El bosque se extendía allí en todas direcciones, con los árboles llegando casi hasta las mismas orillas de la carretera, por ambos lados. Karen vio dos automóviles aparcados bajo las enramadas. Uno de ellos, un Mazda cubierto de polvo, permanecía en ángulo inclinado, con una piedra en la base de cada una de las dos ruedas traseras para evitar que rodase cuesta abajo.
—Me da en la nariz que hemos llegado antes que ellos —dijo Scott.
—¿Qué coche llevan? —preguntó Karen.
—Probablemente la furgoneta Plymouth.
A Karen se le formó un nudo en la boca del estómago al imaginarse a la furgoneta intentando cruzarse con la casa rodante en aquel estrecho tramo de empinada carretera de montaña.
Scott se desvió a la izquierda. Avanzó despacio, mientras los neumáticos arrancaban chasquidos a las ramas y piñas caídas. Aparcó cuando el parachoques se pegaba a tronco de un álamo y cortó el encendido.
—Dejémoslo todo aquí, de momento, y vayamos a arreglar las cosas al puesto del guardabosques. Mientras esperamos a los demás, podemos tramitar el permiso de fogata.
Se apearon del automóvil. Tras la agradable temperatura que procuraba el aire acondicionado, el calor exterior sofocó a Karen.
Pero el aire tenía un perfume de lo más agradable y una brisa suave agitaba la foresta. Se estiró, arqueó la rígida espalda y suspiró placenteramente al tensar los músculos. Luego siguió a Benny hacia la parte trasera del coche, caminando sobre la densa y esponjosa alfombra de hojas y agujas de pino que se hundía bajo sus botas.
—Esto es una auténtica maravilla —comentó, al llegar junto a Scott y Julie.
—Hace calor —dijo Scott. Se quitó la camisa de franela, la enrolló y la puso en el maletero. El tejido de su camiseta de manga corta se tensaba sobre el pecho. La costura del hombro estaba ligeramente descosida—. Bueno, vamos a ver si localizamos por ahí a algún guardabosques.
Avanzaron siguiendo las huellas de neumáticos, hacia una pequeña cabaña de troncos levantada en un claro. Había un jeep estacionado junto a una de las paredes de la cabaña. El resoplido de un caballo atrajo la mirada de los ojos de Karen hacia un corral situado a la izquierda, en el que un hombre uniformado cepillaba a un garañón castaño.
—Seguramente es el guardabosques —dijo la mujer. Se dirigieron al corral. Al verlos, el hombre agitó la mano. Dio un cachete en la grupa al caballo, tiró a un lado la almohaza y pasó por encima de la valla.
—¡Hola! —saludó con cierta inquietud—. Confío en que no les haya hecho esperar. Estuve haciendo una ronda, acabo de volver.
—No —le tranquilizó Scott—, nosotros también acabamos de llegar.
—Bueno, eso es estupendo. —Sonrió a Karen y a Julie, le dedicó un guiño a Benny. Apenas debía contar veinte años, llevaba muy corta la rubia cabellera y la alegría brillaba en sus ojos azules. Pese a la insignia que decoraba la camisa del uniforme, iba sin armas y su actitud despreocupada hizo que Karen se sintiese a gusto. El hombre dijo—: Vamos al despacho. Les extenderé el permiso de excursionismo y les daré las indicaciones.
Le acompañaron a la cabaña.
—¿De dónde son ustedes?
—De Los Ángeles —informó Scott.
—Papá es piloto —dijo Benny, con aire de sentirse orgulloso.
—¡Vaya! ¿En qué vuela?
—Principalmente en aviones L1011.
—¡No me diga! Son pájaros enormes. Mi padre es fumigador. Vuela en una réplica de Fokker DR-1. El triplano, ¿no?
—Exacto. Von Richthofen. El Circo Volador.
—Sí. Mi viejo se ha puesto el sobrenombre de Barón Verde. Trabaja por la parte de Bakersfield.
—A veces, hubiera deseado tener tres alas —dijo Scott, al tiempo que subía al porche con el guardabosques.
—Con toda esa superficie sustentadora, puede planear durante kilómetros y kilómetros. Hay ocasiones en que tiene que hacerlo.
Entraron en la cabaña, sumida en la penumbra. El joven pasó al otro lado del mostrador situado cerca de la puerta. Cubría la pared un enorme mapa topográfico de la región. Sobre un receptor-transmisor había un cartel del Oso Smokey. Benny dio un golpecito a Karen en el brazo y señaló los rifles del armero colocado en la pared que quedaba frente a ellos.
