—Ha sido una grata sorpresa que vinieseis a verme esta tarde —comentó Úter—. Desde que Elliot se marchó a la escuela de Hiddenwood me siento mucho más solo. Hay un gran vacío en la casa.
—No será para tanto —repuso Elliot, que se sentía halagado por el comentario del fantasma.
Como iban a pasar el fin de semana fuera, Elliot y Eric aprovecharon la tarde del viernes para visitar a Úter. También se había apuntado Gifu, que últimamente estaba bastante ocioso. Incluso había decidido acompañarles a Bubbleville.
—¿Mañana a Bubbleville? —había dicho. El duende se emocionó ante la idea de ir de excursión—. ¿Dónde tengo que estar? ¿A qué hora? ¡Me apunto! No viviréis ni una sola aventura sin mí.
—¿Qué tal va esa investigación sobre la Leyenda Muerta de los Triángulos? —le preguntó Elliot a Úter mientras Eric se divertía ejercitando diferentes encantamientos de ilusión que fascinaban al duende. Pinki revoloteaba alegremente junto a Gifu. Desde que el Consejo de los Elementales descartó por improbable la famosa leyenda, Úter no había tenido ningún reparo en actuar al margen de Magnus Gardelegen y compañía. Tampoco consideró oportuno advertírselo, pues el Consejo ya tenía suficientes problemas para añadirle una nueva preocupación. Más aún, si le hubiese avisado, lo más probable es que le hubieran prohibido seguir adelante.
—Tengo un par de novedades.
—¿Y se puede saber a qué esperas para contármelas? —pidió, ansioso, Elliot.
—Creo que vamos por buen camino —aventuró Úter, mientras flotaba alrededor de Elliot—. He estado contrastando con unos colegas de la época la ubicación de los Triángulos de la Muerte, como los llaman los humanos, y nuestra Leyenda Muerta de los Triángulos…
—¿Y…?
—¡Coinciden!
—¡Lo sabía! —dijo Elliot completamente emocionado. Por fin tenían una pista seria sobre el paradero de sus padres. Porque, sin duda, todo apuntaba a que quienquiera que estuviese detrás de todo aquello, estaba haciendo uso de los antiguos Triángulos.
—He comprobado los vértices del Triángulo caribeño. Hace setecientos años se correspondían con las islas Tritón, la península de la Flor y la isla Dorada. Hoy en día, para los humanos que las habitan, reciben los nombres de islas Bermudas, Florida y Puerto Rico. Antaño eran tierras ricas en vegetación y animales; ahora unos edificios espantosos se levantan en sus costas. Pero los puntos no han variado; son exactamente los mismos.
—El Calixto III desapareció precisamente en ese Triángulo —comentó Elliot, pensativo.
Durante unos instantes, ambos permanecieron en silencio.
—También me he ocupado de investigar sobre el barco pesquero japonés —apuntó Úter, finiquitando la cuestión de las localizaciones—. La ubicación del Mar del Diablo se corresponde con otro de los antiguos Triángulos. Los humanos lo sitúan correctamente en el artículo que trajiste.
—Buen trabajo, Úter —le felicitó Elliot. De haber podido, le habría palmeado la espalda—. ¿Cuál era la otra noticia?
—Es menos agradable —expuso el interpelado, haciendo una mueca que podía haber significado cualquier cosa—. Ha desaparecido un nuevo barco, precisamente en el Mar del Diablo. Al menos son los rumores que corren. Parece ser que era un pequeño yate con una veintena de personas a bordo.
—Vaya… ¿Y del Limbo de los Perdidos, has averiguado algo? —preguntó Elliot, esperanzado.
—Negativo.
—En fin, no nos queda otra opción. Ahora hay que averiguar dónde van a parar los desaparecidos… ¡Y esperemos que no sea al Limbo de los Perdidos!
—Eso va a ser una labor tremendamente complicada… si no imposible —dijo Úter. Este comentario hizo que el rostro de Elliot se desencajase.
—No puede ser. No hemos avanzado para quedarnos empantanados. ¡No señor! —replicó Elliot alzando la voz.
