Scott se despertó con una apremiante necesidad de orinar. Tendido, completamente inmóvil, se obligó a abrir un ojo. En los albores de la mañana, la tienda estaba oscura. Benny aún dormía, profunda la respiración y con su gorro de color rojo asomando por la cabecera del saco de dormir.
Al volver de la tienda de Karen, Scott no se había preocupado de encasquetarse el suyo. Debió hacerlo. Ahora tenía la cabeza fría y los vaqueros enrollados que le servían de almohada eran un apoyo muy duro.
Se hundió dentro del saco hasta cubrirse la cabeza, debajo de la cual puso un brazo. Una manga gruesa y suave se oprimía contra un lado de su rostro. El chándal de Karen. Lo olfateó. El tenue aroma que emanaba le hizo recordar el momento en que se introdujo en el saco de dormir de la mujer, para en seguida acurrucarse contra su calor y levantar el chándal por encima de los senos. Karen estaba ahora sin él. Imaginó el aspecto que tendría su cuerpo, sólo con los grises pantalones. Eso le produjo una erección. «Bárbaro», pensó.
Se concentró en el modo de ocultar el chándal. Si los chicos lo vieran… Pero Benny aún estaba dormido y él no había percibido ni la más leve agitación en el campamento. Si se levantase ahora, podría guardarlo en su mochila, que estaba a la misma entrada de la tienda. Podría envolver aquella sudadera con algo, sólo para mayor seguridad. No podía saber si Julie dormía aún.
Rayos, si Julie aún estaba dormida, podría llevar el chándal a la tienda de Karen y… No, demasiado peligroso.
Tampoco deseaba abandonar aquel cálido abrigo. Podía seguir allí. Quitarse el chándal y dejarlo escondido en el fondo del saco hasta después. Aguardar allí a que el sol se elevara por encima de las montañas y lo inundase todo de calor agradable. Pero podía tardar una hora en ocurrir tal cosa. ¡Y ya no podía aguantar más!
Se quitó rápidamente la sudadera. La empujo hacia el fondo del saco, abrió la cremallera lateral y saltó fuera. Apretó los dientes con tal fuerza que le dolieron las mandíbulas. «Es extraño —pensó—, cuando salía furtivamente por la noche, el frío no le afectaba tanto. Todo es cuestión cerebral», se dijo. Claro. En los huesos se nota más. Sentado en la lisa cubierta del saco de dormir, desenrolló los vaqueros. Al meter las piernas, se echó ligeramente hacia atrás. Sofocó un grito cuando la espalda tocó la pared fría y húmeda de la tienda. Se inclinó hacia adelante, cogió la camisa de algodón y se la puso.
Agarró las botas de excursionismo. Dentro de ellas tenía unos calcetines limpios. Deseó que las manos dejaran de temblarle, pero no le obedecieron. Por último, consiguió ponerse los calcetines. Metió los pies dentro de las botas. El frío de éstas, húmedas aún del sudor del día anterior, se filtró a través de los calcetines.
«¿Por qué diablos tiene uno que salir de acampada? —se preguntó—. Somos un hatajo de malditos masoquistas».
Introdujo los cordones bajo la lengüeta de las botas. Aunque quería atarlos, las manos le temblaban con demasiada violencia.
Empezó a gatear hacia la solapa de la tienda y entonces recordó el chándal de Karen. Lanzó una ojeada a Benny. Seguía dormido. Scott introdujo la mano en el caliente interior del saco de dormir y sacó la prenda. Se la guardó debajo de la camisa y salió de la tienda.
Echó un vistazo a los dos sacos de dormir tendidos uno al lado del otro a cosa de seis metros de distancia, junto al círculo de piedras que rodeaba la apagada fogata. No parecían estar tan distantes entre sí como la primera noche. Interesante. La capucha castaña del chándal de Julie era lo único visible de ella. Con presurosos movimientos, Scott abrió su mochila, hundió dentro la sudadera de Karen y se metió rápidamente entre los árboles que crecían detrás de las tiendas.
