32

Al despertarse, Julie notó que la toalla que tenía debajo estaba empapada. Se secó la cara con una esquina y levantó la cabeza. Vio a Karen en el extremo de la piscina, estirada en una tumbona y aparentemente dormida. Scott leía un libro, sentado cerca de la mujer.

Julie tanteó con las manos a ambos costados, encontró las colgantes cintas de la pieza superior del bikini y las ató a la espalda. Al sentarse, el sudor se deslizó por la piel caliente de su espalda. El borde de cemento que orillaba la piscina le abrasó los pies. Se puso las sandalias y se encaminó hacia su padre. Le preguntó la hora, en voz baja para no despertar a Karen.

El hombre consultó su reloj de pulsera.

—Poco más de las tres. Nick telefoneó mientras dormías.

—¡Oh, no! ¡Dios! ¿Por qué no me despertaste?

—Se limitó a dejar un recado a Tanya. Dijo que estará aquí hacia las cinco.

—¿Cómo se encuentra su madre?

—No lo dijo. Pero las cosas deben de haber ido bien. En caso contrario, dudo mucho de que Nick viniera.

—Sí, supongo que sí. —Julie suspiró, un poco desilusionada por haberse perdido la llamada de Nick—. De todas formas, ¿vas a quedarte por aquí un rato?

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada. Sólo es que he pensado que podía darrme un chapuzón para refrescarme. —Tras un indiferente encogimiento de hombros, añadió—: No dejes que me ahogue, ¿eh?

Su padre enarcó las cejas.

—Si tan preocupada estás, tal vez sea mejor que no te acerques a la piscina.

—¡Jesús! —Julie acusó, dolida, el comentario—. Sólo bromeaba, por el amor de Dios.

Mientras la muchacha se alejaba, Scott dijo:

—No te quitaré ojo.

—Gracias —murmuró Julie.

En el borde de la pileta, se sacudió las sandalias y descendió por la escalerilla de la parte que no cubría. El agua le fue envolviendo las piernas con su gratificante frescura. Julie avanzó poco a poco, aspiró una bocanada de aire cuando el agua le llegó a las ingles y se preguntó cómo se las habría arreglado para aguantar en aquel lago gélido de las montañas. Cuando el nivel del agua alcanzó su vientre, se dejó ir hacia adelante y sus pies dejaron el fondo de la piscina. El agua fría se cerró sobre su cuerpo. Le pareció estupenda, tras el primer sobresalto. Nadó sumergida hasta el otro extremo, sacó la cabeza para respirar, a la sombra del trampolín, y miró hacia su padre mientras giraba. Scott tenía el libro cerrado sobre las rodillas. La observaba.

Nadó lentamente de espaldas, con la vista en la parte lateral de la piscina, al tiempo que trataba de calcular la distancia para que su cabeza no chocara con la pared, cuando acabara de recorrer el largo. Se detuvo, miró por encima del hombro y comprobó que aún faltaban dos metros para llegar al extremo de la pileta. Suspiró, molesta consigo misma por haberse excedido en sus precauciones. Se zambulló de nuevo. Sus músculos, en los que aún persistían las agujetas del excursionismo, le dolían cada vez que los flexionaba y estiraba. Era una sensación agradable. Cuando llegó a la parte profunda de la piscina, se lanzó desde el muro con tal ímpetu que el agua tiró de la pieza inferior del bikini y la bajó cosa de cinco centímetros. La subió de nuevo y continuó nadando. Al llegar a la zona donde el agua no cubría moderó el ímpetu de su avance.

De no encontrarse nadie más por allí, se habría olvidado del bañador para, desnuda, surcar el agua a toda velocidad. Era una sensación formidable y selvática. En especial por la noche. Aunque, diablos, si estuviera sola, lo más probable es que el miedo le impidiera estar dentro de la piscina. Aquella condenada maldición. «Seguramente sería una paparrucha, pero ¿cómo se explica una lo que les ha ocurrido a Benny, a Alice y Rose, e incluso a Karen? Conforme, Karen resbaló en la bañera. Eso le puede ocurrir a cualquiera, pero ¿y lo de…?».

