18

—Tengo que orinar, Ettie. Déjame salir. No haré nada.

La anciana denegó con la cabeza.

—Lo que tengas que hacer, hazlo aquí. No puedes salir hasta que se hayan marchado.

—¿Cómo sabes que todavía están ahí?

—La gente no se toma el trabajo de montar tiendas de campaña para luego marcharse al cabo de una hora. Permanecerán en el claro toda la noche. Y tú vas a quedarte donde estás.

—Tengo que mear —lloriqueó Merle.

—Hazlo en un pote.

—Estás delante.

—Cariño, no tienes nada que no te haya visto ya. Soy la chica que te cambiaba los pañales.

—Déjame salir. Por favor.

Ettie se apartó del hueco del muro que constituía la entrada a la cueva, se arrastró hacia la vela encendida entre los dos sacos de dormir y apagó de un soplo la llama. Las negruras llenaron la caverna.

—Ya está. Ahora no tienes por qué andar con timideces. —Ettie retrocedió rápidamente para obstruir de nuevo la abertura—. Adelante, Merle.

Aunque tenía abiertos los ojos, no lograba ver nada. Le oyó suspirar, y después percibió el suave siseo de la tela mientras el hombre se deslizaba por encima del saco de dormir. Chasqueó y se encendió una cerilla.

Arrodillado en el fondo de la cámara, Merle lanzaba a su alrededor prendas de ropa y paquetes de alimentos envueltos en plástico, dispuesto a llegar a los utensilios de cocina. Tras un chirrido y un tintineo metálico, levantó y agitó en el aire un pequeño cazo.

—¿Vale esto?

—A la perfección —dijo Ettie.

Merle apagó el fósforo.

—Cuando hayas acabado, lo tiraré.

—Dijiste que tenemos que permanecer aquí.

—Yo puedo salir. Eres tú el que va por ahí sacrificando gente y haciendo ofrendas sin ninguna buena razón.

—Él me dijo que lo hiciera.

—Paparruchas. —Oyó el susurro de la cremallera de Merle al abrirse la bragueta. Advirtió—: Ten cuidado y no te mees fuera. Mantén el «orinal» alto y cerca del caño.

—No sé por qué no puedo salir —murmuró Merle, mientras el chorro de orines empezaba a caer sobre el fondo del cazo de aluminio—. No haría nada. Lo único que pasa es que no confías en mí. No me metería con ellos. —Hablaba deprisa y alto, como si tratara de cubrir el otro ruido—. Sólo quiero verlos, nada más. ¿Acaso puedo intentar algo frente a los tres hombres que hay allá abajo? ¿Tan imbécil me crees? Y tampoco comprendo por qué no podemos salir los dos y, si crees que estoy tan loco, tú me vigilas. Sólo quiero verlos, eso es todo.

Cesó el ruido de salpicaduras. Ettie aguardó hasta oír el deslizamiento de la cremallera. Entonces se arrastró hacia adelante y encendió una cerilla. Merle la observó con el ceño fruncido, mientras la anciana se hacía cargo del cazo.

—Voy a salir a tirarlo ahora mismo —dijo Ettie—. Tú te quedas aquí, ¿me has oído?

—Sí, señora —musitó Merle.

Ettie retrocedió andando de rodillas. Luego se puso en pie y pasó por la angosta grieta. La espalda de la gruesa parka emitió un susurro al rozarse con la roca.

Una vez en el exterior, la anciana se agachó todo lo que pudo y vació el cazo. Lo dejó en el suelo, se puso ella en pie y estiró los entumecidos músculos.

A pesar del frío viento que atravesaba la tela del vestido, Ettie se alegró de estar fuera de la cueva. Hundió las manos en los bolsillos de la parka y se inclinó hacia atrás para bloquear la estrecha entrada.

La noche era una pura tiniebla, como si alguien hubiese extendido una gruesa manta a través del cielo para ocultar la Luna y las estrellas. La única claridad que llegaba era la producida por la fogata del campamento establecido junto al lago. Aleteaba aquella luz amarillo anaranjada, que despedía un aura cuyo resplandor rielaba sobre los excursionistas sentados en el extremo del fuego. Los que se encontraban en el lado de la fogata más próximo no eran más que negras siluetas.

