Se detuvieron en una estación de servicio de Fresno.
El padre de Julie bajó el cristal de la ventanilla y pidió al adolescente empleado que «llenase el depósito de súper sin plomo y echase un vistazo debajo de la capota».
En cuanto se abrió la ventanilla, el calor irrumpió en el automóvil. Julie se abanicó con el libro.
—Me parece que aprovecharé para ir al servicio —dijo Karen.
—Yo también —se sumó Benny.
Ambos se apearon.
—¿Y tú, Julie? —preguntó el padre.
—Esperaré a que vuelvan.
La chica los observó mientras caminaban bajo el resplandeciente sol hacia la parte lateral del edificio. Benny sonreía, hablaba y le hacía gestos a la mujer.
—Parece que a Benny le cae simpática de verdad —comentó Scott.
—Ya lo he notado.
La pareja desapareció al doblar la esquina del garaje.
—Creo que a ti también te gustará…, si le das media oportunidad.
—¿Qué he hecho? —protestó Julie.
—Es tu actitud.
—No puedo evitarlo, si no me vuelve loca de entusiasmo. ¿Qué se espera que haga, besar el suelo que pisa?
—No tienes por qué recurrir al sarcasmo.
—Yo no la invité a venir con nosotros.
—Bueno, la invité yo, y me alegraría mucho que os llevaseis bien. Te has portado fatal toda la mañana.
—Me siento fatal.
Se le formó un nudo en la garganta. Tuvo la repentina impresión de que podía estallar en lloriqueos de un momento a otro.
El padre volvió la cabeza.
—¿Qué te pasa, tesoro? —preguntó en tono cariñoso.
—Nada.
—Vamos, ¿de qué se trata?
—No sé siquiera por qué tenía que venir. —Las lágrimas llenaron sus ojos. Miró por la ventanilla a los surtidores de gasolina—. Debí quedarme en casa con Tanya. No quieres que vaya con vosotros.
—Claro que quiero que vengas con nosotros.
—No. Ya tienes a Karen. No nos necesitas ni a Benny ni a mí.
—Mira, si quisiera estar a solas con Karen, ¿habría insistido tanto en que nos acompañaseis? No me hubiera costado nada dejaros en casa, pero quería que Benny y tú vinieseis. Rayos, sin vosotros dos, la excursión no sería ni la mitad de divertida. Venga, venga, levanta ese ánimo, muchachota. Una sonrisita para papá.
Julie se secó los ojos, pero ni siquiera intentó sonreír.
—Vamos.
El chirrido de un rodillo hizo que los ojos de la chica se proyectasen sobre el joven empleado de la gasolinera. El muchacho le sonrió a través de la ventanilla mientras eliminaba el agua sucia del cristal.
—Ahí vienen —anunció el padre—. ¿Por qué no vas tú ahora?
Tras asentir con la cabeza, Julie abrió la portezuela.
Se apeó y anduvo hacia la parte posterior del automóvil.
—Está detrás del edificio —informó Karen cuando se cruzaron.
—Gracias.
Mientras se alejaba, Julie volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Sus ojos tropezaron con los del muchacho, que en aquel momento limpiaba el parabrisas. Le sonrió y continuó su camino.
El calor puso gotas de sudor en su frente. Se preguntó si el chico estaría contemplándola, admirando su figura y el aspecto que ofrecía vestida con la camiseta de manga corta y los ceñidos pantalones cortos de color blanco.
El retrete era sombrío y sofocante. Hizo sus necesidades rápidamente. En el lavabo, se mojó la cara con el agua tibia que salía del grifo y se miró en el espejo. Un círculo rojizo, consecuencia de las lágrimas, rodeaba sus ojos. Llevaba el pelo un poco desordenado. Le hubiera gustado tener un peine a mano. Se arregló la cabellera pasándose los dedos y atusándosela por los lados. La camiseta de manga corta parecía estarle grande, como un saco. Se desabrochó el pantalón e introdujo los faldones de la camiseta bajo la cinturilla. Volvió a contemplarse. La camiseta, más ceñida ahora, se tensaba sobre los pechos y los hacía resaltar. El encaje blanco del sujetador resultaba claramente visible a través de la tela de la camiseta.
