3-VIEJOS REENCUENTROS

espejo

Pinki no se tomó muy a bien ser succionado por el espejo como si le hubiese atrapado un desatascador. Al aparecer al otro extremo, despegó del hombro de su nuevo amo y, con las plumas un tanto revueltas, revoloteó sin cesar por la habitación a la que había ido a parar. Su indignación era tal que los improperios fueron más groseros en esta ocasión.

—Vas a tener que aprender unos cuantos modales, amigo —le espetó Úter, torciendo el gesto. Aquello sonó más a una orden que a una recomendación.

En cualquier caso, Elliot había retornado a Hiddenwood. Pese a encontrarse en una pequeña casa, allí se respiraba otro aire muy distinto; la magia flotaba por todas partes.

Al salir de la habitación donde Úter tenía el espejo, Elliot descendió por la escalera en dirección al recibidor. Lo hizo sosegadamente y sin prisas, observando el entorno que le circundaba. Una vez más volvía a estar entre ilusiones.

—¡Caramba, Úter! Veo que has redecorado tu casa —señaló Elliot casi al instante. El muchacho parecía entusiasmado ante el nuevo aspecto que mostraba la pequeña casita del fantasma.

—Sí, he decidido darle un nuevo aire —contestó Úter, que iba tras el muchacho. No cabía duda de que al fantasma le encantaba dejar volar su imaginación a la hora de decorar su hogar.

—Me gusta mucho más este nuevo estilo que le has dado —opinó Elliot—. La decoración que utilizaste para la Fiesta de Florecimiento era bastante recargada para mi gusto.

—¿Tú crees? A mí me encantaba… —comentó Úter con la boca chica.

La casa, vista desde el exterior, aparentaba encontrarse en un estado de total decadencia. Cualquiera que la viese pensaría al instante que era una cabaña abandonada, pues estaba construida con madera carcomida y enmohecida por las constantes humedades. Las ventanas estaban bastante destartaladas y la puerta, afortunadamente, aún podía cerrar. De hecho, Elliot recordó cómo Gifu tuvo que usar una pequeña ganzúa para abrirla la primera vez que visitó la casa.

Sin embargo, el interior era bien distinto. Para empezar, Úter había practicado una ilusión agrandando la estancia, por lo que, al entrar, uno tenía la sensación de estar en una mansión en lugar de en una cabaña. Elliot también se percató de que la iluminación era ahora mucho más intensa. Las ventanas, amplias y luminosas, estaban abiertas de par en par dejando traspasar gran cantidad de luz. A sus lados, unas hermosas cortinas de raso de color azul marino se sujetaban con unos pomposos lazos dorados. El suelo, completamente de mármol, intercalaba baldosas blancas y negras. Por un momento, el muchacho tuvo la sensación de haberse convertido en una pieza de ajedrez (y estando en casa de Úter Slipherall absolutamente todo era posible).

Donde antaño había un lujoso aparador, Úter había colocado un precioso reloj de pared que anunciaba el paso de las horas con originales melodías. Durante la noche, intercalaba cada media hora el ulular de un búho con el gracioso cricri de los grillos (aunque a las cuatro de la mañana hacía cualquier cosa menos gracia). Por el contrario, al alba anunciaba la llegada del nuevo día con el potente canto de un gallo; a la hora del almuerzo sonaba una combinación de triángulos y timbales, mientras que avisaba de la hora de acostarse con un sonoro bostezo.

Elliot fijó su atención en un curioso cuadro que, cuanto más se acercaba a él, más se achicaba; en cambio, si se alejaba, el cuadro se hacía más grande, de manera que siempre daba la impresión de tener el mismo tamaño. Úter, con un ligero carraspeo, le sacó de su ensimismamiento:

—Ejem… Elliot…

—Curiosa obra de arte —dijo éste sin dejar de mirar el cuadro.

—Sí, es una nueva adquisición… Escucha Elliot…

—¡Ah! Y donde está aquella biblioteca, antes había una enorme tinaja repleta de flores —comentó Elliot sin hacer caso al fantasma. Su mente estaba en blanco, decidida a despejarse y olvidar lo que había sucedido en el Calixto III una hora atrás.

—Eres muy observador —apuntó Úter con tono alicaído.

Elliot, al captar falta de entusiasmo en los comentarios de su amigo, decidió mirarlo. Fue entonces cuando apreció la entristecida expresión de Úter. Aquel rostro le devolvió a la más cruda de las realidades.

