Nick se arrodilló en el suelo de su dormitorio, soltó las correas que sujetaban a la mochila el saco de dormir y desenrolló éste. Ahora estaría acostado, pensó, al lado de Julie, en lo alto de las montañas, de no ser por…
—Maldita sea —murmuró.
Abrió la mochila y empezó a vaciarla. Arrojó la ropa sucia en un montón, junto a la cesta de la colada, puso a un lado el hornillo y algunos utensilios que, con la botella de agua, trasladaría luego a la cocina, y formó un tercer conjunto de equipo —brújula, botiquín de primeros auxilios, cuerdas, artículos de aseo personal—, que no precisaría ninguna atención adicional y que sólo tendría que coger de nuevo la próxima vez que saliera de excursión.
¿La próxima vez?
Tras lo ocurrido en los Mezquites, dudaba mucho de que algún día volviese a desear cargarse la mochila. Claro que nunca se sabe. En el pasado, siempre que permanecía mucho tiempo sin marchar por la montaña le asaltaba el anhelo de volver a ella, una especie de dolorosa necesidad parecida a la nostalgia. Desde luego, era posible que no volviera a sentir nunca más esa añoranza.
Había matado a un hombre. Se le caía el alma a los pies cuando lo recordaba. Todo el mundo —incluido el comisario del sheriff, después de escuchar su versión de los hechos— dijo que había obrado correctamente, que aquel individuo se lo buscó, que Nick hizo un favor al mundo al desembarazarlo del sujeto en cuestión. El propio Nick se había repetido lo mismo una y otra vez, y una parte de él se alegraba de lo que realizó: vengar a Karen y a Julie, evitar que el hombre atacase al padre de Julie y le abriera la cabeza con la piedra, lograr que el agresor no volviera a hacer daño a nadie. Pero, en lo más profundo de su ser, el muchacho experimentaba una intensa y dolorosa amargura ante la idea de que había puesto fin a una vida. Aquel hombre estaba muerto.
Muerto. Nunca volvería sentir el sol en su cara…
Ni a violar a otra mujer.
Si hubiese muerto una semana antes, no habría podido atacar a Karen ni a Julie. No se habría mezclado en sus vidas, ni en la suya.
Y si hubiera conseguido huir, es muy posible que esta noche, o la semana que viene, o el año próximo aterrorizaría, y acaso matara, a otros excursionistas.
«Hice lo que debía hacerse —se dijo Nick—. No debería sentirme como si fuese basura. No es justo».
—¿Nick?
Miró por encima del hombro. Vestido con un batín, su padre estaba en el umbral de la puerta.
—Te llaman por teléfono.
Sintió un helado ramalazo de pánico. A juzgar por la expresión de su padre, sin embargo, comprendió que no había nada que temer.
—¿Quién es?
—Una tal señorita O’Toole.
Al ponerse en pie, el dolor que surcó sus músculos provocó en Nick un respingo. Cojeó por el pasillo, detrás de su padre.
—Puedes cogerlo en el estudio, pero, con los vaqueros que llevas, vale más que te mantengas a distancia del sofá, si no quieres que tu madre te ponga a caldo.
—Vale —dijo Nick.
El padre entró en la alcoba de matrimonio y Nick apretó el paso rumbo al estudio. Levantó el auricular de la horquilla y anunció:
—Ya lo tengo. —Se cortó la línea del supletorio de la alcoba—. ¡Dígame! —pronunció Nick por el micrófono del aparato.
—¡Hola! —La voz de Julie sonaba ligeramente distinta por teléfono, pero lo bastante familiar como para que una cálida oleada invadiese a Nick.
—¡Hola, Julie! ¿Cómo estás?
—Hace mucho tiempo que no nos vemos, ¿eh?
—Sí.
Una larga pausa. Nick se estrujó el cerebro, en busca de algo que decir. Se preguntó si Julie tendría el mismo problema. Incluso en aquel silencio, le encantaba sentir a la chica cerca de él.
