12-EL LABERINTO DE LA ETERNIDAD

espejo

Elliot y Eric se dirigieron a la parte delantera de la burbuja que, de alguna manera, había logrado aislar Úter. Elliot no perdió un solo instante en ponerse a los mandos de la nave. El día que tuvo que dirigir la burbuja junto a la maestra Venhall y sus compañeros de aprendizaje sintió una enorme carga de responsabilidad; ahora dependían de él aproximadamente un millar de personas y, tanto si ello suponía mucha o poca presión para el muchacho, nadie notó el más mínimo síntoma. Como el capitán de barco más experimentado —en este caso de una burbuja-submarino—, se había colocado en la proa. Pinki iba agarrado a su hombro derecho, sin decir ni pío, pues no olvidaba la experiencia que había tenido en su día con el hechizo Bubblelap.

Uno de los miembros de la Guardia del Abismo aporreó la burbuja infructuosamente, pues le era imposible acceder a ella por estar Elliot en su interior.

Rápidamente la gigantesca burbuja se puso en movimiento, abandonando las cuevas que habían privado de su libertad a todas aquellas personas. Aunque estaban en un compartimiento ilusoriamente aislado, Elliot pudo oír los gritos de júbilo de la gran mayoría de los que iban a bordo. Pese a no haber encontrado todavía a sus padres, en aquel instante no pudo dejar de sentir una inmensa satisfacción.

Poco a poco la burbuja se fue alejando de la roca y la gente se sintió más segura. Aliviados, adoptaron posturas más cómodas para afrontar el largo viaje que les aguardaba.

Para Eric, el hechizo Bubblelap no era desconocido, Úter estaba más preocupado por preservar los detalles del submarino que por otra cosa y Pinki odiaba el agua. De manera que los que más disfrutaban del viaje eran Gifu y Merak. Ambos pertenecían a entornos donde el agua tenía su importancia, pero su vida no estaba intrínsecamente relacionada con ella. Gifu, dedicado en cuerpo y alma a las plantas, y Merak, que hacía lo propio con los minerales, estaban absortos contemplando la multitud de pececillos plateados y medusas luminiscentes que había a su alrededor.

—¿Cómo conseguirán emitir luz a esta profundidad? ¿Tendrán poderes mágicos innatos? —preguntó Gifu cuando tan sólo llevarían trescientos metros recorridos.

—Es posible… —respondió Merak, quien observaba con denodada curiosidad a las criaturas luminosas—. No vendrían mal algunas de ésas en las cavernas para poder buscar minerales con más facilidad…

—Por cierto, Elliot —intervino Úter, con el rostro serio y el entrecejo fruncido—, desconocemos a qué profundidad viajamos. ¿Estás seguro de que este artefacto aguantará la presión?

Elliot, pendiente de no llevar la burbuja contra unos escollos submarinos, asintió. Lo hizo porque todos ellos esperaban que dijese que sí. En realidad, no tenía ni idea de en qué medida podía afectar la presión a las burbujas. La maestra Venhall les había dicho que eran irrompibles, pero de la presión no había dicho ni una sola palabra. De momento sí que había…

BUUUM.

El submarino sufrió una enorme sacudida, al tiempo que un halo de luz se reflejaba en la parte de proa, donde se encontraba Elliot. Él, al igual que todos los demás, se había desequilibrado y había caído inevitablemente al suelo. El único que logró mantener el equilibrio fue Úter, gracias a que flotaba. Sin perder un solo instante, sacó la cabeza de la burbuja por la parte superior, como si del periscopio se tratara. Apenas tuvo tiempo de volver a introducirla para avisar de un segundo…

BUUUM.

—¿Q… qué está pasando? —preguntó Elliot mientras se ponía de pie con rapidez. Ni que decir tiene que sus caídas repercutían directamente en el dominio de la pompa. Cada vez que se iba al suelo la burbuja descendía notablemente en su trayectoria—. ¿Has podido ver algo, Úter?

—¿Nos persiguen? —preguntó Gifu, bastante emocionado.

—Pues ahora que lo comentas… —respondió el fantasma con la voz un tanto temblorosa—. Sí. He contado una decena de burbujas diminutas que nos siguen a unos cien metros.

Merak contemplaba la estructura de la burbuja con temor.

—¿Estáis seguros de que aguantará los impactos?

—La maestra Venhall dijo que…

Pero sus palabras se perdieron en su garganta al ver cómo Úter, Gifu y Merak desaparecían de su vista, justo antes de recibir un tercer impacto. No tardó en oír unos pasos que se acercaban.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió la voz tensa de Joseph, que acababa de acceder al compartimiento—. ¿Dónde está el capitán de la nave?

—Hum… —Elliot no sabía qué decirle. Miró a Joseph, y rápidamente volvió la vista a donde estaba… ¡donde hacía dos segundos había una enorme mampara de cristal y ahora había una puerta! Rápidamente comprendió lo que estaba sucediendo y contestó—: El capitán está ahí dentro, Joseph. Tranquiliza a la gente, por favor. Esta es una nave muy segura y no tardará en llevarnos a buen puerto.

—¿Por qué no hemos visto a ningún adulto aún? ¿Qué está pasando?

—Ya te digo que están ahí dentro…

—¿Todos? —preguntó Joseph con extrañeza.

