25

—¡Santo Dios, querida, estás hecha una pena!

—A quién se lo dices —repuso Karen.

Dejó la mochila en el suelo, cruzó hasta el sofá, se sentó y procedió a desatarse los cordones de las botas.

—Un desastre, ¿eh? —Meg derrumbó su fornida humanidad en una butaca y enganchó una pierna sobre el acolchado brazo. Extrajo un cigarrillo del bolsillo lateral de la bata—. ¿Cómo conseguiste ese bonito ojo a la funerala? ¿Chocaste contra un árbol o Scott se entretuvo arreándote una buena castaña?

—Me agredió un tipo.

Karen se quitó las botas y se recostó en los mullidos cojines del sofá.

Meg emitió un gruñido al tiempo que encendía el cigarrillo. Aspiró una profunda bocanada de humo que luego expelió por la nariz.

—¿Qué significa eso de que te agredió?

—Me violó.

—¡Cristo bendito! ¿Bromeas? ¿Estás bien?

—Casi todo lo que tengo son hematomas.

—¡Dios mío! —murmuró Meg—. ¡Jesucristo todopoderoso, es…! —Sacudió la cabeza. Arrugó el gesto con desagrado—. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa semejante? Ibas con todo un ejército.

—Estaba sola en la tienda.

—Debió de haber sido…, Karen, Karen.

—No recuerdo nada del asunto. Me golpeó y me dejó inconsciente. Cuando recuperé el conocimiento, Scott estaba conmigo.

Tembló el cigarrillo entre los dedos de Meg al levantarlo hacia los labios.

—¿Qué fue del hijo de Satanás que te atacó?

—Lo mataron.

—Dios. Espero que muriese lentamente. Yo le habría cortado la picha.

—En tal caso, me alegro de que no estuvieras allí —dijo Karen. Emitió un gemido al tiempo que alzaba los pies para apoyarlos en la mesita de café. Entrelazó las manos sobre el estómago—. Me duele todo el cuerpo —murmuró—. Estuvimos andando un día entero…, una noche y otro día. Después pasamos otra media jornada en el despacho del sheriff. Y luego unas cuantas horas en un maldito hospital, donde nos hicieron análisis por si habíamos cogido la rabia.

—¿Análisis de rabia? ¿Es que el cabrón ese estaba rabioso?

Karen sacudió la cabeza y dio un respingo al tensársele los músculos del cuello.

—Nos preocupaba el cuchillo de su madre.

—¿Su madre?

—Sí.

Explicó a Meg lo de las tiendas acuchilladas, los cortes en la cabeza que sufrieron todos, salvo Flash y Nick, y el espectáculo de la madre del agresor presentándose para maldecirlos.

—Como una puñetera película de terror —comentó Meg—. ¿Qué era esa fulana, una especie de bruja?

—Es lo que dice Benny. Este asunto le tiene bastante alucinado.

—¿Ya ti no?

—Yo no vaya perder el sueño por una maldición. Dormir, ¡ja! Me gustaría saber qué es eso. Tengo la sensación de que llevo una semana sin pegar ojo.

—Quizá sea mejor que te metas ahora en la cama.

—Resulta extraño, pero no tengo sueño. Sólo me siento como insegura, distanciada y con ganas de vomitar. Pero de todas formas, tomaré antes un baño. Seguro que voy a dejar el agua como el carbón.

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Te preparo alguna cosilla de comer?

—No gracias. Comimos por el camino.

—¿Qué me dices de una copichuela? Es probable que algo fuerte te viniera de perlas.

—Sí. Un buen lingotazo de Alka-Seltzer. Me lo concederé. —Se impulsó hacia adelante, se puso en pie y avanzó cojeando rumbo a la cocina. Meg apretó el paso para adelantarla, encendió la luz y se llegó al aparador—. ¿Algún problema con los polizontes?

—Enviaron un equipo en busca del cadáver. Supongo que no deseaban iniciar una investigación, a menos que encontrasen algo.

Meg abrió el grifo del agua fría y llenó el vaso.