—Se me ocurrió que podía llamarte —articuló Julie por último— y asegurarme de que llegaste a casa bien.
Nick sonrió.
—¿Temías que la maldición pudiera habernos alcanzado?
Nick oyó la sosegada risa de Julie.
—Perdóname mientras vomito —dijo la chica.
—¿Benny sigue en sus trece?
—Tuvimos dos horas de paz después de salir del hospital. Porque se quedó dormido. Mi padre hizo luego un alto en Denny’s para tomar un piscolabis y Benny se pasó todo el rato tratando de catequizarnos. El chico es un obcecado.
—A nosotros no se nos permite hablar del asunto. Lo saqué a relucir una vez y mi madre se puso en los cuernos de la Luna. ¿Conoces el primer mandamiento?
—¿Cuál?
—Los de Dios. Ya sabes, los que transmitió a Moisés. Las tablas de la Ley.
—¡Ah, esos mandamientos! Sé que el undécimo es: «No te dejes pillar».
Nick dejó oír una risita entre dientes y empezó a sentarse en el sofá. Se dio cuenta a tiempo y acabó acomodando las posaderas encima de la alfombra.
—De todas maneras, el primer mandamiento dice:
«No tendrás otros dioses delante de mí»… o algo por el estilo. Según mi madre, eso significa que es pecado creer en ocultismos y cosas así.
—¿Como maldiciones?
—Como maldiciones, fantasmas, tablas con signos, quiromancia, astrología, brujas, duendes y trasgos.
—¿Qué diablos es un trasgo?
—No lo sé, algo como un gnomo.
—¿Algo que vive en San Francisco y cecea?
—Y come esos pasteles de tocino entreverado, queso y espinacas que se llaman quiches.
—Tendremos que ir a Letterman —dijo Julie.
—Ya me duele todo de tanto reír.
—A mí también. Tengo hechos polvo los músculos del estómago.
—Sí. Deja de reír, anda.
—Y tú también.
—Vale. Bueno, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Mi madre y la maldición.
Eso provocó un vendaval de carcajadas por el teléfono.
—¡Oh! —jadeó finalmente Julie—. Lo lamento. Creo… —emitió una risita tonta—, creo que estoy… un poco mareada. De no dormir. —Nick la oyó respirar hondo—. De acuerdo. Ya estoy bien. Continúa.
—Me parece que ya he terminado.
—Ah, estupendo. ¿Qué estabas haciendo?
—Sacaba las cosas de la mochila.
—Yo he dejado eso para mañana. No quiero mirar todos esos trastos. Lo primero que hice al llegar a casa fue meterme bajo la ducha. —Nick se la imaginó desnuda bajo la rociada de agua caliente, mientras se enjabonaba los pechos—. Hombre, te garantizo que es una sensación formidable volver a estar limpia. Me he puesto embrocación Ben-Gay por todas partes, de la cabeza a los pies.
—Debes de oler terriblemente.
—Los vapores han convertido mis ojos en agua. Y tengo el camisón pegado al cuerpo. —Nick se la imaginó con un camisón de franela. Naturalmente, era poco probable que fuese de franela. Al menos, en pleno verano Algo ligero y transparente, que se le pegaría a los pechos: Se preguntó si Julie se habría aplicado linimento Ben-Gay a los senos—. Una persona auténtica —decía la muchacha—. La Larga Marcha casi acabó conmigo.
—Casi acabó con todos nosotros.
—¿Cómo se las arregla Heather?
—No muy mal. El médico dice que se resentirá durante unos quince días, pero no es nada preocupante. Mi madre la tiene en la cocina, en remojo.
—Quizá debiera probar con un poco de Ben-Gay.
—Sí. No le hará daño.
—Puede que al principio le escueza, pero se acostumbrará.
—Quizá lo pruebe yo. Después de la ducha.
—Aún llevas encima la roña del camino, ¿eh?