—Bueno, sí… ¿Acaso crees que esto lo manejo yo solo? —preguntó Elliot en tono desafiante.

—No, no, por supuesto que no.

Joseph no insistió más en el asunto, lo cual fue todo un alivio. Elliot no hubiese sabido qué hacer o decir si Joseph se hubiera empeñado en abrir la ilusoria puerta que acababa de plantar Úter para disimular.

Elliot notó cómo la burbuja volvía a descender y se concentró en recuperar los mandos justo antes de golpear contra una enorme pared de roca. Viró la nave tras ésta, eludiendo la posibilidad de ser alcanzados de nuevo por los ataques de los guardianes de la cueva. Por unos instantes pudo respirar tranquilo, igual que el resto de la gente. Entre la labor de Joseph y la ausencia de nuevos zarandeos, los gritos de desesperación que habían surgido con la llegada de los impactos fueron desapareciendo paulatinamente, y su respiración recobró el ritmo habitual.

El paisaje que estaban surcando comenzó a resultar tétrico y fantasmal. Junto a las afiladas rocas había restos de toda clase de barcos. Con toda claridad apreciaron la quilla de madera de un antiguo galeón. También había barcos modernos, perfectamente conservados, apresados por la arena. Era un cementerio de barcos hundidos a lo largo de todos los tiempos.

—Allí hay una abertura en las rocas —apuntó Úter, que había logrado apartar la vista de los barcos por un instante. Su mano señalaba a la izquierda—. Parece una quebrada submarina.

—Puede que tengas razón…

—O puede que nos metamos en la boca del lobo. —Eric seguía tan susceptible como siempre.

—Pues yo estoy con Úter —dijo Gifu para sorpresa de todos—. ¿Por qué me miráis así? Creo que es la mejor opción que tenemos… ¡Nos están vapuleando! —gritó antes de recibir un nuevo impacto. Al parecer, la Guardia del Abismo volvía a tenerlos a tiro.

La decisión había que tomarla sobre la marcha, porque la burbuja avanzaba a gran velocidad por el fondo marino.

—Entonces, allá vamos —confirmó Elliot, ordenando al mismo tiempo a la burbuja que se dirigiese hacia la quebrada.

Aunque por poco tiempo, nuevamente logró dar esquinazo a los disparos de los bastones mágicos. El terreno por el cual se habían adentrado comenzó a hacerse abrupto y no apto para una burbuja de tales dimensiones. Las paredes de roca parecían estrecharse cada vez más, amenazando con no dejarles pasar si osaban adentrarse unos metros más. Sin embargo, como si estuviese dotada de inteligencia, la burbuja se estrechó y alargó como una enorme anguila para poder tener acceso a los sucesivos túneles que tenían por delante.

Elliot siguió a través de unos tortuosos conductos formados en la misma roca. A medida que avanzaba surgió una bifurcación, y luego otra, y otra y así casi una veintena de veces. Tenía que decidir por dónde ir cada dos segundos, sin saber hacia dónde llevar la nave. Cuando lo veían dudar, sus amigos eran los que tomaban la decisión por él. Fue sorprendente (y un alivio) lo bien que congeniaron Úter y Gifu en aquellos instantes de máxima tensión.

—Esto parece… Pero, no es posible… —dijo casi para sus adentros.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Eric, que había oído a su amigo.

—Pues que parece un laberinto —dijo al llegar a un callejón sin salida, dando media vuelta por tercera vez en diez minutos.

—Ejem… Y… ¿no se te ha ocurrido subir en lugar de estar dando tantas vueltas por aquí abajo?

—Sería una buena sugerencia si no estuviésemos donde creo que estamos —respondió Elliot con el ceño fruncido, pues en aquel momento ascendía por una extrañísima rampa que terminaba bruscamente en una pared.

—¿Y qué sitio es ése, si puede saberse? —preguntó Gifu, uniéndose a la conversación.

—El Laberinto de la Eternidad.

Hubo unos instantes de silencio en el que los amigos, Pinki incluido, trataron de asimilar las palabras de Elliot. Aunque uno nunca hubiese oído hablar de él, el Laberinto de la Eternidad siempre imponía y suscitaba respeto.

—No me gusta ese nombre —comentó Gifu.

—Vaya, por una vez en tu vida dices algo sensato —repuso Úter, volviendo a las andadas. Su rostro parecía tan sombrío como el de Elliot—. El Laberinto de la Eternidad no tiene ese nombre por nada, amigos. No es por alarmar, pero nadie ha conseguido salir vivo de este lugar. Es más, creo que nadie llegó a entrar jamás… De hecho, también está considerado una leyenda…

—Como el Limbo de los Perdidos —dijo Merak quitándole las palabras de la punta de la lengua al fantasma.

—Efectivamente.

—Al parecer vamos topándonos con una leyenda tras otra —musitó Merak para sí mismo—. ¿Cuál será la siguiente?

—Pero… ¿estáis seguros de que esto es el laberinto ése? —preguntó un nervioso Eric.

—Mucho me temo que todos los indicios apuntan a ello —corroboró Úter atusándose el nacarado bigote.

