Los músculos de las piernas de Ettie vibraban a causa de la tensión de permanecer tanto tiempo en cuclillas. Al final, se puso en pie. Miró lo que había defecado. Con ambas manos ahuecadas, cogió tierra del suelo y la espolvoreó sobre el montón de heces.
—Al polvo —pronunció— envío y encomiendo el espíritu de mis enemigos. Que su naturaleza esencial quede sumergida en la oscuridad, de forma que todo rastro de su presencia quede desterrado de esta cañada para que quienes los busquen no tengan motivo alguno que los induzca a entrar aquí.
Se frotó las manos en el vestido.
—Eso los detendrá —murmuró.
Retrocedió hasta salir de la hendidura y se sentó en el bloque de granito. Aún brillaba el sol en la parte alta de la ladera. La sombra no estaba muy lejos, por la parte inferior, pero se deslizaba poco a poco falda arriba al aproximarse el sol a la cumbre del monte del otro lado.
Soplaba ya una brisa deliciosa. Ponía frescor debajo del sudoroso vestido. Ettie levantó los brazos para que aquel placentero airecillo le llegara hasta los húmedos sobacos.
Merle apareció a lo lejos, por la derecha, en la cima de la loma que separaba los lagos. Llevaba dos mochilas, una azul a la espalda y otra en los brazos. Mientras Ettie le observaba, empezó a subir por la ladera en sombras. No recorrió mucha distancia antes de soltar la mochila que llevaba en los brazos. Con la otra todavía al hombro, continuó subiendo y dejó atrás la zona sombreada. Trepó a gatas por unos peñascos, se escurrió entre unos empinados bloques de granito y, por último, desapareció de la vista. Desde el punto donde observaba Ettie, dio la impresión de que se había filtrado a través de la roca sólida. La mujer no veía la fisura que llevaba al interior de la cueva.
Merle reapareció al cabo de un momento. Saltó ladera abajo, en busca de la mochila que había dejado caer.
Aunque aún estaba enfadada con él, Ettie tuvo que confesarse que se moría de ganas de echarle un vistazo al botín. Si la tienda de aquella pareja servía de indicación, los mozos iban bien equipados. Lo más probable es que, por lo menos, llevasen hornillo de campaña y un par de buenos sacos de dormir. El hornillo les resultaría verdaderamente útil. No produciría tanto humo como las fogatas que a veces tenían que encender en la cueva. Y sus asquerosos y viejos sacos de dormir no les servían de mucho contra el frío de la noche. También habría provisiones de boca. Seguramente, bastante comida para aguantar unos días, al menos. Merle y ella habían debatido ya la conveniencia de llevar a cabo una incursión sobre los campistas del lago de Wilson, para procurarse algo que llevar a la boca, pero con operaciones de ese tipo siempre existía el peligro de que los localizaran, por lo que no resultaba aconsejable organizarlas con demasiada frecuencia.
A pesar de las ventajas de las irreflexiones de Merle, Ettie deseaba que aprendiera a dominarse. En ese sentido, el chico era como su padre. Un pobre hombre al que le gustaba el sabor del poder y que no podía refrenarse. Hizo falta la bala de un policía para detenerlo. Ella debió tomar buena nota de aquella lección y haber mantenido a Merle en la ignorancia. Parece que el hombre no tiene el mismo control de sí que la mujer. Es la verga, claro. En cuanto la verga se calienta, se pierde la noción de todo lo demás.
«Los ofrecí en sacrificio».
Menuda desfachatez la del chico, cargar la culpa sobre el Maestro. La única voz que oyó era la que procedía directamente de entre sus piernas.
Debió habérselo impedido. Cuando observaron a la pareja, que nadaba en el lago, Ettie comprendió que Merle iría por la chica. Le advirtió que no lo hiciera y Merle prometió que la dejaría en paz. Pero Ettie no ignoraba lo débil que era Merle. Tuvo que reconocer que medio había esperado que el muchacho rompiera su promesa. Pero cuando se quedó dormido, tras oscurecer, Ettie supuso que todo iba bien. Sin duda fingió estar como un tronco, sólo para que ella se confiase y se durmiera. Luego se marchó subrepticiamente.
Bueno, no repetiría más ese truco. La próxima vez —si es que había próxima vez—, ella iba a mantenerse despierta toda la noche.
Al desaparecer de nuevo Merle dentro de la cueva, Ettie se puso en pie. Tenía las posaderas ateridas después del rato que estuvo sentada encima de la peña. Se frotó las nalgas y, con un hormigueo dolorido, la carne recuperó la sensibilidad. Ettie echó a andar ladera abajo.
Anhelaba con toda su alma llegar a la cueva y disponer de lo que Merle acababa de llevar. Pero lo primero es lo primero, se dijo. Tendría que echar una mirada de cerca al campamento de la pareja, a fin de comprobar que allí no quedaba rastro del paso de los dos excursionistas.
Hacia la mitad de la falda del monte, el sol dejó de darle en la espalda. En la sombra, el vientecillo era más fresco. Ettie confió en que los muchachos hubieran incluido unas buenas parkas en su equipo. El chándal que tenía en la cueva no le calentaba lo suficiente, una vez se ocultaba el sol.
No descendió hasta el lago; eso hubiera significado más subida.
Así que, cuando estuvo al nivel de la loma del extremo norte, recorrió la ladera en horizontal. Llegó al altozano, cruzó de un salto la grieta por donde pasaba la corriente que desaguaba más abajo en el Mezquite Inferior y luego emprendió el descenso.
No encontró nada en el claro de la arboleda donde habían acampado los excursionistas. Incluso estaban diseminadas las piedras del círculo que anteriores visitantes habían dispuesto para encender su fogata. La tierra tapaba las cenizas que dejó aquella lumbre. En el sitio donde estuvo montada la tienda, agujas de pino, piñas, trozos de rama y unas cuantas piedras ennegrecidas por la fogata cubrían el suelo. El trabajo de Merle era perfecto. ¿Pero qué había hecho con los cadáveres?
Ettie efectuó un recorrido de exploración entre los árboles, no vio nada sospechoso y regresó al campamento. Posó la mirada en el punto donde estuvo la tienda de campaña. Se llegó allí. Con el canto de la suela de la bota, abrió una hendidura entre los detritos. Se puso en cuclillas y metió los dedos a través de la tierra suelta y granulosa. Tras arrodillarse, empezó a cavar rápidamente con las manos. El agujero aumentó rápidamente en hondura a medida que Ettie sacaba puñados y puñados de tierra.
«Al menos, si están aquí —pensó—, Merle los ha plantado a bastante profundidad».
Las uñas de la mujer rascaron algo blando. Limpió una pequeña zona del fondo del hoyo y puso al descubierto un islote de piel. Sus uñas trazaron allí varios surcos. Al ampliarse el agujero, descubrió un ombligo. La piel circundante carecía de vello, lo que le hizo suponer que se trataba de la chica. Se desplazó hacia adelante, excavó un poco y encontró la cadera del muchacho. Tranquilizada al cerciorarse de que Merle había enterrado los cadáveres, Ettie volvió a colmar los hoyos. Pisoteó el suelo a conciencia. Sembró encima profusión de agujas de pino, hasta que el terreno ofreció toda la apariencia de no haber sido alterado en absoluto.
No le preocupaba lo más mínimo la circunstancia de que Merle los hubiera sepultado en mitad de la única zona de acampada existente en el lago. Al fin y al cabo, estaban a más de treinta centímetros por debajo de la superficie. Supuso que todo iría bien.