—Sí. Me tocó el último turno de baño. Aún estoy esperando a que acabe Rose. Tarda una eternidad.
—No debe de ser la única, ¿y si te hubiese llamado mientras estabas en la ducha?
—Te habría telefoneado yo luego.
—Tal vez para entonces ya estaría en la cama.
—¿No habrías esperado mi llamada?
—Quizá sí, quizá no. Una chica se pone guapa a base de sueño.
—Menos mal, pues, que no me había metido bajo la ducha.
—Sí, menos mal.
Sucedió una prolongado silencio. Nick supuso que Julie se disponía a colgar. Apretó con fuerza el auricular.
—Bueno… —dijo la chica.
Nick tenía la boca reseca y el corazón la latía con un ruido sordo.
—Creo que es mejor dejarte…
—¿Julie?
—¿Qué? —preguntó la muchacha en tono apagado.
—Verás, quiero verte.
Vaya. Lo había soltado.
—Sería estupendo —dijo ella.
—¿Mañana? ¿Mañana por la noche? Podríamos ir al cine o algo así.
—Me gustaría de veras.
—Fenómeno. —Nick dejó oír una risa nerviosa—. Es tan fantástico…
—¿Qué es tan fantástico?
—Que te haya pedido que salgas conmigo. Quiero decir que somos casi como desconocidos o algo así.
—Somos los mismos que éramos en las montañas, Nick.
—Ya lo sé. Lo supongo.
—¿Lo supones? —Julie se echó a reír en tono bajo.
—Es precisamente eso, ¿sabes?, ahora hemos vuelto. Es extraño.
—No hemos cambiado. Yo siento lo mismo respecto a ti.
Tembló una sonrisa en los labios de Nick.
—Yo también siento lo mismo. Te echo de menos. ¿Te parece bien a las siete?
—Vale. Se lo consultaré a mi padre. Aguarda un momento.
Nick esperó. Respiró hondo, una estremecida bocanada de aire. Lo había hecho, se lo había pedido y ella pareció tan deseosa como él. «Yo siento lo mismo respecto a ti». Era casi demasiado bonito para creerlo. Ya estaba nervioso sólo pensando en la salida.
—Conforme —dijo Julie—. Todo arreglado. Mañana por la noche, a las siete.
—Formidable. Nos veremos entonces.
—¿Conoces el camino para llegar a mi casa?
—No, pero mi padre… —No quería perderse el sonido de la voz de Julie—. Será mejor que me lo indiques.
Había una toalla azul, de rizo, bajo el rostro de Karen. Tenía los pulmones ardiendo y el dolor estalló a través de todo su organismo cuando un espasmo de tos la estremeció. La mano de alguien le frotaba la espalda. Cuando levantó la cabeza, sintió un acceso de náuseas. Se las arregló para ponerse de rodillas y darse media vuelta. Tropezó fugazmente con los preocupados ojos de Meg antes de dejar caer la toalla y ponerse a vomitar.
Cuando hubo terminado, se sentó en el asiento del inodoro, entre sollozos, toses y jadeos para introducir aire en los pulmones. A través de las lágrimas que llenaban sus ojos vio a Meg doblar la ensangrentada estera del baño. Tiró del rollo de papel higiénico, se secó los ojos y se limpió la boca y la barbilla.
—¿Qué tal esa cabeza? —preguntó Meg con su voz baja y ronca.
Karen gimió. Se pasó los dedos por la húmeda cabellera y notó el chichón que había surgido por encima de la oreja.
—Gracias a Dios que oí tu grito. Estaba a punto de encender el televisor.
Meg abrió el botiquín. Bajó una caja, extrajo un tampón y rasgó el envoltorio. Tendió el tampón a Karen.
Mientras Karen se lo insertaba, Meg tiró del obturador del desagüe de la bañera.
—Te lo aseguro, chica, me diste un susto de muerte. ¿Cómo te encuentras? ¿Debo llevarte a urgencias?
