10

—Seguid adelante —murmuró Ettie—. No os paréis ahí.

Se dejó caer sobre el trasero y resbaló por la empinada superficie del peñasco en el que había estado erguida. Como si fuera papel de lija, el granito le rascó la piel, a través del vestido. Se impulsó, cubrió la escasa distancia que le separaba de un resquicio oculto entre las rocas y se tendió sobre la inclinada piedra berroqueña. Observó desde allí a los excursionistas, que avanzaban por un sendero, a lo lejos.

Se dirigían al puerto del Escultor. Y eran tres. A aquella distancia, sólo se los veía como formas minúsculas. Pero algo en sus andares indujo a Ettie a suponer que eran chicas, aunque no podía tener la certeza absoluta; era evidente, sin embargo, en la figura de una de ellas.

La persona que iba delante, tocada con un sombrero de vaquero, hizo un alto y se volvió, a la espera de que las otras dos le alcanzasen.

—No —susurró Ettie, cuando la que marchaba en cabeza señaló el lago.

Las tres permanecieron juntas en el camino, gesticulando y asintiendo con la cabeza, al parecer discutiendo lo que procedía hacer. Por último, la del sombrero del Oeste emprendió el descenso por la empinada senda que conducía al lago. Las otras dos la siguieron.

—Maldición —murmuró Ettie.

Retorciendo el cuerpo, se desplazó hacia adelante sobre el granito abrasado por el sol. Localizó a Merle. Se encontraba muy abajo. Pescaba, sentado en su roca favorita. Un alto peñasco que se alzaba a su derecha le ocultaba a la vista de las intrusas, al menos de momento. Tendrían que ascender hasta la mitad de la subida de la orilla opuesta para reparar en la presencia de Merle, acomodado en su nicho. Para entonces, seguro que él ya habría oído las voces y se habría puesto a cubierto.

—Será mejor que te portes bien, muchacho —dijo Ettie—. Vale más que no te metas con ellas, si no quieres acabar despellejado vivo.

Hasta dos días antes, Merle no le había dado motivo alguno de preocupación. De vez en cuando, alguna que otra persona llegaba al lago para descansar, explorarlo, bañarse o pescar un poco, pero Merle se mantuvo oculto y los dejó en paz. Incluso se comportó como es debido durante las dos o tres ocasiones en que pernoctaron allí excursionistas. Claro que ninguna de las personas que pasaron la noche en la zona era una chica joven y guapa… hasta la última vez. Resultaba bastante fácil comportarse decentemente cuando la tentación no existía. Pero se presenta la primera moza atractiva y entonces la viola, la mata y carga la culpa sobre el Maestro.

«Los ofrecí en sacrificio». Mierda.

Ettie volvió la mirada hacia las excursionistas. Ya habían llegado al pie de la pendiente y caminaban en fila india a lo largo de la orilla del lago. Se dirigían a la zona donde Merle enterró los cadáveres. Gracias a los árboles y la sombra de su enramada, aquel espacio parecía un oasis en medio de la depresión estéril.

«Un sitio estupendo para plantar aquellos cuerpos —pensó Ettie—. Tendremos que exhumarlos y volverlos a enterrar en algún lugar apartado».

Naturalmente, las tres excursionistas se detuvieron a la sombra y descargaron sus mochilas. Una, de color rojo, quedó en el suelo a un metro de las tumbas.

Ettie oyó a las chicas charlar y reír mientras abrían las mochilas. El sonido de sus voces le confirmó que se trataba de tres muchachas.

Merle también debía de oírlas. Ettie dirigió la mirada hacia la piedra en la que estuvo sentado. Merle se había levantado y se inclinaba para asomarse por el borde del peñasco y ver lo que sucedía al otro lado. Permaneció inmóvil durante unos segundos, franqueo luego de un salto la estrecha línea del agua, tiró al suelo la caña de pescar y trepó por la ladera. Cerca de la cumbre, se agachó y luego levantó la cabeza lo suficiente para ver lo que sucedía abajo.

Sólo la anchura del lago le separaba de las chicas. Ettie calculó que no serían más de treinta metros. Merle podría cubrir a nado esa distancia en medio minuto, si le entraban ganas de hacerlo.

—Déjalas tranquilas —musitó Ettie.

Miró a las chicas. Se habían sentado cerca de las rocas y se pasaban unas a otras pequeñas bolsas, de cuyo contenido comían.

«Un alto para almorzar», pensó Ettie. Confió en que así fuera, en que acabaran en seguida y reanudasen la marcha.

La del sombrero de vaquero, que estaba sentada de espaldas a Ettie, se quitó la blusa a cuadros que vestía. La blancura de los tirantes del sujetador resaltó sobre la bronceada piel. Se puso en pie y se estiró, como si le encantara la caricia de la brisa. Se agachó para dejar el sombrero encima de una piedra. Se frotó la corta cabellera castaña y, apartándose de las otras dos muchachas, anduvo hacia la orilla. Se arrodilló allí y agitó el agua con una mano.

