Meg entró tambaleándose en la sala de estar, con el cinturón del salto de cama colgado del brazo.
—¡Por todos los santos, corazón! ¿Qué hora es?
—De noche —repuso Karen.
—Dime una cosa. Por Cristo, dímela. ¿Llamas a eso vacaciones?
—Desde luego.
—Sí, supongo que eres muy capaz. —Se dejó caer en una butaca, enganchó una pierna sobre el mullido brazo tapizado y alargó la mano hacia un paquete de cigarrillos—. ¿A qué hora pasará a recogerte?
—A las cinco y media.
—Ufff. ¿Preparo un poco de café?
—No, no quiero tener que aguantarme luego las ganas de hacer pis.
—Mierda. Con el coche lleno de críos, tendréis que parar cada cinco minutos.
Meg encendió un pitillo.
—No son exactamente críos —especificó Karen—. Julie tiene dieciséis años. Benny, trece o catorce.
—Peor me lo pones. Por Cristo, muchacha, no sabes dónde te metes.
—Son buenos chicos.
Karen apuntaló la mochila contra el sofá y metió en ella el saco de dormir tipo momia.
—¿Cuál es la otra familia?
—Los Gordon. No los conozco.
—¿También tienen hijos?
—Tres.
—Ah, te lo vas a pasar de muerte. Espero que no tengas intención de tirarte a tu amigo.
—Ya veremos.
Karen abrochó las correas de cuero de la tapa, cogió la mochila y la llevó hacia la puerta de la calle. La dejó allí apoyada contra la pared.
—Parece que va a ser tope divertido. Me gustaría ir.
—Estás invitada.
—Te lo agradezco en el alma —ironizó Meg—. Me hace tanta falta una acampada de ésas como una tercera teta.
Karen se dejó caer en el sofá y empezó a calzarse las botas de excursionista. Eran unas Pivettas, bastante rayadas y deterioradas. Habían permanecido en el fondo del armario, sin que se las hubiera puesto para nada, desde el verano en que se licenció en Literatura, cuatro años atrás, pero le resultaban cómodas y familiares, como unos buenos amigos de los viejos tiempos: amigos que evocaban polvorientos caminos serpenteantes, el frío viento de los pasos de montaña, lagos perdidos, ríos helados y humo de fogatas. Terminó de atarse los cordones y se palmeó las desnudas rodillas.
—Esto va a ser formidable.
—Masoquista —calificó Meg, y aplastó el cigarrillo.
—No sabes lo que te pierdes.
—Seguro que sí. Bueno, es hora de volver a meterse en el sobre. —Se levantó de la butaca, bostezó y se estiró—. En fin, diviértete si puedes.
—No faltaría más. Nos veremos el domingo que viene.
—Dales recuerdos a las ardillas.
Meg dijo adiós agitando los dedos, dio media vuelta y salió de la estancia.
Karen echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las cinco y veintiocho minutos. Se echó hacia atrás y estiró las piernas. La camisa de cuadros escoceses que llevaba se le abría hasta el vientre. La abotonó, para comprobar acto seguido la bragueta de sus pantalones cortos de pana. Todo en orden. Bostezó. Tal vez debería haber aceptado el café que le ofreció Meg. Aspiró, una profunda bocanada de aire que pareció inundar todo su cuerpo con una agradable sensación de lasitud. Mientras dejaba escapar despacio el aire, cerró los ojos.
Una semana entera con Scott en las montañas. Con niños o sin niños, sería fabuloso. Encontrarían tiempo para pasarlo a solas, aunque no fuera más que por la noche. Haría fresco y se acurrucarían el uno contra el otro mientras el viento azotaba las paredes de la tienda de campaña…
La despertó el repiqueteo del timbre. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. La abrió.
Desde el otro lado de la rejilla del cancel, bajo la luz del porche, Scott le sonreía.
—Coge tu Atalaya y encájala —dijo Karen, y cerró la puerta. Cuando la abrió de nuevo, el semblante de Scott se aplastaba contra la tela metálica.
—Quiero tu cuerpo —susurró el hombre.
Durante unos segundos, el rostro de Scott apareció deformado, como si fuera el de un extraño. Karen sintió un fugaz estremecimiento de temor. Pero, en seguida, el hombre dio un paso atrás y volvió a ser Scott, apuesto y sonriente.
