Benny se sentía un inútil. Permaneció sentado temblando en un peñasco, con el brazo palpitándole de dolor, mientras Nick y Julie buscaban las mochilas. Karen había tomado asiento en un tocón, cerca del chico. Sostenía en la mano una navaja abierta.
—Puedes ayudarlos a buscar, si quieres —le dijo Benny.
—Estoy bien aquí.
—No tienes que quedarte vigilando para que no me pase nada.
—Claro que sí —Karen esbozó una tenue sonrisa.
—Rayos, vaya zipizape que he armado.
—No, tú no. Podía haberle ocurrido a cualquiera de nosotros.
Karen se pasó los brazos alrededor del cuerpo.
—¿Tienes frío? —le preguntó Benny.
—Tengo un ataque gigante de carne de gallina.
—¿Quieres mi parka?
—No, muchas gracias. De todas formas, no me caería bien.
—Puedes echártela por la espalda.
—No. Sigue con ella puesta. De verdad. Te hace más falta que a mí. ¿No sabes que las mujeres tenemos una capa de grasa extra?
—Tú no.
Karen se echó a reír.
—Va a ser una nochecita de perros, si no encuentran las mochilas. Nos convertiremos en carámbanos humanos.
—Y no veas el hambre que vamos a pasar. Como la partida de Donner.
—Como la partida de Donner, ni hablar. Con un día de marcha estaremos fuera de aquí. Lo hemos hecho antes.
—No podemos marchamos sin… Antes hemos de matar a la bruja.
—Al menos, sabemos que está aquí —dijo Karen—. Tiene que ser ella la que ha arramblado con las mochilas. Saber eso, ya es algo…
—Yo sabía que iba estar. Ella nos trajo aquí.
—¿Cómo dices?
—Ella nos trajo aquí. Con su magia.
—Es una idea muy agradable. ¿Qué te hace pensar tal cosa?
—Estamos aquí, ¿no?
—Vinimos por propia voluntad.
—¿Por qué no sufrimos ningún accidente durante la ascensión? Ni siquiera un amago de percance del que nos librásemos por los pelos.
—Conducía Nick. Como dijo tu padre, es el Gran Exento de la Maldición.
—A ninguno de nosotros le ha sucedido nada malo desde el jueves. No ha pasado nada hasta que llegamos aquí. Porque aquí nos quería ella.
—¿Para acabar con Nick?
—Y con nosotros. Cuando nos haya quitado de en medio, seguirá adelante y se cargará a mi padre, a Heather, a Rose y a la señora Gordon. Con la maldición, puede liquidarlos a todos.
—No se lo permitiremos. So pena de que muramos congelados.
—Quizá convendría que encendiésemos una fogata.
—¿Con qué?
—Tengo cerillas —dijo Benny.
—¿Que tienes cerillas?
—Claro.
Utilizando la mano izquierda, Benny se desabotonó la solapa del bolsillo de la camisa.
—¡Oh, nos has salvado la vida! Quisiera que hubieses dicho eso hace cinco minutos.
—Todo este barullo ha nublado nuestra visión nocturna —dijo Benny, al tiempo que sacaba una carterita de fósforos.
—¿A quién le importa? —Karen se levantó y tendió una mano temblorosa. Benny puso en ella las cerillas.
Karen se llegó con paso vivo a los árboles. Se agachó para recoger unos puñados de agujas de pino. A su regreso, Benny se dio media vuelta para ponerse de cara a la lumbre. Recordaba que la había encendido y que se encargó de reunir las piedras y formar una pequeña pared protectora circular. Fue la tarde en que llegaron al lago y todo el mundo estaba indignado con él porque tenían que quedarse a pernoctar allí por culpa suya.
Arrodillada, Karen levantó la cubierta de la carterita de cerillas. Puso un mantoncito de agujas de pino y fue colocando encima, con cuidado, astillas y pequeñas ramas.
—Es culpa mía —dijo Benny.
La mujer le miró por encima del hombro.
—¿Qué?
—Todo. Si no hubiera pisado a Heather, lesionándole el pie, habríamos ido a lago Wilson y nada de esto hubiera sucedido.
—Pamplinas.
—Es verdad.
—Hablas como tu padre, ¿sabes? Siempre echándose la culpa de todo. Debe de ser cosa de familia.
