13-LA MENTIRA

espejo

Mientras Elliot y sus amigos surcaban el mar en dirección a la isla Coralina (a poca profundidad, pues Eric no tenía tan dominado el hechizo Bubblelap), los señores Tomclyde permanecían encerrados en una oscura y húmeda celda muy lejos de su hijo.

Oyeron el chirrido al descorrerse el cerrojo oxidado que los mantenía prisioneros y la cálida luz de unas antorchas iluminó sus pálidos y demacrados rostros. Hacía tiempo que habían perdido no sólo las fuerzas, sino también las ganas de levantarse. Ya no había sed de venganza, ni ideas sobre cómo poder escapar de aquella extraña prisión. Habían perdido toda ilusión por vivir y lo único que mantenía encendida la pequeña llama de la esperanza era volver a ver a Elliot.

La puerta se abrió y una sombra se adentró en la celda. Sus pies se arrastraron sobre las crujientes hierbas, ahogando por un momento los gritos que a diario se oían desde la celda vecina. Era aquella pobre anciana. Su fe era inquebrantable y no cesaba de amenazar con que la espera merecería la pena. Según ella, tarde o temprano vendrían a rescatarlos. No cesaba de pronunciar a viva voz el nombre de Magnus.

—Aquí tenéis la comida. —La voz del que acababa de entrar rasgó el silencio. Se agachó y dejó dos bandejas sobre una mesa de madera que había en un rincón. Todos los días el mismo manjar: un cuenco de insulsa sopa de pescado fría, un mendrugo de pan duro y una jarra de agua que apestaba a estanque. El señor Tomclyde dudó un instante pero, armándose de valor, logró pronunciar con voz queda:

—¿C… cuánto t… tiempo vamos a… a estar a… aquí?

—Tanto como sea necesario —respondió aquella persona, de forma cortante. La luz que se reflejaba a sus espaldas impedía ver su rostro.

—¿P… por q… qué estamos prisioneros? ¿Qué ha sido de los demás? —El señor Tomclyde, pese a tener la garganta reseca y la saliva pastosa, por fin había conseguido trenzar dos frases de forma consecutiva; había recuperado un poco de confianza en sí mismo.

—Ya que lo pregunta, no creo que tenga nada de malo que lo sepa… —se regodeó el hombre—. Han sido rescatados. Los muy estúpidos creen que han conseguido algo, pero han llegado tarde porque ya han terminado la tarea que les había sido encomendada.

—¿Y por qué no nos dejan marchar a nosotros también?

—Ustedes son valiosos.

¿Rescatados? Si los demás habían sido liberados, Elliot tenía que estar sano y salvo. La mente del señor Tomclyde, pese a estar abotargada, aún funcionaba con rapidez. Tenía que ser así. Por lo tanto, si a ellos los consideraban valiosos, Elliot no debía de encontrarse entre los prisioneros. Pero ¿y la anciana Gemma? ¿Por qué la mantenían encerrada a ella también?

—Y…

—Se acabaron las preguntas —cortó rotundamente el carcelero.

Sin abrir la boca, se dio la vuelta. Acto seguido cerró la puerta con el mismo sigilo con que había entrado.

—¿Has oído, Melissa? Elliot…

Pero la señora Tomclyde dormía profundamente y el señor Tomclyde prefirió dejarla descansar.

El cielo estaba completamente cubierto y de color gris oscuro, amenazando tormenta. Pese a ser una hora tan temprana, el heterogéneo grupo compuesto por Elliot y sus amigos ya se encontraba en Hiddenwood en presencia de los miembros del Consejo. Eric, con la inestimable ayuda de Úter y su particular forma de orientarse, no tuvo grandes problemas para encontrar la isla Coralina. Fue toda una suerte, pues en una burbuja media jornada a nado se reducía a apenas un par de horas. Una vez allí, y pese a las protestas de Gifu, no se detuvieron a descansar un solo instante.

