7

Al principio, frente al letrero situado junto al camino, Benny pensó que tres kilómetros serían un paseo agradable. Después de todo, tres kilómetros era la distancia existente entre el colegio y su casa, y la había recorrido unas cuantas veces. Pero no recordaba que fuese tan dura. Claro que entonces no iba cargado con ninguna mochila. Y que en aquel trayecto tampoco se encontraba uno con una cuesta arriba que parecía no acabar nunca.

Al principio, pudo aguantar el ritmo de marcha de su padre y el señor O’Toole. Pero cuando el camino se hizo subida, la mochila empezó a resultar cada vez más pesada. Las correas eran como manos aferradas a sus hombros, que pretendían tirarle al suelo. A causa del sudor, las gafas se le resbalaban de la nariz. Acabó por salirse del camino y hacer alto. Buscó en el bolsillo del pantalón la cinta elástica que utilizaba en la clase de gimnasia para evitar que se le cayesen las gafas. Mientras se afanaba en ajustarla, llegaron Karen y la señora Gordon.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó Karen. En absoluto parecía cansada.

—No, que se me caen las gafas —dijo Benny—. En seguida las alcanzo.

—No hay prisa.

Karen agitó el brazo y continuó camino arriba, despacio, pero con larga zancada. Benny se puso las gafas.

Contempló por detrás las esbeltas y bien torneadas piernas de la mujer.

Seguía mirándolas cuando las gemelas se acercaron por el camino.

Las saludó con una inclinación de cabeza y la de la cola de caballo le lanzó una mirada como si le considerase un palurdo. Benny pensó: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?». Cuando pasaron por delante de él, la niña le susurró algo a su hermana y ambas emitieron una risita tonta.

Benny se puso colorado, mientras se apresuraba a comprobar si tenía subida la cremallera de la bragueta. La tenía.

Debían de reírse de él porque estaba descansando. O tal vez porque llevaba gafas. El cuatro ojos no puede con su alma.

Les demostraría quién no puede con su alma.

Rápidamente, pasó el lazo de la goma por la otra patilla. Miró senda abajo. Julie y Nick avanzaban hacia él. No le daría a aquella niña la oportunidad de hacer burla a costa de él. Se colgó de los hombros las correas, se inclinó bajo el peso de la mochila y apretó el paso camino adelante.

Anduvo con largas y firmes zancadas, como Karen.

Alcanzó a las gemelas.

—¡Bip, bip, bip!

Volvieron la cabeza, le miraron sorprendidas y Cola de Caballo se quedó un poco atrás respecto a su hermana, para dejarle sitio. Las adelantó.

—Fantasma —musitó una de ellas, cuando quedaron a su espalda. Ni se molestó en mirar por encima del hombro.

Al doblar una curva, Karen apareció a la vista. Benny continuó a su ritmo acelerado hasta encontrarse a un par de metros de ella. Entonces redujo la marcha para ajustar el paso al de las dos mujeres.

Karen volvió la cabeza y le sonrió. Incluso con aquel extraño sombrero, era preciosa.

—¿Quieres pasar delante? —le preguntó.

—No, gracias. Así voy bien.

Era realmente estupendo. Se mantuvo detrás de ella, observó sus andares, escuchó su voz cuando hablaba a la señora Gordon. No distinguía la mayor parte de las palabras, pero eso no importaba.

Le dolían los hombros. También le dolía justo encima de la rabadilla, en el punto de la espalda donde descansaba la mochila. Le temblaban los músculos de las piernas. El sudor le goteaba del rostro. Tenía la camisa y la camiseta pegadas a la piel. Le costaba trabajo respirar. Pero no acortó el paso. Se mantuvo inmediatamente detrás de Karen, a bastante distancia de las despreciables mocosas gemelas, de Julie y de Nick.

Por muy espantosamente mal que se sintiera, no iba a rezagarse. No iba a permitírselo.

Por fin, el camino se hizo llano.