—¿Y dónde se encuentra exactamente? —inquirió Eric, dirigiéndose a Úter, que parecía conocer a fondo todo lo relacionado con el susodicho laberinto—. El pasado verano hice una ruta turística por las principales ciudades del elemento acuático y en ninguna mencionaron el Laberinto de la Eternidad…

—En primer lugar, si no lo mencionaron es porque no tiene ningún atractivo turístico. Pronto lo podremos comprobar… —confirmó Úter, mesándose el cabello—. En cuanto a su localización…

—Se dice que está bastante próximo a la isla Coralina, una de las islas habitadas únicamente por hechiceros —concluyó Elliot con rotundidad—. Así que, si no me equivoco, debemos de encontrarnos en algún punto del Pacífico, próximo a esa isla… si la suposición es cierta.

—¿Dónde has aprendido eso?

—Lo comentó el maestro Brujulatus en una de sus lecciones —aclaró Elliot. Eric torció el gesto, pues sólo le habían permitido cursar Acuahechizos en Bubbleville.

—¿Y qué tiene de particular este laberinto? —preguntó Gifu, de brazos cruzados, retomando la cuestión que les tenía en vilo—. Todos los laberintos son iguales. Un montón de trazados para lograr un objetivo. No veo por qué no subimos, como dice Eric, y nos vamos a esa isla Coralina.

—No subimos porque se trata de un laberinto tridimensional.

Eric, Gifu y Merak miraron perplejos a Úter. El silencio fue roto por Merak:

—¿Tridimensional? Eso quiere decir…

—… que habrá momentos en los que podamos subir, otros en los que tengamos que bajar… —Como sucedió en aquel preciso instante. Fue un descenso tan repentino que tuvieron la sensación de haberse dejado sus estómagos diez metros arriba—. Y la salida puede encontrarse en cualquier parte.

Si bien es cierto que le apasionaban las aventuras, la alarma se había encendido en el rostro de Gifu.

—Bueno, ¿por qué no damos media vuelta? No veo que sea tan complicado. Elliot domina la burbuja a la perfección —sugirió Eric.

—Te olvidas de las burbujitas y sus disparos —se apresuró a recordar Úter.

—Ah. —El rostro del muchacho se ensombreció por la decepción.

—La idea de quedarme a vivir eternamente aquí no me hace ninguna gracia. Todo es tan lúgubre, tan oscuro… No hay árboles.

—Si ése fuese nuestro único problema…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gifu una vez más.

—Pues que el laberinto en sí, sin árboles como bien dices, es un problema, pero no el único. —Úter hizo una pequeña pausa, y cuando las miradas de los demás se le clavaban como cuchillos, prosiguió—: Al parecer, el laberinto alberga todo tipo de criaturas.

—Ah, fenomenal. Entonces no viviremos aquí eternamente, porque terminaremos en el estómago de una enorme ballena. ¿Es eso a lo que te refieres?

—Bueno, ya que pones un ejemplo tan claro… Pero no me refería a una ballena precisamente. Tengo entendido que hay criaturas mucho peores.

—Pues tengo ganas de verlas —dijo Gifu desafiante.

—Pues yo no…

Pero los deseos de Úter distaban mucho de lo que les aguardaba en el Laberinto de la Eternidad. Un destello impactó contra una de las paredes laterales causando un pequeño desprendimiento de piedras que no impidió que la gran burbuja siguiese su camino.

—Oh, oh… Ya están otra vez aquí.

No habían terminado de discutir cuando la burbuja recibió una nueva sacudida. Ésta fue mucho más intensa que las anteriores, sólo que en esta ocasión no vino acompañada de un intenso halo de luz. Ninguno de los cinco amigos preguntó qué sucedía, porque lo estaban contemplando clarísimamente a través de la mampara de cristal.

—Asombroso…

—Terrorífico…

—Escalofriante…

Elliot dirigió su mirada primero a Gifu, luego a Eric y finalmente a Merak. Úter parecía mudo del asombro. Estaba claro que en sus seiscientos años de existencia jamás había visto algo similar y, por supuesto, ni por asomo se le había ocurrido generar esa criatura en una ilusión.

Ante ellos se movía una sombra descomunal que por un momento les hizo olvidar que estaban siendo perseguidos por los miembros de la Guardia del Abismo. El impacto que habían recibido lo había provocado un coletazo del animal, que se desplazaba parsimoniosamente por aquel conducto. No tenía prisa alguna. Todo en él era paz y tranquilidad; se movía con la seguridad de que no había una sola criatura de este mundo capaz de hacerle frente. Por lo menos debía de medir cincuenta metros, aunque desde su posición no podían confirmarlo, pues no alcanzaban a ver la cabeza.

—¿Es una ballena? —preguntó Merak.

—Desde luego que no. Su cola es completamente distinta. Yo diría que es un tiburón, pero por el tamaño… Una vez oí hablar a mi padre sobre el tiburón soñoliento gigante —dijo Elliot, despertando el interés de sus amigos—. Por lo visto, nunca se ha llegado a ver un ejemplar vivo.

—Pues ya es difícil, porque con este tamaño… —dijo Gifu sin perder su habitual ironía.

El gigantesco animal seguía su curso ajeno al inmenso globo cargado de personas que llevaba detrás. Elliot aprovechó un ensanchamiento para incrementar la velocidad y adelantar al espécimen de tiburón.

