—¿Debemos? —se quejó Alice—. En vez de eso ¿por qué no jugamos a las cartas? ¿Sabes jugar al bridge, Karen?
—No muy bien, me temo.
—Yo quiero un cuento —protestó Rose.
—Yo también —Heather no quiso ser menos.
—Pues anoche os llevasteis un susto de muerte, niñas.
—Fue estupendo.
—Demasiado viento para jugar a las cartas —dijo Arnold. Partió sobre su rodilla una rama seca y echó los dos trozos a la fogata—. Voto por el cuento.
Alice suspiró. No deseaba ser aguafiestas. Pero, por otra parte, tampoco le hacía gracia que se repitiese la bulla de la noche anterior. El relato de Karen le había impresionado. No gran cosa, de todas formas. Pero su idea de la diversión no incluía tener que escuchar medio dormida los gritos histéricos de sus hijas.
—Por mí, vale —accedió. Por encima de la lumbre, miró a Nick—. Nada de tonterías esta noche. ¿Lo prometes?
—Con la mano en el corazón —dijo el muchacho.
—¿Quién tiene una historia que contar? —preguntó Scott.
—Y que sea de mucho miedo —añadió Benny.
—¿Karen? —inquirió Arnold.
—Ahora le toca a otro. Yo ya causé mi dosis de malestar.
Al menos tenía el buen sentido de reconocer que había originado toda aquella tribulación.
Scott se inclinó hacia el fuego, sonriente.
—Tenemos, naturalmente, la verdadera historia de Digby Bolles.
—Vamos, papá —Julie le dirigió una sonrisa afectada.
—Adelante —instó Alice. Aquel relato sería bastante inofensivo.
—¿Es de terror? —quiso saber Benny.
—Escucha y lo averiguarás. Digby vino a las montañas, loco de dolor, en busca de su hermana, que se había extraviado: Doreen.
—¿La misma Doreen? —preguntó Karen.
—La misma Doreen que tan misteriosamente desapareció, con Audrey, el verano anterior. Bueno, Digby recorrió los caminos y bosques, cruzó los puertos yermos, buscó por todas partes. No tardaron en acabársele las provisiones. Pero no abandonó. Siguió buscando. Se alimentaba a base de ardillas, que comía crudas.
—Qué asco —manifestó Rose.
—Filete tártaro de ardilla —dijo Karen.
—Llegó el mes de octubre y se desencadenó una ventisca terrible. Pero Digby no interrumpió su búsqueda. Aunque ya no podía cazar ardillas. Se moría de hambre. Y entonces, una noche, vio a lo lejos la luz de un campamento. Con nieve hasta las rodillas, caminó trabajosamente hasta el lugar donde acampaba un excursionista solitario. Dando tumbos, se acercó al hombre, que fue lo bastante hospitalario como para ofrecerle un cuenco de estofado. Pero Digby había perdido el gusto por el estofado. El excursionista, un cirujano que andaba de pesca por las montañas, le pareció a Digby extraordinariamente apetitoso. Y su sabor resultó tan exquisito como prometía.
Scott se echó hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió.
—¿Eso es todo? —preguntó Benny.
—Un cuento formidable, papá —murmuró Julie, al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Qué pasó después? —inquirió Rose.
—Bueno, el pobre Digby acabó muriéndose de hambre. Se le acabó el doctor Scholl.
—Buuuuu —articuló Julie.
—Eso es terrible —dijo Karen entre risas y jadeos.
—Ni siquiera ha sido un cuento de miedo —se lamentó Benny.
—No se me ha dado tiempo para imaginar otro mejor.
Enarcadas las cejas, Heather miró a Alice.
—No lo entiendo.
—Está bien, cariño. Da lo mismo.
—Se comió al cirujano, tonta —explicó Rose.
—Eso ya lo sé. Lo que quiero decir es que, si se comió al doctor Scholl y luego murió, ¿quién lo enterró a él?
—Jamás lo sabremos —dijo Scott—. Es uno de esos grandes misterios de la vida que quedan sin resolver.
—No es más que un cuento —tranquilizó Alice a las niñas—. Nada de eso ha ocurrido en la vida real.
—Pero hemos visto la sepultura —dijo Heather.
—No seas gilipuertas.
Alice fulminó a Rose con la mirada.
