2-¡GALLETA, GALLETA!

espejo

—¿Hola? —volvió a preguntar Elliot en voz bien alta, mientras notaba sobre su espalda un ligero cosquilleo, claro síntoma de la inseguridad que sentía al encontrarse en la más absoluta soledad.

Por segunda vez, no obtuvo respuesta. Era como si todo el mundo se hubiese desvanecido o algo por el estilo. No había otra explicación. Elliot seguía dándole vueltas al tema y recordando paso a paso lo que había hecho desde que abandonara el comedor. Cuando había emprendido el camino hacia su camarote, hacía exactamente diez minutos, al menos una veintena de personas se bañaban en la piscina. Otros tantos se encontraban en las mesas bajo las sombrillas azules pero, ahora, el único rastro que quedaba eran las bebidas, aún sin apurar, y los bolsos de playa de las señoras. El viento había desplazado varias toallas que habían quedado abandonadas a su suerte hasta el borde de la piscina, donde dos colchonetas y un flotador nadaban a la deriva.

Aquello era muy extraño.

Se aproximó a la barandilla y se asomó. Oteó desde los alrededores del navío hasta lo más alejado del horizonte, donde el cielo se confundía con el océano. No había nadie en el agua. «Qué estupidez», pensó. Aquello no era un barco pirata desde el que lanzaban al personal por la borda. Y si hubiera caído alguien al agua, no se hubiesen tirado todos como posesos detrás de él. Además, miró a su alrededor y vio que todos los botes salvavidas y los flotadores seguían perfectamente amarrados. Nadie había hecho ademán de utilizarlos.

Volvió a mirar su reloj de pulsera, por si se hubiese confundido. No, el segundero avanzaba con total normalidad y los segundos caían uno tras otro sin que nada cambiase aquel desolador panorama. ¿Dónde estaba la gente? De pronto se acordó de sus padres. Si el pasaje se había desvanecido… ¡también lo habrían hecho ellos! ¿No sería aquello una broma? Una broma de muy mal gusto, sin lugar a dudas. ¿Acaso sería obra de alguien proveniente del mundo mágico? Recordó cómo el año anterior Goryn le había aislado de todos sus compañeros de campamento con el objeto de llevarle ante los miembros del Consejo de los Elementales. Sin embargo, el hechizo que empleó le permitía ver a la gente que había a su alrededor, aunque éstos no se percatasen de su presencia… ¿Habría utilizado alguien un conjuro diferente en esta ocasión?

—¿Goryn? —preguntó el muchacho sin ninguna convicción, frunciendo el entrecejo—. ¿Hay alguien a bordo? ¡Si esto es una broma, no tiene ninguna gracia!

Pero no ocurrió nada. No surgió ninguna voz del más allá, oculta a los ojos de Elliot. Únicamente se oía el suave oleaje, ajeno a lo que ocurría a bordo del barco y que empezaba a encrespar los nervios del muchacho. Nadie respondía a su llamada y Elliot comenzó a preocuparse de veras.

¿Qué podía haber motivado aquella inquietante situación? Trató de recordar cuando la cubierta estaba abarrotada de gente y él se iba a su camarote. Todo le había parecido normal. Nadie actuaba de forma extraña, nadie había dicho nada fuera de lo común…

De repente, un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Y si todo era por su culpa? Había practicado un hechizo en el espejo de su camarote, abriendo una puerta mágica hacia Quebec. ¿Y si eso había supuesto una grave alteración del equilibrio? Sin duda, había infringido una norma al utilizar el espejo, pero alterar el equilibrio, eso ya eran palabras mayores, penado con prisión en Nucleum. De hecho, su mortal enemigo, Tánatos, se había pasado incontables años en la prisión mágica de los elementales hasta que logró escapar de ella un par de meses atrás.

De pronto, una idea surgió en su mente. ¿Y si era Tánatos el que estaba detrás de aquel misterioso suceso? ¿Y si él era precisamente el artífice de que la gente del barco hubiese desaparecido? ¿Habría intentado atraparle a él con aquella jugada? Pero… Imposible. Tánatos no tenía ni idea de que él iba en aquel barco.

