28

Circulaban por una calle tranquila, sombreada por los árboles, a unas seis manzanas de su casa. Rose movía el dial de la radio, tratando de sintonizar una emisora que transmitiese rock, cuando un pastor alemán surgió de detrás de un automóvil aparcado. Alice jadeó, sobresaltada. Extendió un brazo a través del pecho de Rose y obligó a la niña a echarse hacia atrás al tiempo que pisaba el pedal del freno. Chirriaron los neumáticos. El perro volvió la cabeza y pareció fulminar a Alice con la mirada, pero no hizo movimiento alguno para quitarse de en medio. La capota lo ocultó a la vista un segundo antes de que el coche lo atropellara. El impacto hizo estremecer la furgoneta. Alice gimoteó cuando la rueda izquierda pasó por encima del perro.

—¡Oh, mamá! —exclamó Rose. En sus ojos había una expresión aterrada.

Alice echó un vistazo por el retrovisor. A su espalda, la sombreada calle aparecía desierta. No supo qué hacer. Deseó reanudar la marcha y alejarse de allí en seguida, pero no podía seguir adelante sin que la rueda posterior pasara por encima del perro. Aquella idea la puso enferma. La pierna derecha, aún extendida y pisando a fondo el pedal del freno, empezó a agitarse y a subir y bajar frenéticamente como si los músculos hubieran enloquecido.

Rose bregó con el cinturón de seguridad.

—Aguarda un…

—¡Hemos de conseguir ayuda, mamá!

La niña abrió la portezuela y se apeó de un salto.

—¡Rose! ¡Maldita sea!

Sin hacerle caso, la chiquilla corrió hacia la parte delantera del vehículo. Con mano temblorosa, Alice accionó la llave de contacto. Puso el freno de mano, se desembarazó del cinturón de seguridad y abrió la portezuela. Su nerviosa pierna izquierda empezó a derrumbársele cuando apoyó sobre ella todo el peso del cuerpo. Se agarró a la puerta de la furgoneta para no caer.

—¡Rose!

Ya era demasiado tarde. La niña estaba de pie, envarada, junto a la rueda delantera, con la vista fija debajo del neumático y sus bonitas facciones contraídas de un modo espantoso. Se apretaba los oídos con las manos, como si pretendiese bloquear un ruido horripilante.

Alice dirigió una mirada a los aplastados restos del perro. Se apresuró a levantar los ojos hacia Rose.

—¡Muy bien! —reprochó—. ¿Ya estás contenta? ¡Te dije que no mirases! —En realidad, no se lo había dicho, aunque sí trató de hacerlo—. ¡Me gustaría, maldita sea, que, aunque sólo fuese por una vez, me escuchases cuando te digo algo!

La niña continuó mirando al pastor alemán.

—¡Oh, mamá! —musitó, y dejó caer los brazos a los costados.

—¿Has oído algo de lo que te he dicho?

—Tenemos que conseguir ayuda —repitió Rose, y rompió a llorar.

—¡Oh, Rose, Rose! —Alice la abrazó con fuerza. También estalló en lágrimas—. Lo siento, cielo mío. Lamento haberte gritado. Es que no quería que lo vieses. Lo siento.

—Hemos de ayudarlo.

—Ya no hay forma de ayudarlo. Ahora está con Dios.

—No, por favor. No puede haber muerto.

—Lo siento, corazón.

—Tenemos que llevarlo a un veterinario.

—Está muerto. Ningún veterinario puede hacer nada por él.

—Por favor. Si no lo intentamos… ¡Hemos de intentarlo!

—¿Dificultades? —preguntó alguien.

Alice vio a un hombre joven, con barba, que se acercaba desde un paseo próximo. «Por favor —pensó—, que no sea el dueño del perro».

—Surgió de pronto, corriendo —explicó—. No me dio tiempo a frenar. No hizo… más que salir y echárseme encima.

El hombre pasó por delante de la furgoneta y miró debajo de la carrocería.

—Desde luego, lo ha hecho puré. Vaya plasta.