—Chist —lo apaciguó el fantasma—. Haremos lo que podamos, pero comprende la situación. Al parecer, antiguamente los desplazamientos se producían entre los Triángulos. Desaparecías en uno y aparecías en otro, igual que sucede con los espejos, ¿comprendes? Sin embargo, lo que está sucediendo ahora parece un poco más complejo. Tengo la impresión de que las plataformas de los Triángulos están siendo utilizadas para trasladar a esas personas a un punto determinado. Un lugar escondido en alguna parte de este mundo…
—Como si hubiesen buscado su propia base.
—Efectivamente.
—¿Podría ser ese escondite el Limbo de los Perdidos? ¿Podrían coincidir ambos lugares? —preguntó Elliot.
—No veo por qué no. ¡Qué mejor escondite que un lugar que nadie ha sido capaz de encontrar durante más de siete siglos! Ahora bien, si fuesen emplazamientos diferentes… Quiero decir, si el misterioso lugar no tuviese nada que ver con el Limbo de los Perdidos, las cosas se complicarían doblemente. ¡Sería como buscar una aguja en un pajar!
Elliot asintió. Comprendía muy bien lo que quería decir el fantasma. Nadie hasta el momento había sido capaz de encontrar el Limbo de los Perdidos. ¿Cómo iban ellos dos a localizar un escondite de tales características?
—De todas formas —prosiguió Úter, abriendo un pequeño hilo de esperanza—, aún no sabemos qué intenciones tienen los malhechores.
—Puede que tengas razón… pero hay que cerciorarse.
—Por supuesto —confirmó Úter—. Y ahora, más vale que preste atención a esos dos pájaros antes de que me hagan más estropicios en los árboles. ¡A quién se le ocurre poner un árbol con las hojas rosas y el tronco azul! Esto sólo puede ser idea del duende…
Úter se pasó un buen rato devolviendo las cosas a la normalidad. Eric, a instancias de Gifu, había ido realizando lo que dieron en llamar «unas mejoras». Aquello no hizo sino indignar al fantasma, que no cesó de refunfuñar mientras deshacía los múltiples cambios.
—Menudo cascarrabias estás hecho, Úter —le espetó Gifu—. Ahora ya tienes algo en qué entretenerte…
Pronto comenzó a atardecer y los amigos se despidieron. Durante el camino de vuelta, Eric dio instrucciones a Gifu para quedar para el día siguiente, tal y como le habían indicado sus padres. Al llegar al árbol en el que habitaba el duende, antes de despedirse de éste, Eric preguntó:
—Por cierto, Elliot, ¿de qué estabas hablando exactamente con Úter? He oído que comentabais algo sobre una nueva desaparición…
—Es verdad, yo también lo he oído —apuntó Gifu, uniéndose a la conversación—. No estarás planeando algo sin nosotros, ¿eh?
Elliot no tenía intención de engañar a sus amigos. Quizá ellos pudiesen aportar alguna idea a la investigación que estaba llevando a cabo junto con Úter, así que les contó todos los avances.
—Entonces, por lo que cuentas, lo único que falta es determinar el lugar al que van a parar los desaparecidos… —resumió Gifu.
—Exacto. Si lo encontramos, tendremos resuelto el problema.
—¡Una nueva aventura! —exclamó el duende dejando estupefactos a los dos muchachos.
—No sé por qué te pones tan contento, no le veo solución. Hemos llegado a un punto sin salida… —dijo Elliot.
—¡Pero si está chupado!
Tanto Elliot como Eric miraron con ojos penetrantes a Gifu, esperando a que el duende desembuchase una de sus disparatadas sugerencias.
—Lo único que tenemos que hacer es averiguar cuál es el siguiente barco que va a pasar por uno de esos Triángulos, nos colamos en él y dejamos que nos atrapen. Así ya sabremos dónde se encuentran los prisioneros.
—Muy agudo, Gifu —dijo Eric, frunciendo el entrecejo—. Si averiguamos dónde están los prisioneros será porque nos habrán apresado a nosotros también. ¿Crees que eso es una buena idea? Además, ¿pretendes entrar en uno de los Triángulos de la Muerte? Con ese nombre…
—Vamos, no seas cobarde…
—No podemos hacer eso —dijo tajantemente Elliot—, le prometí a Úter que no volvería a jugársela a sus espaldas.
