Fueron unos instantes de total desconcierto. A excepción del oído, sus sentidos habían quedado inutilizados. A lo lejos podían percibirse los apresurados pasos de la gente al caminar por la cubierta, puertas que se abrían y cerraban sin parar. El oleaje del mar había pasado a un segundo plano, ahogado por los numerosos chillidos que se oían por todas partes, especialmente los de Pinki, que gritaba desesperado: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Barco a la deriva! ¡Nos vamos a pique!». Estuvo a punto de dejar sordo a Elliot, pues el loro no tenía intención de moverse ni un ápice del hombro de su amo.
Unos minutos más tarde todo pareció calmarse. Aunque seguían sin ver nada, los histéricos gritos de la gente habían dado paso a un constante pero amortiguado murmullo. Al igual que cuando abandonara el Calixto III para ir en busca de sus libros, Elliot tuvo la sensación de estar en tierra firme.
—¿Estáis todos bien? —susurró la voz de Úter—. ¿Estamos todos?
—Yo estoy bien —contestó rápidamente Elliot. No necesitó palparse el hombro porque lo sujetaban firmemente unas garras—. Y Pinki también.
—Sí, el loro ya podía haberse quedado afónico. ¡Qué bárbaro! —protestó la aguda voz de Gifu—. Yo también me encuentro perfectamente.
—¿Y Merak? —preguntó Úter.
—Estoy… Estoy bien, gracias —apuntó el gnomo distraídamente—. ¡Qué lugar más extraño! Este no es el camarote del barco en el que hemos aparecido…
—Tienes razón —confirmó Elliot, tocando con la mano una superficie de tacto áspero y muy frío—. Esto parece piedra…
—Silencio —lo interrumpió Úter con brusquedad—. Lo siento, me ha parecido oír algo.
Poco a poco, los efectos de la luz blanca se fueron disipando. Las estrellitas de colores que habían estado viendo durante los últimos cinco minutos se iban difuminando hasta quedar perdidas en una oscuridad total. La piedra que Elliot llevaba en su bolsillo emitía un ligero destello. Estuvo a punto de dejarla brillar, pero Úter se lo impidió.
—No deben vernos bajo ningún concepto —le recordó.
—A mí los humanos no me verían si yo no quisiera —dijo Eric alegremente.
—Pero a Gifu y a Merak sí —corroboró Úter—. Y no estoy muy convencido de si a mí también. Nunca lo he llegado a comprobar…
Cuando lograron recuperar la visión en su totalidad (apenas un par de minutos después), se dieron cuenta de que el barco había desaparecido. Por los murmullos que se oían a su alrededor, en aquel lugar había un gran número de personas; sin duda debían de ser los pasajeros del Deep Quest.
Úter no perdió un solo instante. Quizá la carencia de una retina física le permitió recuperar la visión y el resto de sentidos más rápido que a cualquiera de los presentes. Hizo un alarde de reflejos tan pronto como vio el haz de luz de una linterna a diez metros de su posición, practicando una ilusión de aislamiento sobre el heterogéneo grupo.
Por lo que podían oír a su alrededor, los viajeros del Deep Quest parecían emocionados, imaginando qué vendría a continuación. Elliot también se preguntaba lo mismo, pero sus sentimientos eran bien diferentes. Se notaba nervioso, aunque con ansias de poder ver a sus padres. La linterna iluminó primero los ilusionados rostros de la gente que los circundaba. Después fue orientada al techo y paredes de una estancia de roca, de reducidas dimensiones.
—¿Dónde demonios…?
Pero las palabras de Eric fueron bruscamente interrumpidas por Úter. Ocultos tras un muro ilusorio de roca, nadie podía verlos (entre otras cosas, porque la penumbra les favorecía). De pronto, brotaron de la nada unas luces que iluminaron la sala y ahogaron el inútil esfuerzo de la linterna. Elliot se encontró pegado a una húmeda pared de roca, negra como la antracita. Aquello parecía una habitación circular donde la oscuridad reinaba en el ambiente. No veían absolutamente nada a su alrededor. Con la llegada de la luz, el grupo pudo ver con suficiente claridad de dónde provenía la iluminación. Manaba de unos largos bastones que portaban unos seres cubiertos hasta la cabeza con oscuros ropajes. Elliot, Pinki, Eric, Úter, Gifu y Merak contuvieron la respiración por miedo a ser descubiertos.