Sonrió a la imagen que reflejaba el espejo. Se dedicó un guiño. Luego salió de los aseos a la rutilante claridad solar.
El coche continuaba ante los surtidores, pero el empleado se había retirado. Lo vislumbró al otro lado de la cristalera del despacho. Al llegar al automóvil, apoyó las manos en el borde de la abierta ventanilla de Karen y miró adentro.
—¿No podríamos tomarnos unos refrescos, Coca o algo así, papá?
—¡Sí! —se animó Benny.
—Eso es cosa mía —se brindó Karen—. Yo invito.
—No —dijo el padre—. Eso es…
—Insisto. —Karen sacó el billetero de su bolso de mano. Tras un momento de búsqueda, concluyó—: Me parece que no tengo suelto —y le dio a Julie un billete de cinco dólares—. ¿Por qué no coges unas bolsas de patatas fritas o cualquier cosa por el estilo que tengan por ahí?
—Voy contigo —dijo Benny, y saltó fuera del automóvil.
—¿Tú qué quieres, papá?
—Soda de raíces o Coca.
—¿Karen?
La mujer le sonrió.
—Mountain Dew o Dr. Pepper. Si no tienen ninguna de ellas, cualquier refresco de cola.
Benny se adelantó a su hermana rumbo al edificio y se plantó delante de la máquina expendedora de refrescos. Con un hormigueo de excitación, disfrutando por anticipado de su iniciativa, Julie respiró hondo y entró en el despacho.
—¡Hola! —saludó al joven empleado, que estaba detrás del mostrador.
El muchacho se puso en pie y se apartó de la frente un mechón de pelo castaño.
—¡Hola! ¿En qué puedo servirte?
Julie le tendió el billete.
—¿Podrías cambiármelo en monedas para la máquina?
—Faltaría más —sonrió el chico. Se apoyó en el mostrador. Al tiempo que alargaba el brazo, sus ojos descendieron del rostro a los senos de Julie, para terminar el trayecto en el brazo extendido de la chica. Tomó el billete. Dijo—: Necesitarás monedas de veinticinco centavos. —Abrió un paquete nuevo y volcó las monedas en un cajetín de la caja registradora. El parche cosido encima del bolsillo de la camisa rezaba: TIM. Preguntó—: ¿Eres de por aquí?
—De Los Ángeles. Vamos camino de las montañas.
—¿Sí? ¿De acampada?
—Una excursión por los alrededores del cerro Negro.
—¿En serio? He estado allí. Es una zona verdaderamente preciosa. —Contó las monedas de cuarto de dólar y las fue depositando de cuatro en cuatro en la palma de Julie. Los dedos del joven rozaron la mano de la chica en dos o tres ocasiones…
—Gracias, Tim.
El muchacho inclinó la cabeza, radiante su expresión.
Julie dio media vuelta y entregó, a su vez, las monedas a Benny.
—Toma, encárgate de sacar las cosas. ¿Sabes lo que quiere cada uno?
—Claro.
Con las monedas bien cogidas, Benny se acercó a la máquina de refrescos. Julie se puso de nuevo cara a Tim.
—¿Trabajas aquí continuamente? —preguntó.
—Siempre que puedo. Mi padre es el dueño.
—Debes de pasar un calor horrible.
—Ah, uno se acostumbra.
—Creo que yo no podría acostumbrarme.
—Tampoco es tan duro. —El joven dio la vuelta al mostrador y se sentó en el borde. Observó las piernas de Julie y comentó—: Tienes un bronceado muy bonito.
—Gracias.
—Apuesto a que, como vives en Los Ángeles, vas mucho a la playa y eso.
—Sí. —Julie consideró la conveniencia de explicarle que en el patio de su casa tenían una piscina. Pero pensó que posiblemente Tim creyera que fanfarroneaba. Así que dijo—: La verdad es que me gusta mucho el mar.