—Nadie está realmente seguro de que el tipo haya muerto. Lo creemos así, pero el cuerpo ha desaparecido…

—Cristo bendito.

—Suponemos que se lo llevó la madre. De cualquier modo, están investigando el asunto. —Aceptó el vaso que le ofrecía Meg—. Dijeron que se mantendrían en contacto con nosotros.

—Vaya follón.

—Sí.

Meg volvió a la sala de estar. Con el vaso de agua en la mano, Karen recorrió el corto pasillo que conducía al cuarto de baño. Se apoyó en el lavabo y abrió la puerta del botiquín, donde encontró un sobre de Alka-Seltzer. Le temblaban las manos mientras intentaba rasgar el papel de estaño del envoltorio. Acabó por hacerlo con los dientes. Echó las dos tabletas en el vaso.

Mientras aguardaba a que se disolvieran, se contempló en el espejo. Se sentía tan mal como se veía. Su pelo rubio estaba sucio, oscuro y viscoso. Tenía el rostro hinchado y lleno de moretones. Sendas ojeras sombreaban sus ojos. Los propios ojos le parecieron los de una persona extraña, aturdida y macilenta. Se tocó el corte encima de la ceja derecha y palpó la arista de la costra. Al pasarse los dedos por la cabellera, a guisa de peine descendente, palpó un mechón que era demasiado corto.

«Tengo sangre y cabellos vuestros.».

La arpía no bromeaba.

Karen levantó el vaso. El burbujeo le cosquilleó las fosas nasales mientras bebía. Cuando terminó el contenido del vaso, se quitó las sucias prendas. Muchas de las magulladuras del cuello, de los hombros y de los pechos presentaban la forma de unas mandíbulas.

«Precioso». Ese fue el comentario que formuló la agente femenina mientras examinaba las marcas. Karen se había ruborizado entonces, y volvió a ruborizarse al recordarlo ahora. El flujo de sangre hizo que se acrecentaran los dolorosos pinchazos de la cabeza.

—¿Precioso? —murmuró al oír a la agente.

—Ese tipo sería el sueño dorado de un odontólogo. Esas señales son casi tan útiles como las huellas digitales. —A continuación, la agente tomó una serie interminable de fotografías de cada una de las heridas, planos generales y primeros planos, y cuando hubo terminado, preguntó—: ¿Está segura de que no hubo eyaculación?

—¿Importa eso algo?

—Sí y no. Es violación insensible, en tanto la haya penetrado sin su consentimiento. Pero una muestra de semen puede clasificarse, si el hombre es segregador. Lo que quiero decir es que se puede determinar su grupo sanguíneo a partir de una muestra de semen. Sería una buena prueba en un tribunal.

—El asaltante no eyaculó.

Scott sí. Una muestra, si podía encontrarse rastro alguno, sólo serviría para complicar la situación.

La funcionaria se encogió de hombros.

—Bien, podemos pasarnos sin ella.

—Podemos pasamos sin ella —musitó Karen, dirigiéndose al contusionado rostro del espejo—. ¡Jesús!

Se apartó de allí. La cabeza era un rosario de punzadas de dolor mientras se inclinaba sobre la bañera y abría los grifos. En el momento en que el agua empezó a salir caliente, abrió la ducha. Pasó por encima del borde de la bañera, se colocó bajo la cálida rociada y corrió la cortina de plástico.

El agua se derramaba deliciosamente sobre la piel, le desenmarañaba el pelo y le salpicaba el rostro, para esparcir luego su tibieza húmeda cuerpo abajo. Se dio media vuelta, muy despacio, y dejó escapar un suspiro cuando la cascada chocó contra la parte posterior de la cabeza, el cuello y los resentidos hombros. El suave masaje del agua le alivió el dolor de cabeza y le produjo una languidez que hizo que la tarea de lavarse le pareciese demasiado penosa.