A medida que avanzaron pudieron ver las enormes aletas —como las de un avión—, las branquias por las que respiraba, a través de las cuales se le colaban unos pececillos diminutos; finalmente llegaron a ver de refilón unos afiladísimos dientes, cada uno del tamaño de un cuchillo de carnicero. Gifu no pudo reprimir un silbido de asombro.

De pronto, los acontecimientos se desencadenaron a una velocidad vertiginosa. Uno de los miembros de la Guardia del Abismo disparó un nuevo rayo. O no tuvo en cuenta la presencia del animal, o no lo vio, o lo confundió con otra montaña debido a su abultado tamaño. El caso es que el impacto de su rayo alcanzó la cola del tiburón, que inmediatamente dio una violenta sacudida.

—¡Cuidado!

El grito de Eric sobraba. Elliot había visto perfectamente cómo el animal, pese a su enorme envergadura, se había girado con agilidad para plantar sus fauces frente al agresor. La burbuja se estremeció una vez más, como si sintiese el peligro que acechaba a escasos metros. El temblor se prolongó durante unos segundos que parecieron horas. Las casi mil personas que había en el interior de la burbuja gemían, gritaban, lloraban. Eran reacciones ante lo desconocido, pues sus ojos estaban cegados al exterior. Por el contrario, el grupo que iba en el puente de mando, que lo había contemplado todo en primera fila, se había quedado mudo. Pero no pudieron ver mucho más, pues los coletazos del descomunal escualo levantaron la arena del fondo, mezclándola con rocas y algas, lo que les dejó sin visibilidad.

De pronto, todo se calmó. Había pasado muy, pero que muy cerca.

Úter se apresuró a sacar la cabeza a modo de periscopio para ver qué sucedía a sus espaldas. Mientras la arena se disipaba, alcanzó a ver a lo lejos que la boca del tiburón se abría mostrando la poderosa envergadura de sus dientes. No pudo distinguir la totalidad de las burbujas de los perseguidores, pero estaba seguro de que la mayoría habría ido a parar al estómago de la criatura. Y si alguno había logrado sobrevivir, con toda certeza no regresaría mientras aquel animal permaneciese allí.

—Parece que tenías razón —le dijo Úter a Elliot en cuanto regresó a la imaginaria cabina—. No cabe duda de que era un tiburón soñoliento gigante. ¡Que manera de engullir! ¡Y eso que parecía que iba dormido!

Afortunadamente, después del banquete, el tiburón decidió dormir una nueva siesta. Obcecado por sus sueños, no prestó atención a la burbuja que guiaba hábilmente Elliot. El muchacho optó por el túnel de la derecha, pues daba la sensación de que ascendía ligeramente. El gran tiburón, por su parte, se inclinó por el conducto izquierdo.

Les costó un rato sobreponerse a la impresión, pero pronto nuevas preocupaciones ocuparon su tiempo. Mientras navegaban bajo las aguas, el tiempo transcurría tan lentamente que parecía no avanzar. Con todos los relojes averiados (la niebla del Deep Quest se había cargado los últimos que aún funcionaban), no había forma de guiarse ni de saber cuánto tiempo llevaban perdidos. Únicamente eran conscientes de que estaban completamente solos en el fondo del mar, navegando sin ton ni son por un laberinto cuya salida parecía no existir. Dejaron atrás un enorme esqueleto de ballena y les empezó a parecer preocupante la ausencia de criaturas, a tenor de lo que había advertido Úter. No era un menosprecio al tiburón soñoliento gigante, pero no se habían topado con nada más. Ni siquiera un reducido banco de peces que supiera por dónde se podía salir. Tal vez los peces se hallasen en el estómago del gigante escualo…

—Es posible que aún estemos en los dominios del tiburón y ninguna criatura se atreva a adentrarse en ellos —aventuró Úter, buscando una explicación.

El túnel por el que se había metido Elliot parecía el de nunca acabar. Pese a que la oscuridad en el exterior era total, a través de la burbuja veían con toda claridad las imperfecciones de la roca. Sin embargo, aquel espectáculo que dos horas antes había causado tanta excitación en Merak y Gifu, comenzaba a ser desalentador. Ambos estaban sentados, con sus menudas espaldas recostadas en la mullida superficie de la burbuja.

Mas no eran los únicos que comenzaban a sentirse cansados. Joseph había vuelto al puente de mando para interesarse por el trayecto que estaban siguiendo y para comunicar que la gente comenzaba a mostrar síntomas de hambre y sed. Aquel día habían pasado más de diez horas sin probar bocado ni líquido alguno, y había gente muy débil, casi agonizante. Era preciso llegar a un lugar donde poder descansar a salvo, con agua y alimentos.

Elliot estaba verdaderamente preocupado. Había perdido la noción del tiempo y ya no sabía qué dirección tomar. Había probado todo tipo de combinaciones. Una vez a un lado y luego al otro… Dos a la izquierda y una a la derecha, repitiéndolo sucesivamente… Durante lo que debió de ser un cuarto de hora, había decidido ir siempre hacia la derecha… Pero nada de aquello parecía servir. Estaban completamente perdidos, por más que le costase reconocerlo.

De pronto, algo cambió.