El grupo permaneció escondido tras la ilusión de Úter mientras contemplaba cómo aquellas personas de rostros ocultos comenzaban a moverse entre los tripulantes del Deep Quest. Uno de ellos pasó a escasos centímetros de la roca imaginaria, pero afortunadamente no se dio cuenta de que en aquel espacio había una doble pared. Pronto empezaron a guiar a la masa empujándola con los bastones. Parecían pastores, aunque bastante tenebrosos, que introducían sus ovejas en un redil, sólo que en esta ocasión la puerta del redil era…
—Un espejo —susurró Elliot dirigiéndose a Úter, que observaba la escena atentamente—. Alguien del mundo mágico está detrás de todo esto.
Úter asintió, observando tan atentamente como el muchacho.
El espejo tenía una altura superior a los dos metros y estaba encajado en las preciosas arquivoltas. Curiosamente, el borde estaba tallado a semejanza de un arco, labrado en la misma roca. Y eso era lo que los tripulantes del Deep Quest pensaban que era, un simple arco decorativo. Todos ellos fueron atravesándolo alegremente, con la boca abierta, como si aquello fuese un espectáculo del que debiesen disfrutar al máximo. De hecho, más de uno se lo tomó como si del pasaje del terror de un parque de atracciones se tratara.
Cinco minutos después, la sala estaba vacía… y completamente oscura de nuevo, pues Elliot tenía bien guardada la piedra para evitar que cualquier brillo los delatase. No había quedado un alma. El pasaje del Deep Quest se encontraba detrás de aquel misterioso arco.
Úter prefirió aguardar unos instantes por precaución, y pasados un par de minutos de tranquilidad, que parecieron una eternidad, rompió el hechizo que los ocultaba. Una vez más, la oscuridad volvió a envolverlos.
—Empezaba a agobiarme ahí dentro —protestó Gifu, mientras tomaba la dirección de donde presumiblemente se encontraba el enorme espejo—. Sin movernos, sin poder hablar…
—Eso será lo que más te habrá costado. Nunca sabes tener la boca cerrada…
—Ya está Úter con lo mismo de…
—Chissst. —El sifón de Elliot puso orden en la sala. No les convenía llamar la atención. Se llevó la mano al bolsillo y extrajo la Piedra de la Luz. Había llegado el momento de usarla como era debido. En cuanto la piedra entró en contacto con la penumbra circundante, la estancia volvió a cobrar forma. Efectivamente, no quedaba absolutamente nadie. Los portadores de los bastones habían sido eficientes, cumpliendo con su trabajo de trasladar a la tripulación del Deep Quest.
Inspeccionaron la sala concienzudamente, por si encontraban alguna pista sobre el lugar en el que estaban, alguna inscripción significativa grabada en la pared. Pero allí no había nada. Debían de encontrarse en un lugar de paso, una antesala o algo por el estilo.
Merak, que era el que se tomó más en serio esta labor, pues era un geólogo experimentado, puntualizó:
—Esta roca tiene un buen puñado de años. Fijaos en cómo la humedad ha desgastado la piedra por esta zona —dijo, al tiempo que pasaba su menuda mano por un saliente redondeado—. Qué extraño, allí parece que se produjo un desprendimiento hace bastante tiempo…
—Y ahora… ¿qué? —preguntó Gifu, cruzado de brazos, tan impaciente como siempre e ignorando los comentarios de Merak. Era la imagen opuesta de Pinki, al que nunca se le había visto tan manso. Cualquiera hubiese dicho que todo aquello le resultaba familiar.
Nadie quería responder, pero todos sabían qué era lo que vendría a continuación. El espejo aguardaba pacientemente para devorar a otros cinco intrusos —seis contando a Pinki— y llevarlos a lo más profundo de sus entrañas, a un lugar del que nadie había logrado salir jamás.
—No tenemos muchas opciones —apuntó Merak—. Seguir…o seguir.
—Espera, espera —intervino Úter recobrando la compostura—. Ya lo creo que tenemos opciones. Si esto es un espejo, volvemos inmediatamente a Hiddenwood e informamos al Consejo de los Elementales.
—¿De qué vas a informarles, cabeza hueca? —le reprochó Gifu—. Si ni siquiera sabemos dónde estamos.
