Hacía un par de horas que el reloj había traspasado la medianoche y la calma era sobrecogedora. Podía oírse con total claridad cómo las olas del mar golpeaban contra el casco del inmenso navío. Los comedores habían cerrado sus puertas tras haber servido exquisitas y suntuosas cenas, regadas con vinos de las mejores cosechas. La gran mayoría de los pasajeros del crucero se habían retirado ya a sus respectivos camarotes. Sin embargo, alguno que otro aún se resistía a acostarse ultimando una copa en el bar, acompañado por una dulce melodía que mezclaba varios violines junto a un piano. Eran los músicos que a diario tocaban para amenizar la cena de los pasajeros.
Era noche cerrada. No había luna, de manera que el cielo se veía salpicado de estrellas. Parecía una hermosa alfombra de terciopelo negro moteado por infinidad de puntitos blancos, como si alguien hubiese extendido purpurina por todo el firmamento. En cualquier caso, aquellos puntitos de luz no iluminaban la cubierta exterior del barco. Tampoco había farolillos encendidos de aquel lado. Ni siquiera se filtraba el más mínimo resquicio de luz a través de los múltiples ventanucos que se apretujaban en aquella cubierta. La oscuridad era absoluta.
La brisa, con su intenso olor a sal y mar, se deslizaba mansamente por la cubierta principal, al tiempo que paseaba la pegadiza sintonía musical que se escapaba a través de uno de los ventanales de la planta inmediatamente inferior que alguien acababa de abrir. De haber sido de día, esa melodía hubiese sido escuchada por la multitud de personas que se aglomeraban allí a diario. Pero era de noche. Y en aquella cubierta, aparentemente desierta, se podía oír el tranquilo respirar de una persona. Aquel sonido, difícilmente apreciable si uno no prestaba la suficiente atención, provenía de una de las tumbonas que había junto a la piscina.
Hubiese sido complicado, por no decir imposible, adivinar que aquel respirar provenía de un muchacho de poco más de trece años. Tan sólo dejaba entrever su cara; su cuerpo estaba completamente oculto bajo una tupida manta escocesa que le protegía del habitual frescor nocturno. No dormía, pues sus ojos castaños estaban abiertos de par en par, observando el firmamento casi sin pestañear.
Desde que embarcaran dos semanas atrás, no había transcurrido una sola noche en la que el muchacho no se hubiese escurrido de su habitación para quedarse contemplando el cielo estrellado. El constante titilar de las estrellas era algo que siempre le había entusiasmado. Todas eran diferentes: las había blancas, amarillas, blancoazuladas, anaranjadas, rojas… Unas brillaban con más intensidad, mientras que otras eran demasiado tímidas para dejarse ver. A él le daba lo mismo. Le gustaban todas por igual, porque de todas ellas emanaba paz y sosiego. Muy de vez en cuando, una estrella fugaz cruzaba el firmamento a gran velocidad dejando un espectacular destello a su paso, y entonces se apresuraba a pedir un deseo.
Allí tumbado, noche tras noche, infinidad de pensamientos se amontonaban en su cabeza. Pero uno se repetía con más frecuencia que los demás: por qué se encontraba precisamente allí, en un estupendo crucero de lujo, surcando las cálidas aguas caribeñas. Y es que no hacía ni un mes que aquel extraño personaje vestido de azul añil había llamado a la puerta de su modesta casa, en Quebec, para entregarles los pasajes por cortesía de Magnus Gardelegen.
El era un chico de lo más corriente. Al menos, eso se hubiese podido decir de él un año atrás, antes de pasar un mes en el campamento de verano de Schilchester. Hasta aquel instante su vida había transcurrido con sencillez, sin grandes sobresaltos y difiriendo muy poco de la de los chicos de su edad. Era hijo único y vivía con sus padres en una pequeña casita a las afueras de Quebec, bastante cerca de un tupido bosque. Iba a la escuela, tenía buenos amigos, disfrutaba al máximo de la nieve cuando la había y daba largos paseos por el bosque junto a su padre, que era biólogo y un enamorado de la naturaleza.
