Con la desesperación colmándole el ánimo, Ettie observaba a través de un resquicio entre las rocas. Era indudable que la suerte se había vuelto en contra de Merle y ella. Quizás el Maestro los estaba castigando, les obligaba a pagar por lo que Merle hizo a aquellos otros dos excursionistas y por haber dicho que los sacrificó en ofrenda, cuando no era cierto, puesto que los inmoló para satisfacer sus propias necesidades y luego cargó el crimen sobre el Maestro.
Pero, como le ocurría a menudo, acaso Ettie no estuviese juzgando el asunto adecuadamente. Puede que se tratara de una prueba. Quizá de una oferta, incluso. Debía averiguarlo, asegurarse, a fin de saber a qué atenerse.
Una cosa era cierta: aquellos excursionistas aprestaban las cosas con ánimo de quedarse. Abajo, en el claro, cerca de los árboles, montaban cuatro tiendas de campaña y un chico con gafas reunía piedras para disponer una fogata.
Ettie se apartó de la grieta y cruzó la falda del monte en dirección a la entrada de la cueva. Se puso de costado para pasar por la estrecha abertura. La penumbra interior parecía más bien tenebrosa, después de la luminosidad exterior, pero pudo distinguir la confusa forma de Merle, echada encima de uno de los dos sacos de dormir. Ettie se sentó en el otro. El rayo de sol que se filtraba por una hendidura, sobre su cabeza, trazaba una línea recta teñida de colores a lo largo de sus cruzadas piernas. Se echó ligeramente hacia atrás y se apoyó en la fresca pared de granito.
—¿Estás despierto, Merle?
—Sólo estoy tendido aquí. Te garantizo que me encanta este saco de dormir. Es de lo más blando.
—Tenemos un grupo de gente allá abajo, cerca del lago.
Se sentó con tal celeridad que asombró a Ettie.
—¡Quieto! —avisó la mujer.
Casi se había puesto en pie, pero volvió a dejarse caer, como si de repente las piernas se le hubiesen vuelto de algodón.
—¿No puedo echarles un vistazo, Ettie?
—Sigue ahí sentado.
—¿Quiénes son? —preguntó Merle.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—¿Están husmeando?
—Montan un campamento. Una chica se remojaba un pie en el lago. Cojea de mala manera. Supongo que se hizo daño en el puerto. Se me figura que es muy posible que sea ésa la razón por la que se han detenido.
—¿Una chica?
—No te acalores. En la partida van tres hombres.
—¿No puedo echar una mirada?
—Yate diré cuándo puedes mirar. Vamos a seguir quietecitos, hasta que me entere de cómo va el asunto.
—Bueno, ¿cuántos son?
—Nueve.
—¿Nueve y de ellos sólo tres hombres?
—Hay algunos niños; no parece que tengan más de doce años. Y tres mujeres.
—¿De qué edad?
—No te importa.
—¿Son guapas?
—Pásame la piel de coyote.
Obediente, Merle se arrastró hasta rebasar la cabecera del saco de dormir. Rebuscó en un oscuro montón de cosas situado en el extremo de la caverna y regresó con el pellejo del coyote que había cazado con una trampa quince días atrás.
—¿Qué pretendes hacer? —preguntó.
—Leer los signos. Tal vez esas personas han venido por casualidad o acaso las ha enviado el Maestro.
—¿Crees que desea que se le sacrifiquen?
—No sé qué pensar. Puede que hayamos perdido su favor y los haya enviado aquí para castigamos.
—¿Por qué iba Él a hacer eso, Ettie?
—No he dicho que lo hiciera. Estoy diciendo que cabe la posibilidad. Y ahora, cállate y deja que yo lo averigue.
Se puso de rodillas y extendió la piel del coyote encima del saco de dormir. Luego desenvainó el cuchillo.