Alice se secó las lágrimas.

—¿Sabe de quién es?

—Es la primera vez que lo veo. —Se agachó cerca de los despojos—. Parece que no lleva collar. Quizá sea un chucho callejero.

—Tenemos que llevarlo a un veterinario —dijo Rose.

El hombre alzó las cejas.

—¿Quiere cargar eso en su vehículo?

—No…

—¡Sí! Tenemos que hacerlo, mamá. Por favor.

—Cariño, está muerto.

—¡No, no está muerto!

—A mí me parece bastante difunto —opinó el hombre. Parecía un tanto divertido—. No soy ninguna autoridad en el asunto, pero, tal como están esparcidas las tripas por el suelo…

—¡Cállese! —saltó Alice.

—Lo siento. No quería… Le diré una cosa. Si de verdad quiere llevárselo, le echaré una mano. Aunque sería mejor que no manchara su coche. Espere un momento, tengo bolsas en el garaje. Vaya y abra la puerta trasera de la furgoneta. Estaré de vuelta en dos patadas.

Alice permaneció en silencio mientras el hombre se alejaba presuroso. Malditas las ganas que tenía de poner aquella cosa horrible en su vehículo. Pero se sentía atrapada. No podía marcharse de allí sin volver a pasar por encima del perro…, a menos que lo sacara de debajo de la furgoneta. Además, Rose no se lo perdonaría nunca.

Supuso que tenía cierta responsabilidad respecto al pobre animal. No era culpable de su muerte: iba conduciendo dentro de la velocidad límite, el perro se puso de pronto delante de la furgoneta y nadie hubiera podido frenar a tiempo. Pero era ella quien lo había matado, aunque no tuviera la culpa. Por mucho que le fastidiara la idea, no dejaba de comprender que sacar el cadáver y trasladarlo a una clínica veterinaria era lo correcto.

Que en la clínica arreglasen la cuestión apropiadamente.

Podían dejado donde estaba y que el departamento de Recogida de Animales lo recogiese. Pero otros coches podían… Quizás el hombre lo apartaría de la calzada.

Rayos, también podía llevárselo. Hacer feliz a Rose. Si no estaba equivocada, había una clínica veterinaria en Wilshire, a una manzana del consultorio de su dentista.

Vio que el hombre recorría de vuelta el paseo de acceso a su casa. Llevaba una bolsa de basura y una pala. Una pala.

—Sube al coche, cariño.

Mientras la niña obedecía, Alice cogió las llaves de la cerradura de contacto y se dirigió a la parte posterior de la furgoneta. Abrió la puerta. Al oír que se acercaba otro vehículo, corrió hacia la portezuela del conductor y la cerró. El otro coche se desvió por el carril contiguo.

Alice bajó la cabeza para no ver a los ocupantes del automóvil cuando pasaba. Le alivió el hecho de que no se detuvieran. En cuanto desapareció el coche, la calle quedó despejada.

—¿Seguro que quiere llevarse eso? —preguntó el hombre—. Puedo arrastrarlo hasta el bordillo y avisar a los de la perrera para que vengan a recogerlo.

—No, está bien. Mi hija…

—Sí. Los niños. Lo mejor que uno puede hacer es llevarse bien con ellos. Eh, de todas formas, suelen tener razón.

Tendió la bolsa de plástico en el piso de la calzada, con la boca a unos dos centímetros del charco de sangre. Enderezó el cuerpo y se puso un par de guantes de jardinena. Con las piernas separadas, cogió la bolsa y tiró del perro hacia sí, arrastrándolo por las patas delanteras. Horrorizada, Alice vio que una parte de las tripas del chucho quedaban detrás, como si estuviesen pegadas con cola al asfalto. Se tapó la boca y desvió la vista. Oyó el crepitar del plástico y luego el áspero chirrido de la pala.

—Ahí vas —dijo el hombre. ¿Se dirigía al perro?—. ¿Te quedarás ahí? Señora, ¿se encuentra bien?

Alice asintió con la cabeza.