—Siento parecer tan brusco, pero tenemos tareas que hacer.

—No comprendo. El barco está muy lejos de aquí. Y mis padres… ¡Aquí no podemos hacer nada!

Pinki, que por fin se había calmado, despegó del hombro de Elliot y volvió a revolotear por el recibidor. Así se pasó los siguientes cinco minutos, hasta que decidió posarse en una barra metálica que Úter acababa de hacer aparecer. Eso sí, le llevó un buen rato cerciorarse de que no era ninguna trampa.

—Siento de veras lo de tus padres, créeme. Sin embargo, es preciso que nos reunamos con los miembros del Consejo de los Elementales para poder explicarles todo lo sucedido.

—¡Ja! ¡Explicarles! —replicó Elliot llevándose ambas manos a la cabeza, pues comenzaba a sentirse desesperado—. Ya te he dicho que yo no sé nada al respecto. Además, la culpa de que estuviésemos en ese crucero la tiene Magnus Gardelegen. El fue quien nos envió los pasajes y, por su culpa, mis padres han desaparecido —dijo Elliot en un tono de voz más alto de lo habitual.

—¿Y crees que lo que ha sucedido es por culpa de Magnus Gardelegen? ¿Por regalarte unos pasajes? —preguntó Úter, intentando contener la indignación—. Vamos, Elliot. Tú y yo hemos vivido una aventura juntos y sabes perfectamente que ninguno de los miembros del Consejo trataría de hacerte daño… Y mucho menos Magnus Gardelegen.

Elliot clavó su mirada fijamente en Úter y se sintió un tanto avergonzado. No había tardado ni cinco segundos en darse cuenta de que lo que acababa de decir sobre el gran hechicero Gardelegen era una injusticia y una soberana estupidez. Su amigo acababa de darle toda una lección. Si bien era cierto que les había invitado a aquel viaje, siempre lo había hecho con buena intención.

—Escucha, Elliot —insistió Úter adoptando esta vez un tono paternal—, comprendo que lo estés pasando mal en estos momentos. De todas formas, es menester que actuemos con rapidez y recabemos toda la información posible… Estoy seguro de que van a tratar de ayudarte en todo lo que puedan.

Elliot agitó la cabeza, como si tratase de despertarse de una pesadilla y suspiró ante la impotencia que sentía. Miró hacia otro lado y no pudo contener una pequeña lagrimilla que se escapó de sus enrojecidos ojos.

—Ven, sígueme —le pidió Úter, mirándole compasivamente—; creo que será mejor que Pinki espere aquí.

—Pinki, quédate ahí tranquilo. Ahora vengo —le indicó Elliot, tal y como le había recomendado el fantasma.

Se aproximaron a las dos cortinas que cubrían la entrada al comedor. También eran de tonos azules y, como aquella primera vez, estaban corridas. El comedor se encontraba detrás, escondido tras la puerta que ocultaban los ostentosos pliegues de terciopelo. Úter no se molestó en descorrer la cortina y la traspasó como si no existiese; Elliot no tuvo más remedio que correrla hacia un lado.

Cuando lo hizo, se llevó una buena sorpresa. Serios e imperturbables, frente a él estaban los miembros del Consejo de los Elementales. Allí se encontraban, sentados a la larga mesa de nogal del comedor de Úter. Los cuatro lo miraban fijamente, sin pronunciar palabra. Sus frentes estaban arrugadas y los rostros adustos reflejaban una preocupación latente. De los cuatro, Elliot tuvo la impresión de que Magnus Gardelegen era el más afectado de todos, a tenor de su sombrío gesto. Su larga barba plateada discurría entre la túnica azul marino como si de un alud de nieve se tratase y las arrugas se le veían más pronunciadas que nunca. Al verlo, Elliot se sintió peor que si acabase de recibir una buena tunda de sopapos. Y pensar que acababa de criticarle por su estupendo regalo…

La reacción de Magnus Gardelegen le hizo sentirse aún peor. Nada más ver a Elliot, levantó la vista y esbozó una tímida sonrisa.

—Hola, Elliot —lo saludó.

—Ho… hola —tartamudeó el muchacho. Naturalmente estaba cohibido. Sabía que si los miembros del Consejo aguardaban en el comedor, habrían oído su discusión con Úter. Mas, si lo habían oído, no hicieron un solo comentario al respecto.

