Julie notó que se le debilitaban las piernas. Se apoyó en la parte lateral del coche. Un miedo espeluznante le puso la carne de gallina. Mientras se frotaba los brazos, sus ojos escudriñaron la lobreguez nocturna. Bajo la Luna, la angosta carretera aparecía desierta. Ni farolas ni automóviles aparcados. Los arbustos que crecían paralelamente al guardarraíl daban la impresión de ser centinelas silenciosos y expectantes.
Nick le dio una palmada en el brazo.
—No te preocupes.
—¿Quién está preocupada?
Nick se inclinó hacia el interior del vehículo y apagó los faros. Se retiró, tras recoger las llaves, y cerró la portezuela. Julie le siguió hacia el maletero.
—¿Puedes cambiar los neumáticos? —preguntó con ansiedad Julie.
—Sólo llevo uno de repuesto.
Lo sacó del portaequipajes.
—¿De qué sirve, entonces?
—Por si acaso. —Nick cerró el maletero.
—¡Cielos, hombre! —murmuró Julie.
—Vamos.
—¿A dónde?
—En busca de un teléfono. Tenemos que llamar al automóvil club. —La cogió de la mano y echaron a andar camino abajo. De vez en cuando, al paso, miraban por encima del hombro.
—Creo que encontraremos ningún teléfono público —pronosticó Julie—, hasta el bulevar Ventura.
—Seguramente, no.
—Lamento de verdad haberte metido en este lío Nick.
—No es culpa tuya.
—¿Ah, no? Si nos hubiésemos quedado en el cine esto no habría ocurrido. Yo y mis grandes ideas.
Nick le apretó la mano.
—Fue una gran idea. Fue… Pase lo que pase, jamás lo lamentaré.
—Pase lo que pase. ¡Ah, maravilloso! ¿Qué esperas?
—No lo sé. Pero esto es parte del asunto, ¿o no?
—¿Te refieres a la maldición?
—Sí, supongo que a eso me refiero.
—¡Cielos, hombre!
Al doblar una curva se tropezaron con un camino estrecho y empinado. A un lado del mismo, medio oculto por la maleza, había un buzón de correspondencia. El número escrito en el buzón era el 21; el nombre, PESCADO. El sendero trepaba por la ladera, se torcía un poco más arriba y acababa desapareciendo en la oscuridad.
—Esto debe de ser el camino de acceso a alguna casa —dijo Julie—. ¿Lo probamos?
—¿Telefonear desde la casa de alguien?
—Si no, nos espera una caminata espantosa. ¿Qué hora es?
—Las once menos veinticinco.
—No podremos estar en el Ventura a las once. Mi padre empezará a ponerse frenético.
—Entonces, supongo que es mejor intentarlo aquí.
Tras un desolado vistazo al desierto camino que te nían a la espalda, se aventuraron por aquella entrada. Los árboles impedían el paso a los rayos de la Luna. La noche estaba saturada de ruidos familiares: el zumbido de un avión de línea, el bocinazo de un automóvil, el grito de un hombre, el estrépito de un portazo. Pero todos llegaban de muy lejos, como si perteneciesen a un mundo distinto. Sólo el chirrido de los grillos sonaba cerca de ellos. Y sus propios rumores: el roce de sus zapatos sobre el pavimento, su cansina respiración.
—Es un camino de entrada bastante largo —susurró Nick.
—Es casi como si volviésemos a estar en las montañas.
—Menos mal que sin mochilas.
Julie volvió la cabeza. Nadie a su espalda. El camino que habían dejado atrás estaba fuera de la vista, oculto al otro lado de un curva. Nick se rezagó para ponerse detrás de Julie. Le puso la mano en la espalda y la fue empujando.
—Ah, eso está mejor.
—Encantado de serte útil.
Doblaron una curva del camino de acceso y la mano de Nick cayó de golpe. Se puso junto a la muchacha. Permanecieron inmóviles, con la respiración alterada y los ojos clavados en la casa.
—La hora de Hansel y Gretel —musitó Nick. Julie le asestó un golpe en el brazo.
Salvo por la lámpara del paseo que llevaba a la puerta, no había luz alguna. Cerca del garaje estaba aparcado un monstruoso Cadillac antiguo.
—¿Qué opinas? —preguntó Nick.
—Ya que hemos llegado hasta aquí…
—No parece muy… hospitalario.
—Echemos una mirada, Hansel.
Se llegaron a la puerta. No parecía tener timbre, sólo una aldaba de bronce, en forma de puño. Nick la levantó y llamó tres veces. Luego apoyó rápidamente la llanta en el marco de la puerta. Julie se limpió las sudorosas manos en la falda.