—¿Lista para entrar en acción? —preguntó.
—Sí. —Al abrir el cancel, Karen alargó el cuello y echó un vistazo al automóvil detenido en el paseo de acceso. Los faros estaban encendidos. El interior del vehículo, a oscuras.
—¿Están ahí dentro los chicos?
—Ha costado, pero sí. Fue tarea de titanes arrancar a Julie de la cama. En cambio, Benny se moría de ganas de venir. No estoy seguro de que haya pegado ojo en toda la noche. Luego decidió que no podía vivir sin sus prismáticos y no había forma de dar con ese maldito trasto.
—¿Lo encontraste?
—Lo encontramos. Pero buscarlo retrasó la hora de partida.
—Se te perdona.
—Gracias —dijo Scott.
Abrazó a Karen. El hombre olía a café y a loción para después del afeitado. Cuando los labios de Scott se oprimieron suavemente contra los suyos, Karen se sintió tan a gusto que tuvo la impresión de que se adormilaba. Hasta que tuvo las manos de Scott debajo de la camisa. Y estaba completamente despierta cuando las manos le ascendieron por la espalda, retrocedieron para pasar por debajo de las axilas y se cerraron sobre los pechos. Se deslizaron en círculo. Acariciaron. Bajo su contacto, los pezones se irguieron, erectos.
—Creo que mandaré los chicos a casa —murmuró Scott.
—Hummm. Te he echado de menos.
Scott la besó de nuevo, apretándola contra sí.
—Vale más que nos pongamos en movimiento. ¿Has hecho el equipaje y todo está dispuesto?
—Todo a punto.
Karen se inclinó para coger la mochila.
—Permíteme —se ofreció Scott.
Mientras él se hacía cargo de la mochila, Karen se acercó rápidamente a la mesita de café. Tomó el bolso y el sombrero de fieltro y siguió a Scott a través de la puerta.
El aire de la mañana envolvió sus desnudos brazos y piernas y se le filtró como agua helada a través de la camisa. La sacudió un escalofrío en cuanto agitó la mano a guisa de saludo dirigido a la cara borrosa que miraba por la ventanilla del asiento trasero del coche. A la claridad gris-azul del amanecer le fue imposible determinar si el rostro pertenecía a Julie o a Benny.
—Ya puedes subir —dijo Scott.
Karen se encogió de hombros, puesto que prefería esperar. No deseaba subir al vehículo antes que él. Se llegaron al portaequipajes. Karen se detuvo allí, encorvados los hombros, cruzados los brazos sobre el pecho, muy juntas las piernas, apretadas con fuerza las mandíbulas para evitar que le castañetearan los dientes.
Scott le sonrió mientras abría el maletero.
—La calefacción está en marcha.
—El aire fresco es estupendo.
Scott se echó a reír. Puso la mochila de Karen encima de las otras. Luego bajó la tapa.
—¿Te dejas olvidado algo?
—Seguramente.
Scott se apoyó de espaldas en el maletero: su aspecto era tranquilo y cordial. Naturalmente, vestía pantalones largos y camisa de franela.
—¿Gafas de sol? —preguntó.
—Las tengo.
—¿Chaquetón?
—En la mochila. No me importaría llevarlo puesto.
Karen anduvo, despacio, hacia la portezuela del lado contrario al del conductor y, antes de abrirla, aguardó hasta que Scott estuvo al volante. Entonces, se inclinó hacia el interior del vehículo y sonrió por encima del respaldo del asiento.
—Buenos días —saludó.
—¡Hola! ¡Hola! —Benny acompañó sus palabras con un guiño. Se llevó una mano, cerrada como si se tratase de un micrófono, a la boca—. Un saludo matinal para ti y gracias por sintonizarnos. ¡Nos hemos duchado en tu honor!
—¡Cállate, payaso! —ordenó Julie. Dirigió a Karen una tensa sonrisa, apretados los labios, y volvió la cara hacia la ventanilla.
Karen ocupó su sitio. Cerró la portezuela. Notó en las piernas el soplo de la calefacción. Suspiró, se arrellanó en el asiento y disfrutó de aquel calorcillo mientras Scott conducía en marcha atrás hacia la calle.