Pero todo aquello había quedado atrás. Su vida había dado un giro inesperado en el momento en que se montó en el autobús con destino al campamento de Schilchester, en julio del año anterior. En realidad, era la primera vez que se alejaba de su hogar. Iba a dormir lejos de casa, de sus padres… Iba a suponer toda una aventura, ¡y vaya si lo fue! En la primera noche de estancia en el campamento, tuvo su primer contacto con el mundo mágico. Allí fue donde vio por primera vez a Sheila. ¡Ah, Sheila! Era una chica preciosa, de ojos claros y cabello rubio, dorado como el oro. Siempre que pensaba en el mundo mágico de los elementales, se acordaba de ella.
Conocer a Sheila fue algo sorprendente. Casi tanto como saber que él era un hechicero elemental. Doce años había tardado en dar síntomas mágicos, doce años que nada tenían que ver con lo que había vivido durante el último año de su vida. Sus primeros pasos en el mundo mágico los dio junto a Goryn, su maestro de Naturaleza en la famosa escuela de Hiddenwood. Fue precisamente él quien le comunicó que había sido requerido por los miembros del Consejo Mágico de los Elementales —Cloris Pleseck, Mathilda Flessinga, Magnus Gardelegen y Aureolus Pathfinder—. Sobre las espaldas de los miembros de dicho Consejo recaía la responsabilidad de preservar el equilibrio natural y los elementos. Y es que justamente eran los elementos —Tierra, Aire, Agua y Fuego— los pilares básicos de la magia elemental que todo hechicero debía aprender, cada uno en su especialidad. Respiró cuando fue aceptado por la comunidad elemental para aprender los entresijos del elemento Tierra, pues huelga decir que él estaba convencido de que no corría ni una pizca de magia por su sangre.
Sin embargo, parece ser que estaba muy equivocado porque, junto con sus entrañables y peculiares amigos, había rescatado la Flor de la Armonía. Y, ahora, un año después, Magnus Gardelegen le agradecía su ayuda con este maravilloso crucero…
Un ligero golpeteo sonó a lo lejos. Poco a poco se fue intensificando hasta que pudo identificarse con facilidad. El muchacho no tardó en adivinar que alguien arrastraba los pies acompañado por un bastón. ¿Quién andaría a oscuras y a solas a aquellas horas por el barco? Porque, fuese quien fuese, no llevaba linterna. ¿Acaso sería el capitán? Seguro que él conocía el barco tan bien que podría recorrerlo con los ojos cerrados. Rápidamente Elliot, que así se llamaba el muchacho, desechó aquella idea pues, que recordase, el capitán no llevaba bastón. Más aún, a aquellas horas seguro que estaba descansando en su camarote… como casi todo el mundo.
Caminaba torpemente. Poco a poco, los lentos pasos llegaron a la posición donde se encontraba el muchacho. Sólo entonces, se detuvieron.
—Jovencito, ¿qué haces por aquí a estas horas? —La voz era aguda y femenina. Por el tono, aquella mujer debía de tener más de sesenta años. Tampoco parecía muy alta, aunque no era fácil determinarlo, pues su silueta se recortaba a duras penas contra la poca luz que llegaba de las estrellas—. Es tarde. ¿No crees que deberías estar acostado en tu habitación?
—Desde ahí no veo las estrellas —fue todo lo que dijo el chico. Por un instante, había pensado en hacerse el dormido. Sin embargo, prefirió ser educado y contestar a la anciana señora.
—Ah, las estrellas… Hace una noche preciosa para contemplarlas, ¿verdad? —afirmó ésta, como si en verdad le interesasen los entresijos del universo.
—Sí.
—Condiciones inmejorables. Alta mar, no hay luces en las inmediaciones… ¡Ni siquiera hay luna!
—Sí, inmejorables.
—No parece que tengas muchas ganas de hablar, hijito… ¿Me dirás al menos cómo te llamas?