—Seguro que tienen teléfono —susurró. Aguardaron. Del interior de la casa no llegó ningún sonido.
—¿Probamos otra vez? —sugirió Julie.
—Quizás estén dormidos.
Julie levantó la maciza aldaba y en aquel momento se abrió la puerta. Tiraron de ella hacia adentro. La chica retrocedió. La pieza de bronce cayó estruendosamente.
Un hombre los miraba. No era viejo ni nudoso como Julie, sin saber por qué, había esperado. Aparentaba unos cuarenta años. Calvo y obeso. Su kimono azul, atado a la cintura, relucía al resplandor de la lámpara del recibidor. Aunque llevaba las pantorrillas al aire, oscuros calcetines cubrían sus pies. Se limitó a contemplar a los recién llegados, sin pronunciar palabra. Fruncía el ceño ligeramente, pero daba la impresión de sentir más curiosidad que enojo.
—Lamento molestarle —dijo Nick—. Nuestro coche ha sufrido una avería y quisiéramos utilizar su teléfono, si es posible.
Con un movimiento de cabeza, el hombre les indicó que entrasen. Julie siguió a Nick a través del umbral y cerró la puerta. El hombre los precedió. Cojeaba un poco. Entró en una habitación contigua al recibidor y encendió la luz. Les hizo una seña para que le siguieran.
Aquella estancia sombría le pareció a Julie un salón de cien años atrás. Sus ojos observaron la alfombra persa, el sofá de felpa, demasiado relleno y con los brazos adornados de tapetitos, las estanterías repletas de libros con encuadernación de cuero. No vio ningún teléfono.
Respiró por la nariz para evitar el olor a moho y humedad del cuarto.
El hombre hizo un gesto con el brazo, hacia el sofá, como si los invitara a sentarse. Julie miró a Nick. Este se encogió de hombros.
—Señor —dijo—, ¿podemos usar su teléfono, si tiene?
La calva cabeza asintió. El hombre les indicó que se sentaran.
«¿Qué pasa aquí?», pensó Julie. La extraña conducta de aquel caballero y el aspecto anticuado del salón la ponían nerviosa. «¿Por qué no dice nada?».
Siguió a Nick hasta el sofá. Se hundió en el asiento y mantuvo erguido el cuerpo, rígido, cogidas las rodillas con las manos.
El hombre sonrió e inclinó la cabeza. Se apartó para encender un televisor portátil. Se le levantó la parte posterior de su kimono de raso. Julie vislumbró sus posaderas desnudas. La chica miró a Nick, que sacudió la cabeza y elevó los ojos al techo.
El habitante de la casa retrocedió con la mirada puesta en el televisor. El aparato producía un zumbido bastante alto. Las voces inundaron la habitación y en la pantalla vibró una película en blanco y negro. El hombre se encaró a Julie. Sonrió.
—¿Puedo ofrecerles un poco de té? —preguntó. Su tono de voz era agudo.
«Así que puede hablar», pensó Julie.
—Preferiríamos utilizar su teléfono, si es posible —dijo Nick.
Osciló la cabeza del individuo.
—Será mejor que llame primero a mi padre —pronunció Julie—. Para avisarle de que llegaremos tarde.
El hombre se acomodó en una silla situada junto al extremo del sofá. Entrelazó las manos sobre el halda y contempló a Julie. Parecía muy complacido, casi entusiasmado por algo. Se removió un poco.
—¿Puedo usar su teléfono? —insistió Julie.
El calvo señaló la cortina que colgaba de un arco, al otro lado de la estancia, a la izquierda del televisor.
—¿Está ahí? —preguntó Julie.
El hombre asintió. Julie se levantó del sofá y anduvo hacia el arco. Apartó la cortina y echó un vistazo.
A la escasa luz del salón, vio un pequeño cuarto que, al parecer, cumplía también la función de antesala de otra estancia. Al fondo, colgaba otra cortina. Adosado a la pared había un escritorio de tapa corrediza. Julie localizó la negra forma de un aparato telefónico sobre su soporte. Había una lámpara de pie junto al escritorio.
Julie introdujo la mano por debajo de la pantalla encontró el interruptor y encendió la bombilla. Dejó caer la cortina que cubría la entrada, dio un paso hacia el escritorio y levantó el auricular. Mientras marcaba oyó las voces del televisor del salón.
«Pobre Nick —pensó—, allí solo con aquel tipo raro».
El teléfono sonó tres veces antes de que lo descolgasen.
—¡Dígame!
—Hola, papá. Soy yo.