—¿Y si volvemos a Hiddenwood y dejamos la puerta abierta? —propuso Eric antes de que Úter empezase una pelea dialéctica con el duende. Además, él no parecía muy animado a enfrentarse a hechiceros armados con bastones mágicos—. Podríamos montar una guardia hasta que el Consejo tomase una determinación. Así tendríamos localizada esta sala siempre…
—¿Y qué lograrías con ello? Entrarías aquí y no conocerías la dirección del lugar que hay al otro lado. —Sin duda, en aquellos momentos de incertidumbre Gifu se estaba erigiendo en líder. Elliot tenía la mente centrada en sus padres. ¿Estarían al otro lado del espejo? Desde luego, él estaba dispuesto a atravesarlo sin miramientos.
—Haced lo que queráis, pero yo voy a cruzar ese espejo.
—Pues sigamos entonces —dijo Gifu tomando la iniciativa y siempre dispuesto a entrar en acción—. En cualquier caso, podremos ejecutar el hechizo desde el otro lado hacia Hiddenwood…
—Si es que las cosas no se ponen feas antes —remató Úter, que movía la cabeza de un lado a otro, sin creerse aún dónde habían ido a parar—. Por tu bien que no sea así, porque si no te voy a despellejar vivo.
—¿Es eso un sí? —preguntó Gifu con una radiante sonrisa en los labios. Como Úter no contestó, él exclamó—: ¡Allá vamos!
Así pues, no tenían más remedio que atravesar el espejo. De lo contrario se quedarían en aquella estancia para toda la eternidad. Sin estar plenamente convencido, Úter siguió al decidido duende; lo mismo hicieron los demás.
Acto seguido, Elliot apareció al otro lado. Frente a él se prolongaba un largo túnel horadado en la roca y tenuemente iluminado por unas antorchas que no se consumían; sin duda era fuego mágico. Cuando se encontraron juntos de nuevo, dieron los primeros pasos.
Fue Merak, el más curioso de todos, el que se percató del detalle.
—¡Eh, amigos! Mirad a vuestras espaldas.
Elliot se dio la vuelta y no vio nada en particular. Una rocosa pared se alzaba detrás de ellos…
—¡El espejo no está! —exclamó cuando se percató—. ¿Creéis que será una ilusión?
—Si lo es, es tremendamente buena —afirmó Úter después de tratar de cruzar al otro lado—. Esto es roca consistente… y no hay manera de atravesarla. ¡Ni siquiera yo! Empezamos bien…
Ahora sí que no tenían otra opción. Avanzaron sigilosamente por el pasillo en fila india. Merak, que cerraba el grupo, se paraba cada tres metros, analizando la roca que había a ambos lados.
El pasillo comenzó a serpentear y no tardaron en encontrarse con los primeros desvíos. Se adentraron en el primero de ellos y vieron que desembocaba en una enorme gruta en la que había multitud de nichos. Pese a que la estancia se encontraba vacía, los aventureros se quedaron perplejos.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Gifu que se había acercado hasta uno de ellos para examinarlo con detenimiento.
Sus diminutas manos alzaron lo que parecía una camisa andrajosa.
—¿Es esto lo que creo que es? —preguntó Merak.
—Me temo que sí —dijo Úter—. O me equivoco por completo o aquí duerme mucha gente.
Decidieron seguir adelante buscando a la multitud que allí debía de encontrarse. Desde que viera ropa en los nichos, Elliot sintió renovadas esperanzas en su interior. Los nichos y la ropa eran claras pistas de que allí tenía que haber personas vivas. Al menos, hasta hacía poco debía de haberlas…
Siguieron avanzando y se toparon con tres nuevas grutas repletas de nichos pero, al igual que la primera, vacíos. Al llegar a una bifurcación, decidieron separarse en dos grupos. Elliot, Pinki, Gifu y Merak se decantaron por el túnel que iba a la izquierda, mientras que Eric y Úter hicieron lo propio con el de la derecha.
—Qué silencioso está todo esto —comentó Gifu en un ligero susurro. Habían avanzado unas decenas de metros y el duende no cesaba de mirar a un lado y a otro las parpadeantes antorchas.