—Aquí tenemos el río —dijo Tim—, y unos cuantos lagos. Suelo ir a Millerton o al Llano del Pino. No están lejos. Cogemos una barca cuando… —Un doble timbrazo le interrumpió. Miró por la ventana. Una camioneta se detenía junto a los surtidores. El chico dejó escapar un suspiro de decepción, que complació bastante a Julie, y se apartó del mostrador—. Bueno, he de ir a atender a ése. Que tengas buen viaje. Si la ocasión se te presenta, haz un alto aquí cuando volváis.
—De acuerdo. Adiós, Tim.
El muchacho salió del despacho. Antes de llegar a la camioneta, miró por encima del hombro y agitó la mano. Julie correspondió a la despedida de igual modo.
Benny había dejado en el suelo las cuatro latas de refresco, a fin de tener las manos libres. Pulsó un número en la máquina de chucherías comestibles. Al otro lado del cristal, se levantó una abrazadera y dejó caer en la bandejita exterior una bolsa de patatas asadas a la parrilla.
Julie recogió las frescas y húmedas latas de bebida. Benny se hizo cargo de las cuatro bolsas de patatas y Fritos. Abandonaron el local.
Ante la portezuela del coche, Julie miró a Tim, que alzaba la capota de la camioneta.
—Hasta pronto —dijo.
—Paraos aquí otra vez —respondió el joven.
Julie subió entonces al automóvil. Distribuyó los refrescos, depositó las monedas sobrantes en la mano de Karen y le dio las gracias.
Cuando se alejaban, la chica miró por el espejo retrovisor. Tim secaba con un trapo rojo la varilla de un indicador de nivel.
—Parece un joven simpático —comentó Scott.
—Su padre es el dueño de la estación de servicio —informó Julie.
—¿Ah, sí? Le sometiste a un tercer grado, ¿eh?
—No le sometí a ningún tercer grado. Charlamos un poco, nada más.
—Chorradas y camelos —dijo Benny.
—Parece ser de la misma edad que Nick —continuó Scott dirigiéndose a Julie.
—¿Nick?
—El hijo de Flash. ¿No te acuerdas de él? El que nos acompañó en aquella merendola campestre.
—Ejem…
—Bueno, eso fue hace cinco o seis años. Creo que fue tu compañero de equipo en la carrera de las tres patas.
—¡Ah, ése! —Julie sonrió—. Ganamos. ¿Es hijo del señor Gordon?
—Sí. Ahora tiene diecisiete años.
—¿Ah, sí?
Quizá no iban a ser unas vacaciones tan infectas, después de todo.
—¡Ay! —gritó Heather, y se agarró el dorso de la mano.
—Rase, no seas bruta y juega limpio.
—Tampoco le di tan fuerte.
Alice Gordon dirigió a su hija una mirada de reproche, fruncido el ceño. Pensó en la conveniencia de poner fin al juego, pero Heather ya había escondido la mano a la espalda, lista para continuar.
—Uno, dos, tres —contó Rose. Su mano abierta salió disparada.
Simultáneamente, Heather sacó la suya a la vista, con dos dedos extendidos.
—¡Ajá! ¡Las tijeras cortan papel!
Rase presentó la mano. Heather la sacudió con todas sus fuerzas y quedaron en paz.
—No me has hecho daño —provocó Rose.
Se aprestaron a otra vuelta.
—Uno, dos, tres —recitó Rose.
Heather sacó otra vez la mano con los dos dedos figurando ser unas tijeras. Cuando la de Rose surgía abierta hacia adelante, la niña la cerró, convirtiéndola en un puño.
—La piedra rompe las tijeras —declaró.
—¡Eso es trampa! —protestó Heather—. ¿Verdad que ha hecho trampa, mamá? ¿Verdad que lo has visto? ¡Era papel!
Nick volvió la cabeza para mirar por encima del asiento.
—¿Ya ha vuelto Rose a pegártela?
—¡Sí! —estalló Heather.