—Supongo que de poco o nada serviría decirte cuánto sentimos la situación que estás viviendo —prosiguió Magnus Gardelegen, con su mirada alicaída y perdida en el cortinaje que había a espaldas de Elliot.

Por un instante, Elliot llegó a pensar que tenía razón en lo que acababa de decirle a Úter; el gesto de Magnus Gardelegen bien podía indicar cierto sentimiento de culpabilidad por haberlo mandado al Calixto III.

El muchacho se mantuvo callado, con la vista al frente. Qué sabrían ellos sobre sus sentimientos. Ninguno de ellos había perdido a sus padres en el barco.

—Sin embargo, necesitamos toda la información que nos puedas proporcionar —el que habló esta vez fue Aureolus Pathfinder, haciendo un nuevo alarde de su particular frialdad. Elliot no comprendía cómo el máximo representante del elemento Fuego podía ser más frío que un carámbano de hielo. Ahí estaba, imperturbable, escondido tras una llamativa túnica roja, con el entrecejo fruncido y los labios bien apretados formando una férrea línea recta. Sus oscuros ojos hacían juego con el largo pelo negro del que comenzaban a salir algunas hebras cenicientas.

Cloris Pleseck, la representante del elemento Tierra, dirigió una severa mirada a su compañero. Ella había cogido especial cariño a Elliot, pues estuvo a su cargo durante el año anterior en Hiddenwood. Un retorcido moño sujetaba su pelo castaño, del mismo color que sus ojos. La túnica, como siempre, era verde esmeralda ribeteada en oro.

Frente a ella estaba sentada Mathilda Flessinga que, como indicaba su impoluta túnica blanca, tenía a su cargo el elemento Aire. Su pelo, corto y rizado, unido a un rostro regordete, le confería un carácter distendido y jovial. Sin embargo, estaba mucho más callada que otras veces.

Elliot rompió el silencio que había durado apenas unos segundos:

—Como le he dicho a Úter Slipherall, yo no he hecho nada. No tengo ni idea de qué es lo que ha podido ocurrir…

—Tus ojos algo han tenido que captar. No ha podido desaparecer la totalidad del pasaje de semejante buque sin que te enterases —insistió Aureolus Pathfinder. Su mirada era cada vez más penetrante e incómoda, y Elliot prefirió dirigirse al resto de los miembros del Consejo.

Elliot levantó los hombros en señal de total desconcierto. Sin embargo, una pregunta afloró de pronto en su mente.

—De verdad, no he visto nada. Pero… ¿cómo se han podido enterar tan rápido del suceso? Apenas hace una hora que el barco quedó a la deriva y…

—Las preguntas las hacemos nosotros, Elliot Tomclyde —replicó bruscamente Aureolus Pathfinder.

Magnus Gardelegen hizo un gesto conciliador a su compañero, aunque fue Mathilda Flessinga la que habló en esta ocasión:

—Hemos sido avisados por el Oráculo. No creerás que una cosa así podría pasar desapercibida…

Mathilda Flessinga miró de reojo a sus compañeros, buscando su apoyo. Éstos asintieron en mayor o menor medida, refrendando la justificación dada por la responsable del elemento Aire. Había algo en su interior que le decía a Elliot que las palabras de la mujer no eran del todo ciertas. A decir verdad, Elliot había hablado con el Oráculo tan sólo una vez en su vida. Apenas sabía algo sobre su poder, de manera que no tenía más opción que aceptar lo que le acababan de decir. Pero no se lo creyó.

—Bien, Elliot —retomó el interrogatorio Cloris Pleseck—. Cuéntanos todo lo que viste. Cualquier detalle puede resultar determinante, aunque a ti no te parezca relevante. Tú estabas allí…

—Bueno… Técnicamente, no… —respondió Elliot a duras penas. Había tratado de evitar ese punto en vano. Iba a tener que explicar dónde estaba cuando todo ocurrió. No le quedaba otra salida.

—¿Cómo que «técnicamente no»? —inquirió Aureolus Pathfinder, que comenzaba a calentarse.

—Pues que yo… realmente no estaba en el barco cuando sucedió todo —terminó por aclarar Elliot.

Los miembros del Consejo quedaron atónitos ante aquella inesperada revelación. Tardaron unos instantes en digerir lo que acababan de oír.