—¿Julie? ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?
—Tuvimos una avería en el coche. Todo va bien, pero estamos atascados.
—¿Qué ocurrió?
—Un par de ruedas reventadas.
—¿Un par de ruedas reventadas? —su voz rezumaba estupefacción.
—Sí. Ahora vamos a avisar al automóvil club, pero pensé que era mejor llamarte primero para que sepas que llegaremos tarde.
—¿Dos ruedas reventadas? ¿Es que alguien os pinchó los neumáticos o qué?
—Rompieron las válvulas de inflado.
Scott permaneció en silencio unos segundos.
—Los del club automovilístico no arreglarán eso. Os remolcarán.
—Me lo temía.
—Mira, vale más que vaya yo a recogeros. El coche puede esperar hasta mañana. ¿Desde dónde llamas?
—Estamos en casa de un tal… —Recordó el buzón situado al pie del camino de acceso—. Un tal Pescado. Así se llama. La casa está en las colinas, justo al sur del bulevar Ventura.
—¿Qué diablos estáis haciendo allí?
—Pues…
—No importa. Hablaremos de ello después. Dame la dirección.
—Es el número veintiuno de algo como… Aguarda un momento, lo preguntaré.
Dejó el auricular, se apartó del escritorio y levantó la cortina.
El hombre sonreía por encima de la cabeza de Nick.
Estaba detrás del sofá, inclinado por encima del respaldo, tenía el brazo alrededor del cuello de Nick y apretaba con fuerza. El rostro del muchacho tenía un color rojo granate. Nick forcejeaba y pataleaba.
—¡No! —gritó Julie. Irrumpió dando bandazos en el salón, mientras su mirada iba de un lado a otro. Necesitaba un arma. No encontró ninguna que le pareciese apropiada. Al tiempo que soltaba un fuerte chillido, tiró el televisor de su apoyo. El aparato se estrelló contra el suelo.
El semblante del hombre se contrajo. Soltó a Nick.
Contempló los chisporroteantes restos del televisor y el humo que se elevaba de ellos, mientras Nick caía sobre el sofá, rodaba sobre sí mismo e iba a parar al piso. Se movieron los labios del hombre, pero ningún sonido salió por ellos. Los entrecerrados ojillos fueron a posarse en Julie. Emitió un rugido y saltó por encima del sofá. Julie giró sobre sus talones. Se lanzó a través de la cortina, cruzó la antecámara y se precipitó en la oscura habitación del fondo.
Sin dejar de rugir, el hombre la persiguió.
El hombre apartó la cortina de un manotazo y Julie, de pie junto a la pared, le descargó un silletazo cuando el individuo se lanzó a través del arco. El canto del asiento le alcanzó en la cabeza. Se le doblaron las piernas. Las rodillas chocaron contra el suelo. El hombre se agarró la cabeza con las manos al tiempo que caía de cara. Julie levantó la silla cuanto pudo y la bajó con todas sus fuerzas. Las patas de madera se abatieron sobre la espalda del hombre. Este emitió un alarido y se desplomó boca abajo. Rodó por el piso mientras Julie volvía a levantar la silla. El ocupante de la casa tenía las rodillas alzadas y el kimono abierto.
—¡Cerdo! —motejó Julie, y descargó otro silletazo.
El hombre agarró dos de las patas, dio un tirón y arrancó la silla de las manos de Julie. La muchacha saltó hacia la cortina. Cuando estaba a punto de franquear el arco, recibió una patada en el tobillo. Dio un traspié. Cayó de bruces en la antesala. Se deslizó por el suelo, logró incorporarse y entró tambaleándose en el salón. Nick yacía inmóvil delante del sofá.
Julie se inclinó, cogió el destrozado televisor y lo arrojó contra el bulto del hombre, cubierto por la cortina. Lo alcanzó a la altura de las rodillas. El individuo soltó un chillido. Rasgó la cortina y cayó dentro del salón. A la luz de la lámpara, Julie vio que la calva cabeza sangraba en abundancia. El rostro era una máscara roja y goteante. Cuando se ponía a gatas, con intención de levantarse, Julie le propinó un puntapié. La chica perdió una sandalia. Un ramalazo de dolor le ascendió por el pie, pero el hombre emitió un gañido de sufrimiento y se llevó las manos a la cara. Julie saltó. Dobló al máximo las rodillas, bajó las piernas de golpe y hundió los dos pies en el blando abdomen del hombre. El aire salió disparado de los pulmones. Julie agitó los brazos durante unos segundos, pero no logró mantener el equilibrio y fue a parar al suelo, de espaldas. Se quedó allí, esforzándose en recobrar el aliento, aturdida y aterrada por la idea de que aquel sujeto lograra recuperarse antes que ella.