—¡Ni una migaja de pan! —se quejó el duende al pasar a la carrera frente a una curiosa taberna de la que salía un agradable olor a pescado frito—. ¡Llevamos sin comer casi veinticuatro horas!

—Pues tendrás que esperar aún más —sentenció Úter, dirigiendo una sonrisa maliciosa a Gifu—. Estoy seguro de que todas esas personas llevan más tiempo sin comer que tú.

Gifu balbuceó algo así como que él lo veía todo muy fácil, porque llevaba siglos sin llevarse nada al estómago. Úter, sin embargo, prefirió hacer oídos sordos al impertinente comentario del duende.

Deambularon un poco por el poblado hasta que finalmente pudieron solicitar ayuda a uno de los aldeanos llamado Greg. Éste tendría unos cincuenta años. Su raída túnica azul delataba que era un hechicero del Agua y que debía de llevar mucho tiempo trabajando en aquella isla.

—Estoy seguro de que podrán usar el espejo de mi hermano Herbie —les propuso, mientras avanzaban por un serpenteante camino que desembocaba en una vivienda de adobe cuya chimenea echaba humo amarillo—. Siento no poder ayudarles personalmente, pero apenas gano suficiente para poder subsistir. El coste de un espejo supondría el salario de un mes de duro trabajo.

—No tiene importancia —le respondió Úter—, cualquier ayuda que pueda brindarnos le será generosamente correspondida.

—Un poco de comida sí podría darles —les ofreció amablemente el hombre—. Sus amigos no tienen muy buen aspecto…

—Se lo agradezco mucho, pero no tenemos tiempo —dijo Úter, denegando el ofrecimiento. Gifu hizo ademán de darle un capón al fantasma pero, evidentemente, le fue imposible.

Después de utilizar el espejo de Herbie llegaron a la casita de Úter, desde la que tuvieron que recorrer el extenso camino que los separaba de Hiddenwood. El trayecto se hizo largo, casi eterno. Las fuerzas les flaqueaban (en especial a Elliot) cuando avistaron los primeros edificios de la capital del elemento Tierra. Con la lengua prácticamente fuera, llegaron al Claustro Magno. Era bien entrada la madrugada, de manera que el silencio era sepulcral. De hecho, el estómago de Gifu emitió unos rugidos tan sonoros para su menudo tamaño que alertó a los dos hechiceros que hacían la guardia nocturna.

—¡Alto! ¡Quién anda ahí! —rugió la potente voz de uno de ellos, asomando el poderoso bastón para intimidar a los merodeadores.

—¡No disparen! ¡No disparen! —pidió Úter a voz en cuello—. Soy Úter Slipherall. Necesitamos hablar urgentemente con Cloris Pleseck y los restantes miembros del Consejo de los Elementales.

En cierto sentido fue una suerte toparse con ellos, porque no tardaron ni dos minutos en ponerse en contacto con Cloris Pleseck y ésta, a su vez, hizo lo propio con sus compañeros del Consejo. De manera que la representante del elemento Tierra, Magnus Gardelegen, Mathilda Flessinga y Aureolus Pathfinder pronto estuvieron juntos escuchando la sorprendente historia de los cinco amigos y el loro. Los somnolientos ojos de los miembros del Consejo se desencajaron nada más oír el principio de tan descabellado relato.

—¡Úter Slipherall! —exclamó Aureolus Pathfinder al oír cómo el fantasma no había impedido que los muchachos iniciasen su aventura—. ¡No esperaba eso de ti! —Indignado, dio un estruendoso golpe en la mesa con la palma de su mano.

Magnus Gardelegen trató de apaciguar a su compañero, cuyo rostro se había teñido casi del mismo color que su túnica escarlata.

