29

—¿Qué pinta ése ahí? —preguntó Benny, cuando el joven que estaba junto a una garita de guarda les indicó con el brazo que siguieran.

Tanya sonrió al hombre, al pasar despacio por su lado.

—Se supone que es para mantener a raya a los indeseables —explicó—. Personas que no tienen ningún pito que tocar por aquí. Si no anduviesen con cuidado, esto se llenaría de maníacos de todas clases. Exhibicionistas, violadores, ese tipo de individuos. Es que por aquí hay muchas mujeres. Todas las facultades tienen problemas semejantes.

—¿De veras?

—Lo que yo te digo. En Berkeley se produjeron cosa de una docena de violaciones mientras estuve allí. Ése es el motivo por el que mis padres decidieron que me trasladase aquí a vivir con vosotros.

—No lo sabía —reconoció Benny—. Creí que habías venido sólo para ayudar a papá.

—Ah, eso fue una parte, claro. —Giró para estacionar el coche en una plaza que había libre junto a una furgoneta Volkswagen—. Pero había razones de toda índole. —Alargó la mano hacia el cuaderno de espiral y el grueso volumen de obras de Shakespeare que llevaba en el asiento contiguo, pero Benny los cogió antes.

—Yo te los llevaré —dijo.

Tanya sonrió y Benny notó que el rubor se extendía por el rostro. Realmente era muy bonita. Aunque no tan guapa como Karen. Pensó que le habría gustado estar en casa cuando Karen llegara.

Se apeó del coche y marchó junto a Tanya por el camino que llevaba a la salida lateral de la zona de aparcamiento. Vio varios edificios, a no mucha distancia: algunos eran bajos y de aspecto moderno, estucados, con arquitectura típica de instituto de enseñanza media; otros eran antiguos, construcciones cuadradas y de rojo ladrillo visto. Amplios espacios de césped, con más árboles que un parque, separaban los edificios entre sí. Benny decidió que, en realidad, el campus tenía casi toda la apariencia de un parque. Incluso había bancos.

—Es estupendo —comentó.

—Me gusta —dijo Tanya.

—¿Más que Berkeley?

La joven se encogió de hombros.

—¿Menos? —insistió Benny.

—No lo sé —confesó Tanya—. Creo que me gusta más. Berkeley es tan inmenso que me sentía perdida. A cada una de las clases asistíamos un par de centenares de estudiantes. ¿Sabes cuántos somos en estas de Shakespeare? Catorce. Es formidable. —Consultó su reloj de pulsera y dejó escapar un gruñido—. Abreviemos —dijo. Pero, en vez de avivar el paso, se detuvo. Movió la cabeza para indicar hacia la derecha—. Mi clase está por allí. Será mejor que vayas a la biblioteca tú solo, si no, llegaré tarde. Nos encontraremos allí cuando salga de clase y entonces pediré los libros que desees como si fueran para mí. ¿Vale?

—Perfecto.

La muchacha señaló al frente.

—¿Ves el tercer edificio de ahí? Ése es la biblioteca.

Benny levantó los cristales ahumados de pinza que llevaba sujetos a las gafas y contó los inmuebles.

—¿El de las columnas?

—El mismo. Es un sitio insípido. Si te hartas de estar allí, tienes el centro social de estudiantes al otro lado de la explanada. Puedes tomarte una Coca o lo que te apetezca. Y ahora es mejor que me vaya. —Benny le entregó el cuaderno de notas y Tanya se alejó presurosa. Atajó por la hierba, a paso rápido, moviendo sugestivamente las cachas bajo los ajustados pantaloncitos azules. Al cabo de un momento, agitó la mano y llamó—: ¡Steve! —Un mozo que subía la escalinata de un distante edificio volvió la cabeza, agitó también el brazo y la esperó. Tanya fue hacia él a paso ligero.

Benny la estuvo mirando hasta que la joven desapareció al otro lado de una puerta cristalera. Se sintió abandonado mientras volvía a poner en su sitio los cristales ahumados y echaba a andar hacia la biblioteca. Los pocos estudiantes que circulaban por los paseos no parecían tener la menor prisa. Daban la sensación de encontrarse entre una clase y otra. Una pareja de jóvenes estaban sentados en un banco, dedicados con entusiasmo a charlar y hacer manitas. En un desnivel del terreno, una chica con pantalones cortos y blusa sin espalda permanecía echada encima de una toalla, tomando baños de sol y leyendo el periódico. Un disco volador aterrizó cerca de ella. La muchacha no hizo caso alguno del disco ni del muchacho desnudo de cintura para arriba que corrió hasta él y lo recogió del suelo. Lo lanzó volando por encima de la cabeza de Benny y atravesó corriendo el paseo para ir a reunirse con sus compañeros.