Al volver, se sentía mucho mejor. Comprendió que, si pudiera encender el fuego, se encontraría fenomenal. Pero, si empezaba a hacerlo, seguro que Julie y Nick se despertarían.
Sus sacos de dormir estaban separados menos de un metro. Muy interesante, eso. Le alegraba que, al parecer, el chico le cayese simpático a Julie. Tal como empezó la excursión, se había temido todo un desastre. Desde que trabó contacto con Nick, sin embargo, Julie se comportaba correctamente. El resentimiento que le inspiraba la presencia de Karen parecía haberse diluido hasta resultar apenas apreciable. Supuso que debía agradecérselo a Nick.
Eso y el hecho de que Julie mostrase un ánimo y una moral mucho más altos. Después de haberse visto desdeñada por aquel majadero, Clemens, le hacía falta un amigo.
O’Toole, el casamentero.
Cogió de la mochila un estuche y una toalla, dejó atrás silenciosamente la tienda de campaña y se encaminó al arroyo. Sonreía mientras caminaba.
Julie se hubiera enfurecido de enterarse de que él había planeado todo aquello. Cuando Flash dijo por primera vez que iba a llevar a su familia de excursión durante una semana, Scott imaginó lo que sería pasar ese tiempo en la alta montaña a solas con Karen. Claro que sería una vergüenza dejar a los chicos en casa. Y tal vez una salida así sacaría a Julie de su depresión… Luego pensó en el hijo de Flash, un muchacho atractivo, apuesto y de confianza, de carácter tirando a tranquilo, pero sólo un año mayor que Julie. Si se hacían tilín mutuamente, era muy posible que Julie olvidase a aquella rata de Clemens y empezara otra vez a verle color a la vida. De modo que sugirió a Flash que podían reunir sus efectivos para efectuar aquel viaje. Y a Flash le entusiasmó la idea.
Al parecer, su pequeña componenda había dado resultado.
Los dos chicos se llevaban estupendamente… incluso mejor de lo que Scott había esperado. No sólo no se mostraban hostiles, sino que era evidente que disfrutaban estando juntos… y quién sabe lo que se estaría incubando en sus mentes. Mejor, quizá, no saberlo. Bastaba con alegrarse de que Julie hubiese vuelto a la normalidad.
En el arroyo, localizó un lugar donde los rayos de sol descendían a través de un claro en la enramada. El haz de brillante luminosidad, preñado de ínfimas motas de polvo, caía sobre un grupo de rocas cercanas. Anduvo entre los matorrales y llegó a los peñascos. Permaneció inmóvil un buen rato, dejando que el calor del sol se infiltrase en su cuerpo.
Cuando se sintió lo suficientemente deshelado, se quitó la camisa. Se agachó, cogió agua en el hueco de las manos y se la llevó a la boca. Luego se limpió los dientes. Logró formar en su cara una delgada capa de espuma, con jabón biodegradable, y procedió a afeitarse con una navaja barbera.
—Me has decepcionado terriblemente.
Scott miró arroyo abajo. Vestida con los pantalones del chándal y una parka, Karen se encontraba en un puentecillo de troncos, con los brazos cruzados y la vista clavada en él.
—Ven a donde está el calor —invitó Scott. Continuó afeitándose mientras ella se acercaba a toda prisa. Saltó encima de una piedra plana, a su lado.
—Ah, esto es mejor.
—¿Por qué te he decepcionado tanto? ¿O no he de querer saberlo?
—Por utilizar navaja barbera —dijo Karen en tono burlón—. Esperaba que un tío macho como tú se afeitara con un cuchillo de filo embotado.
—Lo probé una vez. Con la barba se me fue la mitad de la cara. Esto es infinitamente mejor. Te proporciona la agradable posibilidad de afeitarte apurado sin el inconveniente de caer en el baño de sangre. —Sonrió a Karen, al tiempo que preguntaba—. ¿Vienes a afeitarte?