—¡Magnus! Lo que hicieron en la pasada Fiesta de Florecimiento fue un hecho aislado. El mundo mágico se lo agradecera eternamente, pero eso no significa que tengan que actuar por cuenta propia cada vez que surja un conflicto —gritó Aureolus Pathfinder sin terminar de calmarse. Su cara estaba adquiriendo un tono violeta, parecido al de una ciruela—. Es más, podrían haber entorpecido una de nuestras líneas de investigación…

—Como bien dices, «podrían»… —comentó en esta ocasión Mathilda Flessinga.

—Pero te recuerdo que no había ninguna línea que apuntase a la isla Coralina —sentenció Cloris Pleseck.

—Ejem, ejem. —Úter se aclaró la garganta. Era importante terminar de contar la historia y tomar las decisiones pertinentes—. Bien… Como ha dicho Elliot, debimos de pasar más de cinco horas dentro del Laberinto de la Eternidad…

—Todo un récord, si se me permite el inciso —añadió Magnus Gardelegen.

Úter esbozó una pequeña sonrisa y prosiguió con la narración.

—Con fortuna, y gracias a la intuición de Merak y Gifu —el fantasma les dirigió una sincera sonrisa—, salimos por una chimenea que llevaba a la isla de la Montaña Desprendida. Su nombre, según nos informó un aldeano de la isla Coralina llamado Greg, se debe a que la montaña que hay en aquella isla se deshace y sus rocas están en constante desprendimiento. Nadie sabe cómo ni por qué, pero la roca se vuelve a regenerar tras cada caída.

—Y habéis dejado a toda esa gente allí a la espera de que sean recogidos. He de reconocer que es una sabia decisión —Magnus Gardelegen se dirigió a Aureolus Pathfinder— que no hace sino salvaguardar nuestro mundo.

—Eso es cierto —reconoció Aureolus Pathfinder con resignación.

—Bueno… Hemos rescatado a todos menos a mis padres y a Gemma —añadió Elliot, cabizbajo.

Magnus Gardelegen permaneció con el entrecejo fruncido y la mirada clavada en Elliot durante un buen rato. Los restantes miembros del Consejo, sin embargo, contemplaron compasivos la reacción de su compañero. Magnus Gardelegen estaba serio, impertérrito, como un carámbano de hielo. A Elliot le pareció la imagen completamente opuesta a Aureolus Pathfinder.

—Pues hay que ponerse manos a la obra —dictaminó finalmente Magnus Gardelegen—. Debemos ponernos en contacto inmediatamente con quien sea necesario para que toda esa gente sea debidamente atendida, reciba comida y lo que llaman medi… ¿medicamentos?

Elliot asintió.

—Yo me encargo de eso —se ofreció Mathilda Flessinga sin más demora. Acto seguido se puso en pie y desapareció por la puerta de roble.

—Yo me pondré en contacto con los responsables de la investigación —apuntó Aureolus Pathfinder.

—Aureolus…

—¿Sí, Magnus?

—Encárgate también de hacerle llegar un espejo de la mejor calidad al bueno de Greg y… Sí. Creo que una docena de esmeraldas para cada hermano sería una justa recompensa —apuntó Magnus Gardelegen antes de ver cómo su compañero era absorbido por el espejo hacia un destino que Elliot no pudo captar.

—Bien, yo avisaré a la señora Pobedy para que prepare un banquete en condiciones para nuestros aventureros —dijo Cloris Pleseck, sonriendo al ver la cara de felicidad de Gifu—. Deben de estar muertos de hambre…

Eric, Gifu y Merak no se lo pensaron dos veces y siguieron los pasos de la responsable del elemento Tierra. Úter hizo lo propio, aunque sin el mismo entusiasmo que el duende, pues a él no le reportaba placer alguno la comida.

Elliot también tenía apetito aunque, a decir verdad, tenía muchas más ganas de preguntar a Magnus Gardelegen qué habría sido de sus padres; por eso, en lugar de salir junto a sus compañeros, se dio la vuelta.