—Oh, por favor —exclamó Gifu de nuevo—, ya está el fantasma amargando otra vez los planes.
—Sería demasiado arriesgado. No sabemos a qué nos enfrentamos.
—Más emocionante aún —insistió Gifu con una sonrisa de oreja a oreja.
—Además, ¿cómo nos podemos enterar de cuándo un barco cruzará uno de los Triángulos? —preguntó Elliot—. No disponemos de información. Y, más aún, suponiendo que consiguiésemos encontrar tal barco y nos colásemos en él, podría no ser secuestrado…
Gifu, por la expresión del rostro de Elliot, comenzó a perder las esperanzas.
—En fin, era una idea… —dijo, dándose por vencido.
Finalmente se despidieron de él. Esperaron mientras observaban cómo subía ágilmente hasta su apreciada hamaca. Cuando llegó arriba, le gritaron al tiempo que sacudían las manos:
—¡Hasta mañana!
Elliot se levantó bien temprano. Apenas pudo conciliar el sueño pensando en la excursión a Bubbleville. Durante los dos últimos días, Eric se lo había envuelto como el más dulce de los caramelos, pero no había querido desvelarle detalle alguno.
Tal y como habían quedado, se presentaron en la puerta de la posada El Jardín Interior tras tomar un frugal desayuno. Allí aguardaba Gifu, como un clavo. No quería perderse por nada del mundo una excursión como aquélla.
Los señores Damboury no tardaron en salir de El Jardín Interior acompañados por los dos hermanos de Eric. Elliot apreció que Eric se parecía más al señor Damboury. Era alto, tenía el pelo rubio oscuro y un grueso mostacho del mismo color. Sus ojos eran marrones y su túnica verde le daba un toque de elegancia. Las facciones de la señora Damboury, en cambio, eran idénticas a las de sus otros dos hijos, pero con pelo largo y rizado. Más baja que su marido, lucía un par de bellos collares dorados sobre la verde túnica correspondiente al elemento Tierra.
—Encantado de conocerte, Elliot —dijo el señor Damboury tendiéndole la mano—. Eric nos ha hablado mucho de ti. Tú debes de ser Gifu, ¿no es así?
El duende asintió.
—Hola cariño, ¿cómo estás? —saludó la madre de Eric con una tierna sonrisa.
—Buenos días. Son ustedes muy amables al haberse ofrecido para ir a Bubbleville —agradeció Elliot educadamente.
—No es nada —dijo el señor Damboury restándole importancia—, es un placer volver a Bubbleville, Elliot.
—Éstos son mis hermanos. —Eric se apresuró a presentarlos—. Thomas es el mayor, tiene dos años más que yo y, como ya te dije, estudia en Windbourgh.
—Hola, Elliot —saludó éste. Era casi tan alto como el señor Damboury, de pelo castaño y ojos de color verde esmeralda.
—Hola. Vaya, entonces acabas este año…
—Eso es.
Elliot iba a preguntarle cómo era la capital del elemento Aire y qué tenía pensado hacer cuando terminarse el curso, pero Eric le presentó a su hermano menor. Este se llamaba Jurien y era calcadito al mayor. A punto de cumplir once años, acababa de realizar las pruebas de magia elemental.
—¿En serio? —preguntó Elliot, que habitualmente trataba de evitar conversar acerca de las pruebas, pues el suyo había sido un caso excepcional—. ¿Para qué elemento has sido destinado? ¿Cómo se comportó tu vara?
—Para Tierra —dijo como si aquello fuera una deshonra.
—A él le hubiese hecho ilusión estudiar precisamente en Bubbleville —apuntó la señora Damboury.
—Bubbleville, Bubbleville —gritó extasiado Pinki, quien parecía haber comprendido la importancia del lugar. Una vez más, intentó ser el centro de atención de todos.
—Bueno, entonces realizarás allí tu intercambio, ¿no? —le preguntó Elliot.
Jurien asintió con vehemencia.
—Bien, ahora que ya conoces a la familia entera, supongo que no te importará pasar el verano que viene unos días con nosotros. No esperarás que Magnus Gardelegen te obsequie con más vacaciones pagadas —dijo Eric, guiñándole un ojo.