—Elliot Tomclyde, señora —respondió el muchacho, al que no le había hecho ni pizca de gracia que le llamasen de aquella forma.
—No me llames señora —gruñó ésta al tiempo que se recostaba sobre la tumbona de al lado. Aunque ella no lo vio, Elliot esbozó una ligera sonrisa, pues le había devuelto su «hijito»—. Soy mayor, pero prefiero que no me lo recuerden constantemente. Llámame Gemma, por favor.
Elliot asintió, pero permaneció mudo. Seguía observando atentamente las estrellas, le gustaban aquellos momentos de soledad y no era especialmente reconfortante que una desconocida se sentase a su vera.
—¿Conoces muchas constelaciones? —preguntó Gemma, quien parecía incapaz de permanecer callada un solo segundo. Había adoptado una postura francamente cómoda para otear el firmamento.
—Alguna que otra.
—En mis buenos tiempos me conocía casi todas las estrellas —alardeó ella—. Ahora, de vez en cuando, la memoria me juega malas pasadas y se me olvida el nombre de alguna de ellas —dijo, mientras abría ambos brazos tratando de abarcar todo su campo de visión.
Sin duda, ese comentario despertó el interés de Elliot. Por fin alguien parecía compartir su gusto por aquella ciencia. No parecía la típica persona a quien llamaban la atención todos esos puntitos de luz. No. Tenía la impresión de que Gemma realmente sabía del tema.
—Entonces, ¿a usted también le gusta la astronomía? —preguntó Elliot. Sus ojos comenzaron a echar chispas de la emoción que sentía.
—De tú, jovencito. Trátame de tú —le reprendió una vez más la anciana y Elliot tragó saliva. Ahora no quería echar a perder la oportunidad de hablar con ella—. Sí, la verdad es que siempre he tenido especial predilección por la astronomía. No cabe duda de que es una de las aficiones más bellas que existen y que está al alcance de cualquier persona que desee disfrutar de ella.
—Es cierto —apuntó Elliot, que definitivamente había recobrado las ganas de hablar—. ¿Cuánto hace que le… te gusta?
—Toda la vida —respondió Gemma sin apartar la vista del cielo—. Prácticamente desde que tengo uso de razón me he dedicado a observar las estrellas. Siempre están ahí, esperando a que salga para saludarlas.
—Dicen que todos tenemos una estrella en el cielo…
—Sí, eso dicen —confirmó ella—. Yo diría que la mía está en la Corona Boreal, justo al lado de Boyero. Se llama igual que yo… Gemma —puntualizó—. ¿Sabes tú cuál es la tuya?
—A mí me gustan todas.
—Seguro que hay una que te llama más la atención —insistió Gemma mientras observaba detenidamente el firmamento. De pronto, señaló con un dedo hacia un grupo de estrellas—. Por ejemplo, a ti te pegaría una de las estrellas que componen la Osa Mayor.
—La constelación con forma de carro… Bueno, hay gente que dice que parece un cazo o, incluso, un cucharón. De todas formas, a mí me gusta más pensar que es un carro.
—Sin duda, es más elegante —corroboró Gemma, sonriente—. Contando desde el brazo del carro sería la tercera. La primera es Benetnash. Después vienen Mizar y Alcor, el famoso par que forma una estrella doble. Si tienes suficiente agudeza visual, podrás contemplarlas a simple vista. ¡Ah! Y la tercera… Alioth.
—¿Alioth? Hum… me gusta —dijo el muchacho mientras el nombre de Alioth resonaba en su cabeza. Justo después, un fugaz pensamiento invadió su mente: ¿cuál sería la estrella de Sheila? Fuese cual fuese, seguro que era una de las más bellas.
