15-LA OBSESIÓN DE PINKI

espejo

Casi sin darse cuenta, se metieron de lleno en la primavera. El tiempo había transcurrido a tal velocidad y Elliot había estado tan cargado de trabajo que prácticamente no había tenido tiempo de pensar en el Limbo de los Perdidos. La situación era ya más que preocupante pues, salvando la información obtenida a través de Joseph, no había sabido nada de sus padres desde hacía más de ocho meses.

Mucho más desmoralizante era saber que los miembros del Consejo tampoco habían logrado grandes avances. Por lo menos, se consolaba (si es que cabía consuelo posible para una situación como aquélla) con que ya quedaba menos para poder disfrutar del espectáculo de polo acuático al que habían sido invitados Eric, Úter, Merak, Gifu y él. También era más que un aliciente saber que asistiría Sheila, pues su padre organizaba el evento. Desde la fiesta de cumpleaños, cuando Sheila le confirmó que asistiría al partido, no había vuelto a hablar con ella. De hecho, tan sólo la había visto de refilón en un par de ocasiones.

—¡Elliot Tomclyde! ¡Regresa al mundo de los elementales! —gritó la estridente voz de la maestra Nymphall.

Se había pasado toda la lección de Naturaleza Marina pensando en lo mucho que le apetecía asistir con sus amigos al espectáculo deportivo. Pegado a una de las ventanas del primer piso, Elliot estaba más distraído que nunca. La maestra Nymphall tuvo que llamarle un par de veces la atención, pero ni por esas consiguió que se centrase.

Todo ocurrió cinco minutos antes de que finalizara la clase. Pinki había estado tan callado como su amo cuando, sin previo aviso, salió volando por la ventana. Aquello hizo reaccionar a Elliot de inmediato.

—¡Vuelve, Pinki! —Toda la clase, incluida la maestra Nymphall, oyó el susurro de Elliot.

Pero el pájaro, haciendo oídos sordos, había decidido que ya bastaba de lecciones de Naturaleza por aquel día.

—Es la tercera vez que tengo que llamarte la atención en esta clase, Elliot Tomclyde —le reprendió la maestra con voz apagada y el entrecejo fruncido—. Como veo que mis advertencias no surten efecto, creo que tendré que castigarte.

—Pero…

—Esta vez no hay excusa que valga —el sonido de la campana que daba por concluida la lección resonó a lo lejos—. Se acabó por hoy. No olvidéis realizar la composición sobre las ventajas que tiene un plancton de buena calidad en los arrecifes de coral. Elliot, acércate un momento.

Elliot obedeció, visiblemente disgustado. Él no había tenido la culpa de que Pinki se fugase otra vez.

—Escucha —dijo la maestra con los labios bien apretados, mientras Emery Graveyard sonreía a lo lejos—, eres el único que puede traer su mascota a clase. Si no sabes tenerla controlada, simplemente no la traigas.

—Yo…

—En cuanto a tu castigo —prosiguió la maestra Nymphall haciendo oídos sordos a lo que pretendía contestar Elliot—, veamos cómo lo fijamos… Está visto que cualquier tarde entre semana la tienes copada por tus estudios en Hiddenwood, así que tendrá que ser un sábado. Pasado mañana estaré de viaje, de modo que nos veremos el sábado siguiente por la mañana.

Elliot se dio la vuelta y se dirigió al espejo a grandes trancos.

—Ah, y no olvides tu composición, querido.

Los días hasta el castigo transcurrieron entre malos humos y protestas contra la maestra Nymphall y el propio Pinki. Sin saber cómo, el loro apareció al día siguiente en la clase de Acuahechizos. Al terminar la lección, Elliot le echó en cara al animal su actitud y el hecho de que hubiese sido castigado por su culpa. Pinki, por su parte, respondió cubriéndose la cara con su ala derecha.

Y llegó el fatídico día, el sábado. Lo último que le apetecía a Elliot era ver a Nymphall, sobre todo cuando vio cómo el sol brillaba radiante sobre los florecidos bosques de Hiddenwood.