—Por su puesto que me encantaría —contestó Elliot riendo—. Y no, no espero más pasajes gratis. Aún falta mucho para la próxima Fiesta de Florecimiento…
Tras unos minutos de paseo, se encaminaron al despacho principal del Claustro Magno, donde aguardaba Magnus Gardelegen junto a Cloris Pleseck. Elliot encontró al máximo mandatario del elemento Agua más cansado y alicaído que nunca. Tras cruzar unas palabras de saludo con ellos, Magnus Gardelegen pronunció en un susurro imperceptible el hechizo que debía abrir la puerta a la Alcaldía de Bubbleville.
Poco a poco y en fila india, Elliot, Gifu y los Damboury fueron absorbidos por el espejo. Al otro lado les esperaba una habitación tres veces más grande que el despacho que acababan de abandonar. Los techos eran muy altos, decorados con unos coloridos frescos con figuras de la mitología marina. De la pared que había a su derecha caía una finísima pero elegante cascada de agua que dotaba a la estancia de una humedad como si de un balneario se tratara. Sobre la cascada se reflejaba una débil luz (se notaba que era un bien escaso), proveniente de unas antorchas con forma de caracola. Parecían cangrejos ermitaños pero, en lugar del animal, de ellas brotaban unas alegres llamas de color amarillo limón.
Una larga y estrecha alfombra azul de un material resistente a las humedades cruzaba la habitación desde el espejo hasta una inmensa puerta puntiaguda. A ambos lados de ésta había numerosas macetas, ricamente elaboradas, con plantas que Elliot reconoció como lirios de agua y algunas variedades de juncos.
—¡Un duende en la capital del reino del Agua! —exclamó entusiasmado Gifu—. ¡Debo de ser el primero de los míos en venir aquí!
El señor Damboury, que había entrado justo después del duende, le hizo bajar de las nubes, dejando su gozo en un pozo.
—Mucho me temo que no eres el primero en visitar el elemento Agua, Gifu. Y estoy seguro de que tampoco serás el último —dijo el padre de Eric—. Dentro de un rato comprobarás que hay multitud de jardines submarinos… cuidados por duendes realmente eficientes.
Estaban todos tan absortos por el lujo y la paz circundantes que no se percataron de la figura que había cerca de la puerta. Su ligero carraspeo los sacó de su ensimismamiento.
—¡Bienvenidos! —saludó una voz grave e imponente. Frente a ellos se alzaba un hombre corpulento y obeso, con una barba marrón de aspecto desaliñado en la que resaltaban unas cuantas canas. Algunas arrugas surcaban ya su pálido rostro, especialmente en la frente y bajo unos penetrantes ojos grises. Lucía una túnica de color azul marino y numerosos colgantes dorados que, pese a la barba, se veían bastante bien—. ¡Bienvenidos seáis a Bubbleville! Permitidme que me presente. Soy Gorgulus Hethlong, alcalde de la ciudad.
El señor Damboury se adelantó y se apresuró a realizar las presentaciones. Pinki por su parte, en un alarde de timidez, se tapó la cara con su ala.
—Así que tú eres Elliot Tomclyde —dijo por fin Gorgulus Hethlong con una sonrisa demasiado forzada después de haberle dado un apretón de manos—. Estaba deseando conocerte. Hablan maravillas de ti.
Volvió a reír.
Elliot esbozó una tímida sonrisa, al igual que los Damboury. Gifu, sin embargo, alzó una ceja sin comprender muy bien aquella estúpida risa. Su sentido del humor era bien diferente. No estaba acostumbrado a aquellos recibimientos.
Afortunadamente fue Pinki el que rompió el hielo pidiendo una de sus habituales galletas. Aquello desvió la atención de Gorgulus Hethlong hacia el animal.
—Vaya… —dijo mirándolo fijamente—. ¿Es tuyo?
Cada vez que lo miraba, Pinki hacía denodados esfuerzos por mirar a otra parte. Elliot tuvo la impresión de que, de haber sido posible, Pinki se habría puesto colorado.