—¿A dónde se dirigen? —preguntó el guardabosques.
—Esperamos llegar a la zona de los lagos del Triángulo.
—Hay buena pesca por allí. Aquí tengo una Guía para pescadores. —El muchacho desplegó un folleto encima del mostrador—. Este mapa es un poco impreciso.
—Nos reuniremos con unos amigos. Ellos llevan mapas topográficos de la región.
—Estupendo. Este les proporcionará una panorámica general, pero no es precisamente muy detallado. Aquí por ejemplo, hay un altozano bastante antipático. —Señaló con la punta del bolígrafo un sector del mapa en el que no había indicación alguna—. Parece un trayecto cómodo entre el Wilson y el Round, pero no se dejen engañar. Se trata de una subida bastante dura, que les llevará por lo menos una hora. Creo que los mapas topográficos les aclararán todos esos puntos.
Golpeó el mostrador a unos ocho centímetros por debajo del borde inferior del mapa.
—Bien. Ustedes están ahora aquí, más o menos. Querrán coger el camino del lago del Enebro. Hay tres kilómetros hasta ese lago. —Mientras garabateaba las indicaciones en el margen del mapa, dijo—: Será un sitio soberbio para pasar la noche. Por allí hay lugares de acampada formidables. Cuando reanuden la marcha, desde allí, no tendrán más que continuar por el mismo camino. Se bifurca en la cabecera del lago, donde verán un letrero que indica la ruta hacia los lagos del Triángulo. Sigan por ella. Aquí es donde entra en el mapa. —Trazó una línea a lo largo de la ruta. Rodeó el lago—. Ésta es Tully. Una preciosidad, una auténtica cascada en el extremo occidental. Cosa de tres kilómetros más allá, llegarán al lago de Parker. Un buen día de marcha, desde el Enebro. Yo de ustedes me quedaría en uno o en otro. Cuando hayan dejado atrás el Parker, afrontarán el puerto del Escultor. Tendrán que estar descansados a la hora de atacarlo. Es una ascensión de tres o cuatro horas: se sube hasta una altura de tres mil trescientos metros. Verdaderamente agotadora.
—¡Ufff! —exclamó Julie. El guarda forestal le sonrió.
—A mitad de la escalada, si eres como la mayoría de la gente, desearás estar en casa viendo un partido de béisbol. —Trazó varias líneas en zigzag en el mapa—. Encontrarás aquí una infinidad de vueltas y revueltas. Creerás que no se acaban nunca.
—Ya casi estoy agotada —dijo Karen—, sólo de oírlo.
—En lo alto se disfruta de una vista impresionante —le dijo el muchacho—. Y el aire es deliciosamente fresco. —Bajó la mirada de nuevo sobre el mapa—. Aquí, al bajar por la otra vertiente, encontrarán los lagos Mezquite. Les aconsejo que se los pasen por alto. Comprenderán lo que quiero decir cuando los vean.
—¿Las hoyas? —preguntó Julie.
—Eso es exactamente lo que son. —La línea de su bolígrafo señaló el camino—. El Wilson está a unos cinco kilómetros de los Mezquites, un paseo agradable, y es algo de fábula. Arboledas y sitios preciosos para acampar. —Trazó un círculo alrededor del lago Wilson—. Desde aquí, llegar a los Triángulos es coser y cantar. Si salen temprano del Wilson, llegarán allí hacia el mediodía.
—Parece formidable —dijo Scott.
—¿Se lo preparo para una ruta que comprenda el Enebro, el Parker, el Wilson y los Triángulos?
—Por mí, estupendo.
Cogió un impreso y empezó a rellenarlo con la información pertinente.
—Así que los sitúo en los lagos del Triángulo la noche número cuatro. ¿Cuánto tiempo permanecerán allí?
—Pretendemos estar por la región hasta el domingo próximo, con excursiones a base de marchas cómodas. Tal vez pernoctemos la noche del sábado en el Enebro.
El guardabosques lo señaló.
—Si quieren ver algún otro paisaje nuevo, pueden dar una vuelta siguiendo el camino del Postpile, por el sur de los lagos del Triángulo.
Marcó el recorrido, indicó los lagos que se encontraban a lo largo del mismo y explicó que el camino de regreso era más corto y, en su mayor parte, cuesta abajo.
—De modo que vamos a poner dos noches en los Triángulos, luego una en el Orejas del Conejo, otra más en el lago Tobash y, por último, vuelta al Enebro. —El guarda forestal puso del revés el impreso del permiso y lo empujó hacia Scott—. Por favor, ¿quiere leerlo y rellenar lo que falta?