Pero apenas había dicho esto, oyeron un ruido metálico grave. Era un «clinc, clone» constante. Elliot se volvió hacia los otros dos y les dijo:
—No sería muy apropiado que os viesen los humanos —advirtió Elliot recordando las palabras de Úter.
—¿Tan feos somos? —dijo Gifu al tiempo que guiñaba un ojo, sin perder su habitual sentido del humor.
—Tienes razón. Nos quedaremos rezagados por si acaso nos topamos con un grupo de personas —dijo Merak arrastrando las palabras—. Pero si ves a uno de esos seres cubiertos de negro…
—Os avisaré. No os preocupéis.
A medida que el sonido metálico fue en aumento, tanto el duende como el gnomo dejaron que Elliot caminase unos metros por delante de ellos. Sus pisadas no hacían excesivo ruido. Al menos, los diminutos pies de Gifu y Merak eran bastante silenciosos.
Elliot se detuvo y se llevó el dedo índice a la boca pidiendo máxima cautela a sus amigos. No tardaron en ver por qué. A su derecha contemplaron una abertura en la roca de unos veinte metros de profundidad. Al fondo, a la luz de varias antorchas, charlaban animosamente al menos tres de aquellas misteriosas personas vestidas de negro. Tanto Gifu como Merak pasaron con sumo cuidado. Sus pasos quedaron ahogados por el misterioso «clinc, clonc».
No tardaron en encontrar la procedencia del constante golpeteo metálico. A unos cien metros de donde se hallaban los vigilantes, el túnel se agrandó tanto en altura como en anchura hasta formar una amplísima caverna. Elliot se paró en seco. No podía creer lo que veían sus ojos. Los rostros de Gifu y Merak palidecieron al contemplar el grotesco espectáculo.
Ante ellos había una auténtica masa de gente de aspecto cadavérico. Por un momento, Elliot pensó que eran esqueletos andantes de tan delgados y pálidos que estaban. Los hombres se turnaban con el pico, mientras que las mujeres formaban reducidos corrillos. Algunas sollozaban y otras gritaban de desesperación, junto a sus hijos.
Ninguno de ellos se había percatado de la presencia de Elliot. Gifu y Merak decidieron aguardar ocultos tras un saliente de roca. Por precaución, Elliot dejó a Pinki con Gifu. Era un alivio que se llevasen bien. El muchacho aguzó la mirada por si había algún rostro conocido y por si entre aquella gente se encontraban sus padres. Pero estaban todos tan demacrados…
Tras un buen rato de observación, su mirada se detuvo en un hombre bastante joven. Al menos parecía menos desgastado que los demás y se mantenía derecho a duras penas. Se estaba secando el sudor de la frente. Sí… Sus ojos, aunque hundidos, le resultaban familiares. También las facciones, pese a los prominentes pómulos y la barbilla afilada. Sin duda, aquel rostro le era conocido. Y, sin pensárselo dos veces, se aproximó corriendo hasta él.
—Hola, Joseph —saludó el muchacho en un susurro.
—¡Elliot! —respondió el otro, casi ahogando un grito de alegría. Muchos de los presentes se volvieron para ver qué sucedía—. ¿Dónde te habías metido? Estás fenomenal. No sabíamos si te habían apresado también…
—Escucha —Elliot tuvo que frenar un poco la lengua a su viejo amigo del crucero—, no tenemos mucho tiempo.
—¿Vais a sacarnos de aquí? —Joseph miró con impaciencia al otro lado de la caverna esperando encontrar un ejército entero.
—Hum… —dudó Elliot al ver a tanta gente junta. Pero éstos, al oír la pregunta de Joseph, mostraron un interés aún mayor en el muchacho que acababa de llegar—. No sé lo que se podrá hacer…
—¿Cuántos habéis venido? Por lo menos hay una veintena de vigilantes. Hay que andarse con mucho cuidado. Llevan unos bastones muy poderosos. No sé con qué clase de tecnología están fabricados pero es mejor no ver cómo los utilizan. —Joseph no podía disimular su ansiedad.
A Elliot no le sorprendieron los bastones. Ya sabía que los guardias de Nucleum empleaban aquel tipo de arma. Sin embargo, sí le preocupaba saber dónde estaban sus padres.
