—Los ofrecí en sacrificio, Ettie.
La mujer contempló los cuerpos desnudos del joven y de la muchacha que yacían uno al lado del otro delante de la tienda. El hombre estaba boca abajo y una espantosa herida cruzaba la parte posterior de su cuello. La mujer, tendida de espaldas, aparecía magullada y desgarrada. Ettie vio señales de mordiscos en la boca y la barbilla, en el hombro y en los senos. El pezón izquierdo había desaparecido por completo.
—A él lo sacrifiqué con un hacha —explicó Merle, al tiempo que se frotaba las manos en las perneras de los pantalones vaqueros y se esforzaba en sonreír—. A la moza, simplemente la estrangulé.
—Según parece, hiciste algo más que eso —murmuró Ettie.
—Era muy bonita.
—Merle, tienes menos sesos que un mosquito.
El hijo tiró hacia abajo la visera de su descolorida gorra de los Dodger, para ocultar los ojos.
—Lo siento —silabeó.
—¿Qué vamos a hacer contigo?
Merle se encogió de hombros. Aplicó a una piña la puntera de sus zapatillas de tenis.
—Tú también lo haces —argumentó.
—Sólo cuando Él me habla.
—Él me habló a mí, Ettie. De verdad. Sinceramente, yo jamás lo hubiera hecho, pero Él me pidió que lo hiciera.
—¿Seguro que no se trataba de que estabas caliente y nada más?
—No, señora. Él me dirigió la palabra.
—Te vi ayer espiar a esta pareja. Se me pasó por la cabeza el temor de que llevases a cabo una faena como ésta, pero soy tan tonta que confié en ti. Debí tener mejor juicio. —Fulminó a Merle con la mirada. La visera se levantó momentáneamente para mirar a la mujer. Luego volvió a bajar—. ¿Qué me prometiste?
—Ya lo sé —musitó Merle—. Ya te he dicho que lo siento.
—¿Qué me prometiste? —repitió Ettie.
—No volver a hacerlo sin pedirte permiso.
—Pero, a pesar de ello, lo hiciste.
—Sí, señora.
—Por culpa de ello, las cosas se nos van a poner muy difíciles, Merle.
Ettie captó una tenue sonrisa bajo la sombra de la visera.
—De todas formas, no puedes liquidarme.
—Borra de tu cara esa sonrisa imbécil.
—No es tan grave, Ettie. Ya he registrado sus cosas. No tenían permiso de fuego.
—¿Y qué?
Merle se echó hacia atrás la gorra. Ya no le asustaba la mirada de Ettie.
—Si se hubiesen encontrado con un guardabosques, tendrían ese permiso y habrían dicho a dónde iban. Pero no vieron a ningún guardabosques. De modo que éstos ni siquiera saben que la pareja anduviese por aquí.
—Bueno, ya es algo.
—Incluso aunque alguien sepa que salieron de excursión, nadie tiene idea de por dónde hay que buscarlos. Así que nos limitaremos a enterrarlos, nos llevaremos sus cosas a la cueva y no nos pasará absolutamente nada.
Ettie suspiró, se cruzó de brazos y contempló los cadáveres.
—Por si acaso, prepararé un sortilegio para mantener alejadas a las posibles partidas de búsqueda.
Merle pareció dubitativo.
—Quizá sea mejor que me encargue yo.
—Aún puedo conjurar círculos a tu alrededor, muchacho, no lo olvides. Si escapamos sanos y salvos de Fresno, no fue gracias a ti. Si hubieras tenido el suficiente sentido común para traerme lo que necesitaba…
—Me vieron.
—No te habría costado ni medio minuto —dijo Ettie. Merle se mantuvo silencioso mientras ella se arrodillaba junto al cadáver del muchacho. Se desató la bolsa de cuero que llevaba al cinto y la abrió—. Nunca debí enseñarte las Fórmulas.
—No digas eso, Ettie.
—Para nosotros es una fuente inagotable de dificultades continuas.
