19

Flash sopló para dispersar el vapor y tomó un sorbo de café. Al otro lado de la fogata, Benny se inclinaba al frente, con una expresión de rapsoda loco, mientras recitaba su poema:

—Y grité: «Desde luego, era octubre / la madrugada aquella del pasado año / en la que viajé… en la que hasta aquí viajé. / En la que aquella siniestra carga hasta aquí trasladé. / Precisamente aquella noche, entre todas las noches del año». —El resplandor de las llamas se reflejó, danzarín, en los cristales de sus gafas—. «Bien conozco ahora este lóbrego lago de Auber… / Esta brumosa región media de Weir… / Bien conozco ahora esa tenebrosa laguna de Auber. / Ese macabro bosque encantado de Weir…».

Se echó hacia atrás, respiró hondo y sonrió. Heather, que había estado escuchándole embobada, rompió a aplaudir. Los demás la imitaron.

—Alucinante —dijo Karen.

Flash sostuvo el pote cogido entre las rodillas y batió palmas.

—¿Lo aprendiste de memoria para el cole? —preguntó Karen.

—No, fue iniciativa propia.

La mujer meneó la cabeza, como asombrada, y Benny se esponjó de orgullo.

—No cabe duda de que fue un poema espeluznante —dijo Nick.

Julie se volvió hacia Nick, encorvó la espalda y contorsionó el rostro. Con voz gemebunda y cavernosa articuló:

—«Ese macabro bosque encantado de Weir…».

Nick puso cara de terror.

—¡Sííííííí! —chilló, al tiempo que se cubría el rostro.

—¿A qué viene —intervino Alice— tanto insistir en asustarnos? ¿Por qué no recita alguien una poesía agradable?

Flash sonrió.

—«La ninfómana de Jill usaba dinamita para el temblor conseguir…».

—¡No te atrevas!

—Impresionante —dijo Rose.

Sorprendido, Flash escudriñó a su hija.

—¿Por qué no empiezo a contar una historia —sugirió Alice— y cada uno de los que estamos sentados alrededor de la hoguera la va continuando y añadiendo párrafos?

—Bah —dijo Rose.

Nick inclinó la cabeza.

—Eso es un rollo, mamá.

—¿Por qué no probamos? —dijo Karen—. Puede resultar divertido.

—Claro —asintió Scott—. Adelante, Alice.

Alice pareció agradecerle la aprobación.

—Muy bien —dijo—. Érase una vez una hermosa doncella que vivía en el bosque, completamente sola a excepción de…

Hizo un alto y volvió la cabeza para mirar a Rose.

—Mick Jagger —prosiguió Rose.

Un coro de risas celebró su salida. Alice fue la única a quien no le hizo gracia.

—Seamos serios.

—Vale —suspiró Rose—. A excepción de una madre mezquina.

Alice elevó los ojos al cielo y Flash tomó un sorbo de café para disimular la sonrisa.

—Un día, la doncella se hartó hasta tal punto de que su sórdida madre siempre le estuviese aguando la fiesta, que se echó a correr por entre los árboles y se encontró…

Se volvió hacia Heather.

La mirada de la niña pasó por encima de las llamas en dirección a Benny, como si buscara su ayuda. Tras encogerse de hombros, dilo:

—Y se encontró con… Rayos, no lo sé.

—El rayosnolosé —prosiguió Nick— era una especie de bicharraco feo y peludo que tenía un ojo en el sitio donde debería estar la nariz.

—Y dos narices —tomó Julie el relevo— en el sitio donde debían estar los ojos. Las narices estaban del revés, con los agujeros hacia arriba, así que el bicharraco llevaba un enorme sombrero del Oeste para no ahogarse durante los temporales de lluvia. Y cada vez que estornudaba, el sombrero salía despedido.

Miró a Benny, que la contemplaba como si se hubiera vuelto loca.

—Cuando la doncella encontró al rayosnolosé —se hizo cargo Benny del relato—, el bicharraco rastreaba el suelo en busca de su lente de contacto. La muchacha le ayudó y, al final, encontraron la lentilla.