Por último, no sin un gran esfuerzo, se decidió a aplicarse champú. Mover los brazos constituía un enorme tormento mientras se frotaba el cuero cabelludo y conseguía que la espuma realizase su misión. Cuando terminó de aclararse el pelo, se quedó inmóvil, con los brazos colgando inertes a los costados, mientras dejaba que el rocío de la ducha se abatiera sobre ella y sentía el caliente deslizamiento del agua por el cuerpo. No quería moverse, salvo para echarse allí y que el calor húmedo la envolviese. Pero antes necesitaba lavarse bien, enjabonarse y eliminar la suciedad de los caminos, su propio sudor, la mugre del hombre que la había manchado con su contacto.

Se apartó ligeramente de debajo de la ducha, de forma que el agua le cayera sobre las pantorrillas, y empezó a frotarse con una pastilla de jabón. Con excepción de un pequeño espacio de piel situado en mitad de la espalda, al que sus manos no podían llegar, se enjabonó desde el cuello hasta los tobillos. Dejó la pastilla en la jabonera. Tuvo la sensación de que se había puesto un traje de espuma que se le adhería a la piel. Empezó a restregarse con una toallita de rizo. Lo hizo con cierta energía, pese a los ramalazos de dolor que surgían en las zonas magulladas. En cuclillas, con el agua de la ducha derramándosele sobre la espalda, se frotó la parte interior de los muslos y las piernas. «Mañana —pensó— me pasaré por Thrifty y compraré un enema». Le hubiera gustado no tener que esperar tanto tiempo, pero los almacenes estarían cerrados en aquel instante, de modo que no le quedaba más remedio que aguardar.

Se levantó y se quitó de encima la espuma del jabón se aclaró el rostro y las orejas y dio por concluido el lavado.

Se agachó para poner el tapón del desagüe. El ruido de la ducha cambió de modo automático: se convirtió en un sonido hueco y repicante, no muy distinto del batir de la lluvia contra la tienda de campaña.

No llovía cuando el hombre irrumpió en la tienda. Pero estaba lloviendo cuando ella volvió en sí. Cuando Scott le hizo el amor, el repicar de la lluvia chocando contra la tela de la tienda los envolvía, era parte integrante de la escena, estaba tan cerca de ellos como el latir de sus corazones y el rumor de su respiración.

Era un recuerdo agradable.

Karen se sentó en el agua estancada en la bañera y se deslizó hacia atrás hasta que la aspersión le cubrió todo el cuerpo, salvo las estiradas piernas. Las encogió y pasó los brazos en torno a las rodillas. Permaneció sentada allí, acurrucada bajo la ducha caliente, en tanto subía el nivel del agua y el ruido que producía se asemejaba más al repiqueteo de la lluvia al caer sobre la tienda dos noches antes, cuando Scott estaba con ella y, de un modo vacilante, temeroso de lastimada, acabó por colmarla y lograr que buena parte de su dolor real desapareciese.

Le hubiera gustado estar con Scott. Él le pidió que le acompañase a su hogar, pero a Karen no le pareció oportuno.

—Creo que mi presencia sería de lo más inconveniente —había objetado ella—. Vale más que me lleves a mi casa.

Incluso mientras las palabras salían de su boca, notó que dejaban en su interior un hueco vacío y solitario.

Hubiera querido, más que cualquier otra cosa, acompañar a Scott a su casa. No deseaba separarse de él.

Tampoco quería dejar a Benny o Julie. Pero merecían disponer de cierto tiempo para estar juntos en plan de familia, cierto tiempo a distancia de ella. Con todo lo que desearan que ella les acompañara en su hogar, Karen sabía que se hubiera sentido allí como una intrusa.

El agua que rociaba a Karen parecía menos caliente que antes. Se deslizó hacia adelante y giró el conmutador baño-ducha. Cesó la lluvia que pasaba por la rejilla de alcachofa y por el grifo del baño salió un chorro de agua. Cortó el paso del agua fría y dejó que la bañera se fuese llenando, con una mano bajo el chorro hasta que el líquido que brotaba por allí empezó a enfriarse. Entonces cerró el grifo.

Continuó tendida allí, con la cabeza apoyada en el borde posterior de la bañera, sumergida casi totalmente, salvo la cara, en el agua cálida. El esmalte tenía un tacto resbaladizo contra su espalda, pero notó el rizo de la toallita bajo las posaderas. La retiró de allí, la escurrió y la extendió sobre su rostro.