Benny se alegró de que nadie pareciese reparar en su presencia. Se sentía desplazado allí, entre estudiantes universitarios, un intruso en el mundo especial de aquellos muchachos. Medio se esperaba que alguien le llamase la atención y le expulsara del campus.

Una mujer esquelética, vestida con traje chaqueta, se le acercó y, a través del cristal tintado de sus gafas, le miró con el ceño fruncido.

—Perdón, jovencito… —dijo en tono agudo. A Benny se le desbocó el corazón.

—¿Es a mí?

—Sí, claro. ¿Cuál es el edificio de la administración?

—Cielos, no lo sé.

—¿Que no lo sabes? —silabeó con disgusto—. El dificio de la administración —repitió, más alto esa vez, como si pretendiera traspasar la sordera o la estupidez de Benny—. Weller Hall.

—A él tampoco le conozco —dijo Benny. El sonido quejumbroso de la voz de la mujer le desconcertaba.

—No es él, joven. Weller Hall es el nombre del edificio de la administración.

—¡Ah!

Soltó un bufido nasal y Benny miró las ventanas de la nariz, casi convencido de que saldría volando por allí una vela de mocos.

—No sé dónde está nada —confesó—. Sólo la biblioteca y el aparcamiento.

—Si quisiera saber dónde están la biblioteca y el aparcamiento, habría preguntado eso. Lo que busco es…

—Weller Hall —la interrumpió Benny.

—¿Te las das de listo conmigo, jovencito?

—No, señora.

—Ya veo que no —farfulló la mujer, y se alejó con rápidos andares.

Un poco alterado por el encuentro, Benny apretó el paso. ¿Es que aquella individua estaba como una cabra? ¿Es que era incapaz de percatarse, con sólo mirarle, de que él no tenía nada que ver con aquel recinto universitario? Vieja loca.

Vieja loca. Alguien —¿Julie?— había designado con aquellas palabras a la mujer de la montaña. A la bruja.

Benny volvió la cabeza. ¡Había desaparecido! La mujer no estaba a la vista. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Benny. Seguramente habría entrado en aquel edificio de allá detrás.

«Pero ¿y si era la bruja? ¿Y si ha venido detrás de nosotros desde las montañas? ¿Y si nos ha seguido hasta casa?».

Mientras subía la escalinata que llevaba a la entrada de la biblioteca, la mente del chico se representó a la bruja en la oscuridad, elevados los brazos al aire, lanzando a voz en grito su maldición por encima del ruido del viento y de la lluvia. Trató de imaginarse el aspecto que tendría vestida con traje chaqueta de color gris, gafas a la moda y bien peinada. Le inundó una sensación de lo más deprimente al comprender que se parecería mucho a la mujer que acababa de abordarle. Lamentó no haber mirado con más atención el rostro de la bruja.

—No seas tonto —se reprochó a sí mismo en voz alta.

Se quitó los cristales de sol y tiró de la puerta de la biblioteca. La alfombra sofocó el rumor de sus pasos cuando se dirigió al mostrador de préstamos, donde una joven estaba leyendo. Tenía un rotulador en la mano. Llevaba una blusa blanca, de cuello con volantes, y su pelo era dorado como el de Karen. Benny no vio en ella nada amenazador. Al acercarse Benny, la muchacha levantó la cabeza y le sonrió:

—¡Hola! —dijo.

—¡Hola! —susurró Benny—. ¿Algún inconveniente en que curiosee un poco por aquí? Espero a mi prima. Está en clase…

—Claro que no. Ningún problema. Si quieres ojear revistas, la hemeroteca está detrás de esas estanterías. —Señaló hacia la derecha.

—Gracias.

—Sírvete tú mismo. Si tienes alguna duda o pregunta que hacer aquí estaré.

Benny repitió las gracias y se acercó a los ficheros. En aquel momento, nadie los consultaba. Salvo unos cuantos estudiantes sentados ante unas largas mesas, donde leían o tomaban notas, la gran sala aparecía desierta.