Durante poco más de una hora entablaron una larga y provechosa conversación sobre las constelaciones y sus estrellas. Para ser más exactos, dieron un paseo estelar por todo el firmamento. Tomaron como punto de partida la Estrella Polar, ya que siempre se adoptaba como guía. De ahí se trasladaron a la Osa Menor, para pasar, una vez más, por la Osa Mayor. El viaje siguió por la larguísima constelación de Draco (el dragón) y llegaron a Hércules. También dedicaron unos minutos a Pegaso y el Cisne, Cefeo, Ofiuco…
Aquella hora pasó a una velocidad de vértigo. Gemma terminó convencida de que Elliot tenía unos profundos conocimientos de astronomía, verdaderamente avanzados para su edad. No sólo sabía ubicar un buen puñado de constelaciones, sino que conocía las principales estrellas que las componían.
Finalmente se despidieron. Ninguno de los dos tenía muchas ganas de acostarse, pero ya era muy tarde y Gemma decidió que ya debían irse a la cama. Pasadas las tres de la madrugada, tomaron el camino que llevaba a sus respectivos camarotes con el firme compromiso de volver a verse otra noche para proseguir con sus discusiones astronómicas.
A la mañana siguiente, Elliot se despertó con el canto de las gaviotas. Aquellas aves llevaban todo el viaje persiguiendo al barco desde que zarparan del puerto dos semanas atrás. Era una actitud inteligente por su parte, pues se aprovechaban de los restos de comida que el barco tiraba diariamente. Por otra parte, tenían una segunda utilidad, pues a Elliot le hacían las veces de despertador.
Hasta entonces no se había percatado del sueño que tenía (y no era para menos). Aun así, el hecho de tomar un buen desayuno y pasar la mañana leyendo entre chapuzón y chapuzón le reconfortó notablemente. Se vistió de verano y llamó a la puerta que conectaba con el camarote de sus padres por si aún no estaban despiertos. Hasta en ese detalle había pensado Magnus Gardelegen, dándoles dos camarotes comunicados interiormente.
Salió de su habitación, la número catorce de la cubierta Coliseum. Sus padres aguardaban ya sobre el enmoquetado suelo del corredor. Se saludaron cariñosamente y avanzaron en silencio tratando de no interrumpir el sueño de los restantes pasajeros. Atravesaron la puerta blanca que había al final del pasillo y ascendieron por la dorada escalera de caracol que conducía a los salones.
—Buenos días, Elliot —saludó un sonriente joven, uniformado de blanco—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien, Joseph.
—Me alegro. —Joseph le guiñó un ojo y Elliot le devolvió una sonrisa picarona—. ¿Y ustedes, señores Tomclyde? ¿Han pasado una buena noche? ¿Ha sido todo de su agrado?
—Todo estupendo, Joseph. Muchas gracias.
Joseph era un hombre joven, corpulento y de aspecto jovial, que no alcanzaba los treinta años. Era miembro de la tripulación del Calixto III y se había hecho amigo de Elliot desde el primer día de travesía. De hecho fue durante la primera noche, poco después de acabar la cena, cuando se conocieron. Elliot salió un rato a la cubierta y quedó fascinado por el cielo estrellado que desde allí podía contemplar. Indagó durante un buen rato buscando una forma de apagar las luces, para poder mejorar su visión. Como no hubo manera, se conformó con recostarse sobre una de las tumbonas que había próximas a la piscina.
Joseph, que lo había visto de lejos, no tardó en entablar conversación con él. Le entregó una manta y le enseñó cómo dejar completamente a oscuras la cubierta para que pudiese contemplar las estrellas a diario. Por si fuera poco, desde aquel día, Elliot encontraba un buen puñado de dulces en su camarote de los que daba buena cuenta en sus frecuentes escapadas nocturnas.
Tras despedirse de Joseph, Elliot y sus padres entraron en el comedor.
Como siempre, tenían una pequeña mesa reservada y ya conocían al dedillo el funcionamiento del servicio de bufé. Elliot se hizo con un plato y se fue directamente a servirse una generosa ración de salchichas, huevos revueltos, beicon y dos rebanadas de pan tostado. Después, pidió un vaso de zumo de naranja y una jarrita de leche fría para acompañar el cuenco de cereales.