Envolvió entre sus dedos un mechón de pelo y lo arrancó del cuero cabelludo del hombre. Lo apretó contra el áspero desfiladero que formaba el cuello del cadáver debajo de la nuca. Una sangre espesa recubrió las hebras de pelo. Ettie las retorció para formar un bramante, le hizo un nudo en el centro y lo echó dentro de la bolsa. Después alzó una de las manos del muchacho. Tenía las uñas comidas hasta la yema de los dedos. Ettie desenvainó su cuchillo, apoyó la hoja en la cutícula del dedo índice del muerto y le arrancó toda la uña. La dejó caer dentro de la bolsa y se acercó a la chica.
En cuclillas junto al cadáver, le arrancó un rizo de pelo. Oprimió el seno de la joven para que aflorase más sangre y mojó el pelo en ella. Hizo un nudo en el pegajoso rizo. Lo soltó dentro de la bolsa y luego cogió una mano. El esmalte de uñas estaba cuarteado. Una de las uñas aparecía rota, pero las demás eran largas y estaban bien manicuradas. Cortó las puntas de cuatro, se las puso en la palma de la mano y, finalmente, las impulsó al interior de la bolsa.
—Ya ves, esto es todo lo que hace falta —dijo, y levantó la cabeza para mirar a Merle—. En treinta segundos lo hubieras podido coger, lo que nos habría permitido preparar un excelente encantamiento y aún estaríamos en Fresno. Ni siquiera hubiese sido preciso que tomaras sangre. Habría bastado con que tuvieses el suficiente buen sentido como para llevarme uñas y pelo. Y yo habría contado con la esencia necesaria para cubrimos.
—Yo, aquí, estoy muy a gusto —murmuró Merle.
—Pues yo no. —A Ettie le crujieron las rodillas al ponerse en pie—. Me encantan las comodidades materiales, Merle. Una buena comida, una cerveza fresca, los vestidos bonitos y la cama blanda.
—Y los hombres —añadió Merle, con un conato de sonrisa.
—Eso es verdad. —La mujer guardó el cuchillo en su funda de la parte lateral del vestido y procedió a atarse la bolsa al cinto—. Me privaste de todo eso a causa de tu negligencia y lascivia.
—Ya te lo dije, Ettie. Él me habló.
La mujer no le creía.
—Deja ya de quitarte de encima la culpa, Merle. Encárgate de enterrarlos y de llevar luego sus cosas a la cueva. Antes de que anochezca, volveré para cerciorarme de que lo has hecho y de que este sitio tiene todo el aspecto de que nadie ha estado jamás en él. ¿Entendido?
—Sí, señora.
—Y si alguna vez se te ocurre ofrendar otro sacrificio, sin informarme previamente, serás el jovencito más triste y desdichado que jamás caminase sobre dos piernas.
Merle clavó la vista en sus pies.
—Sí, señora.
Ettie lo dejó allí y se alejó a lo largo de la rocosa orilla. En el estrecho regatón del extremo sur del lago, donde caía chapoteando la corriente del Mezquite Superior que lo alimentaba, Ettie se agachó, tomó agua en el hueco de las manos y se la llevó a la boca. Llevaba un mes allí y aun no podía resistir la tentación de saborear aquel agua tan fresca y agradable. Costaba trabajo creer que hubiese un agua tan estupenda. Se daba cuenta de que la echaría de menos cuando, en septiembre tuvieran que marcharse. Aunque no echaría en falta ninguna otra cosa: ni el tórrido vapor que desprendían las piedras, ni los mosquitos, ni el viento que se pasaba toda la noche soplando, a veces tan ruidosamente que no había forma de conciliar el sueño, ni el frío que se abatía sobre el lugar tras ponerse el sol, ni la dureza del suelo donde se echaba a dormir. Se alegraría de dejar todo eso a su espalda. Pero no el agua.
Abrió la bolsa de lona de la cantimplora y sacó el recipiente de aluminio. Desenroscó el tapón de la cantimplora y la puso boca abajo. El agua que contenía borboteó al caer. Sostuvo la vacía cantimplora debajo del borde de una roca cubierta de musgo y la aguantó con firmeza mientras el líquido entraba en la vasija y se derramaba sobre la mano. Cuando la cantimplora empezó a rebosar, Ettie le puso de nuevo el tapón y la guardó en la bolsa de lona. Mientras se levantaba, notó contra la cadera aquel peso agradable.