A lo lejos había divisado una luz. Estaba seguro de que había sido un destello fugaz, como si le hubiesen avisado con una linterna. Por un instante, Elliot pensó que habría sido una de esas medusas luminiscentes con las que se habían topado en un par de ocasiones, pero no tardó en desechar la idea. Aquellas criaturas emitían un destello más o menos constante. Lo que él había visto era un resplandor. ¿Le habrían hecho algún tipo de señal? ¿Sería posible que alguien habitase en lo más profundo de aquel abismo?

—¿Ocurre algo? —preguntó Eric, quien había visto a Elliot más erguido de lo habitual, con la mirada fija en el frente por si vislumbraba de nuevo aquella iluminación.

—Me ha parecido ver una luz, allá a lo lejos.

Gifu y Merak se levantaron como un resorte. Úter, para no variar, volvió a sacar la cabeza por la parte superior.

Una vez más, la luz volvió a aparecer. Había parpadeado claramente dos veces. En esta segunda ocasión, Elliot tuvo el convencimiento de que era una señal. Sus compañeros así lo entendieron también.

—Es como si alguien quisiera que fuésemos en aquella dirección —puntualizó Merak.

—Es extraño… —dijo Úter, que acababa de introducirse de nuevo en la burbuja—. Juraría que hay alguien junto a la luz. Alguien con forma… humana.

—Pero eso es imposible —saltó Eric—. Nadie puede vivir aquí abajo, a tanta profundidad.

—Eso no lo sabemos con certeza —denegó el fantasma—. Los hechiceros del elemento Agua se han movido por el mundo submarino mucho más lejos de lo que podemos imaginarnos. Han colonizado lugares increíbles, creando ciudades inmensas. Según me comentó Magnus Gardelegen en su día —hizo una pequeña pausa, para darse importancia—, con permiso de la moderna Bubbleville, la Atlántida fue una de las ciudades más espectaculares jamás construidas. Siempre ha sido un foco de conflicto y los humanos no cesan de buscarla, pero fracasan en su intento.

—¿Por qué? —preguntó Elliot sin quitar la vista de enfrente.

—Por una parte, porque fue mágicamente ocultada. A diferencia de la burbuja que protege Bubbleville, la Atlántida estaba protegida por unos inmensos campos de fuerza. A decir verdad, no sé si ahora mismo están activados… Lo que sí es seguro es que el lugar en el que han estado buscándola hasta el momento es erróneo. De todas formas, hay tantos investigadores que alguno comienza a aproximarse bastante.

Poco después, Elliot desconectó su mente de la conversación. Gifu estaba junto a él y se cruzaron la mirada cuando comprendieron lo que habían visto.

—Una sirena…

—¿Cómo decís? —preguntó Úter, al verse interrumpido por el susurro de ambos.

Pero también él se había percatado de la hermosa criatura que les hacía señales a un centenar de metros, aproximadamente. La luz de su farolillo se reflejaba sobre la brillante cola plateada. Aquello era lo que provocaba un destello mayor, que se podía contemplar desde una prolongada distancia. A medida que se aproximaban, contemplaron su larga y verdosa melena.

—Nos está haciendo señales —advirtió Eric—. Parece que quiere que vayamos por el túnel de la izquierda.

Elliot miraba fijamente a la sirena. Ésta no cesaba de mover su brazo derecho, indicando con insistencia que se metiesen por un ancho camino que había en el lado indicado.

—¡Por fin! —exclamó de nuevo Eric, frotándose las manos—. Un poco de ayuda para salir de aquí.

Úter también dio un respingo de alivio. Eric golpeó cariñosamente a Elliot en la espalda, felicitándole.

—El capitán nos ha dirigido perfectamente. Ya estamos a salvo, ¿verdad? Venga, relájate…

Elliot comenzó a sentir que aquello era su salvación. Sentía un profundo deseo de dirigirse hacia allí. Tenía que ir, porque así los salvaría a todos y podría dedicarse enteramente a la búsqueda de sus padres.

Pero ni Gifu ni Merak parecían nada a gusto con la situación. Se los veía tensos y muy pensativos. En su fuero interno se libraba una terrible lucha. ¿Debían seguir la indicación de la sirena? Una parte de ellos les decía que se introdujesen en aquel túnel. Parecía un camino cómodo y seguro. Pero otra parte de su interior les recomendaba el segundo lado de la bifurcación, más angosta y oscura si cabía.

Se estaban acercando y llegaba la hora de decidirse. Elliot no tenía ninguna duda de hacia dónde dirigirse. Pero fue Merak el que intervino primero:

—Yo tomaría el camino de la derecha.

—Yo también —se sumó Gifu al ver que no era el único que desconfiaba de la recomendación de la sirena.

—¿Se puede saber qué decís? —les reprochó Eric de malos modos.

—Pues que no me parece correcto el camino que nos señala la sirena. Creo que quiere desorientarnos.

—¡Vosotros sí que estáis desorientados! —exclamó Úter, que también era partidario del camino de la izquierda.

—¡Escucha, Elliot! —gritó Merak. La burbuja seguía avanzando irremisiblemente hacia donde indicaba la sirena—. ¡No debemos tomar ese camino!

—¿Os dan miedo las sirenas? —preguntó Elliot torciendo el gesto.

—No… Bueno, en parte sí —terminó por aceptar Gifu—. ¡Escucha! ¿No oyes su canto?

—Sí, es melodioso y agradable.

—¡Os está hechizando!