Por fin, pudo incorporarse. El hombre aún estaba caído boca arriba. Levantadas las rodillas. Gemía y se apretaba el estómago.
Nick se daba ahora media vuelta.
Aún con el auricular pegado al oído, Scott abrió el cajón del mostrador. Sacó una guía telefónica.
—¿Qué ocurre? —preguntó Karen.
—No lo sé… Rápido, mira a ver si localizas «Pescado».
Arrojó la guía hacia Karen, que la puso encima del mostrador. A la mujer le temblaban las manos violentamente mientras pasaba las páginas a toda prisa.
—«Pescado» —repitió Scott—. Es un apellido.
Karen encontró la P y siguió pasando hojas hasta llegar a Peso. Recorrió las columnas con la punta del índice.
—Dios, hay un par de docenas de Pescado.
—Es el veintiuno de algo. La dirección.
La mitad de las entradas pertenecían al sector alimentario: Pescado, Platos de: Pescado, Cocina de: Pescado, Mercado del. ¡Aquí está! Pescado, Marvin. Terraza del Panorama, 21. Tarzana.
—Ése tiene que ser. Anótalo. ¡Tanya! —llamó.
Mientras Karen garabateaba las señas en un taco de notas, Tanya llegó corriendo de la cocina. Benny iba pisándole los talones. Ambos parecían alarmados.
—¡Julie! —gritó Scott por el teléfono. Luego colgó y sacó del cajón un ejemplar del plano callejero Thomas. Se dirigió a Tanya—: Julie está en un apuro. Quiero que llames a la policía. Envíalos a esta dirección.
Karen arrancó la nota del taco y la apretó en la palma de la mano de la muchacha.
—Diles que se trata de un caso urgente.
—¿Qué pasa? —preguntó Benny.
—Tú quédate con Tanya. —Scott miró a Karen—. ¿Vienes conmigo?
—Claro.
—Busca esa calle en el plano. —Le entregó la guía Thomas—. Reúnete conmigo en el coche —dijo, y se precipitó fuera de la cocina.
Karen salió a la calle. Tenía el coche estacionado junto al bordillo, pero supuso que Scott preferiría tomar su propio Cutlass. Estaba en el camino de acceso. Probó la portezuela derecha. Cerrada.
Scott salió corriendo de la casa, con una pistola en la mano.
—¡Está vivo!
Julie se puso en pie. Apartó la caída cortina y el receptor de televisión. Con paso vacilante se acercó al hombre y levantó el televisor. Le temblaron los brazos cuando lo sostenía por encima de la cabeza. Bajó la mirada sobre el habitante de la casa.
—¡No! —jadeó éste—. No lo hagas. Lo siento. No pude evitarlo.
El peso del televisor producía estremecimientos en los músculos de los brazos de Julie.
El hombre se apretó con las manos el rostro ensangrentado y prorrumpió en sollozos.
Julie hizo un quiebro con el cuerpo y soltó el televisor. Se estrelló contra el piso, casi rozando la cabeza del hombre.
—Déjenos en paz —murmuró Julie, y se acercó a Nick.
—Aquí está —dijo Karen—. Terraza del Panorama. Hay que seguir por el bulevar Ventura hasta la avenida del Sol. Luego se tuerce a la izquierda.
Scott pulsó un botón y la luz del techo se apagó.
—Estarán bien —dijo Karen.
—No debí dejarlos salir.
—¿Cómo ibas a saber lo que pasaría?
—¡Maldita sea!
—Nick está con ella. No les ocurrirá nada.
Karen vio por delante una señal de alto. Scott no aflojó la marcha. Se acercaban rápidamente al cruce cuando Karen vislumbró por la derecha las luces de unos faros.
—¡Cuidado!
Scott aceleró y el impulso brusco lanzó a Karen contra el asiento. El resplandor de los faros entró a raudales por la ventanilla. Una bocina dejó oír su protesta. A continuación, la cegadora luminosidad desapareció y el sonido de la bocina se perdió en la distancia, a su espalda.
—¡Scott!
No respondió. Inclinado sobre el volante, aceleraba por el centro de la desierta calzada.
Karen se esforzó en conservar tranquila la voz.
—Si nos matamos, no le serviremos a Julie de ninguna ayuda.
—Jodida maldición.
—¡También nos afecta a nosotros, Scott!