El rubor oscureció el rostro de Karen.
—¿Las piernas, quieres decir?
—Las piernas también, si te place.
—Hombre obsceno.
—¿Eso significa que no?
—Aquí hay gente por todas partes.
—¡Maldición! —Scott agitó la hoja dentro del agua, la secó pasándola por una pernera de los vaqueros y cerró la navaja de golpe. Se enjuagó la cara y cogió la toalla—. ¿Has dormido bien? —preguntó, mientras se secaba el rostro.
—Como un tronco.
—¿Sin más sueños?
—Malos, ninguno. ¿Y tú?
—Te contaré los míos esta noche.
—¡Oh, jo-jo!
—Cuando te devuelva el chándal.
Scott se levantó y descorrió la cremallera de la parka. Karen no llevaba nada debajo. Scott deslizó la mano alrededor de la espalda de la mujer, y la atrajo hacia sí. La carne era suave y cálida.
—Buenos días —dijo Karen.
Él la besó.
Sonaron voces a lo lejos. De mala gana, Scott se apartó de Karen.
—Todavía no hay nadie por las cercanías —incitó ella, y alzó hasta sus pechos las manos de Scott. Él las mantuvo allí. Los pezones estaban firmes bajo las palmas. Karen suspiró, echada la cabeza hacia atrás y cerrados los párpados para proteger los ojos del sol.
—Mujer lasciva —susurró Scott.
—Que te desea —dijo. Apretó firmemente las manos de Scott contra sí misma y luego las soltó.
Scott las dejó resbalar por debajo de los pechos, por los costados, por la aterciopelada piel de la parte inferior del vientre. Después, unió las esquinas de los faldones de la parka y encajó el cursar de la cremallera. Lo subió unos ocho centímetros.
—Vale.
—Oh, encantador.
Se oyeron las pisadas de alguien que se acercaba por entre los matorrales. Con una exagerada expresión de alarma, Karen se subió la cremallera hasta la garganta. El ruido de pasos aumentó de volumen.
Scott tuvo el tiempo justo de apartarse, ponerse en cuclillas y dejar la navaja barbera dentro del estuche antes de que Flash apareciese arroyo abajo, cerca del puente de troncos. Ya estaba vestido: camisa de punto, pantalones cortos a cuadros escoceses y botas. Su desgreñada franja de pelo rojizo era el único indicio de que acababa de gatear fuera del saco de dormir. Se agachó junto a la corriente y hundió en el agua un pote de aluminio.
—¡Buenos días! —saludó Karen.
Flash volvió la cabeza hacia ella y agitó el brazo.
—¡Hola, camaradas oficiales!
Scott sonrió a Karen.
—¿Camaradas oficiales? —se extrañó.
—Oficiales mercantes. Jerga náutica —aclaró ella sosegadamente.
—Oh, bien. Temí que se las estuviera dando de listo. —Scott se enderezó y voceó—: ¡Ah del barco! ¿Piensa levar anclas?
—Aún no he tomado café —respondió Flash.
—Entonces nosotros zarpamos rumbo a Java. —Se dirigió a Karen—. ¿Partimos?
—Sí, camarada.
—Te veremos en la cocina —gritó Scott.
Regresaron al campamento. Aún con su equipo de calentamiento puesto, Julie echaba leña al fuego. El saco de dormir de Nick estaba vacío, pero al muchacho no se le veía por allí. Una de las gemelas entraba en el bosque con un rollo de papel higiénico en la mano. Envuelta en su chaquetón, Alice rasgaba con los dientes la boca de una bolsa de plástico que contenía huevos en polvo.
—Vuelvo en un segundo —dijo Karen, y se encaminó a su tienda.
Dentro de la suya, Scott comprobó que Benny seguía dormido.