—Se los llevaron hace tiempo, al igual que a Gemma —le explicó Joseph. Aquello le sentó a Elliot como un jarro de agua helada. Tenía que estar soñando, no podía ser verdad—. La anciana casi enloqueció.
—¿C… cómo? Pero estarán encerrados en algún sitio. Estarán prisioneros en otro de esos túneles. —La voz de Elliot se atascaba. Había llegado tan lejos…
Joseph movió la cabeza en sentido negativo.
—Hemos tenido tiempo suficiente de explorar estos pasos subterráneos y no están aquí. Te lo puedo asegurar. Mira, hasta hemos dibujado un plano de las cuevas —dijo mientras extraía un papel muy arrugado de color gris—. Tienen una estructura bastante extraña.
Elliot agachó la cabeza, completamente abatido. El mapa le traía sin cuidado, los vigilantes le daban igual, todo era un asco. Tenía ganas de llorar; más aún, de gritar sin parar. Se sentía impotente. Lo había dado todo por encontrar a sus padres, pero no estaban allí. ¿Dónde se los habrían llevado? ¿Por qué precisamente ellos? ¿Había ocurrido algo que él no supiese? Cuando iba a formular todas aquellas preguntas, Joseph se le adelantó.
—¿Dónde están los otros que te acompañan? —insistió éste. Era obvio que Joseph daba por hecho que Elliot no había venido solo.
—Nos hemos separado por el camino. No te preocupes por ellos —dijo, tratando de calmarle.
—¿Cómo habéis venido? ¿En submarino? Elliot lo miró perplejo. ¿Cómo iban a haber viajado en submarino si…? Pero no tardó en darse cuenta. ¿Cómo se suponía que había llegado hasta allí? Si les decía que habían sido secuestrados junto al pasaje de un nuevo barco…
—Estamos bajo el nivel del mar. ¿Habéis empleado la extraña vía de agua que hay al otro lado de la cueva? —dijo Joseph al tiempo que señalaba en el mapa una extraña cavidad. Tras mirar unos instantes el plano con detenimiento, Elliot se dio cuenta de que correspondía al ala en la que se habían adentrado Eric y Úter.
—¿El agua? —repitió Elliot un tanto desconcertado.
—Sí. Es una extraña pared de agua. En un principio pensamos que era un espejo, pues nos veíamos reflejados en ella. —Elliot escuchaba atentamente—. Más adelante, uno de nosotros introdujo su mano sin querer y descubrió que era agua salada. Es extraño, ¿qué tecnología habrán empleado para retenerla…? Estas personas parecen muy avanzadas y extraordinariamente poderosas.
—Agua… —Elliot parecía sumergido en un trance.
Joseph asintió.
—Entonces, habéis entrado por allí, ¿no es así?
Sin saber por qué, Elliot asintió. No podía reconocer que habían venido junto con otro grupo de prisioneros porque hundiría la moral de todos. Y, antes de que pronunciase palabra alguna, tuvo una brillante idea. Por lo que le acababa de describir Joseph, si se cumplían ciertas condiciones, podría sacar de allí no a uno, ni a dos, ni a tres prisioneros. ¡Podría sacarlos a todos de una tacada!
—Lo siento —respondió con aire lacónico—, no me fijé mucho en ello. ¿Qué tamaño decías que tenía ese boquete?
—No sabría decírtelo con exactitud. Estoy seguro de que cabría una persona más alta que yo…
Al oír aquello, Elliot no se lo pensó dos veces.
—Hay que reunir a todas estas personas y tenerlas preparadas. Deberás llevarlos a la zona del agua. Mejor en pequeños grupos, para no llamar la atención en exceso. Yo voy a buscar a las personas que han venido conmigo para avisarles de que estáis aquí.
—¿Y los vigilantes? —preguntó Joseph. La gente a su alrededor comenzó a murmurar atemorizada—. Suelen hacer rondas cada dos horas. De hecho, calculo que en breve volverán a aparecer por aquí.
—¿Qué hacen cuando vienen?
—No mucho, la verdad. Dos veces al día nos traen comida. Por lo que nos dijeron son algas… —Hizo una mueca de disgusto, y siguió hablando—: El resto de las veces vienen dos y comprueban los carros —dijo, señalando unos vagones que había a su derecha—. No sé por qué los revisan si no hay manera de llenarlos. El caso es que no protestan…
—Vienen, miran y se van…
—Eso es —confirmó Joseph—. Sólo les interesa vernos trabajar con el pico y la pala.