Mientras masticaba el beicon se quedó pensativo, mirando al frente. De pronto, sus ojos se cruzaron con los de una anciana. Su rostro no estaba muy arrugado; era el pelo, canoso y descuidado, lo que le daba aquel aspecto. Sus ojos eran de color azul verdoso y, sin duda, hablaban por sí solos. Vestía un llamativo jersey multicolor que no pegaba nada con su edad. Así era Gemma, tan extravagante como simpática. Precisamente fue ella quien lo saludó con un fugaz guiño y una amplia sonrisa.
El señor Tomclyde, para no perder la costumbre, acompañaba el desayuno con la lectura. Como no disponían de la prensa del día, se puso a ojear una revista sobre fauna y flora en peligro de extinción. Aunque Elliot sentía curiosidad por aquellos reportajes, el libro que le había regalado Goryn le gustaba mucho más. Por ello, cuando terminó de desayunar, se despidió de sus padres y se apresuró a ir a su camarote para coger su toalla de baño y su preciado tesoro.
En realidad, Goryn le había obsequiado con tres novelas de aventuras para que disfrutase en verano, durante el crucero. Eran unos libros francamente curiosos en cuanto a su forma y aspecto. Los tres tenían tamaños muy distintos y estaban encuadernados con unas peculiares pieles que inspiraban magia al que las tocaba. En un primer momento, Elliot decidió llevarse al barco tan sólo uno. Era grueso, de color granate y de tacto áspero, como si fuese piel de un extinto dragón. Pensaba que tendría multitud de actividades para realizar en el barco y que apenas tendría tiempo para disfrutar de la lectura.
Se equivocó.
No es que no hubiese actividades en el barco, que las había y muy entretenidas. El problema fue que aquel libro le enganchó tanto que, pese a su grosor, lo devoró en una semana. Y entonces vino el dilema. Se le presentaban dos semanas por delante encerrado en el Calixto III y tenía dos libros más aguardando en su casa de Quebec.
Sabía que podía volver allí en un santiamén. Tan sólo sería cuestión de un par de minutos. ¡Qué tentación! Pero no podía… No debía… Su mente era un torbellino de confusión.
¿Por qué no poder aprovecharse de la mayor ventaja de los hechiceros elementales? Sabía que los aprendices tenían terminantemente prohibido utilizar los espejos (salvo si era cuestión de vida o muerte) para desplazarse de un lugar a otro si no estaban acompañados por un adulto, pero… ¡No iba a hacer daño a nadie!
En su camarote, Elliot tenía un precioso espejo de cuerpo entero. Mediante un conjuro que ya había realizado en un par de ocasiones con anterioridad, lo podía transformar en una puerta que le transportaría a cualquier sitio, siempre que conociese el espejo de destino. Elliot sabía —porque se lo había revelado Bonifacius Sandwip— que las palabras del encantamiento de un espejo derivaban del latín, aunque no eran exactas. De lo contrario, cualquier hechicero que supiese latín podría abrir una puerta mágica.
Daba la casualidad de que en su dormitorio de Quebec también tenía un amplio espejo de madera que podía servir de puerta. De hecho, fue la misma que emplearon Magnus Gardelegen y Goryn para acceder a su casa cuando el Oráculo requirió al muchacho para hacer las pruebas de magia elemental el año anterior.
Ciertamente, no le iba la vida en recoger un libro de su casa, pero como sólo se había llevado uno y a la semana se lo había ventilado… Al fin y al cabo, sólo iban a ser dos minutos y nadie se enteraría. Con la conciencia tranquilizada, tras terminar de leer la primera novela decidió ir en busca de un recambio.
Y ahí estaba con su segundo libro, Las aventuras de Juripuk, el duende que no quería ser mayor. Era un ejemplar de curioso aspecto, pues parecía que hubiese sido forrado con corcho. El título había sido grabado con grandes letras doradas, pero no decía nada del autor. ¿Sería una autobiografía? En cualquier caso, le quedaba muy poquito para terminarlo (menos de una hora de lectura). Se lo puso bajo el brazo y, decidido, se fue a la piscina a finiquitarlo.