—¡Sus y a ellos! —le llamó. Tanteó la parte inferior de la acolchada cubierta del saco hasta encontrar el pie del chico y le aplicó una pequeña sacudida. Benny alzó la cabeza, oculto un ojo por el encarnado gorro de dormir—. ¿Descansaste bien?
—Sí. —Benny llevó la mano al compartimento de encima de su cabeza y sacó las gafas. Los cristales estaban empañados. De todas formas, se quitó el gorro y, tras limpiarlos con él, se lo pasó luego por la cara como si eso le ayudase a ver mejor—. ¿A dónde fuiste?
—¿Cómo?
—Me desperté y no estabas.
—He estado un rato fuera —le dijo Scott.
—No, me refiero a durante la noche.
«Oh, Cristo bendito», pensó. No podía mentirle a su hijo, pero ¿cómo iba a explicarle la verdad?
—Salí a dar un pequeño paseo —dijo.
—¿Viste algún coyote?
—Ni uno. Será mejor que te arrastres fuera de ahí y te vistas. El desayuno estará a punto antes de que te des cuenta.
Scott se apresuró a salir de la tienda, a fin de no dar ocasión al chico de formular más preguntas.
—¡Ah del barco! —declamó Flash, que llegaba con un pote de agua.
—¡Alto! —respondió Scott—. La cocina ya está en marcha. —Sacó de la mochila el hornillo Primus y se acercó a la fogata con él.
Julie estaba allí, estirada sobre el saco de dormir, del que pretendía expulsar el aire antes de enrollado y encajado en su bolsa.
—¿Qué tal pasaste la noche? —se interesó Scott.
—Se me helaron los pies, pero aparte de eso…
—Tal vez se pueda solucionar con un par de calcetines extra. —Cogido por la cadena, Scott suspendió el hornillo encima de las llamas de la fogata, al objeto de calentar el combustible. Gracias a Dios, Julie, por lo menos ella, ignoraba sus andanzas nocturnas. Probablemente, la verdad no desazonaría a Benny, pero Julie… En el caso de que a Benny se le ocurriera mencionar la ausencia de su padre durante la noche, Julie supondría de inmediato lo ocurrido. Puede que no le diera un ataque, pero su resentimiento saldría a la superficie y se esforzaría cuanto pudiese para amargarles la vida a todos. Lo más seguro era que volviese a dormir en la tienda para evitar que el asunto se repitiera.
Debió de haber empezado por compartir desde el principio la tienda con Karen. Bueno, con los Gordon en la expedición, eso, de todas formas, tampoco hubiera sido posible. Apartó el hornillo de encima de las llamas y lo puso dentro de su soporte de aluminio.
—¿Todavía no tienes ese trasto en funciones? —preguntó Flash, que se acercaba por la espalda.
—Quédate atrás y prepárate para la zambullida.
Flash rebañó los vestigios de huevos revueltos y de tocino que quedaban en el fondo de su plato.
—Ah, vaya rancho de rechupete. ¿Quieres que le saque brillo a tu plato por ti? —preguntó a Rose.
—No.
—Vamos, venga. Eso sólo va hacer que te pese más el estómago.
—¡Papá!
—Deja que se lo acabe ella —terció Alice—. Si todavía tienes hambre, cómete unas nueces de viña.
—Bah.
—Tienen muchos componentes no digeribles.
—También los tiene la corteza de árbol. Lo que no significa que yo desee comer árboles. —Miró a las gemelas—. ¿Habéis sacado todas vuestras cosas de la tienda? —Las niñas asintieron, mientras seguían llevándose a la boca el tenedor cargado de huevos revueltos—. Pongamos manos a la obra, Nick.
Al otro lado de la fogata, Nick tomó un sorbo de café, inclinó la cabeza y se puso en pie. Flash y él se llegaron a la tienda de campaña y procedieron a desmontarla. Trabajaron en silencio. Soltaron los tensores y vientos. Flash sostuvo la parte frontal, mientras Nick doblaba hacia adelante la posterior, para después echar hacia atrás la delantera. Cuando la tienda estuvo plana, retiraron las varillas plegables, arrancaron los postes laterales y plegaron la tienda en tres partes. Flash la enrolló, con las varillas dentro. Nick mantuvo abierta la boca de la bolsa de plástico en tanto Flash embutía allí la tienda. Se acercaron a la otra tienda y se dispusieron a repetir el proceso.