Se encogió de hombros y miró a Karen.

—Cuando se puso la lente de contacto de nuevo en el ojo, el rayosnolosé se quedó mirando a la doncella. Era la criatura más preciosa que había visto jamás. «Rayos, qué guapa eres», dijo.

Karen volvió la cara hacia Scott.

—La doncella se ruborizó —continuó éste—. «Pues tú no eres demasiado desagradable», repuso la joven. «Y apuesto a que, con esas dos narices, hueles las cosas mejor que yo».

Scott alzó las cejas en dirección a Flash.

—De modo que el rayosnolosé tomó a la hermosa doncella y se la llevó a las profundidades del bosque. Llegaron a la choza del rayosnolosé, donde la temperatura les empezó a subir…

—Papá —murmuró Rose.

—Para que lo sepas —continuó Flash—, la choza estaba rebosante de pequeños rayosnolosés, de modo que hicieron el equipaje, se trasladaron a Palm Springs compraron allí un piso y, a partir de entonces, vivieron felices a todo meter.

—Qué cuento más tonto —musitó Rose.

—Pues a mí me ha parecido muy cuco —opinó Karen.

—¿Por qué no nos cuentas tú uno? —le pidió Benny—. ¿Conoces alguno de miedo, por el estilo a la historia de «Doreen y Audrey»?

—Me temo que no. Ése constituía todo mi repertorio.

—¿Y tú, papá? —preguntó Julie.

—Mi última aportación no salió demasiado bien.

Julie arrugó la nariz.

—Sí, eso es verdad. Olvida mi petición.

—Yo tengo uno —dijo Flash.

Alice levantó una ceja.

—¿Decente?

—La duda ofende.

—Adelante —incitó Nick—. Escuchémoslo.

Flash apuró su café y dejó el pote de aluminio en el suelo, entre sus botas.

—Quizá será mejor que no lo cuente —dudó el hombre—. Tu madre cataloga esta historia entre las verdaderamente horribles.

—No me conviertas en la mala de la película —protestó Alice—. Si crees que es apropiada, sigue y cuéntala.

—Bueno, si te empeñas… —sonrió Flash. Introdujo la mano dentro del chaquetón y sacó un cigarro de los que llevaba en el bolsillo de la camisa. Rasgó el envoltorio de celofán, hizo una bola con él y lo arrojó a la lumbre—. Esto ocurrió hace mucho tiempo, allá por la época en que estudiaba el bachillerato.

—La Oscura Edad Antigua —dijo Nick.

—Exacto. —Flash se encajó el puro entre los dientes y tomó del fuego una ramita. Con una mano, protegió del viento la pequeña llama mientras encendía el cigarrillo—. Mi padre, mi hermano Cliff y yo habíamos ido a pescar a la Tierra de los Lagos, en Wisconsin. Nos dijeron que por la zona se estaban cometiendo una serie de asesinatos a hachazos. Al parecer, andaba suelto por allí un lunático que se entretenía cargándose a la gente que veía por el bosque. Le llamaban El Hacha. Tal vez era un cirujano forestal frustrado. —Flash sonrió su propia ocurrencia y contempló la brasa del puro—. Habían encontrado en el bosque cuatro o cinco cadáveres. Todos ellos desmembrados. Algunos tenían cortado un brazo. A otros les faltaba una pierna. Dos aparecieron decapitados.

—¡Arnold! —advirtió la voz de Alice.

—Me diste permiso para contarlo.

—Imaginé que serías más discreto.

—¿Quieres que lo deje?

—Sigue —instó Nick—. Está bien.

Alice suspiró.

—Baja un poco el tono, ¿de acuerdo? Hay niños presentes.

—En tono más bajo, bueno. En fin, ¿por dónde iba? —Aspiró un poco de humo, que expelió por la nariz. El aire se lo llevó—. Ah, sí. De modo que El Hacha campaba por sus respetos y encontraron en la arboleda algunas de sus chapuzas, pero también existían algunos casos de personas desaparecidas, por lo que se calculaba que el número de víctimas era mayor. La verdad es que se nos metió en el cuerpo un poco de canguelo, no nos hacía demasiado felices acampar por allí. Claro que mi padre llevaba un revólver del 22, por lo que supusimos que podríamos apiolar al carnicero si se dejaba ver.