Pasó una página tras otra, relamiéndose con cada palabra que leía. Se había reservado la parte final del libro para aquella mañana. Sin embargo, cuando acabó sintió tristeza. Había sido una novela muy entretenida y le apenaba terminarla. Más aún cuando el protagonista le había recordado enormemente a su compañero de aventuras, el duende Gifu. Ambos compartían el mismo espíritu aventurero y una cierta aversión a las normas.
Recordando los instantes más divertidos que había vivido con Gifu, se dirigió de nuevo a su camarote. Por el pasillo que conducía a su elegante habitación se cruzó con una pareja de ancianos a los que sonrió al pasar.
A aquellas horas de la mañana, el servicio de limpieza ya habría recogido su dormitorio y le habría hecho la cama. Efectivamente, cuando abrió la puerta número catorce del pasillo de la cubierta Coliseum, todo estaba limpio y en perfecto orden; la colcha aterciopelada de color vino reposaba sobre la cama perfectamente extendida Joseph le había dejado de nuevo unos caramelos en el cestito que había en la mesilla de noche.
Elliot se acercó al espejo que había frente al armario empotrado y lo escrutó de arriba abajo. Vio su pelo moreno medianamente en orden; sus ojos castaños brillaban maliciosamente y su boca esbozaba una sonrisa picarona. Si la primera vez no había ocurrido nada, ¿por qué habría de suceder en esta ocasión? La semana anterior, cuando realizó el primer cambio, decidió traerse un solo libro en lugar de los dos que le restaban para que sus padres no sospecharan nada cuando lo vieran con dos libros más.
Pero ahora ya estaba convencido, así que pronunció el hechizo:
—Ad Elliot Tomclyde dormitorium!
Esperó un instante antes de que su mano tocase el espejo. Aunque la apariencia externa era la misma, ahora tenía un tacto suave y húmedo, como la gelatina. Lo atravesó sin problemas y apareció en el dormitorio de su casa.
Al igual que le ocurriera una semana atrás, cuando canjeó el primer libro, el aire que se respiraba era mucho más seco y, por supuesto, no estaba impregnado de sal. También el suelo había dejado de moverse. No es que en el barco se notase el movimiento, pero cuando se ponen los pies en tierra firme de una manera tan brusca, el cambio es perceptible. Y, como era de esperar, reinaba un silencio sepulcral, pues no había nadie en casa.
La luz se colaba entre los pliegues de la contraventana de madera e iluminaba tenuemente la habitación. De hecho, un hilo de luz señalaba directamente a su biblioteca. Colocó el ejemplar que tenía en sus manos en el hueco existente y tomó el tercer tomo que le había regalado Goryn: Bowin, el navegante del más allá. Lo abrió y notó que una suave brisa marina le acariciaba el rostro.
Estaba ojeando por encima el libro cuando oyó un ruido procedente del piso inferior. Aunque no podía saber qué era, le había parecido un pequeño roce, como si alguien hubiese arañado una puerta.
Su corazón comenzó a palpitar a gran velocidad. ¿Y si había alguien en casa? Nunca habían sufrido un robo, pero ¿y si daba la casualidad de que un ladrón acababa de entrar en su casa? Su cerebro se puso a trabajar con urgencia, interrumpido por la ansiedad y los latidos del corazón, que parecían ir a más velocidad que antes. Podría ir en busca de sus padres y traerlos en un abrir y cerrar de ojos, aunque lo descartó rápidamente. No iba a delatarse por un ruido que ni siquiera sabía de dónde procedía. Además, perdería un tiempo precioso explicando a sus padres su efímera fuga. Antes que nada, tenía que averiguar qué o quién había producido aquel ruido.
Con los nervios a flor de piel, decidió abrir ligeramente la puerta de su dormitorio y pegó la oreja a la rendija. Los latidos de su corazón resonaban en un silencio tan abrumador que le parecía que le iban a delatar. A pesar de todo, decidió entornar un poco más la puerta, con cuidado de que no chirriase.
Seguía sin oírse nada.