—¡Eh, muchachos, hasta la próxima! —gritó una voz.
Flash levantó la cabeza y vio a tres adolescentes que pasaban entre los árboles. Estaban en el camino principal y marchaban en fila india.
—¡Adiós! —voceó Nick—. ¡Buen viaje de vuelta!
—Cuidado con la loca —advirtió la muchacha que iba delante. Luego se desvanecieron en la arboleda.
Nick dejó ir hacia adelante la parte de atrás de la tienda.
—¿Ésas son las chavalas con las que os tropezasteis anoche? —preguntó Flash.
—Sí.
—¿Qué es eso de la loca?
—No gran cosa —repuso Nick. Y se encogió de hombros como si careciese de importancia, pero sus ojos parecían preocupados—. Nos dijeron que ayer, en la otra vertiente del puerto, se encontraron con una vieja estrambótica. Me parece que les chilló o algo así.
—¿Con qué objeto?
—No tengo idea. Sólo dijeron que la dama estaba majareta.
—Tiene que haber de todo, supongo.
—Espero que no nos la encontremos.
—No te preocupes. Si cualquier viejo estafermo se mete con nosotros, lo aplastamos y en paz. ¿Vale?
Nick emitió una risita nerviosa.
—Desde luego.
Al calzarse la bota del pie izquierdo, Heather hizo una mueca, curvados los labios hacia arriba y apretados los dientes.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Alice.
—Nada.
—Déjame ver. —Se puso en cuclillas junto a la niña—. Quítate la bota.
—De verdad, mamá, todo está bien.
—Seré yo quien juzgue eso.
Con un suspiro, a regañadientes, Heather se quitó la bota. Se bajó el calcetín de lana hasta dejar al descubierto el tobillo. Por encima del talón, la piel presentaba un tono gris, como manchada de polvo. Heather dio un respingo cuando su madre apretó allí.
—¿Quieres acercarte, Arnold?
El hombre estaba inclinado sobre su mochila. Abrochaba la solapa. Miró por encima del hombro.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos una lesionada.
—Oh, mierda —murmuró Arnold. Se acercó rápidamente.
—Un tendón de Aquiles magullado —dijo Alice.
Arnold giró con cuidado el pie. El rostro de Heather se contrajo en una mueca de dolor.
—Está bien —insistió.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó Alice.
Heather se encogió de hombros.
Rose, que contemplaba la escena, sentada en una piedra próxima, dijo:
—Te lo diré. Fue ese zopenco de Benny. Anoche le dio una patada.
—No me dio ninguna patada, me pisó.
—Mierda.
—¡Arnold!
—¿Te duele mucho?
—No. La verdad.
—Me pareció observar que cojeaba —explicó Alice—. Ciento santo, Heather, ¿por qué no nos lo dijiste?
La niña se encogió de hombros y volvió a subirse el calcetín.
—Me apuesto algo —dijo Rose— a que no quería que Benny se viese en apuros. Se ha encariñado con él.
—¡No es cierto!
—Y él con ella, también.
—Basta ya —murmuró Arnold. Miró a Heather, enarcadas las cejas—. Pero puedes andar, ¿no?
—Sí. Muy bien.
—Bueno, nos lo tomaremos con tranquilidad hoy. Si te molesta mucho, ya pensaremos cómo arreglar la cosa.
—Dejémosla rezagada —sugirió Rose—. Para que se la coman los coyotes.
—Ya está bien de tonterías, jovencita.
—Bueno, bueno —dijo conciliador Arnold—. Vamos a dejarlo. Tengo la sensación de que hoy va a ser un día muy largo.