—Creo que ya está bien de ese juego —decretó Alice—. ¿Por qué no buscáis otro mejor? Las veinte preguntas o el verdugo.
—¡Tengo que darle una palmada! —protestó Heather—. ¡Era papel!
—Se acabaron los manotazos.
—¡Pero yo gané!
—¡Niñas! —saltó Amold. Iba conduciendo y no volvió la cabeza—. Obedeced a vuestra madre.
—¡Pero, paaaaapá!
—Ya me has oído.
Heather concentró en un suspiro su creencia de que el mundo era injusto. Miró a Rose con los ojos entornados.
—¡Tramposa!
Con una sonrisa que pretendía expresar la enormidad de su sufrimiento, Rose le ofreció la mano.
—Anda, sacúdeme esa palmada.
—¿Puedo, mamá?
—¿Y a mí qué me importa? Hazlo. Luego, quiero que encontréis algo mejor que hacer.
Heather bajó la mano como un látigo. Pero Rose apartó la suya con celeridad, no sólo eludiendo el golpe, sino también propinando otro al dorso de la diestra de Heather, cuando descendía.
—¡Eh!
Rase soltó la carcajada. Nick hizo lo propio. Heather pellizcó a su hermana en la rodilla.
—¡Basta! —gritó Alice—. ¡Ya está bien!
—Me parece que estáis haciendo méritos para que detenga el coche y os zurre la badana —amenazó Amold.
—¡No! —gimió Heather.
—Seremos buenas —añadió Rase—. Prometido.
—Está bien. Ahora, haced lo que os dice vuestra madre y jugad a algo tranquilo.
—Mejor todavía —intervino Nick—, echad una cabezadita.
Rose elevó los ojos al techo.
—¿Falta mucho para llegar?
—Un par de horas, aproximadamente —le informó Arnold.
La idea de descabezar un sueñecito sedujo realmente a Alice. Tomó el cojín situado en el espacio entre ella y Heather, lo mulló y se lo colocó detrás de la cabeza.
Se puso cómoda apoyada contra él y cerró los párpados. Las gemelas empezaron a discutir en voz baja si jugaban o no al verdugo. Alice percibió un rumor de papel. Bueno. Eso las mantendría alejadas de las diabluras durante un cuarto de hora.
Se preguntó si se le habría olvidado a Arnold, antes de salir, graduar el dispositivo del reloj automático de la lámpara. Claro que preocuparse de ello era inútil. Si se le había olvidado, ya era demasiado tarde para que tuviese remedio.
Su pensamiento derivó hacia la última vez que vio a Scott O’Toole. Habían salido a cenar y a jugar al bridge. Scott la piropeó, haciéndose lenguas de lo guapa que estaba con su permanente. Eso debió de ser hacía más de un año, casi dos. ¿Cómo pudo separarse June de un hombre como aquél? Sin duda hubo algo más de lo que aparecía a simple vista. Tal vez Scott tenía sus ligues secretos. Desde luego, oportunidades no le faltarían, ya que estaba ausente la mitad del tiempo. Y algunas auxiliares de vuelo… Todo el mundo sabe cómo son. June no es de las que se quedan atrás, competente en todos los aspectos, ya nos entendemos, pero un tipo como Scout constituye todo un regalo del cielo para cualquier corazón solitario femenino. Las tentaciones se sucederían ante él. Y es preciso ser un hombre de voluntad fuerte para resistirlas.
Gracias a Dios, Arnold dejó de volar. Puede que tuviese que trabajar por la noche, cuando no podía eludir el compromiso de algún turno, pero al menos volvía a casa y dormía en su propia cama, y no sólo en hoteles de todos los puntos del país. Para él sería estupendo contar con el prestigio y el salario de piloto, pero ella prefería tener disponible a su marido. Congeniaban, se llevaban muy bien, a Dios gracias, y ella no tenía que estar siempre preocupada.