—¿Quieres decir que no viste lo que ocurrió… porque no estabas allí? —resumió Mathilda Flessinga.

—Sí, eso es.

—Explícate, Elliot —demandó Aureolus Pathfinder.

Y entonces no tuvo más remedio que narrar lo que había sucedido. Les explicó cómo había empleado el espejo para ir a su casa (el busto de Bonifacius Sandwip le enseñó a hacerlo el curso anterior) para buscar uno de los libros que le había regalado el maestro Goryn. No obstante, decidió omitir algún que otro detalle comprometedor en su declaración, como su primera fugaz escapada a través del espejo, una semana atrás.

—Si, como dices, el libro estaba en tu dormitorio… ¿cómo es que tardaste tanto tiempo en regresar? —Aureolus Pathfinder no estaba dispuesto a pasar por alto ningún detalle.

Entonces Elliot les contó lo de la carta de su amigo Eric Damboury y cómo se entretuvo leyéndola.

—¿Es cierto que hay árboles plantados en el fondo del mar? ¿Cómo es posible? —preguntó Elliot un poco más animado y tratando de desviar un poco el cauce de la conversación.

Cloris Pleseck terminó por asentir con una sonrisa en sus labios. El mundo de los árboles le fascinaba; al fin y al cabo, la Tierra era su elemento. Sin embargo, aquel momento de distensión fue cortado tajantemente por Aureolus Pathfinder.

—No cambies de tema, muchacho. Esto no es ningún juego —repuso con autoridad el representante del Fuego.

Elliot no tuvo más remedio que revivir su experiencia en el fantasmal barco, describiendo las salas desiertas, salvo por Pinki…

—¿Pinki? ¿Quién es Pinki? —preguntó un suspicaz Aureolus Pathfinder con vehemencia.

—Es un loro bastante simpático… aunque un tanto grosero, sí. Doy fe de ello —para sorpresa de Elliot, fue Úter quien contestó. Casi había olvidado que se encontraba allí—. Debe de estar merodeando por toda la casa.

Cuando Elliot concluyó el relato, los ojos de sus interlocutores habían quedado poco menos que abiertos como platos. Finalmente los cerraron con una expresión que más bien pareció alivio que otra cosa.

—Lo siento —terminó Elliot, al ver cómo lo miraban.

—Lo siente —replicó irónicamente Aureolus Pathfinder—. Dice que lo siente. Nosotros preocupadísimos por el joven Tomclyde y él se va de excursión sin importarle lo que pueda ocurrirle.

—Bueno, Aureolus —lo tranquilizó Cloris Pleseck—, si el chico se hubiese encontrado en el barco, lo más seguro es que ahora no estuviese aquí presente.

—Es cierto, Cloris —prosiguió Mathilda Flessinga—, la suerte ha estado esta vez de nuestro lado.

—No quiero ni pensar qué hubiese sucedido si Elliot también hubiese sido secuestrado… —dijo Cloris Pleseck arrastrando las palabras, como si se tratase de un pensamiento en voz alta. Elliot no pasó por alto la palabra «secuestrado», pero no se atrevió a abrir la boca.

—Lo que parece quedar claro es que la carta de tu amigo Eric motivó un retraso… —Magnus Gardelegen parecía inmerso en sus conclusiones, ajeno a los comentarios de sus compañeros—, un retraso que sirvió para que no vieras cómo desaparecía la tripulación del Calixto III.

—Por lo que cuenta el muchacho, parece obvio que no pudiera ver gran cosa —concluyó Mathilda Flessinga.

—Estoy de acuerdo —dijo Aureolus Pathfinder, para sorpresa de todos—. Sin embargo, creo que merece un castigo por utilizar el espejo sin autorización.

—Aureolus, Aureolus… Es cierto que el chico ha sido un poco travieso, y él lo sabe, ¿verdad? —le dijo Cloris Pleseck tratando de quitar hierro al asunto—. Estamos en verano y en Hiddenwood, que es mi jurisdicción. No creo que haya que castigarle…

Elliot casi se muere de vergüenza al contemplar la mirada maternal que le dirigía Cloris Pleseck. De buen grado hubiese aceptado un castigo con tal de no tener que soportar aquellos ojos.

—Aureolus, creo que Elliot ya ha recibido suficiente castigo con la experiencia en sí, ¿no crees? —le replicó Magnus Gardelegen.