Tocó la pared del extremo profundo y se volteó. Sus pies encontraron las baldosas. Se impulsó, mientras sostenía la pieza del bikini con una mano. Se deslizó por el agua, aprovechó un momento la inercia y luego empezó a batir el agua con las extremidades. El primer movimiento le produjo un espasmo muscular que le paralizó la pierna derecha. Dejó escapar un grito silencioso bajo el agua y se agarró el muslo contraído por el calambre. Con energía, lo frotó, lo palmeó. Aunque el dolor era insoportable y los pulmones le ardían, Julie se sintió más bien complacida por el hecho de no experimentar pánico alguno. Ya había sufrido calambres anteriormente. Se encontraba a escasos metros de un lado de la piscina. Lo principal era hacer caso omiso del dolor, emplear los brazos y la pierna buena para remontarse hasta la superficie y, aunque le costara un infierno, llegar a un lado de la piscina. Se soltó el muslo, no sin un gran esfuerzo de voluntad, y batió el agua con los brazos y la pierna, para emerger. Una sacudida agónica y la pierna izquierda quedó inmóvil. Hundidas en el agua, ambas extremidades estaban como petrificadas. El peso del cuerpo la inclinó hacia atrás mientras las manos daban zarpazos hacia arriba. Los brazos rebasaron la superficie, la sacudieron con intensidad, pero sin la fuerza suficiente como para permitir que emergiese la cabeza. A través de los centímetros de agua espumosa que la separaban del aire, Julie vio el trampolín oscilando sobre ella. Aunque siguió agitando los brazos, la muchacha no dejaba de hundirse. La tabla del trampolín se convirtió en una mancha borrosa. Ya ni siquiera la punta de los dedos podía alcanzar la superficie.

«¡Esto es demencial!».

«Mierda, verdaderamente me estoy…».

Algo inmovilizó su brazo derecho. ¿Otro calambre? No, se trataba de algo distinto, como una ajustada esposa alrededor de la muñeca. Tiraba hacia arriba.

Unos segundos después, la cabeza de Julie asomó por la superficie. Abrió la boca, en busca de aire para sus pulmones, y, al volverse, vio a su padre dentro de la piscina. La agarraba con una mano, mientras pasaba la otra por encima del borde. Más allá, Karen estaba arrodillada en el suelo, contraído de miedo el semblante.

Scott tiró de Julie. La muchacha se aferró a la pestaña de cemento del reborde de la piscina, mientras su padre salía del agua. Entre Karen y él sacaron a Julie de la pileta. Tendida de costado, la muchacha se frotó los dolientes muslos.

—¿Calambres? —le preguntó su padre.

—Sí.

—¿En las dos piernas?

Julie asintió con la cabeza.

—¡Dios bendito! —murmuró Karen.

—Es de locura —dijo Julie.

—Te esforzaste demasiado, cariño —dijo el padre.

En cuclillas junto a ella, Scott procedió a dar masaje al muslo derecho. Karen hizo lo propio con el izquierdo. El dolor no tardó en disminuir. Los músculos se soltaron y Julie estiró las piernas.

—Creo que ya estoy bien.

—Sería mejor que estuvieses echada un rato —opinó su padre. Karen y él la ayudaron a ponerse en pie.

Sosteniéndola por los brazos, la llevaron a la tumbona.

Las piernas de Julie estaban débiles y temblorosas.

Una vez tendida en la colchoneta de la tumbona, su padre se inclinó sobre ella. Le acarició la frente y apartó unos mechones de pelo mojado.

—¿Seguro que estás bien?

Julie asintió.

—Creo que, después de todo, no debí meterme en la piscina.

—Lo que pasa es que te pasaste dándole a la natación.

—Supongo que sí. Eh, gracias por sacarme.

Scott apretó los labios con fuerza e inclinó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Dio unas palmaditas en la mejilla de Julie.

—Descabeza un sueñecito ahora. Te despertaré a tiempo para que recibas a Nick.

—Llámame a las cuatro, ¿vale?

—Faltaría más.