Envuelta en aquella tibieza, se sintió tranquila e indolente. El dolor salió rezumando de sus músculos. Los inertes brazos parecían flotar en la superficie. Los obligó a hundirse e introdujo los dedos por debajo de las nalgas para impedir que emergieran.

Su mente empezó a dar vueltas sin rumbo. Estaba en cuclillas al borde de un arroyo de montaña, sentía las salpicaduras de un agua tan helada que parecían clavársele como alfileres. Vio los ojos de Scott, cargados de ansiedad, y notó las manos del hombre ahuecándose sobre sus pechos. Cuando le quitó la blusa, Karen recordó que Scott no había hecho tal cosa; se besaron, se pusieron en marcha y encontraron el sitio adecuado para establecer el campamento y pasar allí la primera noche. Pero ahora lo hizo. Le quitó la blusa y besó las señales de mordiscos que ella tenía en los pechos. No debería haber marcas de dientes, pero allí estaban y Scott las besó suavemente. Desató el lazo de la cinturilla de los pantalones del chándal. Aquella tarde, Karen llevaba pantalones cortos, pero eso no tenía importancia. Ahora ya no los llevaba, se veía completamente desnuda, tendida, con las piernas abiertas, sobre la lisa superficie del bloque de granito, junto al arroyo, mientras gélidas gotas de agua le salpicaban la piel y el sol despedía su calor. De pie entre los muslos separados de Karen, Scott sólo llevaba encima una sudadera gris. La del chándal de Karen. Demasiado estrecha para él. Forcejeó para quitársela y, al no conseguirlo, hizo un corte en la parte frontal con una navaja barbera. Se arrodilló.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo.

Cogió un cuenco y sacó de su interior un puñado de espuma blanca. La extendió sobre la ingle de Karen.

—¿Es que vas a afeitarme? —preguntó la mujer.

Scott no dijo nada. La embadurnó con aquella crema pastosa y formó luego un montón sobre el vientre de Karen. Mientras se lo extendía sobre la piel, manifestó:

—No es lo que crees.

—¿De qué se trata? —quiso saber ella.

Scott le puso un poco en los senos, configuró unos pequeños picachos blancos encima de cada uno de los pezones y pasó la lengua por allí.

—Crema batida —dijo—. Voy a comerte.

Alzó la cara y sonrió, pero ya no era el semblante de Scott, sino el rostro flaco y cubierto de arrugas de una vieja de ojos acuosos y sucios dientes retorcidos. Tenía motas de crema batida en los labios y en la punta de la nariz.

—¡No! ¡Fuera! —jadeó Karen.

Aquel horrible rostro descendió bruscamente. Karen se retorció, tratando de esquivarlo, pero las mandíbulas se cerraron sobre uno de los pechos y los dientes se hundieron en la carne. La vieja sacudió la cabeza como un perro asilvestrado, se soltó y se irguió por encima del semblante de Karen, al tiempo que masticaba un trozo de su carne; gotas de sangre y de crema batida cayeron sobre los labios de Karen. Empezó a chillar. La boca se le llenó de agua.

La despertó de pronto el sobresalto de una asfixia inminente. Escupió una bocanada de agua y se incorporó de golpe. Apartó la toallita de rizo que le cubría la cara. Se dobló sobre sí misma, convertidos en brasas los músculos mientras la tos le sacudía todo el cuerpo.

Entre toses y jadeos, se impulsó fuera del agua. Movió el brazo en dirección a la cortina de la ducha y agarró un pliegue húmedo en el preciso instante en que el pie derecho resbalaba y perdía el equilibrio. La cortina se puso tensa y acabó por desprenderse de la barra que la sujetaba. Las piernas se dispararon hacia adelante y Karen cayó de espaldas. Oyó un ruidoso chapoteo segundos antes de que le estallara la cabeza. Se deslizó hacia atrás. El agua cubrió sus ojos y ya no vio nada más.