Allí estaba sentado Magnus Gardelegen. Le pareció más viejo y cansado que nunca y, por un instante, pensó si sería mejor reservar la pregunta para un momento más adecuado. Sin embargo, para su sorpresa, fue el anciano quien tomó la iniciativa.

—Siéntate, Elliot.

Tímidamente, hizo lo que le pedía. No sabía por qué, pero el hecho de estar sentado junto a Magnus Gardelegen le llenaba de confianza y de tranquilidad. Se sentía… protegido.

—Ha sido un trimestre verdaderamente duro para todos; especialmente para ti. —Hizo una pausa, como si hubiese estado tentado de decir algo más, pero fuese lo que fuese, lo calló—. Creo que has sobrellevado la desaparición de tus padres con una gran entereza y te felicito por ello.

»No debería decirte esto, porque a buen seguro Aureolus se enfadaría conmigo, pero lo que habéis hecho esta noche vosotros cinco es una nueva demostración de nobleza y valor. —Su voz avanzaba lenta y torpemente, como si tuviese un nudo en la garganta que le impidiese hablar—. Os habéis aprovechado de una cualidad que cualquiera de los miembros del Consejo hemos perdido hace ya mucho tiempo: la juventud. Los jóvenes tenéis una mentalidad activa y emprendedora, no contempláis el riesgo de la misma forma en que lo haría un adulto… Esas circunstancias os llevaron a embarcaros en una muy arriesgada empresa con final feliz, por fortuna.

Elliot escuchaba atento las palabras del anciano.

—No tan feliz como se hubiese podido desear, pero las cosas han salido bien, ¿no crees? —insistió el hechicero del Agua, cuya mirada estaba perdida en algún punto de la pared—. Aun así, me gustaría que me comentases lo más detalladamente posible aquello que te comentó ese amigo tuyo… ¿Joseph, se llamaba?

—Sí.

—Cómo se llevaron a tus padres y a… Gemma.

Casi al instante, Elliot se vio a sí mismo reflejado en los ojos de Magnus Gardelegen, justo en el momento en que le hacía esa misma pregunta a Joseph. ¿Qué interés podría tener él en sus padres? Tan sólo había tratado con ellos en una ocasión, al igual que Goryn… Era cierto que su padre también era un Tomclyde, pero no tenía poderes mágicos. Aun así, aquella mirada triste y alicaída le produjo tal compasión que volvió a contar una vez más toda la historia. A decir verdad, Elliot se sorprendió de lo fácil que le resultaba abrirse cuando hablaba con Magnus Gardelegen.

A menudo, el anciano le interrumpía con preguntas sobre el crucero. Se mostró especialmente interesado cuando mencionó cómo observaba el firmamento durante la noche.

—Veo que conociste a Gemma…

Elliot se quedó pensativo. Sí, claro que la había conocido; Había pasado con ella unos momentos estupendos en la cubierta del Calixto III mientras hablaban horas y horas sobre astronomía. Gracias a ella, ahora observaba con especial cariño las estrellas Gemma y Alioth cada vez que contemplaba un cielo estrellado.

—Yo también la conozco —afirmó con pesar Magnus Gardelegen. Aquello sí que fue toda una sorpresa para Elliot—. Es mi mujer.

Si lo primero le había causado sorpresa, lo segundo le dejó estupefacto. Y, de pronto, un montón de piezas encajaron de una tacada. ¡Eso lo explicaba todo! Gemma había estado vigilándole constantemente en el barco, y por eso Úter apareció tan rápido tras la desaparición del pasaje. También explicaba el sentimiento de profundo pesar, desmoralización y abatimiento de Magnus Gardelegen. Y pensar que él se había comportado como si fuera el único verdaderamente afectado por los sucesos del Calixto III... Sintió vergüenza y una mayor admiración por el anciano hechicero, pues no había pronunciado palabra alguna sobre Gemma… hasta aquel instante.