—Sí… Bueno, lo encontré —comentó Elliot, quien no estimó conveniente comentar la procedencia del loro—. Es muy gracioso y hace bastante compañía, aunque hoy parece que está un poco tímido. Supongo que se sentirá cohibido en un sitio como éste.
—Oh, comprendo —dijo con voz queda. Tampoco el alcalde quiso profundizar más en el tema—. Pero, por favor, pasad, pasad.
No tardaron en dejar atrás aquella sobrecogedora estancia y adentrarse por una serie de conductos que parecían labrados en roca viva, formando unas paredes tan lisas que parecían trabajadas por el mismísimo Merak. Numerosas antorchas reflejaban los cuadros enmarcados en nácar con diferentes temas submarinos, como era de esperar.
—Por lo que me ha comentado mi viejo amigo, Magnus Gardelegen, ustedes ya conocen Bubbleville, ¿no es así? —dijo el alcalde, dirigiéndose a los señores Damboury. Aquellos corredores parecían interminables—. No creo que vayan a tener tiempo de enseñarle toda la ciudad al joven Tomclyde. De todas formas, lo importante es que se haga una idea de la que se considera la mejor ciudad submarina. Lamentablemente, tengo mucho trabajo y no podré acompañarles.
—No se preocupe, creo que podremos hacernos cargo —respondió el señor Damboury.
El alcalde los acompañó hasta la puerta de salida. En el recibidor había más cascadas en las paredes y una curiosa fuente en el centro, cuya agua era de un color diferente cada minuto que transcurría.
—Bien, espero que pasen una agradable estancia en Bubbleville —les deseó Gorgulus Hethlong—. No duden en venir a la Alcaldía para cualquier cosa que necesiten.
—Muchas gracias, señor alcalde —agradeció el señor Damboury.
El alcalde le sacudió el pelo cariñosamente a Elliot a modo de despedida, lo que estuvo a punto de costarle un buen picotazo de Pinki, que vio la cara de desagrado de su amo.
Todo lo que contempló Elliot después de salir de la Alcaldía le dejó alucinado. Lo primero que le sorprendió fueron las numerosísimas casitas. Parecían ser viviendas unifamiliares, por su reducido tamaño. En cierto sentido le recordaba a Hiddenwood, pero su aspecto era completamente distinto. Esas casas estaban recubiertas de blanquecinas conchas de berberecho perfectamente unidas entre sí y pegadas a la pared con algún tipo de resina importada de las ciudades terrestres. Para los postigos de las ventanas parecían haber empleado conchas de navaja ampliadas mágicamente. Idéntica técnica debían de haber utilizado con los tejados, que eran enormes conchas de vieira.
En su mayoría, las casitas tenían unos cuidados parterres de algas perfectamente recortadas y de colores tan diversos como las flores de Hiddenwood. También había multitud de coral que hacía las veces de vallado del jardín. Elliot apreció rápidamente (y Gifu también) que sin duda era obra de los duendes. Nadie se ocupaba de los jardines con tanta eficacia como ellos.
El ambiente era húmedo, aunque curiosamente cálido. ¡Habían creado un sol submarino! En su mente revivió el famoso hechizo de la bola de fuego que había visto practicar en su día a Aureolus Pathfinder. Así obtenían luz y una cierta alegría en su ambientación. Pero si aquella ciudad se encontraba bajo las aguas…
—¿Cómo se las han apañado para contener el agua? —preguntó al señor Damboury, quien parecía disfrutar de aquella visita tanto como la primera vez.
—Como todas las restantes ciudades submarinas —contestó como si aquello fuese lo más normal del mundo—, Bubbleville está protegida por una inmensa burbuja sólida como la roca y transparente como el cristal.
Elliot frunció el entrecejo.
—Si es transparente… ¿no podrían detectar este lugar los humanos? —Eric se adelantó a formular la duda que corroía a su amigo.
—Obviamente el material hace la ciudad indetectable desde el exterior —se apresuró a decir la señora Damboury, mientras descendía por las escalinatas de mármol que había frente a la Alcaldía.
Caminaron por una avenida de suelo empedrado a cuyos lados crecían unos extraños árboles larguiruchos con unas hojas verdes muy oscuras. De pronto, Elliot recordó lo que le había escrito en su carta Eric sobre árboles plantados en el fondo del mar. Gifu también se había percatado de ese detalle. Estaba encantado con el paseo.
