El ambiente era húmedo y desangelado. Y el frío, el frío era abrumador, de esos que penetran hasta los huesos, impidiendo pensar y actuar con cordura. Se oía el escalofriante rechinar de los dientes y cómo tiritaban todos los que allí se encontraban, unidos a los tristes gemidos de desesperación de los que decían no poder soportar un segundo más. Pero no era lo único que se oía. No podrían aguantar mucho en aquellas condiciones.
—¿Qué tal te encuentras, Melissa? —preguntó el señor Tomclyde, que veía a su mujer con la moral por los suelos.
Llevaban tres días encerrados en aquel oscuro complejo de túneles. La única luz que habían visto desde entonces provenía de unas antorchas que había colocadas a lo largo de los corredores, cada diez metros, que titilaban en una intensa lucha por no apagarse, vencidas por el frío que allí reinaba.
—¿Dónde está Elliot? ¿Se sabe algo de él? —era lo único que respondía. No habían tenido noticias de Elliot desde el fatídico día. Nadie sabía dónde podría estar. Ni siquiera sabían si se encontraba entre ellos.
—No te preocupes, cariño. Elliot estará bien —le aseguró el señor Tomclyde en un intento desesperado por animarla. Él sentía esa misma intranquilidad por dentro que le había impedido conciliar el sueño desde entonces—. Es un chico especial y estoy seguro de que sabrá apañárselas sin nosotros.
—Pero podría estar herido o incluso… —no terminó de decir lo que le pasó por la mente. En lo más profundo de su corazón, Melissa sabía que Elliot, pese a su corta edad, era fuerte y sabría valerse por sí mismo en los momentos complicados. Y eso mantenía viva la llama de la esperanza. Eso, y las palabras de Gemma, la anciana que tanto hablaba con Elliot. Se mostraba plenamente convencida de que tarde o temprano irían a rescatarlos. Sin embargo, aquello fue antes de que se la llevaran. No habían vuelto a saber nada de ella.
—Pero… ¿dónde estamos? —era la pregunta que todos se hacían una y otra vez.
—¿Cómo van a encontrarnos si no tenemos ni idea de dónde hemos venido a parar? —era lo que se decían entre susurros.
—Estamos perdidos en un complejo de túneles que conducen a una extraña caverna inundada por aquella zona —explicó el capitán del Calixto III, quien había explorado un poco la zona junto a otros tres miembros de su tripulación—. El resto parece estar completamente bloqueado por las rocas.
—Chist… Silencio. Oigo pasos. Alguien se acerca —avisó la voz de una chica joven.
—¡Rápido, coged los picos! —ordenó otro, muy próximo a ella.
Enseguida comenzó a resonar el eco del golpeteo de los picos de acero contra la fría roca. En su mayoría eran hombres los que picaban; después, cargaban la piedra en unos extraños vagones que nunca parecían llenarse. Por su parte, las mujeres se encargaban del reparto del agua y de la escasa comida que les proporcionaban. Y los niños ayudaban en lo que buenamente podían.
Los pasos se acercaban: dos hombres; siempre los mismos y siempre juntos. Iban vestidos completamente de negro. Unos extraños velos cubrían sus cabezas y el resto de sus cuerpos estaban envueltos en unas ajadas capas negras como el carbón. Eran la viva imagen de la Señora Muerte. Tan sólo les faltaba la guadaña para resultar aún más aterradores. En su lugar, manejaban unos peculiares bastones que parecían cargados de energía. Los señores Tomclyde no los habían visto funcionar, pero había quien juraba que su fuerza era devastadora.
Se detuvieron un instante al llegar al final del túnel, justo donde ellos se encontraban. Debieron de sentirse satisfechos por cómo iba el trabajo, porque no tardaron en tomar otra dirección.
—¿Qué clase de lugar es éste? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —volvió a preguntar una mujer de unos cuarenta años cuyo pelo estaba tan despeinado que parecía estropajo—. ¿Qué esperan de nosotros?