Con la puerta ya entreabierta, se escabulló de su habitación de puntillas y comenzó a descender por la escalera haciendo pausas cada dos o tres escalones por si se producía un nuevo ruido.
Sin embargo, la calma era total. Comenzó a pensar que todo había sido imaginación suya y paulatinamente fue bajando la guardia. Al llegar a la planta inferior giró la cabeza de un lado a otro. Todo parecía completamente normal. Entró en el salón, que tenía las cortinas corridas. Los sillones, la mesa, los cuadros… Incluso el antiguo medallón mágico estaba allí, en su marco, colgado de la pared. Todo estaba en perfecto orden.
En la cocina todo seguía como lo habían dejado (¿Quién querría llevarse algo de allí?). Fue al abrir el armario ropero que había en el recibidor cuando lo vio. Estaba tirado en el suelo, a escasos centímetros de la puerta principal. Se agachó y lo cogió, mirándolo con detenimiento. Era un sobre de color hueso, de tamaño cuartilla. Como no era muy voluminoso, el cartero lo habría pasado por debajo de la puerta. Se le iluminó el rostro cuando se percató de que iba dirigido a él. Y, poco después, cuando observó que el sobre no tenía sello —al menos no un sello corriente del servicio de correos—, la ilusión se tornó en una intensa emoción.
Se apresuró a rasgar el sobre y sus sospechas se vieron confirmadas. ¡Era Eric! ¡Su amigo Eric Damboury se había acordado de él! Eric Damboury era su mejor amigo del mundo mágico. Era un chico de su misma edad. Tenía el pelo rubio oscuro y unos ojos verdes que le conferían un aspecto de niño travieso. Sin demorarse un solo segundo, comenzó a leer el contenido de la carta:
Querido Elliot:
Recibí tu carta en la que me comentabas que Magnus Gardelegen os había conseguido unos pasajes para realizar un crucero por la costa del Caribe. ¿Qué tal ha ido el viaje? Mi padre me ha explicado que vais en un inmenso barco de hierro que, a pesar de su tamaño, flota sin magia ni hechizo alguno. No hay duda de que los humanos, pese a sus limitaciones, son francamente ingeniosos. Todo lo que se salga de una pequeña barca de pesca se escapa a mi imaginación… Ya me explicarás en tu próxima carta todos los detalles de tu veraneo.
Desde luego, el mío está siendo impresionante. No te vayas a creer que lo del regalo era sólo para ti. Como Magnus Gardelegen es el máximo responsable del elemento Agua, me ha invitado junto con mis padres y a mis hermanos a una ruta submarina por las más importantes ciudades del Reino del Agua.
Los primeros tres días estuvimos hospedados en Lagoonoly. Es una pequeña ciudad acuática que tiene uno de los mejores y más completos acuarios naturales del mundo. He visto todo tipo de peces de colores exóticos. Había unos que incluso brillaban en la oscuridad. De nombres no me preguntes, porque no me acuerdo de ninguno. Bueno, de los animales grandes —ballenas, tiburones y delfines—, sí; pero de los pequeñitos, ninguno.
Después fuimos a Aquamarine, donde se encuentra el Santuario del Calamar Gigante. Fue una lástima, porque estaba cerrado por reformas. Hubiese sido una visita verdaderamente interesante. Por lo visto, el calamar gigante es una especie prácticamente imposible de ver, pues vive en abismales profundidades. Sin embargo, sí tuvimos suerte al poder visitar las ruinas de la Atlántida. ¡Es increíble cómo se conservan!
También estuvimos un par de días en un centro de ocio que se llamaba Rock Splash. ¡Fue divertidísimo! Nos lanzábamos en unas burbujas individuales por una serie de conductos que recorrían el interior de unas cuevas submarinas. Ese sitio era genial porque, además, tenían espacios dedicados a los reinos del Aire, el Fuego… ¡y la Tierra! Aunque no te lo creas, ¡tienen árboles plantados en el fondo del mar!
Bueno, podría seguir escribiendo mucho más, pero tampoco quiero ponerte los dientes demasiado largos. Mañana nos iremos a Bubbleville. Ya te contaré.