Karen le apretó suavemente el hombro y le sonrió. Luego, Scott y ella se dirigieron a las sillas reclinables, mientras hablaban sosegadamente.

Julie cerró los párpados contra el resplandor del sol. Flexionó los músculos de las piernas, y notó que le vibraban. Se relajó. Se había quedado sin energías. El calor era un como un manto confortable. Intentó pensar en lo que acababa de sucederle, pero su mente desvariaba. Se vio tendida sobre la caliente superficie de un bloque de granito, junto al lago, con el húmedo cuerpo de Nick pegado al suyo, mientras los labios del muchacho le acariciaban la boca.

La despertó una mano.

—Acaban de dar las cuatro —anunció su padre.

—Gracias —musitó Julie.

Continuó inmóvil en la tumbona hasta que Scott se retiró. Se sentía aturdida y abrumada por el calor del sol. Luego, la idea de que Nick no iba a tardar en presentarse ahuyentó su cansancio. Se sentó y el sudor descendió en hilillos por su cuerpo, derramándose desde los huecos de su garganta y del ombligo. Buscó las sandalias con la mirada. Seguían aún en el extremo de la piscina donde las dejó. Aferrada a la toalla, corrió por encima del ardiente cemento hacia la casa.

Benny, sentado en el estudio, alzó la cabeza del libro cuando se deslizó la puerta corredera y Julie entró. El chico arrugó la nariz para subirse las gafas.

—¿Estás bien? —se interesó.

—Claro. ¿Te lo ha contado papá?

—Sí. Yo estaba en el aseo cuando ocurrió. Hubiera querido verlo.

—Fue horrible. Todo un número: tu hermana en un tris de ahogarse. Te habrías puesto de puntillas para no perderte ni el más mínimo detalle del divertido espectáculo.

—Sólo quise decir que a lo mejor hubiera podido echar una mano.

—Desde luego. —Como el aire acondicionado la estaba dejando aterida, Julie se envolvió en la toalla—. ¿Dónde está Tanya?

—Creo que en su cuarto, estudiando.

Julie salió del gabinete y fue al dormitorio de Tanya. Encontró a la muchacha ante su mesa, inclinada sobre un grueso volumen de obras de Shakespeare.

—¿Qué tal te encuentras?

—No muy mal.

Tanya sacudió la cabeza.

—No puedo creerlo. ¿Las dos piernas paralizadas?

—Papá dice que me esforcé más de la cuenta.

—Benny opina que es cosa de la maldición.

—¿Alguna otra novedad?

—Está ahí, empollando en busca de remedios.

—¿Busca un antídoto que elimine los maleficios, un contrahechizo?

—Algo por el estilo.

—Eso no es más que un montón de majaderías.

—¿Sigues creyéndolo así? —preguntó Tanya.

—Diablos, no es el primer calambre que me da. Pero, como parece que ahora hay por aquí cierta tendencia a los accidentes, me preguntaba… —Suspiró, sin saber a ciencia cierta cómo continuar. Tanya aguardó enarcadas las cejas—. Nick va a llegar en seguida y tengo que ponerme un poco presentable. Necesito tomar una ducha rápida. ¿Sabes que Karen se cayó anoche en la bañera?

—Te estás quedando conmigo.

—No, casi se ahogó, pero su compañera de cuarto la sacó del agua en el último momento.

—Hay una epidemia.

—Lo suscribo. Sea como fuere, me preguntaba si no te importaría hacer un alto en tu estudio de Shakespeare y echar una miradita mientras me ducho.

Tanya la miró, fruncido el entrecejo.

—Estás realmente preocupada.

—Bueno, aún me tiemblan las piernas. Me parece que es un tanto ridículo… Quiero decir que no es que esté en plan aprensivo. Sólo que pienso que no está de más tomar alguna que otra precaución… —Dejó de forcejear con las palabras cuando Tanya depositó el bolígrafo en el abierto libro y echó hacia atrás la silla—. Será cuestión de un momento, te lo prometo.

—No, está bien. Tómate el tiempo que necesites. Ya estoy un poco cansada de Shakespeare.