Mientras las contemplaba, Ettie sintió un apretado nudo en su interior. Gruñó, al tiempo que se oprimía el vientre con los puños. Si los signos de la sangre estuviesen en lo cierto… Tal vez los interpretó erróneamente. Podía haberse perdido algo, puesto que los leyó a la escasa luz de una cerilla. Los signos anunciaban la muerte de Merle. Y a ella también la presentaban muerta. Los había matado una de las personas que en aquel momento estaban pacíficamente sentadas allá abajo, en torno a la fogata.

Claro que esas cosas nunca eran seguras. Incluso aunque hubiese interpretado las señales correctamente, siempre quedaba un ligero margen para la duda, de modo que una ha de tomar precauciones y no renunciar a la esperanza. Si no fuera por eso, no merecería la pena ocultarse.

Siempre existía una posibilidad por lo menos de que los acontecimientos no se desarrollasen del modo en que los signos de la sangre anunciaron. Una posibilidad remota.

Podía tirar adelante e intentar un conjuro que los protegiese a Merle y a ella. Durante todo el rato que permaneció en la cueva había reflexionado larga y profundamente en ello, pero decidió que no parecía demasiado práctico. Estaba convencida de que el Maestro envió a aquella gente como castigo, de modo que Él no iba permitir que la magia de Ettie funcionase. Pero ¿y si no los había enviado el Maestro? Le transmitió una advertencia mediante las señales de la sangre. ¿Por qué iba a avisarla si albergaba la intención de que los excursionistas los mataran? ¿Sólo para torturarla?

Acaso no hubiesen perdido el favor del Maestro, a pesar de todo, y un sortilegio fuera la solución. Desde luego, merecía la pena intentarlo.

Ettie recogió el cazo. Lo puso boca abajo y lo agitó con energía. Luego, tras lanzar una última mirada a las figuras encorvadas frente a las llamas, se coló por la grieta. Entró de lado, apretándose para poder pasar por la estrecha entrada.

—Merle —dijo—, vamos a lanzar sobre nosotros un Conjuro de Oscuridad.

Merle no respondió.

La anciana se encontraba ya cerca de lo que constituía el aposento y esperaba ver el resplandor ondulante de la vela. Pero, frente a Ettie, la zona estaba sumida en las tinieblas.

—¿Qué ha pasado con la vela, Merle?

El hombre continuó guardando silencio. A Ettie, el corazón empezó a retumbarle en el pecho.

—Contéstame, Merle. Déjate de estupideces.

Las paredes de piedra ya no le oprimían. Ettie lanzó el cazo hacia adelante. Con un suave zzzump, aterrizó encima de uno de los sacos de dormir. Libres las manos, introdujo una de ellas en un bolsillo y sacó una carterita de fósforos. Al notar que le agarraban por un tobillo, dio una sacudida lateral. Cayó de cara, a través de la oscuridad. Su parka y el saco de dormir amortiguaron el impacto. Cuando empezaba a levantarse, un cuerpo le cayó encima de la espalda y la obligó a hundirse contra el suelo.

—¡Merle! —Unos dedos fríos se le clavaron en ambos lados del cuello y empezaron a apretar. Ettie chilló—: ¡No!

Alzó las manos, aferró las muñecas y forcejeó para arrancar de su garganta aquellos dedos asesinos. Merle era demasiado fuerte. En los oídos de Ettie resonaba un timbre. La oscuridad que tenía frente a los ojos adoptó un color rojo brillante.

Se despertó al cabo de cierto tiempo.

La cabeza recibía mil alfilerazos de dolor. Estaba tendida de costado. Cuando trató de moverse, se dio cuenta de que la habían atado con una cuerda: las muñecas a la espalda, las piernas dobladas por las rodillas, los tobillos bien sujetos. Intentó estirar las piernas, pero las muñecas recibieron un tirón cuando los pies se movieron.

—¿Merle? —llamó.

Sólo pudo oír el rumor de su propia respiración, los latidos de su propio corazón y el gemir del viento fuera.

—¿Estás ahí, Merle?

«Una pregunta idiota —pensó—. Claro que no está aquí. Se ha ido en busca de las mujeres».