—Señora, no sabemos dónde estamos. Nos ordenaron excavar todos estos túneles —comentó un hombre corpulento que sudaba copiosamente—. Todo fue culpa de aquella maldita luz…
—Es cierto. Fue esa luz que nos dejó cegados a todos por un momento. Y después…
—Después aparecimos en aquella habitación. Qué extraña era la sustancia que cerraba la puerta —apreció Joseph, otro de los amigos que había hecho Elliot entre los miembros de la tripulación.
—Era como una inmensa telaraña. Pero se veía tan mal…
—Sí. Era verdaderamente repugnante. Parecía un moco pegajoso…
—Yo diría que era más parecido a una pared de gelatina —puntualizó uno de los cocineros del barco—. Y no manchaba.
—Eso es verdad.
Y así llevaban tres insoportables días, pensó el señor Tomclyde. Aún recordaba con incredulidad aquel día. Melissa y él se habían desplazado a la cubierta superior después de un estupendo desayuno. Estaban charlando tranquilamente, comentando aquellas maravillosas vacaciones a la luz de un sol espléndido. Era uno de esos días sin nubes, con un cielo azul celeste espectacular. Pero de pronto, de la nada, comenzó a alzarse un banco de niebla blanca y espesa. Nadie comprendía de dónde podía haber salido. El mar parecía un plato y la brizna de aire que soplaba no era suficiente para levantar semejantes neblinas. Y, por si fuera poco, estaban en verano, en el Caribe.
Pero aquella neblina fue espesándose más y más, como si quisiera tragarse el Calixto III hasta lo más profundo de sus entrañas. En medio del desconcierto, el capitán ordenó que se encendiesen todas las luces del barco. ¡Menuda ironía!, casi era mediodía y el navío tenía todos sus farolitos encendidos. Pero de poco o nada sirvió.
Como si tuviese vida propia, la nube debió de apropiarse de toda la energía circundante y, en un alarde de poder, los sumió en una incierta oscuridad que instantes después fue rasgada por un brillante rayo de luz. Los que pudieron verlo, quedaron cegados momentáneamente. El tiempo suficiente para oír unas voces y al rato aparecer en aquella extraña caverna circular donde se encontraba la puerta de la sustancia pegajosa. Aquél fue el primer contacto que habían tenido con la «Guardia del Abismo» (así se hacían llamar).
Después los condujeron por aquellos tortuosos y profundos túneles que estaban a medio excavar. Les dijeron que debían ponerse a trabajar inmediatamente. No respondían a ninguna pregunta que se les formulaba. Si alguno subía el tono o se mostraba ansioso, lo amenazaban con sus bastones que brillaban muy intensamente. Y luego sucedió lo de aquella señora mayor, la que tan buenas migas había hecho con Elliot…
—¿Qué le habrá ocurrido a Gemma? —preguntó el señor Tomclyde en voz alta, rompiendo el incómodo silencio.
—Mucho me temo lo peor…
—No debió gritar tanto a esos malnacidos, pero… ¿quién la culpa? —inquirió el hombre corpulento—. Enloqueció nada más llegar aquí. Dijo que las fuerzas de sus amigos eran poderosas y que muy pronto nos sacarían de aquí. ¿Trabajaría para algún Ministerio de Defensa? —se preguntó—. No cabe duda de que algunos viven de la ilusión. Pobre vieja…
—Sí, pobrecilla —repitieron algunos.
Y de aquello hacía tres días. ¿O tal vez más? Estaba absolutamente convencido de que llevaban prisioneros tres días, pero no podría jurarlo. Misteriosamente, todos los relojes se habían parado con la sorprendente explosión de luz brillante. Enterrados en aquellas cavernas, era imposible saber si era de día o de noche. Únicamente se hacían a la idea de las horas por la llegada de las comidas. Por lo demás, estaban totalmente desorientados y asustados.