Hasta pronto,
Eric
—¡Vaya! —exclamó Elliot, que casi había olvidado que estaba en Quebec—. Árboles acuáticos…
El primer sentimiento que le afloró fue un inmenso alivio. Después, alzó la cabeza y sonrió para sus adentros. No podía dejar de sentir cierta vergüenza. Su corazón había estado a punto de salirse por la garganta pensando que un despiadado ladrón se había colado en su casa. En cualquier caso, no cabía duda de que tenía mucha imaginación. Afortunadamente, la angustia se había transformado en felicidad gracias a las gratas noticias de Eric. Suspirando una vez más, subió con parsimonia por la escalera que llevaba a su habitación.
Al entrar, recogió el libro que había dejado tendido sobre la cama e introdujo la carta de Eric entre sus hojas. No tenía nada más que hacer allí. El crucero le aguardaba.
Echó un último vistazo a la habitación y se dirigió al espejo. No era necesario volver a pronunciar el hechizo, pues no había realizado el contrahechizo que cerraba la mágica puerta hacia su camarote del Calixto III. Lo atravesó y, una vez más, volvió a oír el suave y pacífico oleaje que entraba a través de la ventana del camarote. Tranquilizado y mucho más a gusto después de haber realizado su fechoría mágica por segunda vez sin que nadie le pillase, cerró la puerta mágica con el correspondiente contrahechizo. Acto seguido, escondió la carta de Eric en el cajón de la mesilla de noche.
Con la toalla echada al hombro y el nuevo libro bajo su brazo derecho, cruzó la puerta de su pequeña pero lujosa habitación. Recorrió el pasillo y le pareció que se mostraba inusualmente silencioso. Normalmente se encontraba con la mujer de la limpieza. Siempre la veía con su uniforme y delantal impecablemente planchados y con un peculiar pañuelo azul cubriendo su cabeza, mientras ultimaba alguna habitación o sacaba brillo a las barandillas de la cubierta Excelsius. También solía cruzarse con algún pasajero que retornaba a su camarote para recoger alguna cosa o echar una reconfortante siesta. Esta vez, curiosamente, no se topó con nadie.
Decidió dejar a un lado sus imaginativas suspicacias, las mismas que unos minutos atrás le habían llevado a pensar que su casa estaba siendo invadida por ladrones, y prefirió pensar en lo agradable que iba a ser el baño en la piscina.
Se adentró en la zona de salones con paso firme, decidido a llegar cuanto antes al agua. Era una estancia amplísima, decorada con inmensas alfombras persas que debían de haber costado mucho dinero. Las paredes eran de madera de caoba, de donde colgaban pinturas de prestigiosas firmas (copias, sin duda alguna).
Tampoco allí había nadie. Los enormes y suntuosos butacones estaban vacíos, nadie jugaba al bridge, la barra del bar estaba vacía… El único movimiento que pudo detectar fue el ligerísimo bailoteo de las lámparas de araña que colgaban del techo, que se mecían lentamente de un lado a otro.
—¿Hola? —gritó, más que preguntó.
No hubo respuesta.
La cabeza comenzó a darle vueltas. No podía ser verdad. Seguro que era un mal sueño, una pesadilla… Cruzó el amplio ventanal que daba salida a la cubierta donde se hallaba la piscina. Hacía bastante calor. Seguro que la gente así lo había sentido y había optado por darse un chapuzón en las cristalinas aguas. Tal vez se estaba más fresquito en aquella zona… Dobló por un pequeño recodo tras el que se encontraba la piscina. El agua, limpia y azul, se movía mansamente como si nada extraordinario hubiese ocurrido a su alrededor.
Elliot, más abrumado aún si cabe, miró su reloj con extrañeza y volvió a contemplar la reflectante superficie de la piscina. Aquello era, sencillamente, imposible. Cuando dejó su tumbona, el lugar estaba atestado de gente. Diez minutos después, pasajeros y tripulación… ¡se habían desvanecido!