—Bien —dijo Elliot—. Debes ir avisando a todas estas personas para que estén preparadas para movilizarse tan pronto como desaparezcan los vigilantes. Hasta entonces deberéis seguir comportándoos como hasta ahora…
—Muy bien, enseguida nos ponemos en marcha. Elliot comenzó a sudar la gota gorda. ¿Y si se estaba precipitando? Estaba devolviendo la esperanza a toda aquella gente. Los murmullos y conversaciones a su alrededor eran de intensa expectación. «Dice que nos van a sacar de aquí», «al parecer han traído hasta tanques», «veinte contra un centenar de soldados… ¡estamos salvados!», eran algunos de los rumores de los que Elliot se pudo hacer eco. Sin embargo, nadie pareció echar en falta la presencia de algún adulto que acompañase al muchacho. ¿Y si no podía llevar a cabo su idea? ¿Cómo saldrían de allí? ¿Vendría en su búsqueda Magnus Gardelegen? Iba tan absorto en sus pensamientos que casi pasó de largo ante Gifu y Merak. Tuvo que ser el duende quien le avisase. —¿Has encontrado a tus padres?— Aunque por la mirada de Elliot rápidamente intuyó la respuesta.
—No, pero tenemos que sacar a toda esta gente de aquí como sea.
—¿Por casualidad te has parado a contar cuántos son? —preguntó Gifu, estupefacto—. ¡No los podremos sacar juntos! —Hay una pequeña posibilidad. Seguidme.
Justo antes de llegar a la bifurcación, se toparon con Eric y Úter.
—Estamos prisioneros, muchacho. Nos hemos lucido. La única vía de escape es una pared de agua a través de la cual parece que echan los residuos de roca. Cualquiera de estas personas se ahogaría si intentase cruzarlo.
—¿Cómo de grande es el orificio del que hablas? —Elliot quería una segunda confirmación.
—Tiene un tamaño similar al del espejo que hemos atravesado para llegar a estos túneles.
—¡Estupendo!
—¿Y cómo pretendes salir por allí? Te recuerdo que es agua. Es imposible abrir una puerta mágica como si de un espejo se tratara. Su consistencia… —Pero Elliot estaba negando con la cabeza.
—No, no vamos a abrir ninguna puerta.
—Entonces, ¿cómo vamos a salir?
—En submarino, por supuesto.
Ninguno de sus compañeros comprendió una sola palabra. Absolutamente nada, hasta que Elliot trazó el plan detallando al máximo las funciones que cada miembro del equipo debería desempeñar. Ni que decir tiene que hubo que hacer una minuciosa descripción de lo que era un submarino, pues ninguno de los presentes se creía que los humanos hubiesen inventado barcos capaces de bucear.
—¡Por los cuatro elementos! Sencillo… pero asombroso. ¿Te ves capaz? —dijo Úter, mesándose el perlado bigote.
Pasados unos veinte minutos, comenzó a resonar en el ambiente el inconfundible sonido del arrastrar de zapatos. Había llegado la hora. A buen seguro, Joseph habría iniciado la maniobra de evasión y la primera tanda de prisioneros estaba siendo trasladada.
—Y recordad —advirtió Elliot, dirigiéndose a Úter, Gifu y Merak—, no debéis ser vistos o la gente se alarmará. Vamos, Eric. Enséñame el agujero ése.
El grupo se puso manos a la obra inmediatamente. Elliot y Eric dejaron atrás a Úter, mientras generaba una ilusión en cada acceso que tuviesen los vigilantes, de manera que no pudieran darse cuenta de la fuga que estaban protagonizando. Merak, por su parte, se dirigió con cautela a una de las zonas picadas. Estaba muy interesado en averiguar qué tipo de material se estaba extrayendo de aquella zona. Y Gifu prácticamente agotó sus existencias de polvos mágicos expandiéndolos a lo largo de todo el trayecto, a fin de silenciar los pasos de todas las personas que habrían de realizar aquel recorrido.
Elliot no tardó en llegar al orificio del que le habían hablado Joseph, Eric y Úter. A decir verdad, parecía un espejo viviente. Se veía reflejado en una capa de agua estática tan negra como el petróleo, pero era agua salada al fin y al cabo.