—Estoy bien —murmuró Karen.
—Iba a concederte unos diez segundos más y, en el caso de que no volvieras en ti, avisaría al personal sanitario.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Ni idea. —Meg meneó la cabeza—. Quizá tres o cuatro minutos, no lo sé. Sólo comprobé que tu corazón seguía latiendo y de que aún respirabas. Era mi única preocupación. Supuse que tarde o temprano te despertarías, pero ya empezaba a tener mis dudas.
—¡Vaya porquería! —La alfombra del baño esta para el cubo de la basura.
—Cuando te hayas acostado, limpiaré lo demás.
—No, yo…
—Tú no estás en condiciones de hacer nada, criatura.
Karen bajó la mirada sobre sí misma, arrugó la nariz y desenrolló más papel higiénico. Al tiempo que se limpiaba los churretones de sangre, declaró:
—Tendré que tomar otra ducha.
—Supongo que sí. Quédate un momento sentadita ahí. —Meg salió apresuradamente del cuarto de baño. Karen continuó limpiándose. Meg no tardó en regresar con un rollo de cinta adhesiva. Levantó los brazos y procedió a fijar la cortina de la ducha a su barra. Luego, preguntó—: ¿Crees que fue la maldición?
—Sé que fue la maldición.
Meg rió entre dientes.
—La tensión se encargará de eso. Si lo miramos por el lado bueno, resulta que al menos sabes que el hijo de mala madre no se te cepilló.
—Eso ya lo sabía antes —dijo Karen.
Cuando la cortina estuvo en su sitio, Meg dio el agua. Karen se aferró al brazo de Meg, apoyándose en él, y se acercó a la bañera con paso vacilante, temblorosas las piernas. Su amiga la aconsejó con insistencia que no tratara de permanecer de pie. Se sentó bajo la lluvia caliente de la ducha. Meg aguardó al otro lado de la cortina, mientras Karen se aplicaba champú, se enjabonaba y se aclaraba la espuma.
Meg alargó las manos para sostenerla cuando salía de la bañera y mientras se secaba.
—¿Te sientes ya sana y salva?
—Sí. Gracias.
—Acaba de secarte. Prepararé un poco de algo.
—¿Un poco de qué?
—Será una sorpresa.
Al quedarse sola, Karen se envolvió en la toalla de baño. Se tomó dos aspirinas con un vaso de agua fresca. Se cepilló los dientes. Después se paso un peine por la cabellera, haciendo muecas cada vez que las púas tropezaban con un enredo del pelo.
—En tu cuarto —avisó Meg desde el pasillo.
Karen fue a su dormitorio. En la misma entrada por dentro, Meg la recibió con un guiño. Echado hacia atrás el cobertor, las sábanas, azules y con estampado de flores, estaban a la vista. Habían corrido la silla hasta situarla junto a la cama y, en el asiento, descansaba una bandeja provista de galletas, una cuña de queso de Cheddar, una ruedecita de Gouda y un cuchillo para cortarlo. Encima de la mesita de noche había dos copas, al lado de las cuales se encontraba una botella de vino blanco, abierta y a punto.
Pese a sus dolores, Karen se las arregló para sonreír.
—Medicina —dijo Meg—. Queso y galletas para componerte el estómago. Y, además, Masson Sauvignon Blanc para ayudarte a conciliar el sueño.
—Eres realmente fantástica.
—Ya lo sé.
Karen se puso el camisón. Subió a la cama, tiró de la sábana de arriba y se acomodó, con la espalda apoyada en la cabecera. Meg escanció el vino. Puso la bandeja atravesada sobre el regazo de Karen y levantó las copas.
—Brindemos —dijo Meg.
—Por ti —dedicó Karen—. Me salvaste la vida.
Meg se puso colorada.
—¿Para qué están las compañeras de piso?
Entrechocaron las copas y bebieron.