Luego inició una leve cuesta abajo. Benny oteó el valle, a la izquierda, pero sólo vio una densa masa forestal.

«El lago tiene que estar aquí, en alguna parte», pensó.

Tres kilómetros, ponía el letrero. Ya debían de haber recorrido ocho. Así, pues, ¿dónde está? Tal vez aquel rótulo era engañoso. Quizá tenía un uno delante del tres, el polvo o algo lo había tapado y la distancia hasta el lago del Enebro era de trece kilómetros. Pero, no, el guardabosques dijo que…

—Estamos aquí —llegó la voz del señor Gordon. Se encontraba, junto al padre de Benny, justo delante.

—¿Qué tal la caminata? —le preguntó O’Toole a Karen.

—¡Ufff! —exclamó ella. Se quitó el sombrero. Le había aplastado el pelo. Los mechones que le cruzaban la frente estaban húmedos y oscuros.

—Fue algo sensacional —dijo Benny.

La mujer le sonrió, al tiempo que se secaba la frente con el dorso de la mano.

—Te has portado como un hombre —elogió su padre—. Era una subida dura de veras.

El chico se encogió de hombros y se las arregló para no esbozar una mueca cuando el dolor surcó su espalda.

—Tampoco lo era tanto —dijo.

Mientras esperaban a que llegasen los demás, el señor Gordon mostró el letrero del camino. Decía LAGO DEL ENEBRO, pero no indicaba la distancia. La flecha señalaba hacia la izquierda, donde un estrecho sendero se fundía con el camino principal. El sendero se alejaba por la ladera. Benny escudriñó a través de la arboleda. No vio el menor asomo de lago alguno.

—¿Dónde está el lago? —preguntó la niña de la cola de caballo. Miraba a su madre con el ceño fruncido.

—Allá abajo —respondió la señora Gordon.

—No lo veo.

—Yo tampoco —se sumó su hermana.

—Pues está ahí —terció Benny. Señaló a lo largo de la senda, hacia la espesura de la arboleda. Preguntó—: ¿No lo veis?

—No. ¿Dónde está?

—Tenéis que verlo. ¿No lo veis por allí?

Las dos niñas arrugaron la cara y entornaron los párpados para escrutar a través de la foresta.

—Tal vez necesitáis gafas —sugirió Benny.

—No.

Al cabo de un buen rato, tras haber llegado al pie de la colina, Benny vislumbró entre los árboles un espacio azul pálido. La superficie del lago. Ya era hora.

—¡Ahí está! —exclamó una de las gemelas. Benny sonrió para sí y continuó camino adelante.

—Muy bien. —Flash emitió un suspiro al descargar la mochila y dejarla en el suelo.

Scott también se la quitó de encima. El claro, junto al sendero, estaba cerca de la orilla. Evidentemente, se usaba a menudo como centro de acampada. Había troncos, que se utilizaban a guisa de bancos, en torno al punto donde se encendía la fogata. Incluso se disponía allí de una pila de leña. Gran cantidad de terreno llano sobre el que acostarse.

Al aguzar el oído y escuchar con atención, Scott percibió el rumor de las hojas agitadas por la brisa, así como el sosegado chapoteo de las olas. Pero no oyó ruido de agua corriente indicador de la existencia de un arroyo por las proximidades.

—¿Por qué no descansáis un poco —propuso—, mientras echo una mirada de reconocimiento por ahí? Es posible que haya un sitio mejor más adelante.

—A mí, este lugar me parece bien —dijo Flash.

—Bueno, yo preferiría tener un regato cerca. Agua corriente.

—Buena idea —alabó Flash.

—Iré contigo. —Karen se quitó la mochila de encima de los hombros, la dejó en el suelo y se acercó a Scott.

Benny, sentado sobre la hierba y apoyado en su mochila, hizo intención de levantarse.

—Aguarda aquí —le dijo su padre—. Estaremos de vuelta dentro de unos minutos.