Benny fue leyendo las tarjetas de los ficheros. Dio con el que rezaba BRUJ-BRUZ y lo abrió. Empezó a pasar las fichas, hacia atrás. No tardó en llegar a la de Brujería en el pueblo de Salem. Estaba detrás de Brujería a través de los tiempos, La y delante de Brujería, El doctor ingeniero en, novela. Aquellas obras no le interesaban. Retrocedió. Brujas y hechiceros. Eso parecía más adecuado. Pero la ficha siguiente lanzó los latidos de su corazón a toda velocidad: Brujas, Maleficios y pócimas de.

Buscó el número de referencia y frunció el ceño. En vez de las cifras del sistema decimal de Dewey, que entendía perfectamente, se encontró con un conjunto de letras.

Bueno, la bibliotecaria se había brindado a ayudarle… Cogió el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa y empezó a copiar las letras en la palma de la mano. La punta del bolígrafo apenas dejaba señal en la piel.

Observó entonces que encima del fichero había una pequeña bandeja con hojitas de papel para notas. Tomó una y escribió las letras de la referencia, así como el nombre del autor y el título del libro.

Después regresó al mostrador de préstamos. La muchacha terminó de marcar un pasaje con su rotulador amarillo y sonrió a Benny.

—Lamento molestarla otra vez —dijo el chico—, pero ¿sabe dónde puedo encontrar este libro?

La joven miró el papel.

—Ah, sí, en el piso de abajo. ¿Estás familiarizado con el sistema de la Biblioteca del Congreso?

—No, yo…

—Bueno, las estanterías están dispuestas por orden alfabético, no tienes más que ir mirando los letreros. Luego, cuando llegues a la que tiene todas las letras idénticas a tu referencia, sólo has de consultar el número que hay debajo. En realidad, es bastante sencillo.

—Estupendo. Gracias. Ah… ¿en el piso de abajo?

Al tiempo que asentía, la mujer dio media vuelta a su silla giratoria y señaló con el dedo.

—Al otro lado de esa puerta de doble hoja.

—Gracias —repitió Benny.

Recogió el trozo de papel, anduvo a lo largo del mostrador y tiró de una de las hojas de la puerta. Se cerró a su espalda. Escaseaba la luz en aquel rellano. Benny buscó con la mirada la fuente de claridad: un globo a través de cuyo cristal esmerilado se distinguían los restos de numerosos insectos difuntos. Arrugó la nariz y empezó a bajar la escalera. Los peldaños parecían ser de hormigón, pero al pisarlos sonaban como si tuviesen metal en su interior. El eco puso intranquilidad en el ánimo de Benny. Intentó bajar con menos ruido. Cuando se acercaba al siguiente descansillo pensó en descalzarse para que sus pasos fueran más silenciosos. Pero hacer eso resultaría una memez. ¿Y si le veía alguien? Además, ¿por qué iba a preocuparle hacer un poco de ruido?

Cuando llegó al descansillo, lanzó una mirada al tramo final de escalones y titubeó.

Estaba muy oscuro allá abajo.

El globo de la parte de arriba sólo iluminaba los primeros peldaños, y su claridad se iba desvaneciendo paulatinamente y acababa por dejar sumidos en una penumbra bastante tenebrosa los últimos escalones. En el rellano inferior no había más fuente de luz que una bombilla gris, que estaba apagada o fundida.

El verano pasado, Benny había visto una película en la que un monstruo acechaba debajo de una escalera. Se asomó por encima de la barandilla y miró abajo. La escalera no parecía tener hueco en su parte inferior.

No seas tonto, se dijo. Respiró hondo y se aventuró hacia la oscuridad; cada clamorosa zancada que avanzaba le hacía sentirse más seguro de lo que se había considerado en la escalera. El último peldaño le pilló por sorpresa. Creyó que aún quedaba otro, pero no era así. El pie derecho chocó violentamente con el piso y envió un ramalazo de dolor pierna arriba. Dio unos traspiés hacia adelante, abrió la puerta con el hombro y cayó de bruces mientras la hoja de la puerta se estrellaba contra la pared con inopinado estrépito.

Recogió las gafas y miró los cristales. No se habían roto. Se las puso e introdujo de nuevo en el bolsillo de la camisa los prendedores. A continuación, se puso en pie. Tras frotarse la dolorida rodilla, dirigió la vista a lo largo del interminable pasillo que se extendía frente a él. Miró a ambos lados: estrechas veredas entre anaqueles. No vio a nadie. Y lo que era más importante, nadie le había visto a él; se sintió como un idiota torpón.