Llegó a Bubbleville a primera hora de la mañana, tal y como había quedado con la maestra Nymphall. Tras atravesar el espejo apareció en el aula donde solían dar las clases teóricas de Naturaleza Marina.

—Buenos días, Elliot.

—Buenos días, maestra Nymphall —dijo Elliot de mala gana.

—Oh, veo que has traído de nuevo a tu loro.

Elliot asintió. Si él tenía que cumplir castigo por culpa de Pinki, el loro también lo iba a sufrir.

—Bien, no hay tiempo que perder —dijo ésta poniéndose en pie—. En el invernadero nos aguarda un cargamento de algas que ha sido afectado por una marea negra. Vas a ayudarme con la limpieza, querido.

Los días anteriores Elliot había estado pensando la clase de castigo que le impondría la maestra. Ni por asomo se le había pasado por la cabeza que estaría más de cuatro horas quitando petróleo de un puñado de algas. ¡No había manera de desprenderlo bien ni siquiera con la magia que la maestra le enseñó para tal efecto!

Pasada la una de la tarde, exhausto por el trabajo, la maestra Nymphall lo dejó marchar. Estaba cubierto de petróleo hasta las cejas y sus manos apestaban.

—Espero que te sirva de lección —dijo, mientras Elliot se quitaba los guantes y la túnica que la maestra le había prestado—. Puedes marcharte. Yo aún me quedaré un rato más. Ya sabes cómo llegar al aula y cómo se utiliza el espejo, así que… ¡hasta el jueves!

Diez minutos después entró en la solitaria aula de Naturaleza Marina. Echó un vistazo alrededor y vio las mesas de concha perfectamente ordenadas y preparadas para una nueva lección. Las ventanas estaban abiertas, ventilando la estancia y dejando entrar un agradable olor a mar.

De pronto, Pinki se despegó del hombro de Elliot. Como hiciera unos días atrás, se escabulló por la misma ventana.

—¡PINKI! —gritó Elliot verdaderamente enfadado.

Sin perder un instante, Elliot se precipitó escalera abajo para no perder de vista a su mascota.

—¡Oh, serás pesado! —masculló mientras corría tras él. Atravesó un pequeño callejón y vio cómo Pinki se adentraba en uno de los túneles de cristal que interconectaban las diferentes zonas de la ciudad submarina.

Corrió sin cesar, pero el ave volaba especialmente rápido. Lo suficiente para que Elliot no pudiese ganarle un solo centímetro en su carrera.

Al llegar al final del túnel, alcanzó a ver la cola de Pinki metiéndose por una callejuela. Aquellas casas le sonaban. Estaba seguro de haberlas visto en su visita a la capital del elemento Agua. Si no se equivocaba mucho, Pinki se dirigía a…

—¡La residencia del alcalde! —exclamó cuando vio al loro adentrarse en ella por una de las ventanas abiertas del segundo piso.

Elliot estaba completamente desconcertado. ¿Por qué querría Pinki ir a aquella mansión a esas horas? ¿Tendría algo que ver con sus anteriores desapariciones? ¿Habría ido allí entonces? Estaba seguro de que si Scunter se enteraba de que Pinki se había vuelto a colar en la casa le retorcería el pescuezo sin contemplaciones. Probablemente serviría al alcalde un jugoso estofado de loro a la pimienta como cena. Sea como fuere, aquello era extraño. Muy extraño.

Decidió dar una vuelta completa a la casa para ver si había otra entrada que no fuesen las escalinatas de la puerta principal. No deseaba que nadie le viera (y mucho menos el desagradable sirviente).

No hubo suerte. El único espacio abierto era precisamente por el que se había colado Pinki. ¡Qué lástima no tener los polvos mágicos de Gifu! Con ellos hubiese alcanzado la ventana de un brinco. Pero sin la ayuda mágica del duende, cinco metros era mucha altura a no ser que… ¡Podría intentar el hechizo elevador que habían practicado con la maestra Venhall unas semanas atrás! No lo había empleado nunca, pero aquélla sería una buena oportunidad.