—¡Oh, gran Maestro! —salmodió—. Sombra de las Tinieblas, bríndanos una señal para que nosotros, tus servidores, conozcamos tu Voluntad. —Con la punta del cuchillo se dibujó en el antebrazo una media luna. Brotó la sangre, cuyas gotas repicaron sobre la piel del coyote—. Otórganos tu sabiduría, Maestro, para que podamos atenemos a tus órdenes. —Despacio, Ettie agitó de un lado a otro, por encima de la piel, el brazo en el que se había hecho el corte, brazo que luego inmovilizó mientras envainaba el cuchillo—. Cuenta hacia atrás, desde trece —ordenó a Merle. Recitaron juntos la cuenta atrás. Cuando llegaron al uno, Ettie encogió el brazo y vendó la herida con un pañuelo.
Contempló fijamente la piel. La franja de luz solar trazaba una línea brillante y mostraba sobre la claridad de la piel minúsculas corrientes y pozos de sangre. Salvo la zona iluminada por los rayos solares, el resto estaba sumido en profunda oscuridad.
—¿Qué dice el Maestro? —quiso saber Merle.
—Dame cerillas.
Merle se sacó una carterita de fósforos de un bolsillo de sus vaqueros y se la pasó a Ettie. La anciana separó una cerilla, la encendió y se inclinó sobre la piel. A la luz de la oscilante llama, estudió las formas de la sangre derramada: las salpicaduras de las gotitas, las curvas y lazos, el modo en que los finos hilos de los regatos conectaban las manchas mayores, la configuración de los ínfimos charquitos. Una gélida y enfermiza sensación fue extendiéndose a traves de Ettle a medida que iba comprendiendo el significado de los signos.
Gimió.
—¿Qué va mal?
—Chissst.
Ettie apagó la cerilla, encendió otra y de nuevo examinó el maya de sangre. No, no se había equivocado. Dejó caer el fósforo. Uno de los charquitos de sangre apagó la llama con un siseo.
—¿Es malo, Ettie?
La mujer se quedó mirando a su hijo. Arrodillado, Merle contemplaba la piel. Su rostro era una mancha confusa entre las sombras. Ettie alargó la mano y palmeó al muchacho en la mejilla.
—De esto no va a salir nada, cariño. Nada que pueda inquietarnos. Permaneceremos ocultos aquí hasta que se vayan.
Cuando Merle se disponía a coger la piel, Ettie dio un manotazo a través de su superficie y emborronó la sangre.
—¡Mierda! —protestó el hombre.
—No se ha hecho para tus ojos.
—Tampoco puede estropear nada —dijo Merle en tono agraviado.
Ettie plegó la piel. Parte exterior contra parte exterior. Utilizó ambas manos para apretarla y luego la frotó con fuerza.
—Lo menos que puedes hacer —se quejó Merle— es explicarme qué dijo. Sin duda, no se limitó a decir que permanezcamos mano sobre mano en la cueva.
—La piel no dijo que nos quedásemos en la cueva. Lo dije yo.
—Bueno, ¿qué dijo la sangre?
—Dijo que es mejor que no nos metamos con las personas de ahí abajo. Traen muerte.
Merle guardó silencio. Contempló el pellejo durante un rato. Luego lo cogió, lo desplegó, lo puso de forma que cayese sobre él la cinta de rayos solares y entornó los párpados para escudriñar las chafarrinadas rojas.
—¿De verdad dice eso? —preguntó, saturada de dudas la voz.
—¿Me estás llamando embustera, hijo?
—Pues, no. Pero tal vez no leíste bien.
—Leo perfectamente. Y ahora, si se te ha ocurrido alguna idea extraña respecto a esas mujeres de ahí abajo, vale más que te la quites de la cabeza, si no quieres que tú y yo nos ganemos la muerte. ¿Entendido?
—Supongo.
—Eso no es una respuesta, Merle.
La anciana se arrastró por encima del saco de dormir hacia la tenue claridad que el hueco de la entrada de la cueva permitía pasar. Se sentó allí, con las piernas cruzadas, y bloqueó la única salida.
—No puedes hacer eso —gimió Merle.
—De todas formas, lo haré.