—Pero es cierto.
—Guarda todas las culpas para adjudicárselas a esa bruja y a su hijo. Nosotros no somos más que víctimas. El azar quiso que estuviéramos en el sitio inadecuado en el momento inoportuno. Un millón de cosas podían haber hecho cambiar eso, y todo habría ido bien para nosotros, acampados aquí, si aquel maníaco no hubiera decidido violarme.
—¿Te… te violó?
Karen vaciló. Luego dijo:
—Sí.
Benny se sintió como si le hubieran asestado un fuerte puñetazo en el estómago. Se agachó, inclinado hacia adelante. El movimiento le disparó un ramalazo de dolor a lo largo del brazo. Empezó a llorar.
Karen se puso en pie. Se acercó al chico y le apretó la cabeza tiernamente contra sí. Benny frotó la cara contra el cuerpo de Karen. El chándal era suave. Olía bien. Era la misma prenda que llevaba puesta la noche anterior en el saco de dormir, cuando Karen le mantuvo abrazado, y él sintió el calor de su cuerpo, la dureza de los senos y el intenso temor de que ella se diese cuenta de que se había empalmado. Luego, Karen le susurró: «No te preocupes por eso», y Benny tuvo tal vergüenza que deseó morirse. Pero eso duró sólo un momento. De inmediato, se sintió bien y en paz.
—¿Vas a casarte con papá? —le preguntó.
—Tal vez.
—Espero que sí.
—¿Por qué?
—Porque te quiero.
—Yo también te quiero a ti, Benny.
Se acurrucó contra ella. En toda su vida se había sentido tan estupendamente. Pensar en eso le alivió el dolor.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Karen, y le acarició el pelo.
—Lamento… lamento el daño que te hizo.
—Está muerto.
—Quisiera haberlo matado yo.
—No, tú no.
—Oh, sí, me hubiera gustado.
Karen se echó hacia atrás, se agachó y le dio un leve beso en la boca.
—Encendamos el fuego antes de que nos congelemos.
Dio media vuelta, frotó una cerilla y encendió un trozo de cartón. Surgieron las llamas. Las agujas de pino humearon, chasquearon al prender y transmitir el fuego a las ramitas. Karen añadió leña más consistente del montón próximo. Las llamas cobraron altura, danzaron e irradiaron calor.
—Ahora estamos metidos en harina —comentó Karen.
Nick y Julie se acercaron por detrás. Se acuclillaron junto a la lumbre.
—¿No hubo suerte? —preguntó Karen.
—Creemos que es muy posible que las arrojase al lago —dijo Julie.
—Si es así —indicó Nick—, estarán cerca de la orilla. No nos costará mucho encontradas.
—Vamos a echar una mirada —añadió Julie. Se inclinaba sobre la fogata, cogida la linterna entre las rodillas, y se frotaba las manos como si estuviese lavándolas en las llamas.
—¿Dónde encontraste las cerillas? —le preguntó Nick.
—Las tenía Benny —dijo Karen.
—¡Buen trabajo, Ben!
—Sí —sonrió Julie a su hermano—. No eres una completa calamidad.
Benny le devolvió la sonrisa.
—Déjate de bromas.
Nick se apartó del fuego.
—Está bien, vamos a echar un vistazo al lago.
—¿Quieres tú ir con ellos? —le preguntó Karen a Benny.
—Sí.
—Vale más así —dijo la mujer a los otros dos—. Es mejor si nos mantenemos juntos.
Benny se levantó. Dio un respingo cuando el movimiento le produjo una punzada de dolor en el brazo. El resto del cuerpo estaba rígido y resentido, pero le alegró que le incluyesen en la expedición. Karen se mantuvo junto a él mientras se dirigían al lago.
Nick y Julie eran los únicos que llevaban linterna.
Anduvieron despacio por la orilla, barriendo el agua con los haces de luz. Los focos trazaban nuevos ángulos al atravesar la superficie. En las zonas poco profundas, de aguas turbias y saturadas de partículas en remolino, Benny podía ver el fondo cuando penetraba la luz de la linterna. Las rocas estaban allá abajo cubiertas de musgo. Las corrientes agitaban pequeñas colonias de algas. Aguas adentro, los focos de las linternas no llegaban al fondo. Se quedaban a cosa de medio metro por debajo de la superficie, como si fueran demasiado débiles para profundizar más en aquella lobreguez líquida.