El chico puso cara de decepción y volvió a acomodarse.

Karen acompañó a Scott por una senda que bordeaba el lago. Sin la mochila, Scott se sentía ligero casi como una pluma. Andaba con paso elástico. Notaba la frescura de la brisa contra la empapada camiseta de manga corta. Y estaba a solas con Karen, al menos momentáneamente. Se volvió hacia ella.

—¿Qué tal, forastera?

La mujer se precipitó sobre el brazo extendido de Scott y se reclinó contra el hombre. Scott le rodeó el hombro. Caminaron a lo largo del sendero, agarrados el uno al otro.

—Vaya, esto sí que es estupendo —comentó Karen.

—¿Te crees capaz de aguantar a los chicos y sobrevivir?

—Desde luego. Son majísimos. Benny es todo un muchacho.

—Creo que lo tienes en el bote. Y no se lo reprocho.

—A mí también me ha robado el corazón. —Palmeó el costado de Scott—. Buena cosa para ti que sólo sea un chiquillo.

—Me gustaría que Julie se comportara como es debido. Quizá se reforme, ahora que Nick anda por aquí.

—Parece que se llevan bien.

—Sí —suspiró Scott.

—¿Ocurre algo malo?

—Bueno, he estado pensando en la cuestión de cómo pernoctar. La verdad es que no sé cómo nos las vamos a arreglar a la hora de acostarnos…

—Lo sé. También yo he pensado en eso. Supongo que Julie y yo compartiremos tienda, ¿no?

—No se me ocurre ningún otro acomodo, teniendo en cuenta le presencia de los chicos y de los Gordon.

—No pasa nada. Tal vez podamos despistarnos y darles esquinazo en algún momento.

—Te juego algo a que sí.

La mano de Karen descendió y se introdujo en el bolsillo trasero de los pantalones de Scott. Permaneció allí, ahuecada sobre la nalga, acariciándola, mientras seguían su paseo por la senda.

—Si Julie trata de molestarte —pidió Scott—, dímelo.

—Estoy segura de que congeniaremos. Danos una oportunidad para conocemos mutuamente.

—En realidad, no es mala chica. He intentado comprenderla. Fue un golpe muy duro para ella que su madre nos abandonara. Pero nunca se planteó él «¿Cómo pudo hacerme una cosa así?». Lo que la afectó, al parecer, fue el que me dejase a mí. Es una ofensa que no perdona a June, con la que ni siquiera quiere hablar por teléfono. Los dos chicos están muy molestos por lo que hizo su madre, pero Julie parece volcar su rencor sobre ti. Bueno, personalmente sobre ti, no. Sentiría lo mismo hacia cualquier mujer con la que yo saliera en plan formal. De eso estoy seguro. Parece considerarse obligada a protegerme.

—Quizá lo supere cuando nos conozcamos mejor la una a la otra.

—Te aseguro que confío en que sea así. Pero me duele que tengas que pasar por esta clase de situación.

Karen le sonrió.

—Diablo, tú mereces la pena.

—¿De verdad?

—De verdad.

Rodearon una curva de la orilla y Scott oyó el ruido de una corriente de agua.

—¡Eureka! —exclamó Karen. Pellizcó la nalga de Scott, retiró la mano del bolsillo y se adelantó para recorrer un estrecho pasaje entre los árboles. Scott la vio apresurarse por allí. Subió de un salto a una peña, miró hacia abajo y giró en redondo. Gritó, exultante—: Voilà!

Scott se reunió con ella en lo alto del peñasco. Unos palmos por debajo, las aguas de un arroyo se deslizaban, saltaban y se revolvían, rumbo al lago.

Descendieron hasta el arroyo. Karen se arrodilló y hundió una mano en el agua. Tomó un poco en el hueco de la mano, se la llevó a los labios y bebió.

—Exquisita —dijo.