Debían de llevar trabajando por lo menos diez horas seguidas —y probablemente se quedaban cortos—, cuando oyeron el particular ruido del metal chocando contra la piedra. Tenuemente iluminados por una de las antorchas, divisaron dos inmensos calderos que acababan de dejar dos miembros de la Guardia del Abismo.
Cuando éstos se marchaban, el hombre corpulento se acercó a los calderos a toda prisa. Ni siquiera esperó a que se aproximasen las mujeres para que repartiesen la comida. Tomó entre sus manos el extraño cucharón que había para servir y lo sacó del recipiente. De su extremo colgaban unas hebras de color verde oscuro. Con claros síntomas de decepción en el rostro, enseñó a todos que se trataba de la misma comida de siempre. Otra vez deberían llevarse al estómago aquella extraña verdura tan salada.
Todo sucedió muy rápido. El hombretón no pudo contener su ira y, con un preciso movimiento de su brazo derecho, lanzó un manojo de aquella intomable comida con la puntería del mejor lanzador de béisbol. El impacto contra la cabeza de uno de los guardias del Abismo no se hizo esperar.
—¡Otra vez esta bazofia! —gritó colérico—. ¡Qué os habéis creído! ¡Con esta basura no aguantaremos ni dos días!
De una de las paredes, oculto tras las sombras, surgió un tercer miembro de la Guardia del Abismo. Sus manos sostenían uno de aquellos bastones que comenzó a brillar con intensidad. En un abrir y cerrar de ojos, tras un intenso fogonazo, el hombretón se encontró completamente inmovilizado. Sus brazos, a medio alzar, trataban de cubrirse la cara inútilmente. Sus párpados quedaron entrecerrados y el gesto, torcido, desviando la mirada. Pero lo más escalofriante de todo era su color: había cobrado un extraño tono blanquecino.
El guardia agresor miró despectivamente al estático hombretón y dijo:
—Son algas, estúpido. Mucho más nutritivas de lo que tu minúsculo cerebro de humano podría imaginar.
—¡Canallas! ¡Salvajes! —se exaltó el señor Tomclyde, aproximándose hasta el abatido hombretón—. ¿Qué le habéis hecho?
—¡Silencio! —ordenó otro de los guardias, armado con uno de aquellos poderosos bastones.
—¿Qué le habéis hecho? —demandó de nuevo, mientras se acercaba paso a paso, con mirada intimidatoria.
—Sigue avanzando y lo probarás tú mismo —replicó el guardia, amenazándole con su bastón.
Pero el señor Tomclyde siguió su camino, desafiando al trío de guardias.
—¡No lo haga, señor Tomclyde! —exclamó Joseph, que corrió y lo sujetó por los hombros.
—Déjame, Joseph. No podemos seguir así.
—¡No! Tiene razón, Mark. Déjalo —le pidió entre sollozos la señora Tomclyde—. Hazlo por Elliot.
Los guardias parecieron apiadarse de ella. Se miraron y se marcharon de allí. Rápidamente, Melissa Tomclyde se fundió con su marido en un fuerte abrazo, mientras rompía a llorar.
—Tranquila, todo ha pasado —la calmó el señor Tomclyde, mientras le mesaba el cabello—. Todo ha pasado.
Poco a poco, todos los que allí se congregaban fueron acercándose al hombretón.
—Pobre desgraciado —comenzó a decir uno de ellos a unos cinco metros de allí.
—No debió hacer eso…
La primera en llegar a los pies del corpulento hombre fue una mujer de unos treinta y cinco años. Su reacción fue instantánea. Se llevó las manos a la boca rompiendo a llorar amargamente.
Conforme se iban aproximando, los rostros de las personas quedaban desencajados por la angustia y el horror. Muchos llegaban y apartaban la vista al instante, sorprendidos por la grotesca imagen. A los niños no se les dejó aproximarse ni un ápice, mientras que los adultos se agolpaban ante la figura del recién agredido. Muchas lágrimas y gemidos se escaparon cuando lo contemplaron más de cerca. El hombre estaba inmóvil, de un blanco grisáceo.