—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir a Elliot, que seguía pensando en cuánto sufrimiento habría soportado Magnus Gardelegen hasta el momento.

—Tú has hecho mucho más de lo que tenías que hacer. Demasiado, me atrevería a decir. Sin embargo, has dado un gran paso para resolver el misterio. —Pero no hemos conseguido nada…

—¿Perdón? —dijo Magnus Gardelegen con el entrecejo fruncido—. Rescatáis a casi un millar de personas y… ¿no se ha conseguido nada?

—Bueno, sí… Algo sí, pero me refiero… Magnus Gardelegen sonreía tímidamente. Sabía a qué se refería Elliot, sin lugar a dudas.

—Es cierto que aún faltan unas cuantas cosas por averiguar. Por un lado, el paradero de tres personas. Por otro, quién está detrás de todo esto. Y, finalmente, qué ha motivado al malhechor a secuestrar a toda esa gente. —Tras decir estas palabras, se puso en pie enérgicamente—. De todas formas, creo que ahora lo prioritario es que tomes un buen desayuno. Hay que darse prisa: ya sabes que a la señora Pobedy no le gusta que la hagan esperar cuando se trata de alguna de sus comidas…

Elliot también se puso en pie. Después de aquella conversación, su estómago hacía unos ruidos similares a los que había producido el de Gifu un buen rato atrás. Pensando en el suculento desayuno que le aguardaba, salió por la puerta acompañado de Magnus Gardelegen.

El resto de las vacaciones de Navidad transcurrió más rápido de lo esperado. El día de Navidad fue quedando atrás en el tiempo, como una silueta que se pierde en el horizonte. La ilusión de haber encontrado a sus padres se esfumó, perdida en la niebla de sus pensamientos como una voluta de humo. Como le dijo Úter, «hay que mirar hacia delante. Siempre que una puerta se cierra, otra se abre». Sin duda eso era muy fácil de decir para alguien que vivía constantemente a base de ilusiones. Si no le iba bien con una, lo resolvía con otra. Por el momento, las únicas puertas que Elliot había visto claramente abiertas eran las que daban acceso a las clases del maestro Tsunami y Brujulatus. Por lo demás, todo estaba exactamente igual.

Los miembros del Consejo habían optado por notificar a la población elemental el hecho de que las personas secuestradas habían sido devueltas sanas y salvas a sus respectivos hogares, omitiendo —a diferencia de lo ocurrido tras la Fiesta de Florecimiento— el detalle de la intervención de Elliot, Eric, Úter, Gifu, Merak y Pinki en la arriesgada misión de salvamento. Por esta razón, los compañeros de Elliot en la escuela de Bubbleville no hicieron ninguna mención especial más allá de los regalos recibidos por Navidad.

Quien sí se interesó, y mucho, por su estado y la aventura que había corrido el muchacho junto con sus amigos fue Gorgulus Hethlong, el alcalde de Bubbleville. Ostentando aquel cargo, no había tardado mucho en enterarse de la aventura que habían vivido los amigos. A su regreso de las vacaciones, tenía mucho trabajo acumulado, pero los había invitado a tomar el té en su casa el último fin de semana de enero. Precisamente, se presentó un viernes —el día que Eric asistía a clase junto con Elliot— en la puerta de la misma escuela de Bubbleville para formalizar su invitación.

—Lamento tener una agenda tan apretada en estos momentos, pero estaría encantado de escuchar vuestra historia dentro de un par de semanas —les había dicho, guiñándoles un ojo. A decir verdad, su aspecto estaba un tanto demacrado. Era como si las vacaciones, en lugar de descansarle, le hubiesen agotado aún más.