—Era… era… ¡Ah, sí! —dijo hablando para sí mismo—, Elevator!

Acto seguido, bajo sus pies se alzó una pequeña columna de agua. Elliot vio cómo subía un metro, dos… hasta quedarse frente a la ventana por la que había entrado el loro.

Con un pequeño salto, se adentró en una habitación ricamente decorada y repleta de juguetes en la que, afortunadamente, no había nadie. Aquélla debía de ser la sala de juegos de los hijos del alcalde. La verdad es que no sabía si Gorgulus Hethlong tenía o no hijos (aunque todo apuntaba a que sí). En cualquier caso, no perdió más tiempo pensando en ello. Cruzó la puerta con premura, pues debía salir de allí cuanto antes.

Se adentró en un pasillo completamente alfombrado, lo cual, sin lugar a dudas, amortiguaría el ruido de sus pasos. No tardó en divisar la escalera principal y descendió por ella. O mucho se equivocaba, o Pinki había vuelto al mismo sitio. En cualquier caso sentía una inmensa curiosidad por saber qué había en aquella parte de la casa. ¿Qué había allí para que Scunter mintiera?

Descendió lenta y cautelosamente por las escaleras. ¿Dónde estaría el sirviente a esa hora? El alcalde estaría a punto de llegar de la Alcaldía, ¿Y su familia? ¿Estarían en algún parque? ¿Habrían salido de excursión?

Estaba en la planta baja, cuando de pronto oyó unos pasos acercarse a su derecha. Sin pensarlo dos veces, abrió la primera puerta que tenía a mano y se escondió tras ella.

Había entrado en una pomposa habitación con una mesa de despacho repleta de papeles al fondo. ¡Sin duda, aquello era el despacho del señor Hethlong! ¿Y estaba abierto? ¡Qué extraño! Elliot curioseó por encima los papeles, sin revolver en exceso. Estaba a punto de dejarlo cuando algo llamó su atención. Acababa de atisbar una carpeta azul que tenía escrito en su lomo «Calixto III»; debajo, otra correspondiente al Deep Quest. Fue a abrir la primera, cuando oyó la voz de Scunter a lo lejos.

Sobresaltado, Elliot prefirió dejar la carpeta en paz y dedicarse a buscar a Pinki. Sin duda, el alcalde debía de ser un hombre trabajador y aquéllos serían los informes de la investigación sobre los hechos sucedidos en el crucero.

Aguardó unos segundos a que la voz del mayordomo se alejase. Después, abrió la puerta. A su izquierda estaba el salón del otro día. Se quedó observando unos segundos en la dirección del cuarto de estar. Era tentador. No pasaría nada por intentarlo. Si en verdad era tan antiguo como decía el alcalde…

Finalmente, la curiosidad venció a Elliot. Miró a uno y otro lado pero sólo vio un pasillo desierto. Cruzó deprisa y se adentró en el salón.

Todo estaba como la otra vez pero sin gente. El inmenso mapa seguía colgado de la pared, esperando a que el muchacho le ordenase mostrar su ansiado destino. Y hacia allí dirigió sus pasos. Elliot no se lo pensó dos veces. El tiempo apremiaba.

—¡Muestra el Limbo de los Perdidos! Al principio, el mapa no pareció dispuesto a ser sometido por un niño. ¿Obedecería únicamente a la voz del alcalde? ¿Existiría en verdad un lugar llamado Limbo de los Perdidos? ¿Acaso era una leyenda, tal y como aseguraba todo el mundo?

Elliot aguardó impaciente, hasta que sucedió. Finalmente, en el mapa se encendió un chisporroteo rojo en algún lugar del océano Pacífico. ¡Existía! Y, además, aquella zona le sonaba… Sí, tenía que estar muy próximo a la isla Coralina.

Iba a dar una nueva orden al espejo cuando volvió a oír a Scunter. Parecía enfadado. Elliot sacudió la cabeza. Decidió buscar a Pinki y salir de allí cuanto antes.