—¿Hay algún inconveniente en que conduzca yo? —preguntó Nick.
El padre cerró la puerta posterior de la furgoneta.
—¿Eres capaz de ir a menos de noventa y cinco?
—Si a ti no te importa la hora de llegada…
—Bueno, según el horario establecido, hemos de estar allí a las dos y media. Creo que podemos cumplirlo sin batir marcas de velocidad. De todas formas, si te cansas, dímelo.
—Vale.
Todos subieron al automóvil. Nick puso en marcha el motor.
El padre se dio media vuelta en el asiento.
—¿Alguna necesidad fisiológica de última hora?
—Grosero —dijo Heather desde el asiento de atrás.
—Asqueroso —añadió Rose.
—Me parece que todos estamos listos —manifestó la madre.
—¿Gafas de sol? ¿Gorros? ¿Tampax?
—¡Papá! —exclamaron las gemelas al unísono.
—¡Arnold!
—Vamos a volar alto —repuso el hombre, sin que su expresión dejase la seriedad—. A veces se producen hemorragias.
—Nasales —remató Rose.
Heather dejó oír una risita tonta.
—De cualquier clase —dijo el padre—. Las precauciones nunca sobran. «Se ha de ir preparado», ¿verdad, Nick?
—Yo llevo lo mío.
Su padre soltó una estruendosa carcajada y le palmeó la rodilla.
—Confío en que abandonéis vuestras plebeyas costumbres antes de que nos reunamos con los O’Toole.
—Scott no es ningún estrecho. —Miró a Nick—. Autopista de San Diego. Desemboca derecho en la 99 en cuanto estemos al otro lado de la Grapevine.
Nick se apartó del bordillo.
—¿Todo el mundo se ha abrochado el cinturón?
Antes de llegar a la esquina, Nick sacó el brazo por la ventanilla y lo agitó para efectuar la debida indicación, pese a que no había automóvil alguno a la vista. Con su padre al lado, el muchacho estaba dispuesto a conducir ciñéndose estrictamente al código. Aminoró la velocidad hasta casi detenerse, antes de realizar el giro.
—¿Cómo se llama su amiga? —preguntó la madre.
—¿Sharon? Karen. Karen Nosequé. La conoció en un súper.
—¿Una cajera?
—No, no, está a su mismo nivel. Creo que dijo que era profesora.
—¡Oh! ¡Puaff!
—¿Qué aspecto tiene?
—Un auténtico adefesio. Orejas de soplillo, greñas sobre la cara, nariz goteante. Aunque el culo no está mal.
—¿Qué sabes de ella? —preguntó la madre.
—No gran cosa. Ya conoces a Scott. Siempre mantiene las cartas pegadas al chaleco.
—Espero que sepa jugar al bridge. June era tan fantástica…
—No empecemos.
—Bueno, pero lo era.
—No creo que sea oportuno sacar a relucir a esa individua y debatir sus virtudes delante de las chicas.
—No sé por qué te soliviantas de esa manera. No fue a ti a quien abandonó.
—Fue a mi mejor amigo. Para el caso, es lo mismo. Creo que sería de lo más sensato dejar el tema. La flecha está en verde —indicó a Nick.
Nick torció a la izquierda y avanzó hacia la rampa de salida a la autopista, un poco avergonzado por haberse distraído de la conducción. Ya había oído antes algunas alusiones a la ruptura de los O’Toole, pero nunca la cosa estuvo tan cerca de una discusión. Se sintió intrigado. Aunque maldito lo que le importaba. Conducir sí que le importaba y tendría que concentrarse en ello o su padre tomaría los mandos.
A Nick le gustaba llevar el volante. Hubiera preferido coger el Mustang, en vez de aquella cafetera, pero entonces habrían ido apretados como sardinas en lata, los cinco y, encima, las correspondientes mochilas. Además, su padre por nada del mundo hubiera permitido que el Mustang permaneciese aparcado, como abandonado, en medio de la nada durante una semana entera. El año anterior, en Yosemite, alguien había roto el cristal de una ventanilla de la furgoneta y en el interior de la misma se celebró después una fiesta. A su regreso, encontraron latas vacías de cerveza y un roto par de bragas de color rosa en el piso del vehículo.