—Cuida tu lenguaje, jovencita.
—Yo quiero una historia de verdad —reclamó Benny—. Ese cuento no me asustó nada. Estuvo bien, pero es sólo un chiste. Quiero un cuento de miedo.
Súbitamente, Nick irguió el busto y se palmeó las rodillas.
—¡Ya lo tengo! ¡Empuñemos nuestras linternas y aventurémonos entre los árboles a la búsqueda de Doreen y Audrey!
—¡Alucinante! —se entusiasmó Benny.
Julie pareció encantada y plena de ansiedad.
—Tienen que estar en alguna parte de por aquí.
—¿Podemos ir nosotras, mamá? —preguntó Rose.
—Yo no. Me encuentro perfectamente bien donde estoy.
Arnold se volvió a Scott.
—¿Qué te parece?
—Me inclino por dejar que los chicos vayan, si es eso lo que les apetece.
—Puede que alguno se haga daño —dijo Alice. Deseaba protestar con más energía, pero, puesto que Scout creía que todo estaba bien…
—Tendremos mucho cuidado —le aseguró Nick.
—Nada de gamberradas. No quiero que asustes a las niñas.
Nick levantó tres dedos.
—Palabra de honor de explorador.
—No os alejéis demasiado —recomendó Arnold—. No quiero que os perdáis.
—Sólo rodearemos el lago.
—Tal vez debería ir con ellos uno de nosotros —sugirió Alice.
—Por si acaso…
—Jesús, mamá, no va a pasar nada.
—Nick es lo suficiente mayorcito como para responsabilizarse de las cosas —dijo Arnold.
La mujer suspiró.
—Bueno, pero tened mucho cuidado. Alguien podría caerse y romperse una pierna.
—Tendremos cuidado —le aseguró Nick.
El foco de una linterna brilló ante los ojos de Benny cuando se adentraba presuroso en la oscuridad.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Julie.
—No encontraba mi linterna.
El chico protegió los ojos del rayo luminoso.
—¿La tienes ya?
—Sí.
Julie bajó el foco. Dibujó un círculo de pálida claridad en el suelo, a los pies de la muchacha.
—Vale —dijo Nick—. Mantengámonos juntos.
Benny detectó un leve temblor en la voz del chico mayor.
Él estaba temblando. En parte por el frío, pero también notaba sacudidas y estremecimientos dentro de sí. «No estoy asustado —pensó—. Sólo nervioso».
—Ahora mirad bien dónde ponéis los pies —recomendó Nick—. Nos armarán una buena trapatiesta si alguno de nosotros se hace daño, y no volverán a dejarnos montar excursiones como ésta.
—Tal vez podamos hacerlo todas las noches —dijo Benny, emocionado por la idea.
Caminaron en fila india por una senda que bordeaba el lago. Nick iba en cabeza, con Julie pisándole los talones. Las gemelas seguían a Julie. Como las niñas llevaban puesta la capucha y no se les veía el pelo, a Benny le era imposible saber cuál era cuál.
Miró por encima del hombro hacia el claro y vio el resplandor de la fogata. Le hubiera gustado que Karen fuese con ellos, incluso aunque era una adulta.
Se sacó la linterna del bolsillo de la parka y la encendió. El foco iluminó los vaqueros rojos y las zapatillas deportivas de la chica que marchaba delante de él. Proyectó la luz sobre los árboles de su izquierda. Las móviles y sobrenaturales sombras le pusieron nervioso. Dirigió el foco de la linterna a través del sendero, a las blancuzcas piedras y al agua. El viento hacía ondular la superficie del lago. Llevó el rayo de luz de un lado a otro, por encima de las ondas acuáticas. Trazó floreos y ringorrangos. Al principio fue divertido. Pensó: «¿Y si sale una mano de agua y no la ve nadie más que yo? Eso es una estupidez», se dijo. Pero la imagen de la lívida mano de un muerto emergiendo del tenebroso lago no se apartaba de su imaginación y empezó a tener la certeza de que la vería si continuaba mirando. Entonces se le puso la carne de gallina. Apagó la linterna.
—Doreeeeen —llamó Julie con voz de ultratumba—. ¡Audreeeey! Vamos, todos a la vez.
