6
30 de septiembre
Somerset
La madre estaba tirada en la calle y el crío lloraba sobre su cuerpo, abandonado sobre el polvo. Las horas se arrastraban tan lentamente como el sol por el cielo. Se hizo cada vez más difícil sacarlo de allí. Su llanto atravesaba mis oídos e impactaba directamente en mi jodido corazón. Ese niño era yo. Había estado justo donde él estaba y no podía soportar escucharle ni un solo instante más. Me abalancé para agarrarlo; una decisión que no pude tomar de nuevo porque con ella firmé su sentencia de muerte. Jamás tuvo una oportunidad. Ninguno. Lo utilizaron como cebo para atraparme. No hay marcha atrás para lo que hicieron.
Me desperté jadeando. La pesadilla pasó por mi mente como una película a cámara lenta y, luego, se aceleró desafiando a la lógica que la hacía ser aceptable en mis sueños. Durante un momento me sentí aplastado por el opresivo peso de la oscuridad y la desesperación me inundó, pero en un abrir y cerrar de ojos llegué a la superficie y pude mirar la cegadora luz de la libertad.
Joder, lo odiaba.
Esos sueños se entrometían en mi mente y me jodían vivo.
Además, dormía en la misma cama que mi mujer, embarazada. Esa era la parte que más temía. El momento en el que me quedaba en suspenso, demasiado dominado por el pánico para mirarla y comprobar si estaba pacíficamente dormida… o violentamente despierta. ¿Me habría pillado en esta ocasión? ¿O había logrado escabullirme otra vez?
Me atreví a mirarla. Giré la cabeza hacia ella muy despacio, temiendo hacer cualquier ruido —algo absurdo porque la gente se movía continuamente mientras dormía—, rezando para que no me viera, no me escuchara… no supiera.
Estaba dormida de lado, dándome la espalda.
«¡Oh, Dios bendito, gracias!».
Mi chica era más ruidosa ahora que estaba embarazada y deseé poder no decir lo mismo. Al intentar racionalizar la causa de tener más pesadillas, al tratar de sacar en claro por qué se habían desencadenado de repente, tras años sepultadas en mi interior, era imposible no sacar conclusiones.
La razón era Brynne. Conocerla y enamorarme de ella había despertado mi instinto posesivo. Me había cambiado y eso era todo. Me había sentido atraído hacia ella, sí, pero fue que Brynne correspondiera a mi amor lo que hizo que me preocupara desde el principio. Lo importante que era para mí su bienestar era lo que la hacía diferente.
Antes de conocerla me ocultaba a mí mismo lo más horrible, podía olvidarme de lo que me había sucedido y no me permitía sentir. Estaba desconectado de mis emociones. No era así ahora.
Sin embargo, en este momento, cuando venían los flashback a mi mente, las secuencias de los acontecimientos estaban todavía más desordenadas de lo habitual. En mi cabeza se mezclaban presente y pasado, formando un confuso remolino que atacaba a mi subconsciente aunque no se aproximaba, ni por asomo, a la realidad. Todo el horror que había sufrido se fusionaba con lo que podría haber ocurrido aunque no hubiera sido así. Y luego estaba el jodido futuro… Aquel cabrón acabaría conmigo, seguro.
Me aguardaban muchas preocupaciones en el futuro.
Estar enamorado de una persona lo cambia todo. Por supuesto te das cuenta de ello después de que ocurra, porque te percatas rápidamente de que en realidad antes no te preocupabas por nada porque no tenías a nadie que perder. Pero ¿qué ocurre cuando sí que lo tienes?
Pues estás jodido porque… ¡puedes perderlo! Y de muchas maneras. Comienzas a preocuparte por un montón de cosas. Como de qué manera vas a seguir respirando hasta el final del día si aparece otro capullo lunático y se lleva a la única persona de la tierra sin la que no podrías vivir.
Brynne era esa persona para mí. La necesitaba para seguir viviendo.
Y, gracias a Dios, ahora estaba durmiendo, felizmente ignorante de mis divagaciones internas y a salvo en la cama, conmigo.
Respiré hondo y me dije que podía superarlo. Cada vez se me daba mejor separar el aterrador pasado del miedo al desconocido futuro.
Así que me concentré en su aroma reconfortante y me acurruqué contra ella, colocando mi cara junto a su pelo, en la almohada, donde podía embriagarme con su intoxicante olor a flores y cítricos; un perfume que solo identificaba con ella.
Puse la mano sobre su barriga, que había crecido un poco desde nuestra luna de miel, aunque todavía no me parecía demasiado grande. Solo era un pequeño montículo donde antes había un vientre plano. Estaba ya de dieciocho semanas; ahora teníamos una patata según TheBump.com, un enlace que aparecía guardado en «Favoritos» en todos mis dispositivos. Me gustaba saber qué ocurría.