A la pobre June, la preocupación debía de estar matándola, siempre con el temor de que Scott hubiese caído o cohabitara con alguna otra muchacha. ¿Cómo se llamaba aquél…, Jack? No, Jake, Jake Peterson. Mantenía otra familia en Pittsburgh. Debió de ser una conmoción de espanto para su esposa… para ambas esposas.
Y ni siquiera era mormón. No es que eso hubiera justificado el engaño, pero… Las reflexiones de Alice se fueron difuminando, para desaparecer cuando el sueño se apoderó de ella.
En alguna época remota, aquella carretera tuvo un piso bien asfaltado, pero las nieves del invierno, el deshielo de la primavera y el sol del verano habían quebrantado el asfalto, hasta dejarlo convertido en una ruina polvorienta. El coche traqueteaba sobre rodadas, baches y socavones mientras Scott lo conducía despacio cuesta arriba. Por delante de ellos, tras doblar una curva, apareció un Volkswagen.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Karen.
—Es pequeño —Scott desvió el automóvil a la derecha hasta que las ramas de los árboles arañaron la parte lateral de la carrocería. Se detuvo.
—Espero que tenga cuidado —articuló Karen. Su mano se aferraba al brazo del asiento.
—Si no lo tiene —comentó Scott—, va a disfrutar durante unos segundos de un emocionante paseo por el filo del precipicio.
La muchacha que ocupaba el asiento contiguo al del conductor del Volkswagen asomó la cabeza por la ventanilla. Bajó la vista y, al parecer, se dedicó a observar el avance del vehículo. Scott imaginó que, desde la perspectiva de la joven, el descenso a pico sin duda le parecería un abismo sin fondo. Al cabo de un momento, la muchacha retiró la cabeza al interior del coche y le dijo algo al conductor.
El Volkswagen se fue acercando poco a poco. El joven barbudo que iba al volante sonrió a Scott cuando pasaba despacio junto a él.
—Un día estupendo —comentó.
—Sí —convino Scott—. ¿Falta mucho para el cerro Negro?
—Tardará una hora en llegar.
—¿Mejora la carretera por ahí arriba?
—No. Además, le advierto que, a cosa de kilómetro y medio, por detrás de mí, viene un autocaravana.
—Gracias por el aviso.
—Que lo pase bien, amigo.
—Igualmente.
El Volkswagen terminó de cruzarse con el coche de Scott, se fue hacia el centro de la calzada y aceleró la marcha, provocando una nube de polvo.
—¿Una casa rodante? —preguntó Karen. Parecía sentirse mal.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió Julie desde la parte posterior.
—Supongo que tendremos que encontrar algún punto donde se ensanche la carretera, antes de que ese vehículo aparezca.
—No hay problema. ¿Verdad, papá? —dijo Benny.
—No pasa nada —confirmó Scott, y puso en marcha el automóvil. Condujo lentamente, mientras buscaba un lugar donde apartarse. Por delante, la carretera se doblaba en una curva cerradísima. La tomó bien. Al otro lado, se vieron con el precipicio a su derecha: un despeñadero cuya ladera descendía poco menos que a plomo.
—Tal vez sí que tengamos que sudar un poco —reconoció Scott.
Apretó el acelerador. El automóvil traqueteó y pareció transmitir sus quejas mediante sacudidas. «Quizá debí actuar sobre seguro», pensó Scott. «Es posible que hubiera sido mejor parar antes de la curva».
Pero ahora ya estaba hecho. La extensión de carretera que veía ante sí no daba pie al optimismo. Por la izquierda, la falda de la montaña se alzaba en pendiente casi vertical, sin ofrecer espacio alguno para salirse de la calzada. A la derecha, apenas había un metro entre el asfalto y el borde del precipicio. Incluso aunque aparcase en la misma orilla del barranco, Scott dudaba de que quedase espacio para que un vehículo de recreo pudiera pasar.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Karen.
—Si lo peor aún tiene que venir, siempre nos queda el recurso de dar marcha atrás.
—Oh, maravilloso.