—No digas tonterías —le espetó Eric, dándole un empujón—. No lo distraigas, o no llegaremos nunca a casa.

—Perdona —Gifu le devolvió el empujón—, ¿por qué tenemos que ir por ahí si no estamos todos de acuerdo?

—Por favor, por favor. —Merak trató de calmarles. Su esfuerzo fue inútil, pues Eric y Gifu discutían cada vez más acaloradamente.

—Lo siento, pero no me dejas otra opción. —Con un rápido movimiento de su mano, le echó un puñado de los pocos polvitos azules que le restaban, al tiempo que susurraba unas palabras.

Como ya le sucediera en otra ocasión, Eric se quedó inmovilizado como una estatua.

Al ver aquella agresión, Pinki, que había permanecido en silencio durante todo el viaje, se puso a gritar exaltado. Al tercer picotazo que le dio a Elliot en la oreja, éste sacudió su cabeza.

—¿Dónde estamos?

—¿Cómo que dónde estamos? —preguntó Úter—. ¡A punto de salir de este horrendo laberinto!

—Rápido, Elliot, a la derecha —apremió Merak—. No te dejes engañar de nuevo por el canto de la sirena.

Sin saber por qué, Elliot cambió el rumbo dando un brusco giro a la alargada burbuja ante los airados movimientos de protesta de la sirena. Finalmente había optado por el camino de la derecha, y la burbuja, rozando la parte superior, a duras penas avanzó por aquel túnel.

—Elliot, te estábamos diciendo que tomases el otro camino —protestó Úter sin perder la calma, viendo que Gifu suspiraba aliviado. El duende se apresuró a deshacer el encantamiento inmovilizante que había practicado sobre Eric. Éste, muy molesto, le retiró la palabra indefinidamente.

Después de un buen rato callado, llevando la nave por el estrecho conducto y meditando acerca de si habría tomado o no la decisión correcta, Elliot se justificó:

—So… somos humanos… Gifu y Merak tenían razón.

—¿Y a qué viene eso? —preguntó Eric visiblemente indignado—. Teníamos la oportunidad de salir de este lugar y… y…

—Ese camino no era bueno.

—¿Por qué lo sabes?

—Es una corazonada. —Fue Merak el que contestó—. Las sirenas… las sirenas es lo que quieren, ¿no? Me refiero a que harían cualquier cosa por engañar a los hombres…

—¿Cómo lo sabes? —preguntó intrigado Elliot, sorprendido de que un gnomo conociese tantos detalles del mundo del Agua.

—Es lo bueno que tiene el comercio. Uno trata con mercaderes de diversa índole y aprende mucho de ellos —apuntó el gnomo—. Como te comentaba, había algo en mi interior que me decía que no optásemos por ese camino.

—Es curioso… Yo sentía lo mismo —confirmó Gifu.

—Será porque por nuestras venas no corre sangre humana…

—Confiaremos en vosotros —dictó Úter, no demasiado convencido… Puede que tengáis razón en lo que decís. Aun así, es posible que estemos a salvo en una burbuja irrompible, pero, navegando eternamente sin comida ni bebida, la gente no aguantará demasiado. Esperemos que estéis en lo cierto.

Pero el corazón se le encogió a Elliot al chocar de frente con una sólida pared de roca donde el túnel quedaba bloqueado… El impacto se notó en toda la burbuja, aunque no hubo que lamentar daños. ¡Tenían el paso cortado! Después de todo, la sirena estaba diciendo la verdad, y por hacer caso a Gifu y a Merak… ¡Qué sabrían ellos del elemento Agua!

Úter había vuelto a sacar la cabeza y rápidamente la introdujo en la burbuja.

—¡Asombroso! ¡Hay vía libre hacia arriba! ¡Parece que hemos encontrado un atajo! —dijo emocionado, y volvió a sacar la cabeza para comprobar cuánto podrían ascender.

Apenas había hecho ademán de salir cuando retornó con unos ojos que a duras penas se mantenían en sus cuencas.

—¡Un desprendimiento! ¡Salgamos de aquí, Elliot! —se apresuró a gritar Úter.

Inmensas rocas como menhires caían de no se sabía dónde. Sin embargo, Elliot tuvo una idea. Si las rocas estaban cayendo, significaba que lo hacían desde una zona superior. Si la burbuja era irrompible…, pensó, esperando más que nunca que las palabras de la maestra Venhall fueran ciertas.

—Tenemos que arriesgarnos.

—¿Arriesgarnos? —preguntó Eric con voz temblorosa—. No irás a subir por ahí, con todos esos pedruscos…

Pero la burbuja comenzó a subir, soportando numerosos impactos. La fuerza mental de Elliot hizo que la pompa ascendiese con determinación durante los primeros metros. Entretanto, los demás veían cómo la lluvia de rocas proseguía su curso adentrándose en un abismo sin fin.

Y la burbuja siguió ascendiendo.

—Parece una chimenea —comentó Merak, fascinado con las rocas que caían a su alrededor.

La subida parecía no terminar nunca, frenada constantemente por los impactos de las piedras que rebotaban en la flexible superficie sin cesar. Multitud de rocas se acumulaban ya sobre la parte superior de la burbuja, incrementando notablemente el peso. Pero Elliot seguía firme en su empeño de llevar la burbuja hasta la superficie. Con el ceño fruncido, su concentración no disminuyó.