Scott examinó el formulario. Puso su nombre y dirección, así como el número de integrantes de su partida. Firmó el impreso y pagó los derechos correspondientes al permiso. El guardabosques separó una parte del impreso y se la entregó.
—Muy bien, todo arreglado. —Señaló el cancel—. A cosa de cien metros, en esa dirección, encontrarán el camino.
—Gracias por su ayuda —dijo Scott.
—Para eso estamos. Buena excursión.
Todos manifestaron su agradecimiento y salieron de la cabaña.
—Bueno —dijo Karen—. Eso fue como la seda.
—Lo pesado empezará cuando nos carguemos las mochilas.
—Es un tío ordenado —manifestó Benny con entusiasmo—. ¿Visteis aquellos bonitos rifles?
—Tenía en ese armero un Winchester magnífico —comentó Scott.
—¿Crees que vive aquí todo el año? —preguntó curiosa Julie.
—Tendría que habérselo preguntado.
La chica se encogió de hombros.
—Supongo que bajará antes de que la nieve bloquee la carretera.
—Seguramente, el invierno será aquí arriba una hermosura —dijo Karen.
—Sí, en Navidad —añadió Benny. Se adelantó a los demás y luego dio media vuelta y regresó hacia ellos. Levantó las manos como un director de coro. Empezó a cantar, al tiempo que agitaba los brazos—: «¡Lánzate a través de la nieveeeee!».
—Olvídalo, Mitch —murmuró Julie.
Benny no le hizo caso y continuó con su canción hasta que ella le arrojó una piña. El proyectil rebotó contra la camisa del chico. Benny se echó a reír, dio media vuelta y cubrió a la carrera la distancia que faltaba para llegar al coche.
—¡Es tan infantil! —comentó Julie, como para sí.
Scott sonrió.
—Debe de ser cosa de familia. —Palmeó a Karen en la espalda—. ¿Crees que podrás soportarlo durante una semana?
—No será para tanto —repuso la mujer.
Cuando llegaron al automóvil, Scott abrió el maletero y sacó una mochila. Se le levantó el borde inferior de la camiseta al agacharse para dejar la mochila en el suelo. Karen vio la franja de piel desnuda y la cinta elástica de sus pantalones cortos. Recordó el comentario de Meg: «Espero que no tengas intención de tirarte a tu amigo». «Ya veremos —pensó—. Ya veremos».
Scott sacó las restantes mochilas, que fue apoyando contra el parachoques trasero. Tendió a Karen su sombrero de fieltro. Ella se lo puso y levantó la parte frontal del ala.
—Gabby Hayes —dijo Scott.
—Vaya, muchas gracias.
Cuando abría la bolsa Kelty para guardar la camisa, Karen oyó el ruido del motor de un coche. Alzó la vista hacia la sombreada carretera. Apareció una furgoneta, traqueteando sobre las rodadas y baches.
—¿Son ellos? —preguntó Benny.
—Sí —dijo Scott—. Parece que lo consiguieron.
El conductor, un hombre de coloradota cara de luna y calva coronilla, con una orla de pelo rojizo sobre las orejas, detuvo el vehículo junto al de Scott.
—¿Cómo es posible que hayáis llegado antes que nosotros? —preguntó al apearse.
—Hábil que es uno —contestó Scott.
Se estrecharon la mano.
—Karen, te presento a Arnold Gordon.
—Llámame Flash —dijo el hombre.
—Celebro conocerte —manifestó Karen, al tiempo que estrechaba la manaza de Arnold.
Fueron bajando los otros ocupantes de la furgoneta: un enjuto adolescente, de espesa cabellera pelirroja y rostro tan cubierto de pecas como el de su padre; una señora bajita y regordeta, con un corte de pelo estilo paje; dos niñas espigadas, que tendrían cosa de diez años. Aunque eran gemelas, vestían de modo distinto: una llevaba el pelo recogido en trenzas y la otra en cola de caballo. «Lo cual me permitirá diferenciarlas», pensó Karen.
Scott y Flash presentaron a todos. Karen repitió los nombres para sí y recurrió a la asociación de ideas para ayudar a la memoria. Flash Gordon era fácil. Nick fue Nick Adams, protagonista de Algo que tú nunca serás, un relato breve de Hemingway que Karen había dado en clase el curso pasado. Alice resultaba más difícil. Alicia, malicia, falicia… no, no. Bueno, tendría que trabajarlo más. Rose y Heather, flores. Cuidado, no se te ocurra llamarlas Tulipán y Diente de León. «Mi silvestre rosa irlandesa», brezo escocés. Recuerda que Rose lleva cola de caballo. Rosy, pony. El pony rojo. Con eso vale.