Una vez más, por su mente volvió a cruzar el sentimiento de culpabilidad y de nuevo lo desechó aludiendo que había practicado el mismo hechizo una semana atrás. Y realmente era cierto. El martes anterior había practicado ese mismo conjuro y nada de aquello había sucedido.

—Basta —se dijo a sí mismo. Trató de infundirse un poco de calma y ánimos respirando hondo un par de veces.

Ya se preocuparía más adelante de investigar qué había motivado todo aquello. Por el momento, debía analizar el hecho: todos los pasajeros del Calixto III se habían esfumado. Lo primero que debía comprobar era si quedaba alguien en el barco o si, por el contrario, en verdad se encontraba abandonado y a la deriva.

Pensó que tendría más posibilidades de toparse con alguien en una habitación, por lo que decidió comenzar la búsqueda por los camarotes. Era de prever que si todavía quedaba alguien en el barco, podría encontrarse dentro de su dormitorio. Tal vez alguno fuese excesivamente dormilón y todavía estuviese durmiendo. Con un renovado optimismo, se dirigió con resolución a los camarotes.

Sabía que había varias cubiertas y que buscar en todas ellas le iba a llevar un buen rato. Decidió que la primera cubierta a la que se dirigiría sería la suya, la Coliseum, aunque estaba casi seguro de que sus padres no se encontrarían en el camarote número quince. ¡Hacía nada estaban en el comedor!

En el corredor, el silencio era sepulcral. Por segunda vez aquel día, volvió a sentir cómo los latidos de su corazón golpeaban el pecho con extremada fuerza. A primera vista, todas las puertas estaban cerradas a cal y canto. Sin una llave, no podría hacer gran cosa, por lo que optó por ir golpeando las puertas por si alguien le respondía u oía el más mínimo murmullo.

De las trece primeras puertas no salió ni un débil gemido. Pasó de largo delante de su camarote y se fue directamente a la decimoquinta puerta. La golpeó con insistencia pero, igual que en todas las demás, obtuvo la callada por respuesta. Sus esperanzas de encontrarse con alguien se fueron desvaneciendo conforme se aproximaba a la escalera del fondo.

Empezó a correr cada vez más deprisa, mientras la desesperación se iba apoderando de él. Recorrió con ansiedad una cubierta aquí y otra allá. Aunque los corredores estaban completamente iluminados, todas las puertas estaban cerradas con llave. Tuvo la sensación de estar en un barco fantasma.

Cabizbajo, se encaminó a la cubierta principal, la Imperial, que se encontraba en la parte más alta del barco. El pasillo era un poco más corto que los anteriores y ligeramente más ancho. Para su sorpresa, aproximadamente a la mitad del corredor, se topó con uno de los carritos de la limpieza. Más aún, ¡la puerta frente a la que se hallaba estaba entornada!

Llamó a la puerta con suavidad, casi temiendo una contestación. Como nadie respondió a su llamada, con un leve empujón la abrió de par en par. No había diferencia alguna respecto a los demás camarotes. Abiertos o cerrados, estaba claro que de ellos emanaban la misma calma e idéntico panorama desolador. Las camas estaban a medio hacer, con las sábanas plegadas a sus pies. Una fregona estaba apoyada en la puerta del cuarto de baño, un par de paños de limpieza en la mesa escritorio… Sin embargo, no había ni rastro de la mujer de la limpieza y, mucho menos, de los inquilinos de aquel camarote.

Al salir, Elliot fijó su mirada en la puerta que había al final del pasillo. Aquel debía de ser un camarote de lujo; el equivalente de una suite en un gran hotel de muchas estrellas. Se aproximó y leyó en el letrerito dorado que había sobre la puerta que era el camarote del capitán.

—¡Capitán! —llamó, casi aporreando la puerta. ¿Qué había sucedido? Volvió a golpear la puerta con fuerza—. ¿Está usted ahí?

—¡Adelante, bribón! —respondió una voz cascada y aguda.