Al igual que en el primer trimestre, Elliot también estaba saturado de trabajo. Todas las mañanas asistía a las clases en Bubbleville, y por las tardes repasaba las materias del elemento Tierra y practicaba los ejercicios de ambos elementos…

Y así fue como llegó el día de la visita del alcalde; lo que más les atraía a todos era volver a pasear por las calles de la original ciudad submarina, ver las curiosas farolas luminiscentes, los arriates de algas coloridas junto a las pequeñas casitas, sus cuidados jardincitos… En realidad, la merienda con el alcalde no parecía apetecerles mucho a ninguno, pero no había más remedio que asistir. Era una de esas invitaciones imposibles de rehusar. Así pues, pasadas las cinco de la tarde, mientras caminaban frente al lúgubre herbolario Mil y un Ingredientes Para tu Poción, un individuo de aspecto hosco y frío llamado Scunter se presentó como el mayordomo del alcalde. A Elliot le recordó físicamente a Goryn, pues estaba completamente pelado y llevaba una tupida túnica negra. No obstante, el rostro era bastante más serio, con una nariz que parecía cosida a puñetazos y unas cejas tan gruesas que daban la impresión de que siempre se encontraba de mal humor. Este los guió hasta la lujosa mansión del anfitrión; allí aguardaba Gorgulus Hethlong.

—Bienvenidos seáis a mi casa —dijo con una radiante sonrisa—. Es un placer tener a tan honorables invitados.

—Vaya, tampoco es para tanto —repuso la señora Damboury.

—Al contrario, señora. Estos jóvenes son el futuro del mundo mágico —dijo, haciendo que los rostros de Elliot, Eric y Gifu se sonrojasen más de lo habitual.

No tardaron en hallarse sentados en unos cómodos sillones cuyos cojines parecían rellenos de agua. No era la primera vez que Elliot tenía aquella sensación. Frente a ellos había una chimenea enorme, de la que emanaban unas larguiruchas lenguas de fuego azuladas. Era verdaderamente curioso, porque el fuego emitía una acogedora dosis de calor, pero no había nada quemándose.

Elliot apreció que sobre la chimenea había colgado un descomunal mapa de la superficie marina. Gorgulus Hethlong se percató del interés que había despertado en el muchacho y por eso comentó:

—Sencillamente magnífico, ¿verdad?

Elliot hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Sabrías decirme dónde estamos?

Elliot se quedó pensativo. ¿Cómo iba a saber él dónde se encontraba Bubbleville? Podría intuir la localización de Hiddenwood, pero Bubbleville… Y, en verdad, ¿cómo podría alguien saber a ciencia cierta dónde se encontraban las ciudades mágicas si se accedía a ellas a través de espejos? Con el maestro Brujulatus empleaban unos mapas especiales para poder localizar cualquier ciudad mágica submarina. Sin embargo, los mapas de la escuela eran diminutos comparados con aquél.

—No lo creo —respondió al final—. En el mar es muy difícil orientarse.

El alcalde Hethlong esgrimió una sonrisa.

—Ahora lo veremos. ¡Muestra Bubbleville! —ordenó.

Inmediatamente, un chisporroteo rojo se encendió en algún lugar del Atlántico, a unos centímetros del lugar señalado por Elliot, y donde estaba escondida en realidad la capital del elemento Agua.

—Sorprendente, ¿eh? No andabas muy desencaminado…

Eric estaba asombrado.

—¿Dónde está Rock Splash? —demandó ansioso.

—Hijo, con educación —le reprendió ella.

—No se preocupe, señora. Es natural —dijo el alcalde, restándole importancia a las ansias de Eric—. ¡Muestra Rock Splash!

Y el divertido parque acuático reveló su posición en el gigantesco mapa.