Aquel allanamiento había aterrado a Nick e incluso ahora, al recordarlo, se sintió intranquilo. Ya era bastante mal asunto el que unos gamberros hicieran de las suyas en el automóvil, pero ¿y si uno se los tropezaba en algún camino solitario? ¿Y si irrumpiesen de pronto en tu campamento?
Nada semejante les había ocurrido nunca a ellos, pero podía ocurrirles. Nick se alegraba de que aquel año les acompañasen los O’Toole. Al igual que su padre, Scott era un hombre corpulento. Si surgía algún problema, podrían dominar la situación.
Experimentó una sensación de alivio, al tiempo que echaba un vistazo al retrovisor lateral, efectuaba la indicación oportuna y se desviaba para entrar en el carril de la derecha. Aumentó la velocidad rumbo al paso elevado. Poco antes de llegar a la curva que conducía a la autopista de Santa Mónica, levantó, despacio, el pie del acelerador. Volvió a incrementar la marcha en el descenso, indicó su inminente giro a la izquierda y se lanzó a través de los tres desiertos carriles de la autopista de San Diego.
Su padre se inclinó desde el asiento para comprobar el cuentakilómetros. La aguja oscilaba entre los noventa y los noventa y cinco kilómetros por hora. Tras asentir aprobadoramente, el hombre se arrellanó en el asiento.
—Cuando te canses, avísame.
Benny se inclinó hacia adelante.
—Oye, Karen… —dijo, casi en la nuca de la muchacha.
Karen se dio media vuelta en el asiento y le miró. Al ver el rostro de la mujer tan cerca del suyo, el chico tuvo una sensación extraña: una mezcla de excitación, cálida ternura y cierto bochorno. Se quedó mirándola, olvidado de lo que pensaba decirle.
Nunca la había visto tan de cerca. Los ojos de Karen tenían el tono azul claro del agua de la piscina. Observó por primera vez el leve vello dorado apenas visible sobre el labio superior. Tanya, la prima de Benny, con su pelo moreno, tenía allí todo un bigote. Era un poco cerrado e hirsuto, pero el vello de Karen, en cambio, parecía tan suave que el muchacho deseó poder tocarlo. Tal vez ni siquiera había suficiente como para que el tacto lo notase, al menos encima del labio, aunque daba la impresión de ser un poco más denso en las tersas y atezadas mejillas.
—Si un elefante se cayera a un pozo, ¿cómo lo sacarías? —preguntó Benny.
—¿Con una grúa? —fingió picar Karen.
—No. ¡Mojado como un pato!
Karen sonrió a la vez que sacudía la cabeza.
Volvió a mirar hacia adelante. El chico ya no pudo verle la cara. Se echó hacia atrás en el asiento y continuó mirándola. El borde de una oreja asomaba entre el pelo. Quería que la mujer volviese de nuevo el rostro, pero antes tendría él que recordar o imaginar otro chiste.
Antes de aquella mañana, sólo había visto a Karen una vez. Normalmente, cuando su padre salía con ella, iba solo. Pero, el sábado anterior, Karen asistió a la merendola de costillas asadas que se celebró en casa. Vestía pantalones cortos de color blanco y suelta camisa rojo brillante con flores verdes y blancas. Tenía un aspecto precioso. Cuando su padre se la presentó, Karen le estrechó la mano y dijo:
—Me alegro infinito de conocerte, Benny.
Tenía en el antebrazo una pálida cicatriz, curvada en forma de herradura. A Benny le entraron unos intensos deseos de preguntarle cómo se la hizo, pero le faltó valor.
El día estaba nublado, de modo que nadie se decidió a acercarse a la piscina, por lo que Benny se quedó con las ganas de ver a Karen en traje de baño. La mujer se sentó a la mesa frente a él. Aún no había oscurecido, pero su padre encendió velas. La luz de las llamas hizo que la cabellera de Karen brillase como el oro. Benny pensó que era una chica estupenda. Sin embargo, Julie se portó de un modo antipatiquísimo. Después de la cena, Tanya los llevó al cine: a él y a Julie. Cuando volvieron, Karen ya se había marchado. Papá dijo que los acompañaría en la excursión de acampada y Julie se puso hecha una furia.