Se aproximó a la puerta del salón. Frente a él, escoradas a su izquierda, se encontraban las escaleras que llevaban al misterioso sótano de la vivienda.

Descendió por ellas procurando no hacer ruido y con los cinco sentidos pendientes por si alguien se aproximaba. A medida que bajaba, la luminosidad era mucho menor, hasta convertirse en prácticamente nula. Al llegar abajo, se topó con una puerta de madera, muy gruesa, tachonada con unos vistosos clavos de hierro. De la parte central colgaba un enorme aldabón de bronce que no hubo de utilizar, pues la puerta estaba entornada.

Empujó con ambas manos y asomó la cabeza. Elliot se llevó una buena sorpresa. Esperaba encontrarse una mazmorra y lo que halló fue un pequeño recibidor. Un par de teas emitían una vibrante luz que no cesaba de crear sombras aquí y allá. En cualquier caso, iluminaban lo suficiente para dejar ver una austera decoración.

Con el corazón a doscientos por hora, Elliot se adentró unos pasos. Desde un principio tuvo la certeza de que allí no se encontraba el dormitorio de Gorgulus Hethlong. Todo lo contrario. Más bien parecía la vivienda del propio Scunter.

Vislumbró un estrecho pasillo a su derecha y hacia allí se encaminó. También había, ancladas en la pared, un par de aquellas horribles y titilantes antorchas. Dejó atrás dos puertas que estaban cerradas. Vio un pequeño cuadro torcido y un ancla que debía de sostenerse en la pared mediante magia. ¿Por qué estaba Pinki tan obsesionado con aquel lugar?

Elliot decidió adentrarse un poco más, preparado para salir corriendo por si detectaba cualquier tipo de movimiento. No estaba dispuesto a combatir cruzando hechizos con nadie… Además, se suponía que él no estaba allí.

Un ligero susurro hizo que se parara en seco. Esperó por si se volvía a oír algo…

—Ayuda —suplicaba alguien en un agónico susurro. La voz sonaba tan fatigada y afónica que era imposible distinguir si era de un hombre o una mujer. ¿Estaría alguien en peligro?—. Ayuda —repitió la voz.

Elliot se aproximó hasta el final del corredor y vio que desde allí partía otro pasillo similar que desembocaba en una estancia circular poco iluminada. Para su sorpresa, allí estaba Pinki. Quieto como una estatua, mientras miraba a otro lado. Estuvo a punto de pegarle un grito, cuando el loro se movió. Seguramente se había percatado de los fuertes latidos del corazón de Elliot, porque volvió la cabeza en aquella dirección y, tan pronto como vio al muchacho, soltó un estridente chillido de los suyos al tiempo que alzaba el vuelo en su dirección. El eco, ensordecedor, recorrió toda la caverna.

—¡Estúpido pájaro! —gritó una voz.

¡Era la voz de Scunter! ¡Por los elementos! ¡Si Scunter le veía allí, le despellejaría vivo! Vio cómo Pinki se acercaba a toda velocidad y, cuando apareció la sombra del sirviente, salió corriendo del túnel en dirección a la escalera.

Con Scunter pisándole los talones, ni se fijó en si había alguien a su alrededor cuando llegó a la planta baja. Afortunadamente, seguía tan vacía como diez minutos atrás. Se dirigió a toda prisa a la puerta principal. Pinki ya estaba a su lado.

Cómo logró salir de la casa y llegar hasta la escuela de Bubbleville sin ser visto es algo que no supo. Por su cabeza sólo cruzaba aquella aguda vocecita pidiendo socorro. ¿Quién sería? ¿A quién tendría encerrado Scunter allá abajo? Si se trataba de su vivienda, no le extrañaba que quisiese ocultar su existencia. ¿Estaría Gorgulus Hethlong al tanto? No lo creía, pero tenía que contar todo aquello a sus amigos.

Casi sin aliento, cruzó el espejo que le conduciría a la seguridad de las primaverales tierras de Hiddenwood.