Las palabras del representante del elemento Agua hicieron mella en todos los presentes. Aureolus Pathfinder comprendió de inmediato lo que quería decir su compañero: los padres del muchacho habían desaparecido en el accidente. Elliot también captó el mensaje subliminal que acababa de transmitir Magnus Gardelegen e, inmediatamente, lo relacionó con la palabra que había oído unos minutos antes.

—Disculpen… ¿Han hablado de «secuestro»? —preguntó Elliot, que había seguido atentamente las reacciones de los miembros del Consejo.

—Hasta el momento es la hipótesis que barajamos —comentó serenamente Magnus Gardelegen.

—Nadie desaparece así como así de un barco. Todo en esta vida tiene una justificación, por muy extraña y retorcida que nos parezca —afirmó Aureolus Pathfinder con rotundidad.

—¿Quién podría querer secuestrar a más de quinientas personas? ¿Qué pretenderían con ello? —preguntó Elliot, cada vez más intrigado.

—Por el momento, no podemos más que hacer conjeturas. Aun así, no creo que sea el lugar más adecuado para divagar sobre el asunto. Tenemos unos medios de información y no te quepa duda de que vamos a hacer todo lo posible para que esto se resuelva cuanto antes.

—¿Podría ser Tánatos? —preguntó Elliot de pronto—. Ha quedado en libertad y si es tan poderoso como malvado…

—Podría ser. Por supuesto, es el principal sospechoso. Pero hay que confirmar muchas cosas —dijo Cloris Pleseck.

Magnus Gardelegen entrelazó sus manos, se inclinó levemente hacia delante y dijo con voz sosegada:

—Únicamente tenemos un barco a la deriva del que han desaparecido más de quinientas personas, que no es poca cosa. Aunque sospechemos que haya sido obra de Tánatos, no tenemos certeza al respecto. Tampoco sabemos el motivo que ha llevado, a quien quiera que sea, a cometer semejante locura.

El tono de voz empleado por Magnus Gardelegen dio a entender que el tema había quedado zanjado. Sin embargo, a Elliot aún le quedaban dudas:

—¿Qué va a ser de mí? —preguntó el muchacho con cierto temor—. El año anterior, el Oráculo dijo que debería aprender otras… disciplinas. —Dudó y miró de reojo a Úter Slipherall. El fantasma no sabía que en sus pruebas de magia elemental había sido seleccionado para la totalidad de los elementos—. En dos semanas debería reanudar el aprendizaje. Magnus Gardelegen esbozó una amplia sonrisa.

—Debemos pedirte que permanezcas con Úter durante unos días, hasta que contemos con nueva información. En cuanto a tu aprendizaje, me alegra saber que quieres recibir nuevas lecciones. No te preocupes porque, a su debido tiempo, el Oráculo te comunicará qué es lo que más te conviene. De momento, paciencia. Va a ser difícil, lo sé. Pero necesito que seas comprensivo y podamos trabajar.

A Elliot no le parecía mal la idea de quedarse con Úter en su ilusoria mansión. Seguro que sus amigos le harían alguna visita en cuanto se enterasen de dónde se encontraba. Además, estando dentro del mundo mágico, ya se las apañaría para escribir a Eric. Tenía una respuesta pendiente…

—Eh… Bien —aceptó Elliot—, sin embargo, hay un último detalle que me gustaría aclarar…

—¿Sí?

—Bueno… Úter, no te lo tomes a mal… Pero necesitaré comida y una cama que no sean ilusiones. Tu comida está muy buena, pero no llena el estómago. Ya me entiendes…

Úter no hizo ningún esfuerzo por reprimir una sonora carcajada.

—¡Eso no es ningún problema! —repuso orgulloso el fantasma—. Ya había pensado en ello. Tengo una despensa bien surtida de comida de la de verdad para que no vayas a pasar hambre (cortesía de la señora Pobedy todo hay que decirlo). En cuanto a la cama, supongo que Magnus Gardelegen no tendrá ningún inconveniente en hacerte aparecer una bien mullidita.

—En absoluto —respondió el aludido—, donde tú me digas, Úter. Es tu casa…

Con más optimismo que al comienzo de la reunión, se trasladaron a la habitación que Úter indicó, no muy lejos del cuarto en el que guardaba el espejo, en la primera planta. Como él dijo «siempre la tenía preparada para un invitado especial». Era un dormitorio amplio, de techos altos. La luz de los candelabros titilaba, iluminando claramente el espacio destinado para la cama.