El corazón de Elliot estuvo a punto de pararse por el susto que se pegó. No esperaba ninguna contestación y mucho menos que el capitán tuviese aquella voz tan… particular. Esperó unos segundos, pero no percibió caminar alguno detrás de la puerta. Tímidamente golpeó de nuevo y se sobresaltó al oír unos gritos de auxilio en el interior.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Barco a la deriva! ¡Nos vamos a pique!

—¡Aguarde! —pidió Elliot, mientras buscaba cómo entrar en el camarote.

Agobiado, giró sobre sus pasos y se dirigió al carrito. El equipo de limpieza solía tener una llave maestra para poder entrar en los dormitorios de los pasajeros mientras éstos disfrutaban de su agradable crucero. Se encorvó un poco para fijarse con más detalle. Al cabo de un rato de observar con detenimiento el carrito, vio la tarjeta con banda magnética, colgada en uno de los laterales. La cogió sin ningún tipo de remordimiento y volvió a la carrera hasta la susodicha puerta. Sin perder un solo instante, ensartó la llave en la cerradura del camarote del capitán.

¿Sería la mujer de la limpieza la que se hallaba prisionera? Quizá el capitán se encontrase en un aprieto o medio amordazado, de ahí su extraña voz… A lo mejor era otra persona. Se temía lo peor. En cualquier caso, en breve lo averiguaría. La diminuta bombilla se puso de color verde y, con un leve empujón, se adentró en el dormitorio.

Fue como atravesar un espejo. Aquel camarote parecía encontrarse en otra dimensión. Lo que sus ojos contemplaron, lo dejaron perplejo; más bien boquiabierto y anonadado. Era un dormitorio de ensueño, como si acabase de aparecer en el camarote del capitán de una nave con más de un siglo de historia. Sobre las paredes, de madera de caoba tallada y ricamente ornamentada, colgaban numerosas cartas de navegación. También había un reluciente marco de cristal con todos los nudos marineros imaginables. Volvió la cabeza en dirección a una de las esquinas y contempló, estupefacto, una hermosa vitrina repleta de recuerdos de un viejo lobo de mar.

Se aproximó muy lentamente al enorme escritorio que tenía el capitán frente a su imponente cama adoselada. Sobre éste se encontraba el cuaderno de bitácora, un curioso abrecartas con la forma de un pez espada, una pluma de escribir y un pequeño reloj de mesa que señalaba las doce menos seis minutos. Elliot no tardó en percatarse de que las agujas se habían detenido. Resultaba bastante extraño que aquel reloj estuviese averiado en un sitio donde todo parecía tan bien cuidado. A tenor de lo visto, el capitán debía de ser una persona bastante cuidadosa con sus pertenencias.

—¿Capitán? —Elliot acababa de salir de las nubes. El hecho de ver aquel reloj parado le había devuelto de golpe a la realidad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el camarote estaba vacío. Entonces…— ¿Quién ha gritado pidiendo auxilio?

—¡Estúpido bocazas! ¡Estúpido bocazas! —resonó la peculiar voz desde la ventana que había a sus espaldas.

Elliot se dio un susto de muerte porque había sonado realmente cerca. Se dio la vuelta y contempló, admirado, el plumaje color verde esmeralda de un loro. En su panza destacaban unos tonos amarillentos, mientras que en la punta de la cola las plumas eran de un ocre rojizo. Se apoyaba en el marco de la ventana que, sorprendentemente, estaba abierta. El loro lo estaba mirando fijamente con sus vivarachos ojos negros como el carbón.

—Así que tú eres el que está armando todo este alboroto… —dijo Elliot, aún sin moverse de donde estaba, contemplando los graciosos gestos que hacía el loro mientras le hablaban.

—¡Alboroto! —repitió el animal, contento de que alguien le diese conversación.

—Sí, sí, alboroto. Eso es lo que estás armando… Oye, ¿por qué no has desaparecido tú también? —preguntó Elliot rascándose la cabeza. Se había desvanecido todo el mundo, pero no el loro. Probablemente el ave no le habría entendido, así que optó por una nueva pregunta—: ¿Quién es tu amo?