—Te lo agradezco de veras —y añadió, con una sonrisa—: Haré lo mismo por ti cuando surja la oportunidad.

—¡Venga ya! Olvídalo. Sobre mí no pesa ninguna maldición. —Frunció el ceño en gesto burlón—. No supondrás que es contagioso, ¿eh?

—Eso tendrías que preguntárselo a Benny.

En su dormitorio, Julie arrojó la húmeda toalla de baño encima de la cama. Cogió la bata y se apresuró pasillo adelante, rumbo al cuarto de baño. Tanya ya estaba allí, sentada en la tabla del inodoro.

—Puede que hayas agotado la ración de mala suerte que te corresponde por día.

—Desde luego, así lo espero —dijo Julie.

Se agachó para abrir el agua de la bañera. Cuando le pareció que estaba bien, le dio al grifo de la ducha y cerró la puerta corredera de cristal. Al quitarse el bikini, se sonrojó ligeramente bajo la mirada de Tanya.

—Creo que, por hoy, has tomado bastante sol.

—Demasiado, probablemente. Confío en que no se me pele el cuerpo.

—Ponte luego un poco de aceite.

Julie asintió. Abrió parcialmente la puerta, probó la temperatura del agua con una mano y, con toda la precaución del mundo, entró en la bañera. Le resbaló un pie. Se aferró a la puerta.

—¡Cristo, ten cuidado!

—No me ha pasado nada. —Julie ya estaba de pie dentro de la bañera, con la puerta cerrada y el caliente rocío de la ducha derramándose sobre su espalda. En la otra parte del cristal esmerilado, Tanya era una figura confusa y borrosa—. Espero que sepas hacer la respiración artificial —voceó Julie.

El ruido de la ducha le impidió entender bien la respuesta de Tanya.

—¿Sabes? Quizá sería mejor que me cayese, sólo para dar ambiente y veracidad al asunto. Me sentiré como una tonta si no me sucede nada.

Se volvió despacio, mientras disfrutaba de la sensación que le producía el agua al salpicarla y descender por su cuerpo. No le escocía en absoluto, por lo que comprendió que el sol no la había quemado en exceso. Su atezada piel, reluciente, tenía ahora un tono algo rojizo. Hasta los senos parecían más rosados, pero eso era a causa de la ducha, no del sol. Si hubiera dispuesto de más tiempo para tomar baños de sol desnuda… Aunque, en cierto sentido, más bien le gustaba el contraste, las zonas blancas rodeadas de piel color bronce.

Al recordar que había prometido darse prisa, metió la cabeza debajo de la alcachofa. Cuando tuvo el pelo remojado, aplicó el champú. Se aclaró la espuma y lue go empleó una toallita para secarse la cara y limpiarse las orejas.

—Hasta hora, sin novedad —informó.

Como no obtuvo contestación, atisbó por el cristal. El corazón le dio un vuelco. Se le formó un nudo en el estómago. Abrió la puerta de golpe. Parpadeó para secarse bien los ojos y se quedó mirando, a través del vapor, el vacío asiento del inodoro.

—¿Qué pasa? —preguntó Tanya.

Se aclaró un poco la neblina del vapor y vio a su prima junto a la puerta del cuarto de baño. Desnuda. En vertical, con la cabeza apoyada en el suelo y los pies en alto, ejecutando un pino.

—¿Qué rayos estás haciendo?

—Me relajo.

—¡Cristo bendito!

—Es muy gratificante. Deberías probarlo alguna vez.

Julie se echó a reír.

—Seguro —dijo, y cerró la puerta de la mampara. Se enjabonó, se aclaró y cerró el grifo del agua. Cuando ponía los pies en la alfombra del baño, las piernas de Tanya descendieron hacia adelante. Aterrizó con grácil volteo sobre la punta de los pies e irguió el cuerpo. Julie alargó la mano hacia la toalla—. ¡Vaya! Siempre supe que tenías la cabeza bien nivelada y asentada sobre los hombros. Supongo que ello se debe a que te aguantas en ella.