Con una ligera palmada, Magnus Gardelegen hizo aparecer una inmensa cama adoselada, acompañada de un comodísimo colchón de agua que Elliot no tardó en estrenar.

Poco después, retornaron al cuarto trastero donde Úter escondía su espejo. Allí tuvieron unas últimas palabras.

—Enviaré a Goryn en busca de tu ropa —Magnus Gardelegen se anticipó a responder a la última duda de Elliot, antes de que el chico abriese la boca—. Nos veremos pronto.

Y tras decir esto, abandonó la estancia acompañado por sus compañeros del Consejo.

El vacío no tardó en percibirse. Era como si se hubiesen apagado las luces y el telón se hubiese bajado. Allí se quedó él, con multitud de preguntas sin respuesta, a la espera de que surgiese cualquier novedad.

—En fin… —dijo Úter para romper el hielo una vez que se habían quedado solos—. Creo que deberías comer algo, Elliot. La hora del almuerzo ha pasado hace un buen rato y tú, si no me equivoco, no has debido de comer nada desde esta mañana.

—No tengo hambre, gracias.

—Pues deberías comer. Tu estómago no tiene la culpa de todo esto y no vas a arreglar nada sin probar bocado.

Tras insistir un rato, Úter consiguió animar al muchacho. Le ofreció un auténtico banquete en el que, sin lugar a dudas, se notaba claramente la mano de la señora Pobedy, la dueña de El Jardín Interior, una pequeña posada de Hiddenwood. Disfrutó de un sabroso suflé de atún encebollado y probó una jugosa ensalada de frutas, de la que Pinki también dio buena cuenta. Mientras, Úter trataba de entretenerlo con variopintos espectáculos ilusorios. Era como ver la televisión mientras comía, sólo que en tres dimensiones.

Después del almuerzo, como no había nada que hacer, decidieron salir a dar un paseo por el precioso bosque que rodeaba la casita. Nadie sabía con exactitud qué extensión podían tener los bosques de Hiddenwood; había quien decía que eran infinitos. Cuando Elliot se adentró en el bosque, un recuerdo le vino inmediatamente a la cabeza. Aquel paseo, junto a Úter, era como los que solía dar con su padre por las inmediaciones de Quebec. La tranquilidad reinaba a su alrededor, perturbada cada dos por tres por Pinki, que no cesaba de proferir groseras exclamaciones a los pájaros que piaban alegremente o, cuando veía una ardilla recolectando comida, la perseguía hasta que soltaba el fruto recogido y lo engullía sin contemplaciones. Aun así, a Elliot le agradaba aquel distendido ambiente.

Apenas habían pasado unas horas desde su desaparición y Elliot no cesaba de pensar en sus padres. ¿Dónde estarían? ¿Qué habría sido de ellos? Mientras tanto, él estaba deambulando por el bosque, atado de pies y manos. Se sentía, en cierto sentido, prisionero; aunque en casa de un amigo, pero sin poder salir ni hacer nada. ¿Cuándo volvería a ver a Eric? ¿Y a Gifu? ¿Y a Merak?… ¿Y a Sheila?

Unas horas después, cuando el cielo comenzó a teñirse de un rosa anaranjado, decidieron volverse a casa. Elliot se fue a la cama sin cenar. Había sido un día horrorosamente largo y sólo quería descansar y pensar en lo ocurrido. Y eso fue lo que hizo. Se tumbó en el confortable colchón y fijó su mirada en el más allá, recordando cómo había transcurrido aquella pesadilla.

«Cuánto puede cambiar la vida de uno en unos minutos», pensó. Se había levantado como un día cualquiera y terminó de leer su novela mágica. Se fue en busca del tercer libro y… Había estado tan cerca… Tan sólo habían sido diez minutos. ¿Qué son diez minutos en la vida de una persona? Parecía una miseria, pero para él significaba tanto… Pensó en sus padres. Ya no se trataba de una simple desaparición. Habían hablado de secuestro. ¿Dónde se encontrarían? ¿Quién podría estar detrás de todo aquello? ¿Qué podía motivar que secuestrasen a quinientas personas? ¿Qué sería de ellos? Elliot estaba sumido en un mar de dudas y preocupaciones. Se sentía impotente pero… ¿qué hubiese podido hacer él de haberse encontrado allí? ¿De qué le hubiese servido la magia si hubiese tenido que enfrentarse contra todo un ejército de poderosos hechiceros?