Sin apartarse de la corriente, ascendió por las grisáceas losas de granito que llevaban a la cumbre que separaba ambos lagos. Se volvió lentamente, para explorar las laderas que se elevaban por encima de ella. Dirigió luego la escudriñadora mirada hacia el sendero que descendía desde el puerto del Escultor, más allá del extremo septentrional del Mezquite Inferior. De vez en cuando, cada cuatro o cinco días, algún que otro grupo de excursionistas transitaba por allí. No solían quedarse. Hasta ayer, cuando aquellos dos decidieron acampar. Y Merle hizo su gracia.
Condenado Merle. ¡Mierda, maldito sea!
El camino estaba ahora desierto. Lo más probable era que, si alguien apareciese por allí, no lo haría hasta la tarde. El paso representaba tres horas de penoso ascenso, desde el lago próximo, en dirección este, por lo que Merle dispondría de tiempo de sobra para arreglar el desaguisado cometido. Además, estaba el conjuro…
Ettie subió a la superficie horizontal de un peñasco y se soltó el cinto con todo el equipo. Tras depositarlo a sus pies, se desabotonó el ajado y deforme vestido. Se lo quitó, pasándoselo por encima de la cabeza. Con excepción de los calcetines y las botas, se quedó completamente desnuda. Notó sobre la piel el beso de los rayos del sol, la caricia suave de la brisa. El aire olía a calor. A agujas de pino abrasadas, a piedra recocida.
Se inclinó hacia adelante y extendió el vestido sobre la piedra berroqueña. Después, se sentó encima. A través de las delgadas capas del tejido, la roca era dura y áspera. El calor atravesaba la tela, le mordió las nalgas mientras se quitaba las botas y los húmedos calcetines.
Cuando se hubo descalzado del todo, soltó la bolsa de cuero atada al cinturón. Cruzó las piernas y continuó sentada allí, arqueada la espalda y la vista al frente. Cogida con ambas manos, levantó la bolsa y se la acercó al esternón.
—Al fondo de las tinieblas —musitó— envío y encomiendo el espíritu de mis enemigos. Que su naturaleza esencial se sumerja en la oscuridad, de forma que todo rastro de su presencia quede desterrado de esta cañada para que quienes los busquen no tengan motivo alguno que les induzca a entrar aquí.
Inclinó la cabeza y desató los lazos de la bolsa. Extrajo el ensangrentado rizo y se lo puso en la boca. Lo masticó despacio, hasta convertirlo en un terrón pastoso, y se lo tragó. Hizo lo mismo con el otro mechón de pelo. Tomó un trago de agua de la cantimplora para ayudarlas a bajar hasta el estómago. Después reunió en la palma de una mano los trozos de uña que había cortado, se los llevó a los labios y se los comió. Bebió un poco más de agua.
La aspereza y el calor de la roca atravesaban la tela del vestido. Los extremos de la cabellera se le pegaban al estómago, densos, recios, amazacotados.
Pero ya estaba hecho.
Sonrió. Levantó la cantimplora y empezó a derramar el agua fresca sobre su cabeza. Se le deslizó por la cara y por los hombros. Corrió espalda abajo. Se derramó encima de los senos, goteó desde la punta de los pezones, resbaló por su vientre y por los costados. Desplazó la cantimplora para que el agua cayese encima de sus piernas cruzadas, sobre la ingle. Suspiró al sentir el contacto helado del líquido.
La cantimplora se vació mucho antes de lo que Ettie hubiera deseado.
Contempló la resplandeciente superficie azul del Mezquite Superior. ¿Por qué no? Se merecía aquel placer. Dejó sus cosas donde estaban y avanzó hacia la orilla, dando saltos sobre las candentes peñas. Se metió en el agua, entre jadeos y estremecimientos, y vaciló apenas unos segundos antes de zambullirse de cabeza.