»Confieso, sin embargo, que no dormimos gran cosa la primera noche. Éramos los únicos excursionistas acampados junto al lago. La oscuridad y el silencio resultaban impresionantes. De vez en cuando oíamos crujidos en la maleza. Cliff y yo estábamos seguros de que El Hacha se acercaba subrepticiamente. Os diré que aquélla fue una de las noches más largas de mi vida. Por lo menos, antes de la guerra —corrigió, al tiempo que en su pecho se formaba un tenso nudo mientras se veía a sí mismo acongojado en la selva.

—¿Se os presentó? —inquirió Scott.

—¿Eh? No, la noche transcurrió sin incidencias. —Flash respiró hondo—. El día siguiente nos lo pasamos en el lago. Remando y pescando. Una jornada cálida y llena de sol. Estupenda de veras. Las libélulas zumbaban y los somorgujos no paraban de cacarear. Lo que se dice agradable. Y pescamos una barbaridad. Toda una ristra de peces luna y un par de siluros. Los freímos para cenar y nos dimos un auténtico festín. Luego subimos de nuevo al bote de remos y disfrutamos de una buena sesión de pesca nocturna.

»Supongo que todos estábamos contentísimos de encontrarnos en el lago después de oscurecido. Allí no teníamos que preocuparnos de El Hacha. Santo Dios, qué bien se estaba en la barca. La temperatura era tibia y soplaba una leve brisa. Sobre el agua, la luz de la Luna parecía auténtica plata. Brillaban luciérnagas. Nos habíamos aplicado una generosa mano de repelente para mantener a raya a los mosquitos y apestábamos lo nuestro. —Suspiró—. De todas formas, habíamos ido un poco a la deriva y nos encontrábamos a unos cincuenta metros de la orilla norte del lago, cuando noté un súbito tirón del sedal. ¡Hombre, estaba nervioso!

»Empecé a rebobinar el hilo, con la idea de que había pescado algo enorme. Pesaba, ¿sabéis? La caña se había doblado casi por la mitad. Pero entonces empecé a extrañarme, porque no se producía resistencia ni brega alguna. Ya sabéis que, normalmente, los peces se agitan como fieras allá abajo. Bueno, pues aquél no parecía moverse lo más mínimo. Era sólo peso muerto.

»Cliff encendió la linterna y proyectó el foco sobre el lago, en el punto donde se hundía mi sedal. El rayo de luz penetraba muy poco bajo la superficie. Recuerdo que el agua me pareció extraordinariamente sucia. Como si estuviese saturada de tierra o algo así. Y entonces, cuando le daba al carrete, recogiendo sedal, una mano lívida asomó por la superficie, como si alguien alzara el brazo hacia la luz. Os aseguro que le faltó muy poco para que me pusiera a graznar. Pero seguí enrollando el sedal y Cliff mantuvo fijo el foco de la linterna. Al cabo de unos segundos, me encontré con que del extremo del hilo colgaba y se balanceaba un brazo amputado. Cercenado a la altura del codo. El anzuelo se le había clavado en la muñeca. Me quedé mirando fijamente aquello. Suspendido del anzuelo, goteaba y se movía levemente como un péndulo, de un lado a otro.

—¡Santo Dios! —murmuró Julie.

—Creí que habías prometido bajar el tono —reprochó Alice.

—Sólo cuento lo que sucedió —dijo Flash.

—Eso no puede haber ocurrido.

—¿Ah, no? Pregunta a Cliff la próxima vez que venga a vernos.

—¿Y cómo es que nunca lo mencionaste? —inquirió Alice.

—Ya sabes cómo eres en lo que concierne a estas cosas.

—Entonces, ¿por qué lo has sacado a relucir ahora?

—Los chicos querían oír una historia.