—¡Amo! ¡Amo! —chilló el loro, y se tapó la cara con un ala. Acto seguido, pidió—: ¡Galleta! ¡Galleta!

Elliot sonrió.

—Vaya, al parecer tienes hambre… Bien. Buscaremos algo de comer en la cocina. Dadas las circunstancias, no creo que al cocinero le vaya a molestar… si es que lo encontramos.

Se aproximó lentamente al loro, tendiéndole el brazo para que se aferrase a él. Sin embargo, el pájaro debió de tomarlo como un gesto hostil y comenzó a revolotear por toda la habitación armando un escándalo monumental. Volaba y soltaba toda clase de improperios, a cual más grosero. Era curioso, porque parecía batir las alas con más intensidad cuantos más insultos escupía.

—Eres un loro muy maleducado —le reprochó Elliot, y le dio la espalda al tiempo que se encaminaba a la puerta—. Está bien, como prefieras. Yo me voy a buscar una galleta. Allá tú…

En esta ocasión el loro pareció comprender y se posó rápidamente sobre el hombro de Elliot. Parecía que «galleta» era la palabra mágica que debía utilizarse para calmar los ánimos de aquella ave.

Se dirigieron a la cocina, que se encontraba un par de cubiertas más abajo. Elliot recorrió los pasillos y la escalera en medio de un incómodo silencio. Al llegar al comedor, empujó la puerta que daba a la zona de la cocina. Como era de esperar, estaba abandonada por completo, aunque, curiosamente, ya no le extrañó lo más mínimo. El muchacho no tardó en captar los enrarecidos efluvios que flotaban en el ambiente; los pucheros desprendían un penetrante olor a quemado de numerosos estofados y salsas, seguramente parte del menú previsto para aquel día. Elliot se dio cuenta de que los fogones de las vitrocerámicas todavía estaban encendidos y se apresuró a apagarlos. Lo último que necesitaba era un incendio que le complicase aún más la vida.

El loro pareció detectar los estupendos olores y despegó del hombro de Elliot para realizar un vuelo de reconocimiento.

—Eh, no toques nada…

Elliot siguió buscando la despensa donde tendrían guardadas todas las reservas de comida para el largo viaje.

La cocina era amplísima. Estaba rodeada de encimeras de mármol con sus respectivos armarios de aluminio lacado en blanco. En la zona central estaba encajonado el horno, rodeado de múltiples cajones. Había utensilios de cocina aquí y allá, junto a los numerosos ingredientes que se iban a emplear para el almuerzo de aquella jornada. Trapos, tablas, fregaderos… todo estaba perfectamente dispuesto y limpio.

Al fondo del todo divisó dos puertas. Al aproximarse, leyó con total claridad los letreros de ambas. En uno se indicaba que estaban los congelados y, en el otro, los alimentos de diario.

Elliot abrió la segunda puerta con la esperanza de encontrar un bote de galletas que saciase el hambre atroz del loro. Se quedó asombrado por el tamaño de la despensa. Por lo menos ocupaba el doble que su dormitorio de Quebec, con baldas de arriba abajo repletas de alimentos perfectamente ordenados por tipos y fecha de caducidad.

Cuando llegó al sector de los desayunos contempló con regocijo varios botes de galletas. ¿Cuáles le gustarán al loro? ¿Las de chocolate? ¿O mejor las de nueces picadas y pasas? ¿Con ralladura de coco?

En cualquier caso, siempre había pensado que los loros se alimentaban de pipas de girasol, granos de maíz y otras semillas. Había oído que incluso aceptaban de buen grado frutas como el higo o la manzana…

Al ver varios paquetes de cereales tuvo una gran idea y tomó uno que indicaba que estaban hechos a base de maíz triturado. Seguro que al loro le apetecían más que las galletas de chocolate. Si tenía hambre, comería cualquier cosa que le ofreciese. Cogió un pequeño cuenco que había dos baldas más abajo, lo rellenó con una generosa ración de cereales y salió de la despensa.