—¿Puede echarme una mano? No me gustaría que se rompiera la bolsa.

—Naturalmente —murmuró Alice. Se puso de cara al hombre e intentó que la mirada no se le fuera hacia el perro—. ¿Qué tengo que hacer?

—Tire un poco hacia atrás. Si puede levantar ese extremo de la bolsa, se hará cargo de una parte del peso…

Alice pasó junto al hombre. Se agachó para coger el borde de plástico transparente. El hombre levantó su extremo y retrocedió, arrastrando la repulsiva carga. El perro pesaba mucho. Para no verlo, Alice mantuvo la vista fija en la cabeza del hombre. Aunque no aparentaba tener más de treinta años, le clareaba en la cabeza la morena cabellera. «Lo cual explicaba que llevase barba —pensó Alice—, los calvos suelen dejársela».

Llegaron por fin a la parte trasera de la furgoneta.

—¿Arriba? —preguntó el hombre.

—Lo intentaré.

—¿Tiene la bolsa bien agarrada?

La mujer afirmó las manos sobre el plástico.

—Vale —dijo.

—¡Ahora!

Levantaron la bolsa. Alice notó que el plástico estiraba como si se fundiera bajo sus nudillos y la yema de sus dedos. Se dilató y se rasgó, pero el peso ya había dejado de recaer en las manos y el piso de la furgoneta sostenía al perro.

El hombre subió a la parte de atrás del vehículo. Tiró de la bolsa, desplazando el animal hacia sí. Se dio la vuelta, pasó por encima del respaldo del asiento trasero y se apeó por una portezuela del coche.

Alice cerró la puerta posterior.

—Vale —dijo el hombre. Se quitó los guantes de jardinería y recogió la pala—. Todo listo. Seguramente, en la clínica veterinaria encontrará usted a alguien que descargue al animal.

—Bien, no sabe usted lo que le agradezco su ayuda. —Alice se preguntó si debería ofrecerle dinero. Resultaría embarazoso, sobre todo si él lo rechazaba—. Se lo agradecemos de veras.

—A su disposición —se ofreció el hombre, con una sonrisa forzada—. Eh, si el chucho sale de ésta, infórmeme.

«¡Qué horror!», pensó Alice.

—Descuide, lo haré —murmuró.

El hombre se alejó con paso vivo, con la pala al hombro. Alice medio esperó que se pusiera a silbar como uno de los siete enanitos.

—Deprisa, mamá —acució Rose.

Subió y se puso al volante. La niña estaba de rodillas en el asiento, mirando por encima del respaldo hacia el perro. Lloriqueaba y se secaba la nariz con una bola de Kleenex.

—Date la vuelta y abróchate el cinturón —le ordenó Alice. Mientras Rose ajustaba la hebilla, Alice hizo lo propio con la suya y puso en marcha el vehículo.

Condujo despacio hasta la esquina de la manzana. En la señal de «Alto», en el cruce, miró cuidadosamente en ambos sentidos, antes de continuar.

—Acelera, mamá. ¡Por favor!

—No hay prisa —repuso la mujer.

En el prado frontal de la casa situada delante, un muchacho vestido con mono retozaba con un cocker spaniel. Gracias a Dios, pensó Alice, había sido un perro y no un niño. Aquello resultaba demasiado espantoso incluso solo mirarlo. ¿Que pasaba con la inconsciente madre de aquel muchacho, que lo dejaba jugar en el jardín delantero, sin nadie que lo vigilara? El spaniel salió disparado repentinamente hacia la calzada. Alice pisó el pedal del freno, pero el perro de detuvo en la acera, giró en redondo y regresó dando saltos al jardín. Alice emitió un suspiro de alivio mientras pasaba de largo.

Bajo sus manos sudorosas, el volante tenía un tacto resbaladizo. Soltó primero una mano, y luego la otra, para secárselas en la falda.