—… la carrera de las tres patas de la merienda campestre —decía Julie a Nick.
—Ah, ya me acuerdo —repuso el chico y se sonrojó—. Y el lanzamiento del huevo.
—Claro. Se rompió encima de ti.
Con una inclinación de cabeza, Nick pidió disculpas y fue a ayudar a su padre en la descarga de la furgoneta. Toda la familia llevaba mochilas Kelty de color rojo: dos enormes, como la de Scott, una ligeramente más pequeña para Alice, y un par de ellas de tamaño infantil para las niñas.
—Arnold me ha dicho que eres profesora —dijo Alice.
—Sí, cierto. De instituto.
—Nuestro Nick es un estudiante de primera. Saca sobresalientes en matemáticas y ciencias.
—Eso es estupendo.
—Yo también era de las primeras de la clase en matemáticas, cuando iba al instituto. Claro que de eso hace mucho tiempo. También proyectaba dedicarme a la enseñanza, pero entonces se presentó Arnold y no llegué a ingresar en la universidad.
La expresión desafiante de sus ojos hizo que Karen se sintiera incómoda. ¿Esperaba aquella señora una reprimenda por no haber acabado el bachillerato?
—A juzgar por el aspecto que tienen sus hijos —manifestó Karen—, acertó usted en la elección.
La dureza abandonó las pupilas de Alice, que, a su pesar, sonrió.
—Bueno, muchas gracias.
—Ya hemos sacado el permiso de excursión —comunicó Scott a Flash.
—¿Tienen algún retrete por aquí?
Scott indicó un cobertizo anidado entre las sombras de los árboles, a poca distancia de donde se encontraban.
—Muy bien, pandilla, a la letrina. Disfrutad de los servicios, señoras. Será la última vez, en una semana, que veáis el asiento de una taza de evacuatorio.
Alice le dedicó una mueca.
—Ordinario —dijo Rose, la de la cola de caballo.
Los ojos de Benny y Karen se encontraron. El chico parecía divertido.
Todo el grupo echó a andar hacia el edificio de piedra.
—¿Podemos dejar aquí tranquilamente todo el equipo? —preguntó Nick a su padre.
—¿Quién va a toquetearlo en este sitio?
—¿Qué tal la subida hasta aquí? —preguntó Scott.
—Ese camino de cabras de un solo carril es toda una puñeta. Faltó poco para que a la pobre Alice le diera un telele.
—¿Tropezasteis con un autocaravana del tamaño de un autobús?
—Tropezamos. Tuve que bajar en marcha atrás media montaña para que pudiera pasar. Una auténtica perrería.
—No fue muy divertido —convino Scott.
Nick observó a Julie, mientras la chica aguardaba fuera del cobertizo. Las gemelas no tardaron en salir y, entonces, Julie entró. Al cerrarse la puerta, Nick se dio media vuelta. Miró hacia los dos vehículos, para asegurarse de que nadie metía mano a las mochilas.
No se veía a nadie. Que supiesen, el valle estaba completamente desierto, con excepción de ellos mismos y el guarda forestal. Pero aquellos otros dos coches debían tener dueño, de modo que no estaba de más vigilar el equipo.
La última vez que había visto a Julie, sólo era una chica escuchimizada, un marimacho. Ahora tenía pechos y todo. Era tan guapa como una animadora de Sama, y acamparía con él durante toda una semana.
La idea puso a Nick muy nervioso. Si fuese poco atractiva, gorda o incluso fea, él se sentiría tranquilo junto a ella y lo pasaría bien. ¿Pero cómo iba a arreglárselas para comportarse con naturalidad teniendo cerca a Julie?
«Probablemente, ella se pasará la semana actuando como si yo no existiera. Seguramente será novia de algún jugador de fútbol americano. Enredará bastante, claro. Las chicas como ella siempre lo hacen. No les gustan los tipos como yo».
¿Y quién la necesita?
Sonó un portazo a espaldas de Nick. Giró en redondo. Julie se dirigía hacia su padre con grandes zancadas, esbeltas y bronceadas sus largas piernas, hundidas las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones cortos, visible el sostén blanco a través de la camiseta de manga corta. Miró a Nick, pero en seguida apartó la vista. Se le agitaba y ondeaba la melena al ritmo de sus pasos.