—¡Lorito! ¿Dónde está el lorito? —llamó Elliot—. ¿Dónde te has metido? Mira lo que te traigo…

Pero el loro no estaba en la cocina. No había ni rastro de él y eso que no era difícil de detectar, pues era tremendamente alborotador. No se oían gritos, no había movimiento alguno… Decididamente, no estaba allí.

Extrañado por la repentina desaparición del pájaro, Elliot salió en su busca. El silencio volvía a ser de nuevo abrumador. El joven muchacho notó una vez más cómo sus cabellos se erizaban por la tensión y cómo el corazón le palpitaba con más intensidad a cada segundo que pasaba.

Preocupado por buscar algo de alimento para el pájaro, había vuelto a olvidar que estaba en un serio aprieto. Su crucero, el Calixto III, estaba completamente abandonado y a la deriva. Tenía que tomar una decisión con urgencia sobre qué hacer al respecto.

Al llegar al salón recibidor se percató de un detalle que hasta hacía bien poco le había pasado inadvertido. Un hermoso reloj de pared marcaba las doce menos seis minutos y, curiosamente, tanto sus agujas como el gran péndulo estaban inmóviles. Aquello sí que era raro. Dos relojes parados en el mismo momento no podía ser pura casualidad. Miró impulsivamente el suyo, pero el segundero avanzaba tranquilamente. Si la desaparición de la gente estaba relacionada con el estado de los relojes, el suyo tenía que funcionar porque él no se encontraba a bordo cuando la gente se había evaporado del barco.

—Lorito —llamó una vez más, pero no obtuvo respuesta. ¿Dónde se habría metido? No podía haber desaparecido así como así. ¿Se habría desvanecido también? No, seguro que no… entonces él mismo debería haber desaparecido al mismo tiempo. ¿Acaso tendría el loro algo que ver con las desapariciones?

La situación era verdaderamente anómala. Había registrado los principales salones, el comedor, las cocinas y camarotes, además de dos de las cubiertas exteriores. Aún encontró un par de relojes más, siempre detenidos a la misma hora: las doce menos seis minutos.

Todavía le quedaban por comprobar muchísimas zonas del barco, pero llegó a la conclusión de que era inútil seguir adelante. Sabía que ni la tripulación ni sus padres se habrían escondido en la sala de máquinas. También descartó que se hubiesen lanzado al mar. Con el poco tiempo que había estado fuera, los hubiese podido divisar u oír. Era como si se hubiesen desintegrado, y en el mundo de los humanos nadie se desintegraba así como así. Por lo tanto, aquella situación obedecía a causas no naturales. Debía ponerse en contacto inmediatamente con alguien del mundo mágico. Iría en busca de Goryn, si es que era capaz de encontrarlo…

Con esa idea en mente, tomó las doradas escaleras de caracol que llevaban a la cubierta en la que se encontraba su camarote. La alfombra aterciopelada amortiguó sus pasos una vez más y, con decisión, se encaminó a la puerta. Introdujo su tarjeta y cuando llevó su mano al picaporte, la puerta se abrió de golpe.

El grito hubiese despertado hasta a un dragón sordo.

Frente a Elliot se alzaba una figura tan blanca y brillante como una perla, con los ojos desorbitados y el fino bigote erizado por el susto. Elliot se quedó con la boca abierta y casi tan pálido como el fantasmagórico personaje que acababa de aparecer delante de sus narices. Ni que decir tiene que el rebosante cuenco de cereales que el muchacho llevaba en sus manos salió disparado por los aires.

—¡Úter! —exclamó Elliot, todavía sobresaltado. Lejos de la sorpresa, en aquel instante sintió un súbito alivio. Una cara conocida (del mundo mágico) que le venía como anillo al dedo—. ¡Qué susto me has dado!

—Lo mismo digo, jovencito —contestó Úter mientras se atusaba el bigote y el cabello.