Ettie buscó a Merle con la mirada. Había desaparecido.

La muchacha volvió junto a sus amigas. Cogió el sombrero de encima de la piedra, se sentó otra vez y empezó a desatarse una bota.

—Oh, insensata —murmuró Ettie.

Examinó la orilla opuesta, pero siguió sin poder ver a Merle.

Una de las otras chicas, una criatura espigada, con pantalones vaqueros y descolorida camisa azul, se puso en pie y metió una bolsa en la mochila. Luego se quitó la camisa. Sus pechos eran pequeños montículos, blancos salvo por el punto oscuro de los pezones.

—Oh, Merle, Merle.

La tentación sería demasiado fuerte para él.

Consideró la conveniencia de correr hacia las jóvenes, gritar e intentar asustarlas para que se fueran. Pero eso podía estropearlo todo. Seguramente contaría a alguien —tal vez a un guarda forestal— que una energúmena furiosa arremetió contra ellas y las echó del lago.

Un sortilegio podía encargarse de eso, pero ¿por qué arriesgarse? Conjurar un buen encantamiento resulta muy laborioso, y una tampoco puede siempre contar con que surtirá efecto.

«Será mejor que encuentre a Merle y le pare los pies antes de que cometa una barbaridad», pensó.

Miró a las muchachas. La que había probado el agua se encontraba de pie y se bajaba los pantaloncitos cortos. La rolliza se había quitado la camiseta de manga corta y, con las manos a la espalda, trataba de desabrocharse los corchetes del sostén. La flacucha permanecía sentada justo encima del sitio donde Merle plantó los cadáveres. Procedía a quitarse las botas.

Ettie continuaba sin localizar a Merle. Supuso que se encontraría en la orilla contraria del lago, dedicado a espiar a las mujeres. Probablemente para entonces ya se le habría puesto tan dura como una estaca y estaría loco de excitación.

La anciana se desplazó a través de la ladera, agachado el cuerpo. Se coló por grietas, resbaló sobre las posaderas por inclinadas losas graníticas, se ocultó detrás de todos los peñascos que le ofrecían abrigo y, poco a poco, fue atravesando el extremo del lago. Hizo una pausa para recobrar el aliento y vio a las tres muchachas completamente desnudas. La que iba delante se había metido en el lago, el agua le llegaba a las rodillas, andaba hacia atrás y exhortaba a sus compañeras a bañarse con ella. La cenceña introdujo un pie en el agua y lo retiró rápidamente. La otra se puso en cuclillas, los voluminosos pechos se le apoyaron en los muslos, y tanteó el agua con una mano.

Ettie abandonó los peñascos protectores. Aquella parte era toda un bloque de granito liso que descendía en ligero ángulo. No brindaba el menor resguardo. Si las muchachas dirigían la vista hacia el extremo del lago, la verían cruzar por allí. Se arrastró sobre el vientre, sin apartar los ojos de ellas.

La joven del lago había empezado a nadar. La que estaba agachada en la orilla cogía agua en el hueco de la mano, se la echaba encima y se frotaba con ella los pechos y los hombros, como si pretendiera acostumbrarse a la frialdad del líquido. La esquelética, contraída y encogida, vadeaba despacio. Ninguna de ellas parecía tener interés en mirar hacia donde estaba Ettie.

La anciana atravesó el espacio abierto sin que la viesen y se acurrucó detrás de una peña. Atisbó por encima del borde. La pequeña cala en la que Merle había estado pescando se encontraba a menos de diez metros. Abundaban allí los escondrijos. Con toda la rapidez que pudo, Ettie fue descendiendo. Desde el hueco de la orilla, las mujeres quedaban fuera de la vista. Ettie oyó voces y chapoteos. De súbito, hubo un grito que le puso un nudo en la boca del estómago, hasta que comprendió que era el chillido de una carcajada.

Se lo están pasando de maravilla, las zorras estúpidas. Si supiesen…

Fue saltando sobre las piedras que sobresalían del agua y se agazapó en la base de un alto peñasco. La abandonada caña de pescar de Merle estaba caída entre las rocas, frente a ella, con un arrugado trocito de tasajo en el anzuelo.

Ettie trepó por la ladera y miró por encima del borde superior, primero a las nadadoras y después a las piedras que se multiplicaban a lo largo de la orilla del lago. Desde lo alto de aquella atalaya, esperaba localizar a Merle, que sin duda se encontraría agazapado detrás de alguna roca.

No lo vio. Pero sí vio sus ropas, esparcidas por allí. Captó un movimiento. A la izquierda. En el agua. Inmediatamente debajo de un macizo de peñas que se proyectaba sobre el lago. Lo único que divisó, al principio, fue una sucesión de círculos que ondulaban como si alguien hubiera arrojado una piedra. Después columbró la pálida borrosidad de un cuerpo que se deslizaba por debajo de la superficie.