Brynne no quería saber el sexo de nuestro bebé. De todas maneras todavía no lo podríamos averiguar porque era muy pronto para distinguirlo, pero me maravillaba que ella quisiera esperar cuando la mayoría de la gente se moría por saber lo antes posible qué iba a tener. Me decía que quería sorprenderse y yo lo respetaba. Lo malo era que si yo lo supiera, acabaría jodiéndolo todo y arruinando la sorpresa, y eso sí sería un buen problema, así que lo mejor era que ni ella ni no yo estuviéramos enterados si teníamos en camino un Thomas o una Laurel.
Lo que llegara sería perfecto.
Comenzaba a dormirme otra vez, relajado, disfrutando de su suavidad contra mí, cuando fue ella la que se movió inquieta. Su respiración se aceleró y se puso tensa. Llevó la mano a su vientre y encontró allí la mía.
—¿Ethan?
El sonido de su voz era agitado, casi temeroso, en un tono extraño y amortiguado que me indicaba que seguía profundamente dormida; que estaba soñando.
—Shhh… Estoy aquí contigo, nena. —Le froté la barriga con suavidad, trazando lentos círculos sobre el camisón al tiempo que le acariciaba la nuca con la nariz por encima del pelo, hasta que se sosegó en aquel sueño que la perturbaba.
Cerré los párpados, preparado para sumirme en los míos, cuando ella habló de nuevo, en esta ocasión con un sonido claro como el tañido de una campana.
—Siempre estoy aquí para ti, Ethan.
Abrí los ojos de golpe.
Su revelación me dejó noqueado. No por lo que había dicho, sino por la certeza de que incluso en sueños, incluso en ese estado en que la conciencia se difumina, mi chica seguía amándome, preocupándose y cuidándome todo el tiempo.
Sí, estábamos profundamente conectados.
No importaba lo que el destino me reservara, jamás la dejaría marchar.
La casa era muy grande. Demasiado grande para nuestras necesidades. Quedaba confirmado por el tamaño del moderno garaje donde estaba aparcando el coche en ese momento. Todavía conservaba la fachada original, lo que hacía que por fuera siguiera pareciendo la mansión de la regencia que había sido originalmente cuando la construyeron, doscientos años atrás; cuando había enormes carruajes tirados por caballos y con un conductor en el pescante. Se me hacía un poco raro porque siempre había vivido en Londres. Nací y me crié allí. Sin embargo, ya adoraba aquella casa y desde el principio tuve el presentimiento de que podría convertirse en nuestro hogar. No íbamos a poder vivir allí todo el tiempo, por lo menos todavía, pero sí tres o cuatro días durante los fines de semana. No podíamos abandonar Londres porque mis oficinas estaban allí, y también los estudios de Brynne, algo que parecía muy decidida a continuar una vez que naciera el bebé.
El agente inmobiliario había compartido alguna anécdota de Stonewell Court con nosotros. Los cimientos habían sido colocados en 1761 y fueron necesarios varios años para edificarla, antes de ser ocupada por un caballero londinense que quería una casa en el campo para pasar los cálidos días de verano en la playa cuando permanecer en la ciudad resultara demasiado opresivo. Yo estaba seguro de que lo que sería inaguantable sería el hedor.
El Londres de otros siglos no había sido tan agradable como ahora, en la edad moderna. Y eso explicaba por sí solo que hubiera mansiones tan grandes en el campo. Resultaba gracioso pensar que estábamos haciendo lo mismo que aquel dueño de tantas décadas atrás. Vivíamos en Londres, pero nos desplazábamos al campo para descansar. Además, nos divertía ocuparnos de esa casa y eso era lo único importante.
Todavía me reía para mis adentros al pensar que nos referíamos a esa enormidad como «la casa de campo». Meneé la cabeza mientras rodeaba la mole de piedra para encontrarla. Había dado instrucciones a Robbie para que mantuviera ocupada a Brynne mientras me ausentaba para comprar su regalo de cumpleaños. Sí, mi chica cumplía hoy veinticinco años y lo celebraríamos más tarde.
Atravesé el arco que conducía a los jardines, buscándola, y allí estaba. Jugando con las flores. Ella no diría que estaba jugando, pero parecía que pasaba un buen rato con los guantes puestos y la paleta en la mano, arreglando aquella vieja vid de verdes ramas que parecían encaje.
Brynne se había sentido atraída por los jardines desde el primer día que pisamos la propiedad. Pensé que resultaba muy interesante a pesar de que no controlaba demasiado de plantas. Me había comentado que le gustaría aprender desde que vio el jardín de mi madre en casa de mi padre, en Londres; el lugar donde le pedí que se casara conmigo.