—Jamás pensé que vería tantísima labor duendil en este sitio —comentó mientras se acercaba a uno de los árboles para contemplarlo más de cerca.
Después de poco más de media hora de paseo, llegaron a un arco donde terminaba la inmensa cúpula que cubría la ciudad de Bubbleville. El arco, que estaba custodiado por dos hechiceros ataviados con largas túnicas azules con los emblemas del Agua, resultó ser el paso a un largo y ancho túnel, tan transparente como la cúpula.
—Por aquí vamos a las plantaciones —indicó el señor Damboury, quien ya conocía Bubbleville—. Ya veréis cómo se las apaña aquí la gente para cultivar los alimentos.
Tras saludar cortésmente a los hechiceros, se adentraron en el túnel. Era lo más parecido a caminar entre las aguas, pues estaban a escasa distancia de la verdadera masa líquida. Tan sólo los protegía una capa aislante de cristal mágico.
El señor Damboury tenía razón en lo que les acababa de decir. Elliot jamás hubiese imaginado que se pudiesen recolectar alimentos bajo el mar y, mucho menos, cultivarlos. Y es que allí estaban recogiendo hortalizas de todo tipo: zanahorias, judías verdes, acelgas, guisantes, coliflores, brécoles…
—Todos estos alimentos ya vienen con sal, de manera que es una gran ventaja a la hora de cocinar —comentó la señora Damboury—. Por cierto, cariño, ya que estamos aquí deberíamos aprovechar para llevarnos unas cuantas provisiones para la despensa de casa. En el mercado de Bubbleville suelen estar bastante bien de precio.
El señor Damboury asintió, dándose por enterado, pero. prosiguió con su explicación.
—Lo más interesante es la recolección de algas —apuntó el señor Damboury, acercando su nariz al grueso cristal—. Se debe realizar en el exterior, pues las algas precisan de agua en abundancia para crecer y sobrevivir. ¡Fijaos en los caballitos de mar!
Elliot contempló unos caballitos de mar gigantescos, casi del tamaño de mulos. Guiados por hechiceros que iban protegidos por unas reducidas burbujas que hacían las veces de casco, tiraban de unos carruajes cargados hasta los topes con las algas. Justo en ese instante, Elliot vio que, a lo lejos, una criatura semihumana nadaba sin necesidad de burbuja. Iba a gran velocidad, impulsada por una inmensa cola de pez.
—¡Sirenas! ¡Aquí hay sirenas! —gritó emocionado.
—¿Qué esperabas encontrar en el fondo del mar? —ironizó Thomas—. ¿Pájaros acaso?
Elliot se tomó a bien la broma aunque, hablando de pájaros…
—¡Oh! ¿Dónde se ha metido Pinki? —preguntó Elliot. El loro parlanchín no se encontraba por ninguna parte. En realidad, ninguno se había preocupado por él desde que abandonaran la Alcaldía.
—No te preocupes. Tarde o temprano tu mascota dará señales de vida. En Bubbleville no acostumbran a ver muchos pájaros —intervino el señor Damboury con una sonrisa picarona.
La visita ya no fue tan interesante para Elliot. Preocupado por lo que le hubiese podido ocurrir a Pinki, no cesó de mirar a un lado y a otro esperando encontrarlo. No prestaba atención a lo que había a su alrededor. Únicamente esperaba cruzar su mirada con el vuelo de su ave de color verde.
Sin fijarse lo más mínimo en el camino de vuelta, retornaron de nuevo a la ciudad para almorzar en un mesón llamado Ostras Pedrín. En la mayoría de restaurantes y posadas se servía pescado que, al fin y al cabo, era el alimento más abundante del elemento Agua. Eric disfrutó de la comida como nunca y terminó engullendo la porción de empanada de lamprea que tenía Elliot en su plato. También les sirvieron lubina braseada con un salteado de verduritas asadas y de postre algo considerado un verdadero lujo en el fondo del océano: fruta.
—Conseguir fruta dulce y fresca en esta parte del mundo es harto difícil, por no decir imposible. Al menos, con los métodos tradicionales de cultivo —apuntó el señor Damboury—. Por eso, lo habitual es la colaboración entre las diferentes poblaciones mágicas mediante la importación y exportación de bienes.