—¡Madre de Dios!

—¿Puedo seguir?

—¿Es que hay más?

—Aún no he llegado a lo bueno.

—¡Oh, por todos los santos del Cielo!

—Sigue —animó Nick. Estaba inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas—. ¿Qué hicisteis con la cosa?

—Por mi gusto, hubiera cortado el sedal y así me habría librado de aquello, pero papá dijo que teníamos que conservarlo para las autoridades. Me pidió que se lo pasara. Iba sentado en popa. Tiré de lo que acababa de pescar, lo dejé colgando dentro de la barca, cogí el sedal fui bajando aquel despojo y, por último, corté el hilo. Después, Cliff le dio a los remos y volvimos al campamento.

»Cuando llegamos, casi se nos había pasado el susto del todo. Estábamos bastante emocionados, como si hubiésemos hecho una captura de plusmarca mundial o algo por el estilo. Imaginábamos, ¿sabéis?, que debía de tratarse del brazo de alguna de las víctimas de El Hacha. Papá lo puso dentro de una bolsa de esas de comestibles. Quería llevarlo inmediatamente a la policía. La población más próxima se encontraba a cosa de una hora, en automóvil, y teníamos un montón de equipo de excursionismo que no deseábamos dejar allí mientras estábamos ausentes del campamento.

»Cliff se brindó para quedarse de guardia, pero papá no se mostró dispuesto a permitirlo. Finalmente, decidimos levantar el campamento y llevárnoslo todo con nosotros. Supusimos, ¿sabéis?, que, de todas formas, tampoco nos iba a volver locos la idea de pasamos otro día en aquellos parajes.

»Ni siquiera nos tomamos la molestia de prender una fogata. Encendí el farol Coleman y lo dejamos junto a la tienda de campaña mientras recogíamos las cosas. Trabajamos a velocidad de vértigo, pero teníamos la sensación de que aquello iba a durar una eternidad. El coche estaba estacionado a unos cien metros. Papá nos dejó a Cliff y a mí un par de veces para llevar equipo al vehículo. Cuando se alejaba, no hacíamos gran cosa. No cesábamos de lanzar miradas por encima del hombro hacia la bolsa en la que estaba el brazo.

»Sea como fuere, cuando papá trasladaba la nevera y la caja de los aparejos al coche y Cliff y yo nos afanábamos doblando la tienda de campaña, de espaldas al lago, oímos de pronto un chapoteo. Como si alguien saliera del agua, vadeando despacio. Nos enderezamos y giramos en redondo como impulsados por un resorte. Y, Jesús, ¡un hombre se acercaba a nosotros!

Heather se cubrió los ojos, horrorizada.

—Avanzaba dando tumbos, como si estuviese borracho. Al principio no fue más que una figura borrosa en la oscuridad. Pero, al pasar por las proximidades del farol pudimos verle bien…, demasiado bien. Era un tipo esquelético, de unos cuarenta años. Vestía vaqueros y camisa de cuadros. Sus zapatillas de lona chirriaban húmedamente con cada uno de sus pasos. Empapado de pies a cabeza, todo su cuerpo goteaba. Tenía la cabeza abierta como una sandía quebrada y le faltaba el brazo izquierdo.

»Justo a la altura del farol, se detuvo y nos contempló con una mirada vacía. Después abrió la boca. Intentó decir algo y unos tres litros de agua salieron de allí, como si vomitara. Cuando dejó de salir agua, el individuo articuló con voz asfixiada y gorgoteante: “Mi brazo. Quiero mi brazo”.

»Cliff y yo huimos a todo correr, tan asustados que ni siquiera gritamos. Cuando volvimos al campamento, con papá, el tipo había desaparecido. —Tras exhalar un suspiro, Flash sacudió la ceniza del puro—. Seguimos el rastro de las pisadas hasta el borde del lago. Pasamos largo rato contemplando el agua. No veíamos al individuo, pero sabíamos que estaba allí. Sumergido bajo la superficie, en alguna parte. En el fondo de aquellas aguas tenebrosas. Con su brazo.