Úter era un gran amigo de Elliot. Se habían conocido el año anterior debido a la siempre comprometedora curiosidad de Gifu, el duende. Desde un principio congeniaron bien, pese a la abismal diferencia de edad existente entre ambos. Y es que Úter Slipherall era un fantasma, fiel reflejo de lo que fuera antaño. Persona menuda y siempre bien arreglada, dedicó su vida a la disciplina del ilusionismo. A decir verdad, Elliot y su amigo Eric recibieron su inestimable ayuda en la práctica de esta materia. Hasta tal punto, que les había sacado de grandes apuros en su enfrentamiento con el terrorífico Tánatos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó por fin Elliot—. Todo el mundo ha desaparecido. No sé qué ha sucedido pero, de pronto, aquí no había nadie… —el muchacho se detuvo pensativo y una pregunta le vino inmediatamente a la cabeza—: ¿Tienes algo que ver tú con todo esto?

Úter se sacudió la túnica.

—¿Cómo dices? —preguntó, como si no hubiese oído bien.

—La tripulación y el pasaje del barco se han desvanecido. ¿Es algún tipo de ilusión creada por ti?

—¡Por supuesto que no, jovencito! —respondió el fantasma, casi enojado por la insinuación de Elliot. Su humor no tardó en regresar—. Mi sorpresa es mucho mayor, Elliot. Grata sorpresa, he de reconocer. No hay duda de que tu magia es poderosa. ¿Cómo lo has logrado?

—¿Lograr el qué? —Elliot miró al fantasma desde abajo. Se había arrodillado para recoger los cereales que habían quedado desperdigados por el suelo—. Yo no he hecho nada. La gente… No sé. Me fui y cuando volví… no estaban. Yo no los he hecho desaparecer, de verdad. Créeme que yo no he hecho nada.

—¿Hacerlos desaparecer tú? —Úter miraba con sorpresa y con una dosis de alivio en su rostro—. Por supuesto que no los has hecho desaparecer tú. Lo que me extraña es que estés aquí. ¡Qué ocurrencia! Llevo casi media hora buscándote por todo el barco. Había perdido toda esperanza de encontrarte cuando me vine a tu camarote por si encontraba alguna pista sobre tu paradero. Pensaba que habrías desaparecido, como todos los demás. ¿Cómo lo has conseguido?

Elliot terminó de recoger los copos de maíz y se incorporó, aunque mantuvo la cabeza gacha.

—Yo… —De pronto miró al fantasma con el entrecejo fruncido—. ¿Y tú por qué sabes que éste es mi camarote?

En ese preciso instante resonó en el ambiente un agitado batir de alas acompañado de unos impertinentes chillidos.

—Ah… ¡Aquí estás! —suspiró Elliot, contento por volver a ver al loro—. Te habías escondido, ¿eh?

—¿De dónde ha salido este pajarraco? —preguntó Úter con la mirada perdida en el loro. Éste no hacía más que intentar picotearle en la cabeza, cosa que era imposible, evidentemente—. No lo habrás comprado, ¿verdad?

—Desde que salimos, no hemos hecho escala en ninguna ciudad y aquí no hay servicio de venta de animales domésticos —dijo Elliot dirigiendo un cariñoso guiño al fantasma.

—Si es que a esto se le puede llamar doméstico. —Desde que pronunciase la palabra «pajarraco», el loro no había cejado en su intento de darle un picotazo a Úter.

—Lo encontré en el camarote del capitán —confesó Elliot—. Me pareció curioso que, mientras que toda la tripulación había desaparecido, el loro estuviese vivito y coleando. ¿No te parece extraño a ti también?

—¡Galleta! ¡Galleta! —demandó el loro en su habitual tono exigente y maleducado. Ya había desistido de picotear la cabeza de Úter y se había fijado en el cuenco de cereales que tenía Elliot.

—Debe de tener hambre —intuyó Úter.

—Eso pensé yo —corroboró Elliot—. Por eso me dirigí a la cocina en busca de algo de comida. Pensé que estos cereales podrían gustarle…

—Es posible. Prueba a ver —musitó Úter quien, sin duda, sentía curiosidad por el pájaro.

Elliot acercó el recipiente al loro y, justo antes de que éste se abalanzase sobre el suculento aperitivo, Elliot retiró los cereales rápidamente.