Cuando Scott se disponía a probarla, Karen le salpicó la cara. Luego, con gran asombro por parte del hombre, se desabotonó la blusa. La abrió, cogió agua con ambas manos y la proyectó sobre sí. Scott vio cómo salpicaba sobre la piel. Se deslizó por los pechos, goteó desde la punta de los pezones, resbaló vientre abajo. Karen se inclinó de nuevo sobre el arroyo, tomó más agua en el hueco de las manos y bebió de nuevo.

Scott pasó el brazo por la espalda de la mujer. Levantó el faldón de la blusa, lo apartó y rodeó con los dedos el seno de Karen. La piel estaba húmeda y fresca, el pezón se enderezó contra la palma de su mano. La muchacha se volvió para quedar de cara a él y se besaron.

—Es mejor… que no lo hagamos ahora.

Scott la besó otra vez y luego retiró la mano. Mientras Karen se abotonaba la blusa, le acarició la espalda por debajo de la tela. Después se levantaron. Scott se llenó los pulmones de aquel aire tan espléndido.

—Bueno, echemos una ojeada, a ver si hay algún sitio decente en el que montar el campamento.

Atravesaron el arroyo de un salto, subieron por una baja pendiente granítica y vieron un claro a sus pies.

—¡Estupendo! —dijo Karen.

Descendieron hasta el claro. Tenía en el centro una especie de hogar, levantado a base de piedras y coronado por una parrilla. A su alrededor, grandes rocas de superficie lisa y troncos serrados apropiadamente para servir de taburetes. Alguien se había tomado la molestia, incluso, de atar un conjunto de ramas para formar con ellas algo muy parecido a una mesa. Y, lo mejor de todo, Scott vio gran cantidad de terreno llano apto para montar tiendas de campaña.

—A mí me parece ideal —opinó Karen.

—Y a mí también.

Regresaron para comunicárselo a los otros.

—Organicemos aquí las cosas —tomó Flash la palabra, mientras se frotaba las manos—. Nick, ayúdame con las tiendas. Alice, ¿por qué no te vas con las chicas a buscar un poco de leña? Nosotros pondremos esto en marcha.

—Benny —propuso Scott—, ¿quieres irte con ellas?

El chico denegó con la cabeza.

—Prefiero ayudar a montar las tiendas.

Mientras Alice se adentraba por el bosque delante de las gemelas, Flash se volvió a Scott.

—¿Dónde quieres levantar la tuya? Puesto que tú descubriste el sitio, te corresponde ser el primero en elegir.

—Me da lo mismo —repuso Scott—. Este punto está bien para uno. Tal vez allí pueda establecerse el otro.

Indicó con un movimiento de cabeza una zona nivelada más cerca del lago.

—¿Quieres el sitio que queda más lejos?

—Claro. ¿Por qué no? Hay que conceder espacio vital a todo el mundo.

—Espacio vital, ¿eh?

Le guiñó un ojo.

Scott parecía divertido mientras sacaba de la mochila una bolsa tubular de plástico.

—¿Dónde nos ponemos nosotros? —preguntó Benny.

—Deberíamos dejar que las damas eligiesen primero.

—¿Qué opinas? —preguntó Karen a Julie.

La chica se encogió de hombros.

—¿Sobre el lago?

—Me da igual.

—Yo quiero estar cerca de la fogata —dijo Benny.

—Estarás —sonrió Karen—. Julie y yo nos quedaremos con la tienda de la panorámica.

Durante una fracción de segundo, sus ojos tropezaron con los de Flash. En los del hombre había una expresión pícara. Te equivocas, parecían decir.

Pero era Flash el equivocado. De haber estado en la piel de Scott, por nada del mundo se hubiera dejado escapar la ocasión de meterse en una tienda de campaña con una mujer como Karen. Claro que se había librado muy mucho de expresarlo así cuando Alice y él discutieron el tema la noche anterior. Simplemente apostó una cena en el Estación Victoria contra una cena en Casa Escobar a que la pareja compartiría la misma tienda de campaña.

—No conozco a la chica —dijo Alice—, pero Scott no es esa clase de hombre.