—¿Para qué la necesitamos? ¡A mí ni siquiera me cae medio bien! ¡Si va ella, yo no quiero ir! —A papá pareció dolerle mucho aquella actitud y le preguntó por qué no le caía bien Karen. Julie saltó—: ¡Oh, no importa!
—A mí me parece muy maja —opinó Benny.
—Y a mí también —dijo el padre.
A veces, Julie puede ser una auténtica malasombra.
—¿Alguien tiene hambre? —preguntó Scott.
—¡Yo! —dijo Benny.
Julie se encogió de hombros y siguió enfrascada en su libro.
—¿Julie?
—Me da igual.
—Yo no le haría ascos a un bocado —aceptó Karen, al tiempo que dirigía una rápida mirada a Scott.
Benny vio fugazmente un lado del rostro de la mujer, un momento antes de que Karen volviese la vista al frente. El chico suspiró: ¡Cielos, qué guapa era!
—Bueno —dijo el padre—. Llegaremos a Gorman dentro de unos minutos. Haremos allí un alto y desayunaremos un poco.
—Cuidado con ése —advirtió Flash.
Mantuvo tranquila la voz, pero la mano se apretó con fuerza sobre el salpicadero cuando, por delante de ellos, un gigantesco camión de tractor con remolque invadió el carril por el que circulaban. Subía la empinada pendiente que llevaba al paso del Tejón e iba a bastante menos velocidad que ellos. Se precipitaban sobre él.
Nick se desvió al carril de la izquierda y adelantó al camión articulado.
—Estúpido hijo de mala madre —murmuró Flash. Quitó la mano de encima del salpicadero. Nick parecía nervioso—. ¿Te encuentras bien?
El muchacho asintió con la cabeza y se humedeció los labios.
—Ese tipo… No tenía por qué meterse en nuestro carril.
Flash respiró hondo unas cuantas veces y se sacó del bolsillo de la camisa un White Owl. Le temblaban los dedos mientras rasgaba el celofán del envoltorio. Se puso el cigarro en la boca, lo encendió y luego bajó el cristal de la ventanilla para que saliera por allí el humo.
—Te diré una cosa, Nick: Vietnam era más seguro que estas autopistas. Malditos camioneros. Apenas te han visto y ya se te han echado encima. Lo mejor que se puede hacer es apartarse de su camino.
Nick le miró. El muchacho parecía aún asustado.
—Mala suerte que esto no sea un F-18 —dijo—. Podríamos lanzarlo fuera de la carretera.
—Así se habla, chico. Te aseguro que Scott y yo cumplimos nuestra cuota de ese trabajo. En la Ruta de Ho Chi Minh nos cargamos unos cuantos convoyes enteritos. Los convertimos en mierda machacada.
—Arnold —se quejó Alice en el asiento trasero.
Había oído aquella batallita. El hombre volvió la cabeza. Las gemelas estaban dormidas, Rose derrumbada contra la portezuela y Heather recostada sobre ella.
—Hablaré bajo —dijo Flash en tono sosegado.
—Y sin palabrotas.
Sacudió la ceniza y le dio al puro una profunda bocanada. El humo onduló alrededor de su rostro. El humo llena la carlinga. «Jefe Azul, aquí, Flash. Las cosas se han puesto al rojo vivo».
Sacudió la cabeza vigorosamente, tratando de expulsar de su mente aquel recuerdo, mientras el corazón aceleraba ruidosamente sus latidos y el estómago se contraía para formar un nudo gélido. ¡Oh, por los clavos de Cristo!
La furgoneta se lanzó cuesta abajo, aumentando la velocidad.
—Tómatelo con calma —aconsejó el hombre. Nick le lanzó una ojeada, fruncido el entrecejo.
—¿Estás bien, papá?
—Desde luego. Estupendamente. —Se secó el sudor de la frente. Los recuerdos volvieron—. Bueno, bueno, bueno —se apresuró a articular, a fin de impedir el paso a los recuerdos—. Ya hemos coronado el puerto. El viejo armatoste ha pasado el Grapevine una vez más. En el valle va a hacer un calor de mil pares de infiernos. Menos mal que contamos con aire acondicionado.