Ni hablar ya de ir de compras, decidió. Después de aquella prueba, no se encontraba con ánimos de afrontar la visita al supermercado. Eso podía esperar, o que fuese Arnold. De cualquier modo, no tenía la menor intención de volver a salir de casa. Cuando llegara, se encerraría en su cuarto, con el nuevo libro de Sidney Sheldon, y no lo abandonaría hasta…

A espaldas de Alice se oyó un sordo gruñido en tono bajo. A la mujer se le erizaron los pelos de la nuca.

—¡Está vivo! —exclamó Rose jubilosamente, al tiempo que empezaba a volverse.

Por el espejo retrovisor, Alice vio al pastor alemán: las patas delanteras apoyadas en el respaldo del asiento, los colmillos al aire, la saliva suspendida en hilos sanguinolentos que caían desde las fauces. Tras un rugido furibundo, el perro saltó hacia adelante. Rose chilló. Alice pisó a fondo el pedal del freno. La furgoneta se detuvo bruscamente y su sacudida lanzó a los pasajeros contra la tensión de los cinturones de seguridad. La cabeza de Alice chocó contra el volante. El perro se desplomó sobre el cojín situado junto a Alice. Los intestinos cayeron al piso con ruido de chapoteo y los dientes se cerraron sobre la muñeca de Rose, mientras la niña gritaba y trataba precipitadamente de liberarse del cinturón de seguridad. El pastor alemán soltó la muñeca y se lanzó hacia la garganta de Rose.

Alice bregaba con la hebilla de su cinturón. Apartó las correas y se arrojó sobre la enorme bestia, pasándole un brazo alrededor del cuello, en tanto Rose se acurrucaba contra la portezuela, chillaba y trataba de esquivar las embestidas de las mandíbulas. En el hueco del codo, Alice apretó el peludo cuello con todas sus fuerzas. Metió la otra mano en la boca del perro y soltó un grito cuando los dientes se le hundieron en la carne, pero mantuvo agarrada la mandíbula del pastor alemán y tiró de la cabeza hacia ella, para apartarla de Rose. Cayó entonces hacia atrás, debajo del perro, que se contorsionaba sobre su pecho y seguía con los dientes clavados en su mano.

—¡Rose! —gritó Alice—. ¡Sal de la furgoneta!

El perro se retorció y agitó, en un intento para rodar sobre sí mismo, pero no pudo librarse del abrazo de Alice. La mujer sabía que, si lo soltaba, al perro le faltaría tiempo para saltar con los dientes por delante hacia su garganta. Alice tenía la mano hecha un ascua, los dedos se le debilitaban por segundos, pero continuó sujetando aquellas fauces.

Se abrió la portezuela situada detrás de su cabeza. De pie, erguida sobre Alice, Rose agarró una de las pataleantes zarpas delanteras del perro.

—¡Suéltalo! —gritó la niña.

—¡Rose!

—¡Suéltalo!

Alice abrió los dedos y notó que los dientes se separaban de su carne. El perro estiró la cabeza hacia arriba y lanzó una dentellada a Rose.

¡Rose estaba tratando de sacarlo del vehículo! ¿Es que no comprendía que…?

—¡No! —chilló Alice. La húmeda piel del lomo del perro sofocó su alarido.

El animal estaba ya medio fuera del coche y ¿acaso Rose no se daba cuenta de que se lanzaría sobre ella?

Alice pasó los brazos alrededor del desgarrado vientre, en un intento para impedir que la bestia se apeara.

De súbito, el cuerpo del perro tembló, a la vez que un ruido sordo y chasqueante llenaba los oídos de Alice. La furgoneta se bamboleó un poco. Se repitió el chasquido sordo. Resonó de nuevo. En cada ocasión, la furgoneta se balanceaba y el perro sufría una ráfaga de temblores y sacudidas.

Al final se quedó inmóvil sobre Alice.

—¿Mamá? ¿Estás bien?

Cuando el cuerpo dejó de estar encima de Alice, la mujer se dio cuenta de la causa de los ruidos sordos: su hija había estampado tres veces la portezuela del coche contra la cabeza del pastor alemán.