Al oír aquello, Flash sonrió a su mujer. Logró contenerse y no contarle lo de aquella vez, en Saigón, cuando Scott y él, en cueros vivos y hombro con hombro, se cepillaron cada uno a su correspondiente flor de alcoba, elevándola al éxtasis…, y luego procedieron al cambio de pareja. Pero no era cosa de empañar la imagen de Scott. Rayos, Scott era casi el único amigo que contaba con la aprobación de Alice.

—Aparte de que es muy correcto —había proseguido Alice—, de ninguna manera albergaría solos en una tienda a Julie y Benny. Son demasiado mayores para dormir juntos.

Ese detalle estuvo a punto de convencer a Flash, de inducirle a cambiar de opinión. No obstante, mantuvo la apuesta. Tal vez se presentaran con tres tiendas de campaña, una para cada chico y…

—¿Ahí? —preguntó Nick.

Flash dio media vuelta. Su hijo se encontraba en el centro de un espacio de metro ochenta o así, entre dos píceas, con una tienda enrollada entre los brazos.

—Muy bien. Pero espera un momento, hasta que limpiemos un poco el piso.

Entre los dos quitaron las ramitas y piñas esparcidas por la zona. Después desplegaron la tienda, de color rojo, dejándola extendida sobre el suelo. Juntaron las varillas de fibra de vidrio, las colocaron en las cuatro esquinas, insertaron los extremos en los ojetes del techo y del suelo, y levantaron el techo. En menos de cinco minutos, la tienda estuvo montada. Lo único que faltaba era sujetar los tensores y vientos, y fijar los piquetes.

—Iré a buscar el hacha —dijo Flash.

Se encaminó hacia su mochila. Scott, Karen y Benny casi habían terminado de montar una tienda para dos personas, de color azul, semejante a la de Flash. Julie estaba en cuclillas junto al hogar. Echaba combustible de una botella de aluminio en el depósito de una cocina de acampada Primus.

Flash rebuscó en su mochila. Mientras intentaba dar con el hacha, el estómago rezongó. Se esforzó en recordar qué menú había convenido con Scott, pero no consiguió que su memoria le informase de lo que tenían previsto para cenar aquella noche. Seguramente, alguno de esos estofados Dri-Lite. Con budín de postre: budín de vainilla o de chocolate. Confió en que fuera de vainilla. Nada comparable al budín de vainilla, en especial cuando no se ha mezclado bien y aún le quedan grumos y terrones en la masa.

Encontró el hacha. Cuando volvía hacia la tienda, vio que Nick tenía la vista fija en el espacio. No, en el espacio no. Miraba a Julie. La chica había alzado la cocina y desplazaba la llama de una cerilla por debajo del depósito, a fin de calentar y preparar el combustible.

«¿No sería apoteósico —pensó Flash—, que Nick y Julia se emparejasen?». Se preguntó si lo aprobaría Scott. No había razón para que no lo hiciese. «Nick es un chaval estupendo, tiene la máxima jerarquía de muchacho explorador, Eagle Scout, es un buen estudiante y es mi hijo». Seguro que a la moza podría irle peor. Y a Nick también. Mucho peor. Que Flash supiese, el chico no había salido nunca con ninguna muchacha la mitad de atractiva que Julie.

La joven apagó la cerilla, accionó la espita metálica para que el quemador dejase salir combustible y frunció el entrecejo.

—Me encargaré de los postes, Nick. Ve a ver si Julie necesita que le eches una mano con el hornillo.

El chico se encogió de hombros.

—Vamos. Tal vez tiene taponada la boquilla.

—Bueno… vale. Ahora vuelvo. —Se dirigió hacia la joven. Julie sonrió al verle acercarse. Nick preguntó—: ¿Algún problema?

—Este cacharro no quiere colaborar.

—Veamos, déjame echar una mirada.

«Al asunto, muchacho», pensó Flash, y cogió un poste.