—Bueno —dijo Nick—, creo que están ahí. Voy a entrar.
—No, es una barbaridad.
—Espera a mañana por la mañana —propuso Karen—. Aunque las encontraras ahora, los sacos de dormir estarían empapados.
—Casi toda la comida debe de estar en buenas condiciones —replicó Nick—. No sé vosotros, pero yo tengo un hambre de lobo.
—Te congelarás, Nick.
—Contamos con una buena fogata. —Le siguieron hasta el punto donde habían dejado las mochilas—. Si esa bruja las tiró al agua, lo más seguro es que fuera derecha a la orilla desde aquí.
Nick se sentó en el suelo, dejó el hacha y empezó a desatarse los cordones de las botas. Julie se sentó a su lado.
—Si te vas a meter en el agua, iré contigo.
—Es una tontería que nos mojemos los dos.
—Me importa un pito.
—Julie —la voz de Nick era firme—. Hablo en serio: Espera aquí.
La chica se le quedó mirando. Abrió la boca. Después la cerró. Se le hundieron un poco los hombros.
—Está bien —murmuró—. Si es que no me quieres contigo…
Tras quitarse las botas y los calcetines, Nick se puso en pie e hizo lo propio con la camisa de franela. Se bajó los vaqueros y retiró las perneras. En calzoncillos, se acercó con paso rígido a la orilla del lago. Se frotó los brazos.
—Bueno —dijo—, allá vamos.
Se lanzó hacia adelante y los pies chapotearon y salpicaron. Fue avanzando hasta que el agua le llegó al nivel de las rodillas. Entonces se zambulló, lanzándose de plano sobre la superficie. Karen y Julie mantuvieron las linternas enfocadas sobre él mientras Nick se deslizaba silenciosamente bajo las olas. Salió a la superficie al cabo de unos segundos. Dio media vuelta y se sacudió el agua de la cara.
—¿Tocas fondo? —le preguntó Julie.
—Sí.
Las olas le llegaban al pecho.
—¿Cómo está?
La respuesta de Nick fue un gruñido doliente. Echó a andar.
La luz de Julie siguió sobre él. Karen dirigió su foco al agua, inmediatamente delante del muchacho. Caminaron por la orilla, manteniéndose a la altura de Nick.
Se detuvo. Sus hombros se bambolearon ligeramente.
—¡Vaya, hombre! —exclamó. Luego se zambulló bajo la superficie. Su espalda fue visible durante un momento, blancuzca a la claridad ondulante y temblona de la linterna. Luego lo perdieron de vista. Benny contempló las tenebrosas aguas. Contó hasta diez y en aquel instante Nick reapareció en la superficie. Sostenía delante de sí un bulto grisáceo. Lo sacó del agua. Era la mochila de Karen. Nick anunció—: ¡Están aquí!
—¡Fantástico! —se animó Julie.
El muchacho levantó la mochila por encima de la cabeza, avanzó un paso y, justo a su espalda, el agua pareció estallar. Se le desorbitaron los ojos. Se le escapó la mochila de las manos. Al caerle sobre la cabeza, e impacto y el peso le hundieron bajo la superficie.
Las linternas se estrellaron ruidosamente contra las piedras. Karen y Julie, hombro con hombro, se precipitaron al lago. Una linterna se había apagado. Benny recogió la otra. Vio zambullirse a Karen. Con rápida brazada, se desvaneció bajo la superficie, para reaparecer en seguida tirando de Nick por un brazo. Chapoteando, Julie pasó al otro costado del muchacho y le agarró también del brazo. La cabeza de Nick emergió del agua. Lo elevaron entre las dos. Estaba consciente. Se atragantaba, medio asfixiado. Cuando llegaron a zona menos profunda, Benny observó que las piernas de Nick funcionaban.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Benny.
Nadie contestó. Llevando a Nick casi a peso, las dos mujeres llegaron a tierra firme y le fueron bajando hasta que las rodillas se apoyaron en el suelo. Después le tendieron boca abajo.
Las relucientes cachas rojas de una navaja sobresalían de su espalda.