Tanya avanzó, al tiempo que se cogía la cabeza con ambas manos. Tenía una figura esbelta, como la de Julie, pero los pechos eran bastante mayores y se balancearon ligeramente al ritmo de sus andares.

—No es plana —dijo.

—Nivelada. En ti no hay nada plano.

—Déjame pasar, listilla.

Julie se apartó a un lado para dejarle sitio y Tanya se arrodilló ante la bañera. Abrió los grifos.

—¿Vas a tomar una ducha?

—Un baño.

—¡Vaya! Creí que te habías desnudado sólo para hacer ostentación de tetamen.

—Son unos melones magníficos, ¿eh?

—¿Quieres cambiarlos por los míos?

Tanya puso el tapón del desagüe y luego miró por encima del hombro. Sus ojos se detuvieron sobre los pechos de Julie. Esta resistió el impulso de cubrírselos con la toalla.

—Pues, no me importaría, la verdad. Podría tirar los sostenes.

—Vamos, mis tetas tampoco están tan mal.

—¿Qué quieres? —Tanya soltó una carcajada—. He dicho que te las cambiaría.

—Yo también llevo sujetador.

—Ah, pero es por decoro, no por necesidad.

—No sé de qué va la cosa.

—Si tuviese unos limones como los tuyos, una no las pasaría canutas con el sostén. Sobre todo en verano y cuando salgo con un chico. Te lo aseguro, no puedes imaginarte los apuros que paso cuando salgo con algún ligue. El asunto siempre se desarrolla igual. Los mozos acaban frustradísimos, hartos de contender con unos corchetes que no logran desabrochar. Se necesita ser una Houdini para liberarse de las hombreras del sujetador sin quitarse la blusa, y lo normal es que una no quiera quitársela si la fiesta se la está pegando en un autocine o lugar semejante. De modo que la mitad de las veces una acaba con las copas del sostén en la cara. Lo cual es un mal rollo de narices.

Sonriente, Julie dijo:

—Ni por asomo se me habría ocurrido eso.

—¿En serio? ¿Quieres decir que nunca…?

—Nunca. Estás contemplando unas tetas vírgenes. Salvo por…

De súbito, vio de nuevo a aquel hombre encima de ella, sintió la presión de su mano. El recuerdo puso un punto de hielo endurecido en su estómago. Comprendió, de un modo vago, que Tanya se estaba riendo de la ironía.

—Conque no las han tocado manos humanas, ¿eh? Bueno, un sujetador puede hacer eso por ti, si es lo que deseas.

—Es que todavía no he salido con ningún chico al que yo le importara lo bastante.

—Eso cambiará. Te lo digo yo.

—Supongo.

—Puedes apostar a que sí —dijo Tanya, y se metió en la bañera.

Aún desasosegada por el recuerdo de la agresión, Julie acabó rápidamente de secarse. Se enfundó la bata.

—Gracias por, ya sabes, quedarte aquí conmigo.

—Siempre a tu disposición. Fue un placer. Tetas vírgenes.

Julie salió del cálido cuarto de baño saturado de vapor. Hacía fresco en el pasillo. Entró en su cuarto y cerró la puerta. Se destapó la bata. Se detuvo ante el espejo de cuerpo entero y se contempló el seno izquierdo. La lívida piel aparecía punteada de pequeños gránulos; la carne más oscura estaba fruncida alrededor de la protuberancia del pezón. El pecho izquierdo parecía un poco distinto al derecho. Se acarició ambos. Al tacto de los dedos, los dos parecían idénticos. Recordó la ardiente herida. Podía haber sido incluso una contusión, aunque no lo había notado antes. El pecho ahora tenía buen aspecto.

Aunque difícilmente virginal.

Un poco manoseado.

Cerró la bata y lanzó una ojeada al despertador si tuado junto a la cabecera de la cama. Las cinco menos veinticinco.