Nick le hizo coro. Después se les unieron las voces de las gemelas. Benny se encogió de hombros y también empezó a llamar a las desaparecidas. Las voces se elevaron en el aire y se mezclaron con el ruido del viento. «Alguien nos oirá», pensó Benny. Pero siguió gritando, nada deseoso de ser el único del grupo que se mantuviera en silencio. «Por otra parte —se dijo—, por estos pagos no hay nadie. Que sepamos». Volvió la cabeza y miró por encima del hombro, pero a su espalda sólo vio oscuridad.
Empezó a lamentar ser el último de la hilera. Sería el primero al que agarrasen. Nadie se daría cuenta. Aunque chillase, como todos los demás no paraban de vociferar a pleno pulmón los nombres de Doreen y Audrey, no le oirían. Se lo llevarían a rastras y…
Benny trató de retirar el pie, pero ya era demasiado tarde. La niña soltó un gañido y dio un tropezón hacia adelante, dejando la zapatilla tras de sí. Chocó con su hermana gemela y ambas fueron a parar al suelo.
—¡Ay, Dios! ¡Lo siento! —se excusó Benny.
—¡Quítate de encima de mí! —saltó la niña que había quedado debajo, y dio un empujón a su hermana.
Benny recogió la zapatilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nick—. ¿Estáis bien?
Julie y él ayudaron a las niñas a levantarse.
—Tropecé —dijo la chica a la que Benny había pisado. Tenía que ser Heather.
—Yo la pisé —reconoció Benny.
—¡Cuatro ojos! —insultó Rose.
—¡Cernícalo! —denostó Julie—. ¡Maldita sea!
—Lo siento.
—Jesús, ¿por qué no miras dónde pisas?
A Benny se le formó un nudo en la garganta. Hizo un tremendo esfuerzo para contener las lágrimas mientras tendía a Heather la zapatilla.
—Lo lamento terriblemente.
—Está bien —respondió la niña—. No duele demasiado.
—Estúpido pasmarote.
—Ya basta, Rose —cortó Nick—. Sólo fue un accidente. ¿Estáis las dos bien?
Las niñas asintieron. Heather se puso la zapatilla.
—Vale, reanudemos la marcha.
—No te acerques tanto —advirtió Julie a Benny.
—Quizá sea mejor que me vuelva al campamento.
—Buena idea. ¿Por qué no lo haces?
Benny dio media vuelta y emprendió el regreso por el oscuro camino. Se encontraban casi en la otra punta del lago. No se veía señal ninguna del campamento.
Alguien le tiró de la manga de la parka.
—Venga —dijo una infantil voz femenina—. Está bien, anda.
Benny volvió la cabeza y vio tras él a una de las gemelas.
—Siento mucho haber tropezado contigo —murmuró.
La niña le sonrió.
—Vale. No vuelvas al campamento, ¿de acuerdo?
—No, no volveré —dijo Benny—. Gracias.
Reanudaron la marcha hacia adelante. Benny hizo una mueca al observar que Heather cojeaba. Tuvo buen cuidado en mantenerse a distancia prudencial, detrás de la niña, hasta que el angosto sendero acentuó la pendiente de su ascenso para desvanecerse en las rocas del extremo del lago. Entonces se adelantó y se puso junto a la niña. Heather le miró, sonriente. Uno junto al otro, caminaron sobre los bajos bloques de granito próximos a la orilla.
Al no haber allí árboles que proyectasen densas sombras, la noche parecía clara. El lago presentaba una superficie poco menos que negra, pero las rocas tenían un tono pálido, como pintadas con leche. A Benny le maravilló distinguir las cosas tan bien. Vio el pelo de Julie agitado por el viento, la forma del chaquetón a cuadros de Nick e incluso las tres franjas laterales de la zapatilla izquierda de Rose. Aunque no se discernían los colores. Incluso los de los vaqueros de Heather, que sabía eran de un rojo brillante, parecían tener un difuminado tono gris oscuro. Aquello le extrañó. Uno puede distinguir los colores a la luz de una linterna, pero no a la de la Luna. Qué raro.
Nick se detuvo y cogió a Julie por un brazo.
—Mira —dijo, al tiempo que señalaba con el dedo hacia las alturas.
—¿Qué? —preguntó Julie.
—Allá arriba. Cerca de la cumbre.