Elliot contemplaba atento el mapamundi y no tardó en descubrir un importante detalle. Los océanos aparecían coloreados con distintas tonalidades y podían distinguirse unas superficies triangulares. ¡Ese mapa mostraba, sin lugar a dudas, la ubicación exacta de los Triángulos de la Muerte! En un primer instante, pensó en el Triángulo de las Bermudas, pues aparecía resaltado en un azul más claro. Pero cuando miró las restantes zonas, apreció otras decoloraciones que eran un claro indicio de lo que ese mapa enseñaba. De pronto, tuvo una genial ocurrencia. ¿Sería aquel mapa lo suficientemente antiguo para mostrar el Limbo de los Perdidos? ¿Y si Tánatos lo había descubierto y tenía a sus padres prisioneros allí? ¡Era un escondite perfecto!

—¿Podría mostrar dónde se encuentra el Limbo de los Perdidos? —preguntó.

—Oh, ¡qué ocurrencia! —dijo Gorgulus Hethlong soltando una risotada—. Mucho me temo que este mapa no cree en las leyendas. ¿No preferirías saber dónde se encontraba realmente la Atlántida?

Apenas había terminado de hablar el alcalde cuando Scunter entró en la habitación con una bandeja de plata repleta de pastas y bebidas para todos, que tomaron gustosamente. Quizá por encontrarse en el fondo del océano, las galletas de mantequilla sabían mejor que nunca.

Elliot tomó una galleta y llamó a Pinki, para que también compartiese la comida.

—¡Pinki! ¡Galleta, galleta! ¿Dónde está Pinki? —preguntó Elliot extrañado—. Pensé que estaba por aquí.

El loro había vuelto a desaparecer. Elliot lo llamó de nuevo, pero éste no atendió. Tampoco se le oyó grito alguno.

—Ya era extraño que no hubiese intervenido en la conversación —apuntó Merak maliciosamente.

—No te preocupes, estará haciendo una visita a la casa —dijo el alcalde restándole importancia—. Es tan grande… Scunter, si ves el loro de Elliot tráelo, por favor.

—Oh, cuánto lo siento —repuso Elliot con prontitud—, no era mi intención molestar…

—No te preocupes, muchacho. Los loros pueden resultar un tanto obstinados y siempre se empeñan en hacer su santa voluntad.

—¿Ha tenido usted alguno? —preguntó Gifu.

—No, yo no… Hace un tiempo Scunter tuvo uno pero, si te soy sincero, no sé qué fue de él. Nunca he tenido especial interés por los animales y menos por los que hablan. Pienso que los pájaros parlanchines se parecen tanto a la gente que les gusta disponer de libertad total… Bueno, no era más que un comentario —dijo al ver las amenazadoras expresiones de los muchachos, antes de llevarse una galleta a la boca—. En cualquier caso, dejemos al loro tranquilo. Venga, contadme cómo atravesasteis el Laberinto de la Eternidad. ¡Los primeros que logran salir vivos!

—Verá, no fue tan complicado —apuntó Gifu, deseoso de un poco de protagonismo—. Todo empezó…

Y le contaron al alcalde cómo habían llegado a las cuevas y habían huido después con la burbuja transformada en submarino. Aunque lo intentaron, el señor Hethlong no logró hacerse a la idea de en qué consistía un submarino. Sin embargo, sí se emocionó cuando mencionaron el tiburón soñoliento gigante.

—¡Cincuenta metros! —exclamó.

—Como mínimo —intervino de nuevo Gifu—. Estoy convencido de que llegaba al doble sin dificultad…

Elliot y Eric no pudieron ocultar su sonrisa, y Merak hacía lo imposible por contener una carcajada.

—Sí, una aventura sensacional… —dijo el alcalde apurando su taza de té—. ¡Por cierto! Ahora que lo recuerdo, el primer día de junio…

—¿Junio? —preguntaron a coro extrañados Elliot y Eric. Estaban terminando enero y el alcalde hablaba casi de las vacaciones de verano.

—Chicos, no interrumpáis al señor Hethlong mientras está hablando —les reprendió la señora Damboury.