Un zote.

Como la noche en que pisó a Heather.

Por suerte, Julie no estaba aquí con él para echárselo en cara.

Por otra parte, casi deseaba que estuviese. Si no fuera por el zumbido que emitían los tubos fluorescenres, el silencio más absoluto imperaría en la sala. Se recordó que, teóricamente, aquel lugar tenía que estar dominado por el silencio. Esto era una biblioteca.

Pero, por alguna razón, parecía demasiado silenciosa.

Tuvo la fuerte sospecha de que allí abajo no había nadie, salvo él.

Una mirada al letrero de la estantería situada a su izquierda le indicó que el libro sobre brujería estaba probablemente en algún punto de aquel pasaje. Dio con él, lo cogió y se dispuso a volver a la primera planta.

Pero recordar la escalera le provocó un escalofrío a través de su organismo.

Tendría que afrontarla, tarde o temprano. A menos que esperase allí abajo a que Tanya se presentara. La bibliotecaria sabía dónde estaba. Se lo diría a Tanya o acaso bajara ella misma al cabo de un rato. O quizás apareciesen algunos estudiantes y… Que Benny supiese, cabía la posibilidad de que algún alumno anduviera por allí, dedicado a buscar en los anaqueles determinada obra. Si viese a uno, podría seguirle.

Pensó que eso sí que era realmente imbécil y echó a andar despacio por el pasillo central. Cuando llegaba a los angostos espacios abiertos que quedaban entre las estanterías, lanzaba un rápido vistazo a cada lado.

«En la escalera no hay nada. Lo que ocurre es que soy un gallina».

«Vale, soy un cobardica. Pero, si da la casualidad de que hay alguien aquí abajo y precisamente ahora se dispone a marchar, también puede dar la casualidad de que yo siga sus pasos. No hay nada de malo en ello. Nadie tiene por qué saber lo que estoy haciendo. Nadie lo sabrá nunca, si no se lo cuento».

Había recorrido la mitad de aquella travesía sin haber localizado a nadie cuando percibió un rumor semejante al de una persona que jadease. Se quedó paralizado. El ruido parecía proceder de su derecha, a escasa distancia. Entre aquellos anaqueles. Si avanzase un paso largo, una zancada, probablemente descubriría su origen.

Se trataba del jadeo acelerado y áspero propio de una persona que marchase a todo correr. Se produjo entonces un gemido que puso a Benny la carne de gallina.

Comprendió que debía avanzar el paso que le faltaba. O, mejor aún, dar una zancada rápida y audaz y mirar fugazmente por encima del hombro mientras pasaba. Pero no pudo. Lo que hizo, en cambio, fue retroceder silenciosamente.

Unos cuantos pasos de retirada y se lanzó por el pasillo de estantes que se abría a su izquierda. Oculto por aquellos anaqueles cuya altura alcanzaba el techo, se dirigió rápidamente a la pared del fondo. Allí, torció a la izquierda y regresó por el camino por el que había ido. Dejó atrás las últimas estanterías. Se agachó en el extremo y oteó el pasillo central. No vio a nadie. Miró a su espalda, hacia la puerta que daba a la escalera, situada a cosa de un par de metros.

Tal vez debía salir disparado hacia ella. La escalera le aterraba, pero no le parecía peor que la propia sala. Era cuestión de salir de allí antes de… El libro. Necesitaba el libro. Si se iba sin él, todo lo que estaba pasando no le habría servido de nada.

Se echó hacia atrás. El trozo de papel era una bola sucia y húmeda en su mano. Abrió el puño, alisó la nota y comparó las letras de la referencia con las de un libro próximo a su hombro.

Debía de estar cerca. De pie, dio unos pasos, lateralmente, por el pasillo y examinó las etiquetas de los lomos. La búsqueda le adentró más entre las hileras de volúmenes, le alejaba cada vez más de la puerta. Al tiempo que sus ojos se deslizaban por los libros, mantenía el oído aguzado al máximo, listo para emprender veloz retirada. No oyó nada, aparte el zumbido de los fluorescentes.