Benny exploró la amarillenta ladera. Vio trechos oscuros y unos cuantos árboles desmedrados que se alzaban aquí y allá como solitarios hombres vigilantes.
—¡Ah, sí! —dijo Julie.
—Yo no veo nada —bisbiseó Heather.
—Yo sí —declaró Rase—. ¿Son perros?
—Coyotes —aclaró Nick.
Benny localizó entonces un par de figuras grises y flacas que cruzaban con paso rígido y fachendoso una cornisa que sobresalía en las alturas. Tenían el hocico largo y la cola tan espesa como la de las ardillas.
—Aún no… —empezó Heather.
Benny se agachó hasta ponerse a su nivel y señaló con el índice.
—Oh, Dios —exclamó la niña.
—No te preocupes —la tranquilizó Benny—. No hacen daño a nadie.
—¿De veras? —terció Julie—. El año pasado, un coyote mató a una niña de cuatro años que estaba en el patio de su propia casa.
—¿Dónde fue eso? —preguntó Nick.
—Allá, en Los Ángeles. En una de esas zonas de cañones. Bajó de las montañas, entró en el patio por la parte trasera y zamarreó a la criatura hasta matarla.
—Larguémonos de aquí —susurró Heather.
—No pasa nada —dijo Nick—. Están allá arriba. Además, no se les ocurrirá meterse con nosotros, que somos cinco.
—A menos que estén hambrientos —añadió Julie. Nick emitió una risita nerviosa y echó a andar de nuevo. Benny no tardó en divisar el resplandor del campamento al otro lado del lago. Cuando estuvieron justo enfrente de él, pudo distinguir las tiendas de campaña y las figuras de los adultos sentados en torno al fuego.
—¡Hola! —gritó Julie.
No obtuvo respuesta. Benny pensó que el viento debía de soplar con demasiada fuerza.
Continuaron adelante. Benny se mantenía cerca de Heather. La niña aún cojeaba ligeramente. A veces, cuando tenía que subir por algún macizo de rocas, Benny se adelantaba y luego le tendía la mano. Le encantaba ayudarla. Heather no era como su hermana. Y aún parecía nerviosa por culpa de los coyotes. De vez en cuando, volvía la cabeza.
—No me gusta este sitio —confesó al cabo de un rato.
—No hay nada de qué tener miedo —le tranquilizó Benny.
Heather miró a su espalda.
—¿Qué es eso?
Benny giró en redondo, con el corazón a ciento.
—¿Eso? No es más que un matorral.
—¿Seguro?
—Seguro que estoy seguro —dijo Benny, pero siguió mirando la oscura forma achaparrada. Apenas era visible bajo la sombra de un peñasco erguido a cosa de dos metros. Era un matorral, ¿no? Una sensación de miedo helado reptó por la espalda de Benny—. Vamos —dijo. Cogió a Heather de la mano y tiró de ella. La niña, detrás de él, continuaba mirando a su espalda. Apretaron el paso para alcanzar a los otros.
A Benny le alegró comprobar que casi habían llegado al extremo del lago. Justo más allá de los peñascos que se alzaban delante, empezaba otra vez e bosque. Allí, no tendrían más que coger de nuevo el camino, seguir hasta la curva que bordeaba la orilla del agua y marchar después derechitos de regreso al campamento.
Nick, que iba en cabeza, desapareció de la vista al franquear la cima de los peñascos. Le siguió Julie. Rose aguardó a Benny y a Heather, y los tres emprendieron el descenso.
Benny volvió la cabeza. Nada se les acercaba por la retaguardia. Dejó que Heather fuese delante de él. La niña bajaba por la pendiente cuando, al pie de la afloración de peñascos, Nick dio de pronto un salto hacia atrás y alzó el brazo frente a Julie. Al tiempo que soltaba un alarido, Rose dio media vuelta y empezó a trepar peñas arriba.
—¡Son ellas! —chilló—. ¡Doreen y Audrey!
Heather giró sobre sus talones. Benny vio terror en el semblante de la niña iluminado por la Luna. El chico se inclinó hacia adelante, agarró la extendida mano de Heather y tiró de ella hacia arriba.
Julie apretó la mano contra el pecho para aplacar la violencia de los latidos de su corazón.
—¡Cristo bendito! Nos habéis dado un susto de muerte.