—No tiene importancia —dijo éste, sonriendo comprensivamente—. Sí, ya sé que aún queda bastante para ese día. Pero se va a celebrar un espectáculo digno de ser visto: la final del Campeonato Internacional de Polo Acuático. Cada año se celebra en una ciudad diferente y este año será aquí, en Bubbleville. Sería un honor que asistieseis, en el palco de autoridades, por supuesto.

—¡Estupendo! —gritaron los muchachos, Gifu incluido.

—Muchas gracias, señor alcalde —dijo el señor Damboury—, pero no estoy seguro de que merezcamos tantos honores…

—Por favor —repuso éste—, no es ninguna molestia. Además, es un espectáculo con el que los chicos disfrutarán enormemente.

Elliot estaba encantado con aquella proposición y fue a decirle al señor Damboury algo cuando sintió un inmenso alivio. Desde su posición divisaba con total claridad el corredor que llevaba a ese salón, pues la puerta estaba abierta. Scunter apareció justo en ese momento, subiendo unas escaleras que debían de llevar a uno de los pisos inferiores. Traía a Pinki, posado en su brazo, mientras le asía con fuerza las patas y lo escrutaba con mirada asesina.

Entró en el salón y entregó el loro a Elliot de mala gana.

—Estaba deambulando por el dormitorio del señor —espetó Scunter en tono sombrío mientras dirigía una mirada seria al alcalde.

De pronto, Elliot se percató de un pequeño detalle. ¿El dormitorio del señor? ¿En un sótano? Aquello sí que era algo difícil de creer. Si el dormitorio del señor Hethlong se encontraba semienterrado teniendo semejante mansión… Vamos, sin duda era del todo incomprensible.

—¡Cielos! —exclamó la señora Damboury—, deberías prestar más atención al pájaro, Elliot.

—Oh, no tiene importancia, en serio —dijo Gorgulus Hethlong, disculpando al muchacho una vez más—. Estoy seguro de que no ha hecho nada malo.

—Sí, sí, lo siento de veras —insistió Elliot. Se le había ocurrido una idea que debía comprobar inmediatamente y decidió probar suerte—. Pinki adora los paisajes. Se pasa horas y horas posado en la repisa de la ventana de mi habitación en Hiddenwood, contemplando cómo pasa la gente y disfrutando con lo que ve. Supongo que desde su dormitorio tendrá una de las mejores vistas de todo Bubbleville, ¿no es así?

—Desde luego, jovencito —contestó rápidamente el alcalde—. Si a tu loro le gustan tanto las buenas vistas, no hay duda de que eligió el mejor lugar.

¡Scunter miente! Lo había intuido en un principio, pero aquélla era la prueba que refrendaba sus sospechas. Si la habitación del señor Hethlong tenía acceso a un espléndido paisaje, era imposible que se encontrase en el sótano. Por lo tanto, Pinki no había estado allí. ¿Por qué habría de mentir Scunter en una nimiedad como aquélla? No le había caído bien desde el primer instante, y ahora se sumaba el agravante de que estaba ocultando algo pero… ¿qué?

Con la preocupación en la cabeza sobre qué podría ser aquello que ocultaba Scunter, Elliot no prestó más atención a la charla. Tampoco se quedaron mucho más tiempo, pues al rato el señor Damboury consultó su reloj y, sorprendido de lo tarde que se había hecho, anunció que debían marcharse, ya que no querían abusar de la hospitalidad del alcalde. Este no hizo mucho más por que se quedaran, de manera que se despidieron agradeciendo la invitación para el encuentro de polo acuático.

Elliot se aseguró de tener bien sujeto a Pinki, no fuera a fugarse en el momento menos oportuno. El señor Hethlong le dio un par de galletas para que el loro se distrajese mientras se dirigían a la Alcaldía, donde estaba el espejo que había servido de acceso a la gran ciudad submarina. Una vez allí, antes de cruzar la puerta, volvieron a oír a sus espaldas:

—¡Hasta pronto, muchachos!