Era curioso, pero entre tanta gente no había un solo médico. Uno de ellos, que decía tener conocimientos de primeros auxilios, se aproximó y fue a tomarle el pulso. Llevó su rechoncha mano al cuello y la quitó como un resorte. Por el gesto, parecía que acabara de recibir una fuerte descarga eléctrica.
—Está duro y… muy frío —fue lo único que dijo.
Todos lo miraron con aprehensión y temor. ¿Qué le había ocurrido? Una segunda persona se acercó y, al tocarlo, su mano quedó impregnada de un polvillo blanquecino. Instintivamente se llevó ésta a la boca…
—Dios mío… ¡Es una estatua de sal! —gritó al tiempo que hacía una mueca de desagrado.
El terror que infundió aquella imagen fue indescriptible. No cesaban de preguntarse qué clase de poder podían tener aquellas misteriosas personas para transformar a alguien en sal. ¿No sería un truco de magia para amedrentarlos? ¿Cómo lo habían hecho? ¿Dónde estaba el hombre realmente?
El desconcierto fue total. No sabían qué hacer con aquella figura. Nadie quería creerse que ese hombre se hubiera transformado en sal. Entonces, más de uno hizo alusión al rey Midas, que transformaba en oro todo lo que tocaba. Otro habló de la alquimia y su búsqueda por transformar objetos en oro… Pero nadie veía posible transformar a una persona en estatua de sal. Y si se equivocaban… ¡estarían perdidos!
Apenas hubo mucho más tiempo para discusiones. Los bruscos pasos que resonaron en el ambiente rompieron el silencio de inmediato. El terror de los prisioneros al ver de nuevo aquellas varas se hizo patente. Los miembros de la Guardia del Abismo habían vuelto de nuevo.
Uno de los guardias encabezaba la comitiva. Aunque también llevaba la cara cubierta, su vestimenta era ligeramente distinta a la de los otros seis miembros que le seguían los pasos. Vestía un elegante cinturón plateado con amatistas y esmeraldas incrustadas que, al moverse, emitía pequeños destellos reflejando el chisporroteo de las antorchas. Su bastón era también distinto, pues estaba decorado en la parte superior.
No tardaron en dispersarse entre toda la gente asustada. Parecían estar buscando a alguien. Sus cabezas se movieron de un lado a otro con ansiedad, tratando de identificar su objetivo. La gente los miraba con recelo y se apartaba a su paso. Los que no lo hacían, recibían un fuerte bastonazo en los riñones a modo de escarmiento.
De pronto, uno de ellos avisó a sus compañeros. A unos diez metros a la derecha de su posición, junto al muro de roca, el señor Tomclyde estaba acurrucado dando ánimos a su desconsolada mujer. El guardia que tenían más próximo se dirigió hacia los señores Tomclyde. Cuando estuvo a su lado, se volvió y preguntó con la mirada a su compañero si eran ellos. El guardia que había dado el aviso asintió.
De malos modos, prendieron a los señores Tomclyde. El que parecía al mando de la Guardia del Abismo hizo un par de indicaciones a otros dos para que retirasen la estatua, ante los pesarosos rostros de los presentes. Prácticamente nadie se movió, pues todos estaban aterrorizados. En cualquier caso, poco hubiesen podido ayudar mientras veían cómo aquellos dos compañeros —y la propia estatua— eran conducidos por un serpenteante túnel.
Los señores Tomclyde no tuvieron más remedio que obedecer. La oscuridad les impidió saber hacia dónde se dirigían. Llegaron a lo que parecía un arco y vieron cómo lo cruzaban dos de los guardias. Después, con un brusco empujón, los enviaron al interior, volviendo a sentir aquella sustancia gelatinosa sobre sus demacrados rostros.