La indignación se apoderó de Ettie. Quiso gritar y obligar a Merle a salir del agua. ¡El imbécil! ¡El muy imbécil!

Trepó a lo alto del peñasco y se puso en pie, erguida en toda su estatura. La primera muchacha flotaba de espaldas, con los brazos a los costados, brillantes los húmedos senos bajo los rayos solares, reluciente el enmarañado vello púbico, mientras accionaba las piernas y se iba acercando a la deslizante figura alargada de Merle. El muchacho estaría a escasos centímetros por debajo del nivel de las aguas, pero aún no había emergido para tomar aire y ninguna de las mujeres sabía que estaba allí.

—¡Eh, vosotras! —gritó Ettie—. ¡Chicas!

Tres rostros mojados y atónitos se volvieron de golpe hacia ella.

—¡Salid de ahí! ¡Hay serpientes! Serpientes venenosas. Mocasines de agua.

Dos de las bañistas chillaron y se apresuraron a manotear, a nadar hacia la orilla, incluso antes de que Ettie dejara de gritar. La tercera, la que había inducido a sus amigas a meterse en el lago, siguió pedaleando en el agua y miró a su alrededor.

—No veo ninguna serpiente —dijo.

—¡Allí! —Ettie se agachó, cogió una piedra y la arrojó. La muchacha volvió la cabeza hacia la derecha cuando la piedra cayó en el lago. Cerca, por la izquierda la cabeza de Merle emergió a la superficie—. ¡Está ahí mismo! ¿La ves?

Merle volvió la cabeza hacia Ettie y luego se sumergió apresuradamente.

«Sabe que le han descubierto», pensó Ettie. Naturalmente, la pálida borrosidad de su figura dio media vuelta bajo el agua y emprendió la retirada.

—¡Tracy! —llamó una de las chicas.

—Vamos, Tracy —voceó la otra—. ¡Larguémonos de aquí!

Ambas chicas se encontraban en la orilla opuesta, encogidas y cubriéndose como podían, tratando de ocultar su desnudez a los ojos del intruso, mientras llamaban a su amiga.

Fruncido el ceño, Tracy miró a Ettie.

—Usted es alguna especie de chiflada —dijo. Luego nadó tranquilamente a través del lago.

Aún sumergido, Merle llegó al grupo de rocas del que partiera. Asomó la cabeza.

—¡Sigue ahí abajo! —saltó Ettie.

La muchacha salió del agua por la orilla opuesta.

Antes de echar a correr para reunirse con sus compañeras, agitó el dedo corazón hacia Ettie.

—¿Mamá? —el tono de Merle era patético.

—Sigue ahí abajo. Ya te diré cuándo tienes que salir.

El chico aguardó, con sólo la cabeza fuera del agua, mientras Ettie observaba a las mujeres, que se vistieron, se cargaron al hombro las mochilas y echaron a andar en dirección al extremo del lago.

—¿Ya? —preguntó Merle.

—No. Quédate donde estás.

El trío, que no dejaba de lanzar frecuentes miradas a su espalda, llegó al sendero y avanzó hacia el camino principal. Ettie dio media vuelta. Descendió entre las rocas, quitó el sedal con anzuelo de la vara flexible que Merle utilizaba a guisa de caña de pescar y cogió ésta con firmeza.

La llevó consigo, ladera arriba. Cuando las chicas se perdieron de vista, Ettie bajó y anduvo a lo largo de la orilla hasta el punto donde Merle esperaba.

—Muy bien —dijo—. Ahora ya puedes salir. Mira a otro lado. ¡Sal!

—Sí, señora.

Merle suspiró. Se irguió y, con el agua hasta la cintura y la entrepierna cubierta por las manos, vadeó hasta el borde del lago.

—No tienes ni una brizna de sentido común, muchacho.

—El Maestro, Él…

—¡No pongas al Maestro como excusa! Lo único que deseaba a esas chicas era tu cimbel. Inclínate hacia adelante.

—Ettie, por favor.

—Haz lo que te digo. —Merle se dobló por la cintura y Ettie descargó con fuerza la vara de pescar sobre las posaderas del chico. Merle soltó un grito y se llevó las manos a los glúteos—. ¡Aparta las manos! —Merle sollozaba. Cuando retiró las manos, Ettie vio una raya roja que le surcaba la piel. Se le contrajo la garganta y las lágrimas que afloraron a sus ojos hicieron que viera a Merle como una forma borrosa. Alzó el palo para golpear por segunda vez pero, en lugar de hacerlo, arrojó la vara al suelo. Con voz entrecortada, dijo—: Ve a vestirte, anda. Y no vuelvas a intentar de nuevo una tontería como ésa o serás el fulano más triste y desdichado que jamás anduviera sobre dos piernas.

—Sí, señora.

Ettie se alejó.