientado, Elliot recibió un brutal impacto. Sentía que se había dejado la mitad de su cuerpo en la entrada de la gruta. Una abertura que ya no existía, porque había quedado tapiada por una enorme roca del tamaño de un camión. No tardó en darse cuenta de qué había sucedido. Desplazándole hasta allí, su escudo protector acababa de salvarle la vida. ¡Pero Úter aún estaba dentro!

—¡Úter! —gritó Elliot, tratando de hacerse oír—. ¡Úter! Durante unos instantes que se hicieron eternos, Elliot quedó sumido en un total desconcierto. Aún no se había recobrado de la pérdida de Aureolus Pathfinder… ¿Cómo les diría a sus amigos que Úter había quedado atrapado en el interior del Limbo de los Perdidos?

—¡Úter! —clamó a la desesperada. Un murmullo resonó sobre su cabeza, a cierta altura. Parecía provenir de la misma montaña. ¿Acaso era el fantasma el que respondía a su llamada? No reconocía su voz… ¿Serían los habitantes del Limbo de los Perdidos? Tal vez, pero no parecían lamentarse. De hecho, Elliot tenía la impresión de que lo que llegaba a sus oídos eran gritos de júbilo.

El escudo protector había comenzado a perder la consistencia una vez más. Fue entonces cuando Elliot vio un resplandor blanquecino que salía de las rocas, a una altura considerable.

—¡Úter!

El fantasma había logrado escapar por una de las grietas que había en la parte superior.

—¡Bravo, jovencito! —exclamó exultante—. ¡Lo has logrado!

Elliot frunció el ceño.

—Pero yo pensé que… ¿Estás seguro de que lo hemos logrado?

—¡Sin duda! —Úter estaba radiante de alegría.

—¿Dónde están? ¿Estás seguro de que han podido salir? ¿Por qué no puedo verlos?

El fantasma lo miró compasivo.

—Elliot, son libres. Han pasado mucho tiempo prisioneros y ahora pueden descansar en paz.

—Pero la roca… ¡No podrán salir!

—Podrán, jovencito. Igual que lo he hecho yo, podrán.

A Úter le costó convencer a su joven amigo de que todo se había resuelto. Elliot sabía que el fantasma decía la verdad; podía leerlo en su gozoso rostro. Sin embargo, unas horas después, el muchacho seguía mostrándose contrariado. ¿Por qué no había podido contemplar cómo era el Limbo de los Perdidos? ¿Por qué Úter no le había dejado saludar a sus habitantes? Ni siquiera había podido verlos… ¿Cómo estaba tan seguro de que podrían salir realmente de allí? Tal vez, alguno aún siguiese apresado… La respuesta de Úter era siempre la misma:

—Elliot, algún día tendrás todas las respuestas a estas preguntas.