Julie abrió impetuosamente la puerta. Se agachó para coger la rueda. La llevó al salón y se la pasó a Nick. El vecino de la casa estaba ahora tendido boca abajo, se sostenía la cabeza y lloraba sosegadamente.
—Si intenta algo, le rompes la crisma.
Dejó a Nick arrodillado junto al hombre y volvió presurosa a la antesala interior. El teléfono emitía sonoros bip, bip, bip. Julie oprimió los pulsadores, cogió el auricular, que había dejado encima del escritorio, y consiguió tono. Marcó rápidamente.
Descolgaron en seguida.
—¡Al habla! —era la voz de Benny.
—Soy yo.
—¡Julie! ¿Te encuentras bien?
—¿Está papá?
—No. Ha ido a buscaros. La policía también está en camino.
—¿Saben dónde estamos?
—Sí.
—¿Cuánto hace que salió papá?
—No lo sé. Unos cinco minutos. ¿Qué ha pasado?
—Un psicópata intentó matarnos.
—Es la maldición.
—Brillante deducción, chalado.
Colgó.
Scott zigzagueó entre el tráfico, desplazándose a bastante velocidad por el bulevar Ventura, en dirección oeste. Pisó el acelerador para pasar un disco en ámbar, pero no tuvo más remedio que detenerse en el cruce siguiente porque los automóviles que iban delante le bloqueaban el paso. Descargó un puñetazo sobre el volante.
Karen inclinó el plano para que lo iluminase la claridad de las farolas y deslizó un dedo a lo largo de la gruesa línea que representaba el bulevar Ventura.
—La avenida del Sol debe de estar a dos manzanas de aquí.
—Me desviaré a la izquierda.
—Sí. Luego avanzaremos unas cuantas manzanas. Llegaremos a una bifurcación. Sigue por el ramal de la izquierda. Nos llevará hacia la Terraza del Panorama.
—¿Por dónde hay que seguir después para llegar a ese Panorama?
—Otra vez a la izquierda. No hay otro camino.
El tránsito se reanudó. Scott se mantuvo en el carril de la izquierda, dejando escapar el aire a través de los dientes, con las mandíbulas apretadas, dando golpes al volante y rezongando en voz baja por la lentitud del coche que le precedía.
—Es probable que, a estas horas, la policía esté ya allí —dijo Karen.
—Por Dios, así lo espero.
El automóvil dio un salto, como si escapara de algo, y atravesó lanzado tres carriles de tráfico. La brusquedad del giro envió a Karen contra la portezuela. Un clamor de bocinas se elevó en el aire. De inmediato, se encontraron corriendo por la avenida del Sol. La carretera de la zona residencial estaba a oscuras, con excepción de algunas farolas dispersas. No se acercaba ningún vehículo. Scott condujo por el centro de la calzada.
—No dejes que vean el arma —advirtió Karen.
—¿Cómo?
—Los policías. Si te ven con la pistola, puede que disparen contra ti.
Julie dio un respingo al oír el estrépito que retumbó través de la puerta.
—Iré a ver —dijo.
Estaba de rodillas y se apoyó en el hombro de Nick para levantarse. Salió presurosa del salón.
En el recibidor, empuñó el picaporte. Vaciló:
—¿Quién es?
—Agentes de policía.
Abrió la puerta y exhaló un suspiro de alivio al ver a la pareja de policías uniformados.
—Ahí está la bifurcación —anunció Karen—. Tira por la izquierda. Ya casi hemos llegado.
Scott redujo la marcha ligeramente al estrecharse la calzada y, al cabo de un momento, por la derecha, a través de la densa maleza, Karen vislumbró las luces piloto de un automóvil. Scott pisó el freno y tocó la bocina antes de que la mujer gritara. Se desvió, pero el coche que descendía veloz por el camino lateral le alcanzó justo delante de donde estaba Karen y produjo un ensordecedor estruendo metálico. El impacto volvió a lanzar a la mujer contra la portezuela.
El rayo de luz de los faros se agitó por encima de un seto que bordeaba el camino. Después se encontraron dando saltos y tumbos entre matorrales, desplazándose ladera abajo. Karen mantuvo las manos apretadas contra el techo mientras el automóvil rodaba. El parabrisas se hizo añicos. El techo trepidó. Karen temió que se hundiera, pero aguantó en su sitio durante todo el traqueteante recorrido, hasta que el automóvil se detuvo.
Karen estaba boca abajo, con el cinturón de seguridad clavado en el hombro y en el regazo.
Lo mismo que la otra vez.
Sólo que en esta ocasión era Scott, y no Frank, quien estaba inconsciente a su lado mientras el humo empezaba a aflorar por debajo de la capota.