De puntillas, levantada la cabeza hacia atrás, avizoró con los párpados entornados los libros de la ringlera superior. No conseguía distinguir claramente las letras. «Seguramente estará allí —pensó Benny—. Tendré que escalar la estantería para alcanzarlo». Los anaqueles eran metálicos, aproximadamente de metro veinticinco de longitud, con fondo suficiente para albergar libros por ambos lados. Varillas verticales los sujetaban en los extremos. Parecían bastante sólidos. Benny cogió uno de los bordes frontales y dio un tirón. No se movió lo más mínimo. Pero no iba trepar por allí, a menos que estuviese seguro de que tenía que hacerlo.

Se desvió hacia la izquierda, se puso de rodillas y examinó la primera fila de libros. La línea inicial de letras coincidía, pero los números que estaban debajo… Volvió la cabeza y releyó los títulos: Magia negra, Guía práctica de brujería, Entra en las tinieblas, El tarot es fácil, Brujas y hechiceros, Maleficios y pócimas de brujas.

¡Estupendísimo!

El manual del tarot no le llamaba la atención y no tenía la menor idea acerca de lo que pudiese tratar Entra en las tinieblas. Un vistazo al índice… No, podía hacerlo una vez estuviese en el piso de arriba. Se lo llevaría, con los otros cuatro.

Cuando se disponía a cogerlos, los libros salieron despedidos hacia adelante y cayeron sobre sus rodillas. Una mano huesuda, de venas azuladas, le aferró la muñeca.

Se apagó la luz.

Benny soltó un alarido, adelantó la otra mano, tropezó en la oscuridad con los libros del estante de encima y oyó el ruido que hicieron los volúmenes al chocar contra el suelo por el otro lado. Volvió a intentarlo, encontró el canto del estante, se agarró a él e hizo fuerza impulsándose hacia atrás, mientras la firme presa de la muñeca tiraba de la mano.

«¡La mujer quiere hacerme pasar por la estantería!». Trasladó todas sus fuerzas al brazo izquierdo e intentó resistir.

—¡Suelte! —chilló—. ¡Socorro!

Aumentó la fuerza que tiraba de la muñeca, hasta el punto de que temió que pudiera arrancarle el brazo por la articulación. Su otro brazo cedió. Se vio impelido hacia adelante, la cabeza chocó contra el borde del estante inferior y cayó de espaldas.

—¡No! —gritó, mientras le arrastraban entre los anaqueles.

En un gran arrebato de pánico, adelantó la mano izquierda, encontró la seca rigidez de los dedos que aferraban su otra muñeca e hizo palanca para arrancarlos de allí. No hubo ningún grito de dolor. Sólo un agudo chasquido, un crac semejante al que produce una ramita al quebrarse, y el dedo se rompió, se desprendió. La presa se aflojó. De un tirón, Benny liberó su muñeca, bajó los brazos y agarró la tabla de la estantería por encima de su pecho. Con un rápido empujón, se impulsó afuera. El canto de metal le arañó la cabeza al sentarse.

Se puso en pie de un brinco y se volvió en dirección a la puerta. Confió en que ¿a la izquierda? ¡Sí! Estiró los brazos en la oscuridad y golpeó los libros con las manos, para no perder la orientación. Luego, se acabaron los libros. Se lanzó contra la pared, avanzó tanteándola y encontró la puerta. La abrió de golpe y se precipitó hacia la escalera.

Agitó la mano, a ciegas, y su brazo chocó violentamente contra la balaustrada. Se agarró a la barandilla. Fue adelantando las manos alternativamente, escaleras arriba. La oscuridad era allí absoluta. Cuando llegó al primer descansillo, se atrevió a mirar hacia atrás. Sólo negrura. Parpadeó para convencerse de que tenía los ojos abiertos. No oía nada, salvo su propio y áspero resuello y el batir sordo de su corazón, pero una capa de frío se extendió sobre su piel como si un pulverizador rociase hielo líquido en ella. «¡Ella está aquí, se acerca!».

Atacó el siguiente tramo de escalones, al tiempo que se esforzaba en no gritar, y distinguió una delgada línea de luz por debajo de la puerta. Abrió ésta empujándola violentamente con el hombro.

La bibliotecaria dio un respingo, se revolvió en la silla y abrió la boca. Pero no dijo nada, mientras Benny pasaba de largo por delante del mostrador en su loca carrera hacia la salida.

Empujó la puerta de cristal. Bajó volando la escalinata, se lanzó por el paseo y no paró de correr hasta llegar al automóvil.