—A ver si se te van a salir los ojos de las órbitas —dijo a Nick su padre, que se le acercó por detrás.
El rostro de Nick se tornó rojo como la grana.
—No creo —balbuceó.
Se dirigieron a la furgoneta, caminando a bastante distancia de los otros.
—Desde luego, da gloria mirarla.
—Sí, no está mal.
—Conque no está mal, ¿eh? Es un bombón, y tú no eres ciego. Ahora, si yo fuese tú, me apresuraría a pegar la hebra con ella y tratar de ligármela.
—Sí, bueno…
—No querrás que esa chica piense que eres un estirado fardón de tres al cuarto.
—No lo soy.
Mientras se acercaba al coche, Nick vio a Julie levantar la mochila. Cogida por las hombreras, la depositó encima del maletero del Olds Cutlass de su padre. Sin soltarla, se dio media vuelta. Sus ojos fueron a encontrarse fugazmente con los de Nick, como si la chica quisiera estar segura de que él la observaba. Luego se inclinó hacia atrás, pasó un brazo por la correa de la hombrera, se contorsionó y repitió la operación con el otro brazo. Se echó hacia adelante. La mochila cayó sobre su espalda. Julie se enderezó y tiró de las correas, al tiempo que echaba atrás los hombros. Nick se sorprendió a sí mismo contemplando los pechos de la muchacha, que en aquel momento parecían más prominentes que antes.
Dio media vuelta y se dispuso a cargarse su mochila. Cuando volvió a mirar a Julie, la chica llevaba unas gafas de sol de aviador y una boina roja, con la que parecía una especie de miembro de comando.
Vaya gorra chillona, podía decirle. ¿Chillona? Pensará que soy un panoli. Es una gorra alucinante. Eso está mejor. Pero no dijo nada. Se limitó a coger su bastón de marcha.
—¡Eh! —exclamó Julie—. ¿Es un auténtico bastón de madera de endrino? —se interesó Julie, al tiempo que se acercaba a Nick.
El muchacho asintió, ruborizado ya.
—¿Puedo verlo? Vaya, es un primor.
Julie deslizó la mano por la pulimentada y nudosa vara.
—Lo traje de Irlanda.
—¿De veras? Nosotros hemos estado allí. ¿Dónde lo compraste?
—En una tienda de regalos que hay junto al castillo de Blarney.
—¿En serio? Estuvimos allí. En ese sitio, Benny compró una porra. ¿Artesanías de Blarney?
—Sí, es esa tienda.
Julie le devolvió el bastón.
—¿Besaste la piedra de Blarney? —preguntó.
—Claro.
—¿Qué te parecieron las escaleras para subir hasta ella?
—Tienen la tira de años.
Julie soltó una carcajada.
—Besar la piedra era cosa hecha, después de tanta escalera. ¿Conseguiste el don de la elocuencia, del pico de oro?
—No estoy seguro de que eso funcionara conmigo.
—Pongámonos en marcha de una vez —apremió su padre.
Julie se mantuvo al lado de Nick mientras caminaban para unirse al resto del grupo. Con Flash y el señor O’Toole a la cabeza, atravesaron una pradera. Nick vio por delante un letrero de tablas.
—¿Estuviste alguna vez por esta región? —le preguntó Julie.
—No, por aquí, no. Hemos estado en Mineral King, en Yosemite, en un montón de sitios. Y en algunas partes de la ruta de John Muir. ¿Por qué?
Julie sacudió la cabeza y su rubia melena ondeó al aire.
—Creo que es realmente estupendo ir a sitios en los que uno no ha estado nunca.
—Sí, es como explorar.
—Y uno nunca sabe lo que va a encontrarse allí.
Llegaron al camino, un sendero amplio y polvoriento que se adentraba en el bosque. El rótulo que tenía al lado informaba: AL LAGO DEL ENEBRO, TRES KILÓMETROS.
—Si a todo el mundo le parece bien —dijo el señor O’Toole—, pernoctaremos allí.
—Por mí, estupendo —dijo el padre de Nick.
La flecha señalaba hacia la izquierda. Emprendieron la marcha. Nick notó las correas satisfactoriamente ajustadas a los hombros. La mochila, aunque pesaba lo suyo, se adaptaba cómodamente a la espalda. El muchacho respiró hondo. El cálido aire olía a polvo, a flores, a pino… e incluso percibió un efluvio del perfume de Julie. La chica continuaba caminando junto a él.
No parecía eso tan desagradable, después de todo. Aquello podía resultar estupendo.