—Nos estábamos… ejem… nos estábamos poniendo un poco nerviosas —confesó la muchacha rolliza del chándal.
—Os oímos llegar… —informó la del sombrero del Oeste. Su voz era un poco ronca, fuerte y segura. Dio una calada al cigarrillo y el resplandor de la lumbre iluminó su rostro—. ¿Sois de ese campamento?
—Sí —dijo Nick. Regresó sobre sus pasos y llamó a las gemelas y a Benny—. Todo va bien. Bajad.
—Ignorábamos que hubiera alguien por los alrededores —explicó Julie—. ¿Acampáis aquí?
—Ahí, en la arboleda —respondió la del sombrero.
—¿No tenéis fogata? —preguntó Nick.
—Yo quería encenderla —dijo la otra muchacha.
—La lumbre sólo hace que tengas más frío. Y elimina tu visión nocturna. Y anuncia a todo el mundo, en quince kilómetros a la redonda, que estás ahí. No es precisamente saludable cuando se trata de tres chicas que acampan solas.
—¿Sois tres? —preguntó Nick.
—Barb volvió a campamento.
—No sois Doreen y Audrey, eso ya lo sé —afirmó Julie.
—¿Quiénes?
—Ni por un segundo lo he pensado. —Al oír ruido de pasos a su espalda, Julie dio media vuelta. Benny y las gemelas se acercaban despacio. La chica dijo—: No son Doreen y Audrey.
La muchacha de sombrero de vaquero sacudió la ceniza de su cigarrillo.
—¿Esas Doreen y Audrey son amigas? ¿Acaso las estáis buscando?
Julie se explicó. En pocas palabras, contó la historia de Karen y cómo aquella noche les sirvió de excusa para que les permitieran explorar solos las orillas del lago.
—Algo así como una caza de agachadizas —dijo la del sombrero.
—Más bien como una caza de fantasmas —repuso la otra.
—De haberlo sabido, no hubiéramos chillado al veros.
—A mí me faltó un pelo para gritar también. Aún tengo los nervios de punta, por culpa de aquella loca.
—¿De qué hablas? —preguntó Nick.
La chica cruzó los brazos sobre el chándal y miró a su amiga.
—Valdría más que los avisáramos.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—A la zona de los lagos del Triángulo —dijo Nick.
—En ese caso, mañana pasaréis por el puerto del Escultor. ¿Conocéis la región?
—Sólo en los mapas.
—Bueno, hay un par de lagos en la otra cara del puerto. Los Mezquites. Nosotras nos detuvimos hoy a almorzar en uno de ellos, y nos tropezamos con una especie de bruja majareta.
—Un verdadero engendro.
—Estábamos nadando y surgió de pronto, como por arte de birlibirloque, y empezó a desvariar acerca de serpientes de agua.
—Nos dio un susto de pánico.
—Habla por ti. De cualquier modo, no vimos ninguna serpiente. Creo que no era más que una lunática que trataba de ahuyentarnos y desembarazarse de nosotras. Yo no me preocuparía mucho, si fuese vosotros. Hasta es posible que a estas horas se haya ido de la zona.
—Puede que no —repuso su compañera.
—Si os detenéis por allí, no os extrañéis demasiado si os dais de manos a boca con ella, eso es todo.
—Parece que es un buen sitio para evitarlo —dijo Julie. Recordó que el guardabosques ya les había aconsejado que eludieran los Mezquites. ¿Conocía la existencia de la loca? No parecía probable.
—Bueno, la verdad es que no pretendemos asustaros —dijo la joven del chándal—. A nosotras no nos hizo nada. Se limitó a chillarnos. Pero era una individua espeluznante a todo meter. Menuda mirada tenía en los ojos. Y ni siquiera vestía como una excursionista. Quiero decir que, ¿podréis creerlo?, ¡llevaba vestido!
—Una especie de bata —añadió la otra chica, mientras aplastaba la colilla del cigarrillo con la suela de la bota—. Un ropón viejo y descolorido.
—Eso sí, llevaba botas de excursionismo.
—¿Viste su cuchillo?
—¿Cuchillo?
—Al cinto. Parecía un cuchillo de monte. Un quitapenas enorme.
—Encantador —murmuró Julie—. Una loca con un cuchillo de monte. Creo que, desde luego, no nos vamos a acercar a ese lago.