Y subía, y subía.

Por lo menos llevaban ascendido un kilómetro sin detenerse. Eric, Úter, Gifu y Merak habían pasado de la tensión inicial a animar sin cesar a su joven amigo, cada vez más cansado, que seguía luchando contra aquel ejército de pedruscos. Joseph no apareció por allí, probablemente tratando de asirse al lugar más próximo, al igual que el resto de los prisioneros liberados.

Después de lo que pareció una eternidad, el ascenso terminó; no así la oscuridad, que seguía rodeándoles, aunque en esta ocasión de una manera menos pronunciada.

—Debemos de estar bastante cerca de la superficie —comentó Gifu, arrimándose a la mampara de cristal—. Aquí hay mucha más luz que donde estábamos antes.

—De eso no te quepa duda, amigo —le contestó Merak—. Con todo lo que hemos subido…

Esta vez no sólo fue Úter quien sacó la cabeza para mirar. Frente a ellos se alzaban unas curiosas edificaciones de piedra y algas. Por un momento, Elliot tuvo la impresión de que estaban frente a una ciudad mágica abandonada… hasta que la vio salir. Era una muchacha preciosa, de tez azulada y largo pelo oscuro. Se movía en el agua igual que los ángeles en el cielo. Sus movimientos eran armónicos, como si danzase al son de una melodía. ¡Y respiraba bajo el agua!

Sus ojos, grandes y rasgados, les observaron con detenimiento.

De pronto, se puso a nadar frente a ellos al tiempo que les hacía señas con su finísimo y hermoso brazo.

No hubo discusión entre los amigos en esta ocasión. Por unanimidad decidieron seguirla. Sin duda, su hechizo era más fuerte que el de la sirena.

Después de media hora de navegación, en la que tuvieron la sensación de ir ascendiendo paulatinamente, la burbuja rompió la superficie del mar, aunque no vieron nada más allá de la luz que proyectaba la propia burbuja.

Finalmente Úter trajo la grata y esperada noticia. Había vuelto a sacar la cabeza por última vez para localizar dónde se encontraban y por fin había algo reconocible a su alrededor…

—¡Una gruta! —exclamó exultante. Sus ojos irradiaban felicidad y él mismo parecía haber cobrado una luminiscencia mayor—. ¡Nos ha traído a una cueva en la superficie! ¡Hay aire fresco y desde aquí se contempla la luna!

Fue una emoción tan intensa la que embargó a Elliot en su interior que olvidó a la muchacha por unos minutos. Exhausto, acercó la burbuja-submarino a una zona desde la que todos pudiesen salir cómodamente. Con gran suavidad, pues había logrado una gran destreza en el manejo de la burbuja, la arrimó al saliente de roca más próximo.

Se iba llenando de orgullo y satisfacción a medida que oía los comentarios que hacían todas las personas que había llevado a bordo.

«¡Qué espectáculo tan maravilloso volver a ver la luna y las estrellas!» «¡Qué maravilla poder volver a respirar el aire puro!»

La gente se apresuró a abandonar la burbuja, sin prestar mayor atención a la curiosa nave que los había llevado hasta la libertad. En cualquier caso, Úter ya se había tomado la molestia de redecorar la nave con unas cuantas abolladuras. Contemplar el submarino intacto después de un viaje tan movidito hubiese sido sospechosamente llamativo.

Joseph fue de los últimos en salir, ayudando, como siempre, a los que se encontraban más débiles.

—Gracias a Dios todo ha ido estupendamente —dijo Joseph, después de colocar a una exhausta anciana a la vera de una gruesa palmera—. Aunque no sabemos dónde nos encontramos exactamente…

—Bueno… —Si le confirmaba que se encontraban en el océano Pacífico, dudaba de que Joseph le creyese. Pero, si aun así le tomase en serio, enseguida vería que había algo extraño detrás de todo aquello. Era una persona sensata y muy cabal—. Lo que importa es que estáis en libertad.

—Desde luego, desde luego…

Ambos se quedaron callados durante un rato, mirándose el uno al otro. Elliot hubiese jurado que Joseph lo miraba con compasión, con cara de «pobre muchacho, qué habrá sido de sus padres». Y a él se le había hecho un nudo en el estómago tan sólo de pensar en la pregunta que tanto ansiaba formular.

—Y… y… ¿q… qué fue de ellos? —logró decir a trompicones.

—Poco más de lo que ya te he comentado en la cueva —fue la escueta respuesta de Joseph—. Ahora que estamos más tranquilos, te lo puedo contar con un poco más de detalle por si te sirve de algo, aunque puede resultar algo doloroso…

—Adelante, estoy preparado —le indicó Elliot. ¿Doloroso? Aún era peor no saber su paradero…

Las olas del mar llegaban y se iban con parsimonia. A Elliot le parecía un canto triste; tan triste como la historia que estaba narrando Joseph con todo lujo de detalles. Le había contado cómo había sido su extraña llegada a aquella cueva y cómo la tercera noche se llevaron a sus padres por la fuerza.