Durante el almuerzo, la señora Damboury insistió tanto a su marido en que debían comprar alimentos, que dejaron a los muchachos deambulando a sus anchas por Bubleville, con la advertencia de que no se metieran en ningún lío. Pero lo único que quería Elliot era encontrar a su loro sano y salvo. Bastantes desgracias le habían ocurrido ya hasta el momento. Así pues, los chicos y Gifu se separaron de los señores Damboury nada más terminar de comer.
Un grito despertó al señor Tomclyde. Al principio pensó que se trataba de un sueño, pero pronto constató que el chillido había sido tan real como la vida misma.
—¡Estúpido pájaro! —exclamó una voz que identificó como la de su carcelero. Parecía indignado—. ¿Se puede saber dónde te habías metido? ¿Qué hiciste en el barco? ¡Podías haberlo estropeado todo!
—¡Galleta, galleta! —exclamó la otra parte.
El señor Tomclyde no reconoció aquella voz como humana. A decir verdad, ¿no acababa de llamarle «estúpido pájaro»? ¿Acaso sería un loro?
—Cómo te atreves… ¡No vas a recibir ni una galleta, estúpido glotón!
El señor Tomclyde había pegado su oreja a la robusta puerta de madera. Era todo lo que podía hacer para tratar de obtener algo de información. Y es que desde el día que los apresasen, los señores Tomclyde habían permanecido encerrados en una oscura y húmeda celda, alejados de los restantes pasajeros del Calixto III. Posiblemente la anciana Gemma no estuviera muy lejos de allí, porque la oían pedir ayuda a diario con sus desangelados gritos.
Si se encontraba en sus mismas condiciones, comprendían perfectamente su lastimera actitud. Ellos habían ido a parar a un calabozo relativamente amplio, con paredes de piedra gélida como el hielo. El suelo estaba recubierto de unas hierbas resecas y ásperas que desprendían un intenso olor a mar. Aquella peculiar alfombra era lo único que les aislaba a duras penas del frío. Sumidos en la penumbra y en la desesperación, llevaban prisioneros unas tres semanas —imposible tener una noción exacta del tiempo—, sin una sola noticia sobre Elliot.
La discusión parecía ir en aumento.
—¡Estoy harto de que siempre hagas lo que te venga en gana! —El carcelero prosiguió con su acalorado monólogo—. ¡No, no pongas esa cara de no haber roto un plato! ¡No pienso darte de comer en toda una semana!
Si lo que había al otro lado de la puerta era un loro, el señor Tomclyde tuvo la certeza de que había comprendido a la perfección las palabras de su amo porque en ese preciso instante oyó un aleteo perderse a lo lejos.
—¡Eh! ¿Se puede saber qué haces? ¡Vuelve inmediatamente!
Pero ya era demasiado tarde. El loro (o lo que fuese) se había marchado, supuestamente, por el mismo sitio por el que había venido.
Mientras esto ocurría, Elliot y Eric decidieron dar un paseo. Se detuvieron delante de un edificio redondeado, con un techo verde en forma de espiral. ¡Claro! Aquello era Bubbleville Buzón Express. Le hizo gracia leer el eslogan: «Trabajamos contra viento y marea». Después de callejear un rato, vieron otro edificio curioso, que llamaba bastante la atención porque tenía el jardín más descuidado de todo Bubbleville. La casa estaba un tanto destartalada y, a la entrada, en un letrero de madera medio caído, leyeron: «La ondina Caritina predice hasta el futuro más duro».
Como ninguno tenía ganas de conocer su futuro de manos de una vieja chiflada, decidieron seguir el camino por una vía empedrada. Elliot aprovechó para preguntar a Thomas por el elemento Aire. Seguramente él tendría que estudiar en Windbourgh en un futuro no muy lejano.
—Las ciudades del elemento Aire son maravillosas. No te lo puedes ni imaginar, en serio —decía Thomas, con la cara iluminada de felicidad.
—No insistas, no te va a decir cómo son —le susurró Eric al oído—. Nunca suelta prenda de lo que hacen allí. No sé a qué viene tanto misterio…
—Pero habrás decidido qué quieres hacer cuando termines los estudios, ¿no? —insistió Elliot.