La noche fue avanzando, pero no tenía sueño. No quería tener sueño. Siguió dándole vueltas y más vueltas al tema. Su desesperación, fruto de su impotencia, fue transformándose en una necesidad de acción. Tenía que hacer algo. Había dado su palabra a Magnus Gardelegen de que estaría con Úter, pero no podía quedarse de brazos cruzados mientras sus padres estaban en manos de un extraño. De pronto un sudor frío recorrió su espalda. ¿Y si era obra de Tánatos? ¿Y si descubría que tenía prisioneros a sus padres? Elliot era consciente de cuánto odio albergaba la persona de Tánatos. Tenía sed de venganza hacia los Tomclyde. Elliot recordaba muy bien las palabras que tuvo contra Finías Tomclyde, su antepasado, cuando estuvo apresado durante unos minutos en el patio de Nucleum. Dijo que su sangre pagaría eternamente. Y su padre, aunque no era hechicero, no dejaba de ser un Tomclyde.

Tenía que hacer algo. Empezaría por contárselo a Eric. Sí, tenía que escribirle y comentarle lo que había sucedido. Si era obra de Tánatos, también él debía estar informado. Aún se quedó pensando un buen rato en cómo le contaría tan sobrecogedoras noticias. Oyó el aleteo de Pinki al salir por la ventana poco antes de que el sueño le venciese y quedase profundamente dormido.

Un insistente toc toc sonó en la puerta.

—¡Vamos dormilón, que ya es hora de levantarse! —gritó una vocecita aguda.

—¿Úter? —preguntó Elliot aún en el séptimo sueño—. ¿Ya es de día?

—¡Eh! A mí no me confundas con el fantasma, que no me parezco en nada a él. ¿Queda claro? —respondió la vocecita—. Y, sí, es hora de desayunar.

—¡Gifu! —gritó de pronto Elliot, dejando de lado su somnolencia. Se puso de pie pegando un brinco y corrió a la puerta—. ¡Qué alegría verte!

—Lo mismo digo, Elliot —respondió el duende.

—No has cambiado nada —apreció Elliot. Vestía sus clásicas mallas verdes y el copete del mismo color. Seguía tan jovial como siempre y sus ojos almendrados irradiaban felicidad ante el retorno de su joven amigo.

—Apenas ha pasado un mes. No pretenderías que ya tuviese barba… —bromeó Gifu guiñando un ojo—. Vamos a tomar algo. Tengo entendido que por fin Úter tiene comida de la de verdad, no esos pasteles que prepara que parecen de humo.

Entraron en la cocina que, como no podía ser menos, Úter tenía perfectamente ordenada y limpia; es más, paradójicamente, siempre era una cocina por estrenar. Los desayunos aguardaban sobre una pequeña mesita redonda, dispuesta en el centro.

—Buenos días, Úter.

—Buenos sean, Elliot. Tienes preparado un pequeño tentempié.

—Ya lo veo, muchas gracias.

Elliot y Gifu estaban compartiendo unas jugosas piezas de fruta y las gachas de avena cuando entró Pinki alborotando a más no poder.

—¡Pero qué es esto! —exclamó Gifu al tiempo que se sujetaba el copete—. ¿Te ha dado por coleccionar bichos, Úter?

—Para tu información, es un loro. Y no es mío, sino de Elliot. —Los ojos del duende se hicieron tan grandes como platos.

—Fue el único superviviente del barco… No lo iba a dejar allí —se justificó Elliot. Entonces sacó de su bolsillo unos granos de maíz que Pinki comió con avidez—. Se llama Pinki, ¿sabes?

—Pinki… —repitió Gifu—. Hola Pinki, yo soy Gifu.

—Gifu —repitió el loro, tras tragar un grano de maíz.

El duende no tardó en abalanzarse sobre un par de piezas de fruta, antes de comentar el extraño suceso acaecido en el Calixto III. Úter, que ya conocía casi todos los detalles, se unió a la conversación. En cualquier caso, ambos no cesaron de infundir ánimos al joven muchacho. Pero Elliot no los necesitaba; se había levantado de muy buen talante. Quizá porque le había alegrado ver al duende, quizá porque tenía la firme decisión de tomar cartas en el asunto.

Como Úter no comía, salió de la cocina un rato y Elliot aprovechó para preguntarle a Gifu:

—¿Tienes un trozo de pergamino?