El pie de Scott se levantó del pedal del acelerador cuando el autocaravana surgió en el centro de la carretera, descendiendo directamente hacia ellos. Con movimiento reflejo, Scott giró el volante como si se aprestara a dispararse sobre el vehículo que se les acercaba. Su coche se mantuvo sobre la calzada. Scott pisó el freno y empezó a detenerse.
La casa rodante se desvió hacia la pared de la montaña y se inmovilizó allí, dejando bloqueados dos tercios de la carretera. Por la ventanilla de la parte del conductor apareció un brazo. La mano se agitó, indicando a Scott que avanzase.
—¿Podrás pasar? —preguntó Karen.
—Desde luego —aseguró Scott—. Aunque, para mayor seguridad, quiero que os apeéis. —Miró por encima del hombro—. Todo el mundo abajo.
—Yo no tengo miedo —dijo Benny.
—Sin discutir.
A la vez que soltaba un suspiro, Benny abrió la portezuela. Cuando el chico, Julie y Karen estuvieron fuera del vehículo, Scott se soltó el cinturón de seguridad. El trío caminó por delante de él. Karen inclinó la cabeza y dijo algo al hombre que iba al volante del vehículo de recreo. Al llegar a la parte posterior de éste, se pararon y dieron media vuelta para contemplar la maniobra. Karen apoyó un pie fuera de la calzada y clavó la mirada en el neumático del lado derecho de su coche. Tenía los labios apretados en tensa mueca. Se secó las manos en la parte lateral de las perneras de su pantalón de pana.
Mientras avanzaba centímetro a centímetro, Scott se dijo que aquella escena debía de resultarle a Karen realmente terrible. Sabe que nadie está exento de sufrir un accidente. Tres años antes, se libró por puro milagro de morir en un choque de automóviles en el que falleció su novio.
Con los dedos de la mano izquierda cerrados sobre la palanca del cierre de la portezuela, Scott continuó deslizándose a lo largo de la casa rodante, despacio, muy despacio. Aunque comprendía que, si el coche empezara a caer por el precipicio, él no tendría tiempo de abrir la portezuela y saltar.
En principio, no, de todas formas. Pero quizá dispusiera de un segundo antes de que el automóvil se precipitase barranco abajo.
Lanzó una ojeada a Karen. La mujer se cubría la boca con una mano. Benny parecía tranquilo. Julie estaba agachada, con las manos en las rodillas y la vista en la rueda delantera derecha.
De chico, Scott había ido muchas veces con su padre a practicar la pesca en las aguas heladas del río San Lorenzo. En ocasiones, el hielo crujía y chirriaba bajo el peso de la camioneta que conducían. Siempre llevaban abiertas las puertas, por si acaso había que saltar a toda prisa. Todo el mundo lo hacía, cuando conducían por el río. Todo el mundo, salvo los imbéciles.
Deseó en aquel momento llevar la portezuela abierta. Una precaución insignificante, pero que podía salvarle la vida a uno.
El morro de su automóvil ya había llegado al extremo del autocaravana. Resistió la apremiante urgencia de aumentar la velocidad y mantuvo su lento avance hasta que rebasó al otro vehículo. De inmediato, giró el volante hacia la izquierda y se detuvo en el centro de la carretera.
Benny fue el primero en subir.
—¡Vaya, papá, fue por un pelo!
—Pan comido —faroleó Scott, y, con el dorso de la mano, se secó el sudor del labio superior.
—Espero que no tengamos que pasar otra vez por esta prueba —deseó Julie.
Karen se derrumbó en el asiento y apoyó las rodillas en el tablero. Se quedó mirando al frente con fijeza. Sus labios formaban una delgada línea recta.
Scott levantó la mano y le acarició la parte lateral del cuello.
—¿Te encuentras bien?
—Creo que sí —murmuró Karen.
Al final de otro sinuoso puerto, la carretera rodeó la falda de una montaña para desembocar en un valle alto y cubierto de arbolado. El sol iluminaba un letrero, bastante deteriorado por los elementos atmosféricos, que informaba: AL PUESTO DEL GUARDABOSQUES, NUEVE KILÓMETROS.