—Me gustaría ser controlador aéreo —respondió Thomas.
—Ah, muy interesante —comentó Elliot preguntándose qué tipo de tareas se desempeñarían en aquel trabajo—. ¿Vigilarás los aviones?
—Eso es sólo una parte de la labor… También hay que supervisar todos los vuelos que se realizan por los diversos medios mágicos: escobas voladoras, dragones, alfombras mágicas…
Cada día que pasaba, Elliot se sorprendía más de su ignorancia sobre el mágico mundo de los elementales. Cuanto más aprendía, más consciente era de sus carencias.
Fue al anochecer, cuando la inmensa bola que había en la bóveda se fue apagando, que un estridente chillido delató la posición de Pinki.
—¡Dónde te habías metido, bribón! —preguntó Elliot. Aunque el pájaro era listo y sabía repetir algunas frases, no estaba muy ducho en lo que a seguir una conversación se refiere. Se quedó mirando a Elliot con los ojos exultantes de alegría.
Poco después se unieron a los señores Damboury frente a la Alcaldía, lugar que habían establecido como punto de encuentro. Finalmente decidieron cenar en la misma posada en la que pasarían la noche, La Corriente Subterránea. La posadera insistió en que se sentasen en unas agradables mesitas que había fuera. Era un sitio francamente acogedor.
—Fijaos —indicó el señor Damboury—, por las noches, la burbuja que cubre la ciudad muestra la ubicación exacta de las estrellas en cada instante.
Elliot lo contempló admirado; sin embargo, prestó más atención al primer plato que se acercaba humeante. Estaba hambriento, y esta vez no iba a dejar de saborear y disfrutar una comida típica del elemento acuático. Degustaron un salteado de almejas, berberechos y coquinas, para después terminar con un exquisito pez espada con salsa marinera.
Con el estómago lleno se despidieron hasta el día siguiente.
La mañana siguiente transcurrió con mucha tranquilidad. Con las compras de los señores Damboury realizadas y Pinki de regreso, pudieron dar una relajante vuelta por el mercadillo que todos los domingos se establecía en Bubbleville. Multitud de puestos se organizaban alrededor del inmenso lago interior de agua dulce que había en la zona centro de la ciudad. Era una excelente oportunidad para contemplar la amplísima variedad de productos que se empleaban en el elemento Agua.
Encontraron toda clase de alimentos (la señora Damboury decidió ampliar un poco su compra del día anterior), y los más variados y extraños ingredientes para pociones. Como tan sólo llevaba una semana de aprendizaje y apenas había empezado a estudiar las plantas acuáticas, Elliot no pudo reconocerlas. Aunque, sin duda, allí había productos de todos los reinos elementales. Desde cestitos repletos de ruda, mirto y cilantro hasta vasijas que contenían ajenjo, enebro, parafina e incluso pulpa de vaina de algarrobo o montañas de higos de sicómoro, pétalos de amapolas, granadas…
Les sorprendió ver a un pregonero cantando a viva voz las últimas novedades del mágico mundo de los elementales. Elliot escuchó atentamente durante un buen rato por si decía algo sobre nuevas desapariciones de barcos en los Triángulos. Al ver que no comentaba nada al respecto, decidió proseguir su deambular por el mercadillo.
Al lado de los puestos dedicados a la naturaleza marina, un pequeño comerciante (era un gnomo, como no podía ser de otra manera) comerciaba con perlas. Las tenía de todos los tamaños y variedades. Seguro que a Merak le hubiese entusiasmado hacer negocios con él.
También encontraron un curiosísimo puesto decorado en rojo. Evidentemente eran comerciantes provenientes de territorios del elemento Fuego. Ponían a disposición de los habitantes de Bubbleville lámparas con bolas de fuego incorporadas, quinqués y antorchas que jamás se apagaban.
Anduvieron por el mercado durante bastante tiempo, regocijándose con todo lo que veían. Sin embargo, como no necesitaban caparazones de tortuga, ni piedra pómez, ni ninguna otra cosa, regresaron a Hiddenwood un poco antes de lo previsto.