—Eh… Sí, claro. ¿Para qué lo quieres?

—Para hacer papiroflexia y decorar mi habitación, si te parece… —ironizó Elliot, mientras hacía una inocente mueca con la boca—. Pues para qué lo voy a querer. Necesito escribir a Eric, pero Úter no tiene ni papel ni pluma… Aquí casi todo es fruto de las ilusiones.

—Adelante, entonces —dijo Gifu, extrayendo un papiro de su manga y una pequeña pluma.

—¿Viajas con el papiro así?

—Obviamente, no. Lo traje porque estaba seguro de que lo ibas a necesitar. Ya suponía que habrías venido ligero de equipaje…

Al ver el papiro, a Elliot se le había iluminado la cara.

—Eso sí, procura que ese viejo cascarrabias no te vea escribiendo. ¡Es capaz de impedírtelo! —Hizo una breve pausa antes de decir—: No te preocupes, yo me encargaré de llevarlo a Buzón Express.

—Muchas gracias. No esperaba menos de ti.

Gifu era tremendamente servicial. Siempre estaba dispuesto a apoyar a sus amigos en todo. No importaba que por el camino hubiese que saltarse alguna que otra norma. Los amigos eran su prioridad.

Con el rabillo del ojo, Elliot vio que Úter entraba por la puerta de la cocina y se apresuró a guardar los utensilios de escritura.

—Gifu —llamó Úter poco después—, he de irme a Hiddenwood a resolver unos asuntos. Confío en tus treinta y dos años para que sepas cuidar de Elliot.

—Treinta y tres —corrigió el duende—, los cumplí hace un par de semanas.

—Es igual. Tengo la misma confianza en ti aunque tengas un año más. Es decir, muy poquita. Espero que no hagáis ninguna tontería.

—Muy gracioso. No todos estamos tan maduros como tú. ¿Cuántos años tienes? ¿Trescientos? ¿Setecientos? ¿Mil?

—Si tú supieses…

—A propósito, Elliot, ¿tú no cumples años? —preguntó Gifu.

—Sí, el primer día de febrero.

—¿Febrero? ¡Y no nos avisaste el año pasado! —protestó Úter esta vez—. Bien. Si la veo, le diré a la señora Pobedy que prepare sendos pasteles para celebrar vuestros cumpleaños atrasados.

—¡Galleta! ¡Galleta! —gritó Pinki al ver que hablaban de comida.

Gifu miró con rostro serio al fantasma. Éste se dio la vuelta y se alejó volando, atravesando los árboles que rodeaban la pequeña casita de madera.

El fantasma se perdió pronto en la espesura del bosque. Esperaron unos minutos por si Úter daba media vuelta; quién sabe si habría olvidado decirles algo o simplemente quería cotillear. Cuando todo pareció tranquilo, Elliot sonrió y tomó el papiro y la pluma. Acto seguido, se puso a redactar la carta.

Querido Eric:

No te puedes imaginar qué oportuna fue tu carta. Sería muy largo de explicar pero, por decirlo de alguna manera, me salvó la vida. No sé si habrás oído algo, pero las cosas se han puesto muy feas. Todo el pasaje del barco en el que viajaba, el Calixto III, exceptuándome a mí y a un loro que se llama Pinki, han desaparecido. Según los miembros del Consejo, han sido secuestrados. Por el momento no se sabe nada más. Están investigándolo.

Como medida de protección, me alojo en la casa de Úter. Está siendo muy amable conmigo, pero me siento completamente inútil. Mis padres están secuestrados y no es fácil quedarse quieto, sin poder hacer nada.

Supongo que aún estarás en Bubbleville disfrutando de unas merecidas vacaciones. Espero que Gifu no tenga problemas para hacerte llegar esta carta. Cuando vuelvas, te comentaré todo con más detalle.

Un abrazo,

Elliot

—Creo que esto será suficiente para tenerle avisado —comentó Elliot, mientras enrollaba el pergamino—. ¿Seguro que no te importa enviarlo?

—Por favor, no me ofendas —respondió el duende torciendo el gesto. Le quitó el pergamino de las manos y lo puso a buen recaudo en el interior de su chaqueta—. No sería mala idea poder echar un cable con las investigaciones, ¿no crees?

Aquello infló la moral de Elliot.

—Me encantaría pero… ¿cómo?