—Probablemente los trasladasen al mismo lugar que Gemma…

—Pero… ¿qué hicieron para que los separasen de vosotros? Tiene que haber algo…

—Recuerdo que habían hecho desaparecer a Pierre, el cocinero. Bueno, dejaron aquella estatua de sal con su silueta, y luego se la llevaron. A menudo me he preguntado cómo lo hicieron… —dijo, rascándose la cabeza—. El caso es que tu padre se enfadó y, cuando fue a por ellos, tu madre le pidió que no hiciese nada… Que pensase en ti…

»Poco después llegó uno de los miembros de la Guardia del Abismo. Sí, así se hacían llamar —explicó Joseph al ver la cara de Elliot—. Fueron directos a tus padres… y se los llevaron.

—¿Pronunciaron su nombre? Quiero decir… ¿Los identificaron?

—Hum… Sí. Creo recordar que sí —confirmó Joseph, sin comprender muy bien la importancia que podía tener aquella información.

Elliot asintió. La historia terminaba de encajar. Sus padres habían pronunciado el apellido Tomclyde delante de gente mágica. Al igual que le sucedió a Goryn el año anterior, su apellido debió de llamarles poderosamente la atención. Si, además, pronunciaron su nombre (Elliot)… sus aventuras en Nucleum habían dado la vuelta al mundo mágico. Alguien había capturado a sus padres por su culpa. Todo aquello era culpa suya.

—¿Estás bien, Elliot? —preguntó Joseph al ver el semblante desencajado del muchacho.

—Sí… Supongo que sí…

—Sé que no es el mejor momento para preguntártelo. Pero… ¿cómo lograste escaparte?

—Ah… Me escondí detrás de un espejo…

—Vaya, pues sí que tuviste suerte.

Quedaron en silencio por un instante, mirándose mutuamente.

—He de irme, Joseph. Creo que el capitán quería hacer una nueva incursión para buscar a mis padres, por si… por si… Ya sabes.

—¿Aguantará el submarino?

—Sí, sí. Al no tener que soportar el peso de toda esta gente… —mintió Elliot—. No te preocupes. Enviarán un buen barco para recogeros tan pronto como sea posible.

—Te deseo mucha suerte… ¡Y muchas gracias!

Elliot esbozó una tímida sonrisa antes de dirigirse cabizbajo hacia la caverna. Era agradable pisar tierra firme, pero la arena de la playa no era gratificante aquella noche.

Se había alejado unos metros de Joseph cuando divisó una vez más a la muchacha que los había guiado hasta aquella isla. Estaba oculta tras unos matorrales e hizo ademán de adentrarse en el agua, cuando Elliot la llamó:

—¡Espera!

La muchacha se detuvo, pero no contestó.

—Hum… No sé si hablas mi idioma, ni si me entiendes… —Elliot se ruborizó. Aquellos ojos lo miraban; parecían incluso hablarle—. El caso es que… Gracias. Muchas gracias por ayudarnos.

La muchacha permaneció callada unos instantes. Cuando por fin abrió la boca, Elliot no esperaba una respuesta en su mismo idioma.

—No tienes nada que agradecerme —dijo ella—. Es lo menos que una ninfa puede hacer por buena gente como vosotros, Elliot Tomclyde.

—¿Sabes… mi nombre?

—Evidentemente. Lo llevas escrito en la frente —contestó ella con una risita—. También sé el de ellos —dijo al ver llegar al resto del grupo—. Eric, Gifu, Merak y…

Elliot no necesitaba que le dijese más. Estaba claro que sabía cómo se llamaban. Se llevó la mano a la frente. No entendía nada.

—No, no lo llevas escrito —aclaró la ninfa, esbozando una sonrisa—. Bajo el agua, pedías a gritos ayuda para salvar a toda esa gente.

—¿A gritos?

—Tu mente lo pedía, sí.

—¿Mi mente?

—Lees la mente… —observó Eric.

—No es del todo exacto —dijo ella—. Simplemente, tenemos un sentido de la comunicación un poquito más desarrollado que vosotros. Te aseguro que bajo el agua es necesario…

Elliot asintió, aún incrédulo.

—¿Queda muy lejos la isla Coralina? —interrumpió Úter.

—A una media jornada a nado, en aquella dirección —respondió ella, señalando el horizonte.

—Creo que es nuestra mejor opción —apuntó Úter—. De allí, iremos a Hiddenwood.

—Bien. —A Gifu se le notaba mucho más contento.

—Aún no nos has dicho cómo te llamas —advirtió Elliot tímidamente.

—Nancy… —dijo ella—. Debo marcharme antes de que se haga tarde.

Cuando ella se daba la vuelta, Elliot preguntó:

—¿Volveremos a vernos?

—Tengo la impresión de que sí —contestó ella justo antes de introducir la cabeza bajo el agua.

Los cinco amigos, en silencio, se encaminaron a una pequeña ensenada que había tras unos riscos. En esta ocasión Eric se ofreció a realizar el encantamiento Buhhlelap para que Elliot pudiese descansar un poco. Antes de entrar en la pequeña burbuja, Elliot miró el cielo. Estaba plagado de estrellas, brillantes y hermosas. Pensó en Gemma y en sus padres. Casi sin darse cuenta, había clavado su vista en la estrella de la anciana. Emitía un brillo especial, no natural. ¿Quería decir aquello algo? ¿Le estaría hablando el cielo?

Sacudió su cabeza para desprenderse de aquellas ilusiones y se metió en la burbuja que había conjurado su amigo.