—¡Caray! —musitó. Sentada encima de la alfombra, con las piernas cruzadas, se secó y cepilló el pelo. No le gustó la forma y longitud del flequillo, que le cubría unos dos centímetros y medio de frente—. ¡Puaf! —manifestó su disgusto y se puso en pie para ir en busca de unas tijeras. Las doloridas piernas le recordaron lo poco que le faltó para quedarse definitivamente en la piscina. «Tal vez hayas consumido ya tu cupo de malasuerte del día. Si sucede algo que eche a perder tu cita…». Al menos, la maldición no afectaría a Nick. La vieja bruja no consiguió pelo ni sangre del muchacho. «¿Pero qué diablos estoy pensando? ¡No hay maldición!».

Sentada de nuevo, con las tijeras en la mano, se esmeró en arreglar el flequillo. «Procura no clavártelas en un ojo», pensó.

Cuando terminó con el pelo, el reloj señalaba las cinco menos diez. Echó la bata encima de la cama, sacó de la cómoda un par de bragas limpias, de color rosa, y se las puso. Cogió un sujetador y empezó a ponérselo también. «Una no las pasaría canutas…». «Los mozos acaban frustradísimos…». «Es un mal rollo de narices». El corazón le latía a gran velocidad cuando descartó el sostén y se acercó rápidamente al armario. Le temblaban las manos mientras quitaba la blusa de la percha. Se la puso, la abotonó y bajó la mirada sobre ella. A través de la tela brillante, de color luminosamente amarillo, los oscuros pezones resultaban claramente visibles.

—Ni hablar —dijo Julie en voz alta. Delante de todo el mundo, no. Incluso aunque sólo estuviese Nick, dudaba mucho de que se atreviera.

A las cinco, ya estaba lista. Se contempló por última vez en el espejo y aprobó el aspecto animado y juvenil que presentaba con su blusa amarilla, falda de tono verde forestal y sandalias. La fina cadena de oro que adornaba su cuello era un detalle encantador. El sostén constituía el toque adecuado: el encaje de las copas, en vez de la protuberancia de los pezones, se percibía claramente bajo la tela de la blusa ceñida.

—Decoro —pronunció Julie. Sonrió para sí y abandonó el cuarto.

Benny ya no estaba en el estudio. A través del cristal de la puerta corredera, le vio en el exterior, sentado a la mesa con Karen. Ambos miraban en la misma dirección, rígido el semblante.

Julie abrió la puerta y salió fuera. La envolvió el calor de la tarde. A unos metros, su padre echaba combustible en la barbacoa.

—Dios mío, ten cuidado —le aconsejó Karen.

—No tengas miedo. He hecho esto mil veces.

—Célebres últimas palabras.

Scott reparó en su hija y sonrió:

—Vaya, estás lo que se dice arrebatadora.

—Gracias.

El hombre sacó una carterita de fósforos del bolsillo de su camisa Aloha de color azul.

—Si las llamas prenden en ti —dijo Julie—, estropearás tu preciosa camisa.

—Siempre en plan sabihondo.

—Deja que la encienda yo —se brindó Karen. Empezó a levantarse, pero Benny le cogió la mano.

—No lo hagas.

—Esto es ridículo. —Scott arrancó una cerilla de la carterita.

Julie se le acercó rápidamente.

—Quédate atrás, cariño.

—¿Lo ves? Estás preocupado.

—Me volvéis loco. ¿Qué vamos a hacer, dejar de comer? Si no enciendo el fuego en seguida…

—Tengo una idea —manifestó Julie—. Esperemos a Nick.

—¡Sí! —saltó Benny—. Es la persona apropiada. Si lo enciende él, no pasará nada.

—¡Oh, por el amor de san Pedro!

—Esperémosle —dijo Karen.

Scott meneó la cabeza. De una forma o de otra, parecía simultáneamente desanimado y divertido.

—¿Queréis que nos quedemos sentados, como cuatro majaretas, a la espera de que llegue el Gran Exento de la Maldición y encienda la lumbre? ¿Ésa es la idea?

—Sí —declaró Julie.

Benny asintió con la cabeza.

—Tampoco tenemos que estar sentados como majaretas —expuso Karen—. Podemos estar sentados como personas sensatas.

—No estoy yo tan seguro —dijo Scott. Pero arrojó la cerilla sin encender sobre el carbón vegetal y regresó con Julie a la mesa.