—Eh, eh. Tranquilo. Antes me tienes que decir cómo te llamas.

El loro miró fijamente el cuenco de comida. Torció el gesto y clavó sus agudos ojos en Elliot, amenazándole con que a él sí que podía propinarle un buen picotazo. Después volvió la mirada a los cereales.

—Si pretendes que te conteste, lo llevas claro —apuntó Úter. Definitivamente, parecía que le había hecho gracia el animal.

—Si no me lo dice, no comerá —replicó tajantemente Elliot—. ¿Cómo te llamas, lorito?

—¡Galleta! ¡Galleta! —reclamó insistentemente.

—Vamos, no seas terco. Si no me dices tu nombre, no vas a comer…

—¡Nombre! ¡Nombre! —repitió el loro—. ¡Pinki!

—¿Pinki? —preguntaron al unísono los dos amigos—. ¡Pinki!

—Un nombre gracioso, ciertamente —comentó Úter.

—Bien, Pinki, aquí tienes tu premio —dijo Elliot al tiempo que le tendía los cereales. Pinki no se hizo de rogar.

Úter, lejos de tratar de averiguar de nuevo cómo se las había apañado Elliot para permanecer en el barco mientras todos los pasajeros se habían esfumado, recobró la compostura.

—¡Por los cuatro elementos! —refunfuñó indignado—, pero… ¿qué estamos haciendo? ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente!

Elliot, asombrado por tan brusco cambio de humor, no dudó en preguntar:

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió con asombro el fantasma—, el barco está a la deriva, todo el mundo ha desaparecido sin una explicación razonable y tú me preguntas todavía por qué debemos abandonar el crucero. ¿Has encontrado alguna explicación lógica para este suceso?

—Pues… no.

—Bien, pues entonces es porque no tiene una causa natural. Las personas no se desvanecen así como así de un barco en alta mar. ¿Comprendido? Elliot asintió torpemente. —Mis padres…— comenzó a decir Elliot. —Sí, Elliot. Sé que tus padres iban en este barco, pero hemos de salir de aquí cuanto antes y marcharnos a un lugar seguro. De lo contrario, poco podremos hacer para encontrarlos. La actitud y las palabras de Úter eran comprensibles, pero no quitaban que Elliot comenzase a tomar conciencia sobre lo que realmente había ocurrido. No tenía ni la más remota idea de dónde podrían encontrarse sus padres. Ni siquiera tenía la certeza de que estuviesen vivos. Sin embargo, una llama de esperanza ardía en su corazón. Una llama que, de alguna manera, le aseguraba que estaban vivos en algún lugar.

—Elliot, debemos marcharnos —insistió Úter por última vez.

—Supongo que tienes razón —respondió Elliot, mientras el fantasma traspasaba la puerta con el número catorce grabado en ésta.

El muchacho lo siguió. Se situó frente al espejo y, justo antes de que pronunciase el hechizo, Úter le interrumpió.

—¿Se puede saber qué haces, jovencito?

—Volver a casa, naturalmente.

—¡De ninguna manera! —replicó Úter con determinación—. ¿Estás loco? Vas a venir conmigo. No dejaré que vivas solo… Iremos a mi casa.

—De acuerdo —aceptó Elliot de buena gana. En sus ojos se reflejaba el cariño que sentía por el fantasma. Estaría mucho mejor acompañado… ¡y en el mundo mágico!—. Pero Pinki vendrá con nosotros.

—¿Pinki? —Úter, desconfiado, miró al pájaro de reojo—. Oh, está bien. Supongo que no podemos dejar el loro en alta mar. Pero vigila que no estropee nada, ¿eh?

Elliot sonrió, pese a la profunda preocupación que había arraigado en su interior. Lo que había comenzado como un magnífico viaje de ensueño dos semanas atrás, se acababa de transformar en una auténtica pesadilla. Meditabundo, oyó vagamente cómo Úter pronunciaba el hechizo y le indicaba con un gesto que atravesase el espejo. Elliot obedeció sin rechistar la indicación de su amigo. Con Pinki sobre su hombro, retornó una vez más al mundo mágico.