No había nadie a su alrededor. Era el momento adecuado para poner en práctica su idea. Tendió sus manos en dirección al agua y, apenas a dos centímetros de ésta, se paró en seco. ¿Y si el agua le absorbía? ¿Tendría el mismo efecto que un espejo? De pronto recordó que Joseph le había dado la respuesta a aquella pregunta. No había comentado que le hubiese sucedido nada malo al que tocó el agua… Además, el murmullo de la gente que se iba aproximando fue una señal lo suficientemente importante para desechar cualquier tipo de temor. Con total decisión, introdujo ambas manos en el agua.
Estaba helada; pero, aparte de eso, nada extraño ocurrió. Ahí estaba él, el joven Elliot Tomclyde, con los brazos extendidos en una oscura masa de agua, buscando la salvación de cientos de personas que se hallaban atrapadas en las entrañas del Triángulo de las Bermudas. Aisló su cabeza de pensamientos e ideas. Era fundamental la concentración. Cuando estuvo preparado, dijo con voz potente:
—Bubblelap!
Entre sus manos comenzó a inflarse una pompa de agua. Elliot respiraba hondo, muy sereno y confiado en lo que estaba haciendo. La pompa se fue haciendo cada vez más y más grande.
«¿Qué tamaño debería alcanzar para dar cabida a mil personas? Qué más da. Hay que hacer la burbuja más grande que jamás se haya visto.»
Cuando Úter, Merak y Gifu llegaron, la pompa aún seguía creciendo.
—¿Está ya lista? —preguntó Úter.
—¡Chissst! —le mandó callar Eric—. Aún falta un poco. Son más personas de las que pensábamos.
—Eso es cierto. Me da la impresión de que si no alcanzamos el millar, será por poco.
—¿Y eso aguantará? —preguntó un temeroso Gifu. Aunque le apasionaba la aventura y el riesgo, no le parecía muy seguro aquel novedoso medio de transporte—. No tengo ganas de convertirme en un duende pasado por agua…
—¡Chissst! —Esta vez fue Úter, visiblemente preocupado, el que silenció al duende. Las manos de Elliot habían empezado a temblar. Poco a poco, se hizo extensivo a sus brazos. Finalmente, su cuerpo entero entró en una alarmante tiritona.
—Con… esto… bastará —dijo Elliot, que a punto estuvo de caerse desmayado. El esfuerzo mágico había sido grande y estaba rendido.
—Úter, es tu turno —le indicó Eric, que se había acercado para ayudar a Elliot mientras se recuperaba—. Debes hacer que parezca un subma… subma…
—¡Submarino! —completó Pinki.
El trabajo del fantasma fue rápido y majestuoso. Cuando Elliot abrió los ojos, unos segundos después, el orificio del agua había desaparecido. En su lugar, una trampilla metálica daba paso a una oscura puerta: la entrada a un descomunal submarino.
Úter, Gifu (que aún llevaba a Pinki) y Merak no esperaron a dejarse ver por los humanos. Rápidamente entraron en la burbuja y se acomodaron, escondidos en un espacio que Úter había preparado especialmente para ellos.
Elliot y Eric apremiaron a la gente para que fuese entrando en la nave. Y así, uno a uno, fueron penetrando en la burbuja. Cuando llegaron a trescientos noventa y siete, Eric perdió la cuenta. Pero calculó que aún debían de quedar otros tantos por llegar.
Joseph también ayudó a que la gente se moviese con rapidez. Era consciente de que los vigilantes no tardarían en iniciar otra ronda. Fue uno de los últimos en incorporarse a la nave.
Tras ver cómo ayudaba a un par de débiles ancianas que no sabían ni dónde estaban, Eric se dirigió a su amigo:
—Ya están todos.
Una fuerte explosión de gritos alarmó a ambos muchachos. Los guardias acababan de darse cuenta de la ilusión que había generado Úter aislándoles de cada pasillo. Las voces se oyeron cada vez con más claridad; no así los pasos, silenciados por la magia de Gifu.
__¡Aprisa! —ordenó Elliot con urgencia—. Sube. Yo debo ser el último en hacerlo. Es mi burbuja, ¿recuerdas?
Y, sin pensárselo dos veces, los dos muchachos se metieron en la pompa.