Robbie James, el jardinero que habíamos adquirido con Stonewell, la ayudaba con las siembras y las nuevas plantas, renovando el lugar tras los años de descuido que sufrió mientras la casa estaba vacía. Me encantaba que ella hubiera elegido un buen puñado de flores color púrpura, que era su favorito. «Sí, sabía cuál era su color favorito, por supuesto». Le había enviado flores púrpura la primera vez… y ella me dio una segunda oportunidad. Alcé la mirada al cielo y agradecí en silencio a los ángeles que creyeran en segundas oportunidades.
Así que Brynne estaba implicándose de verdad en su nueva vida y eso me alegraba. Si quería jugar con la tierra, debía hacerlo. Sin embargo, me había asegurado que su participación fuera liviana, un peldaño más arriba del de una mera observadora; había dado a Robbie órdenes estrictas para que no se ocupara de nada más pesado que una manguera. Si intentaba hacer más, me enteraría y la detendría en el acto.
Llamé la atención del jardinero con la mano, desde donde me encontraba, haciéndole saber que estaba de regreso y que sus deberes con Brynne habían terminado. Asentí cuando él me devolvió el gesto. Me había ocupado ya del regalo de cumpleaños y de todo lo que implicaba. Sonreí para mis adentros al pensar en lo que diría ella cuando lo viera.
Me incliné sobre su espalda y le cubrí los ojos con las manos.
—¿Quién soy?
—Llegas demasiado tarde, ¿sabes? Ya no tengo tiempo para una cita clandestina con ningún amante. Mi marido estará de regreso en cualquier momento y se volverá loco de celos si te encuentra aquí.
«¡Joder! ¡Qué inventiva!».
—Soy muy rápido. Acabaremos antes de que él vuelva.
—¡Oh, Dios mío! —Se giró y me puso las manos en el pecho, riéndose y negando al mismo tiempo con la cabeza sin dejar de mirarme—. No puedo creer que hagas un chiste con eso.
—¿De qué chiste me hablas? —Me hice el tonto—. Si queremos disfrutar de un polvo rapidito antes de que regrese tu celoso marido, tenemos que apresurarnos.
Ella se rio y se alejó de mí para quitarse los guantes, disfrutando de ese juego que nos traíamos entre manos. Tenía el pelo recogido de nuevo; me encantaba que se lo peinara así porque para mí era un placer soltárselo cuando la llevaba a la cama.
La tímida y traviesa sonrisa que apareció en su cara fue una señal de que, sin embargo, se traía algo entre manos. Me quedé inmóvil, esperando que hiciera el primer movimiento, y nos miramos sonriendo como tontos, esperando y anhelando.
Dejó caer los guantes a mis pies.
Me empalmé.
Ella bajó la mirada de manera tentadora… y giró sobre sus talones para comenzar a correr hacia la casa.
«¡Sí!».
Le di una ventaja de varios segundos antes de salir tras ella.
Atraparla iba a ser jodidamente placentero.
Brynne me cabalgó con habilidad, girando la pelvis de tal manera que sus músculos internos me ciñeron con tanta fuerza que supe que no tardaría mucho en correrme.
—¡Oh, Ethan! Estás tan duro… —jadeó—. Es increíble sentirte dentro.
—Eres tú la que me pone duro para que pueda follarte como te gusta. —Le agarré las caderas y la levanté ligeramente en el aire. Me gustaba ver cómo mi polla se perdía en su interior, cómo se unían nuestros cuerpos, cómo conectábamos. Me excitaba de una manera increíble.
Pero necesitaba que ella disfrutara primero, eso era lo principal.
—Muéstrame tus tetas.
Y como la perfecta amante que era, las cubrió con la palma de las manos, ofreciéndomelas como si fueran frutas exóticas. «Una analogía jodidamente perfecta». Los pechos de Brynne siempre habían sido suculentas obras de arte, pero habían cambiado con el embarazo. Y para mejor. Ahora resultaban todavía más suculentos.
Gimió mientras se pellizcaba los oscuros pezones rosados que sobresalían en el centro de aquellas voluptuosas bellezas. Me ofrecía claros signos de que le resultaba placentero aquel incipiente dolor, y eso me ayudaba a llevarla al orgasmo. Puse los dedos en su clítoris y froté el resbaladizo brote mientras ella continuaba clavándose en mi engrosada erección.
La explosión era inminente y esperé la primera convulsión que me succionara y apretara la polla. En ese momento solo era capaz de eso. Que ella comenzara a correrse me obligaría a seguirla en solo unos segundos. Sabía lo que provocaba en mí y siempre era magnífico.
—¡Ohhhh… me corro! —canturreó dulcemente con un entrecortado suspiro.
Era hermosa en su gloriosa desnudez cuando alcanzaba el placer. Abría mucho aquellos ojos suyos multicolores sin dejar de mirarme.
—¡Oh, sí! ¡Oh, sí! —seguí a mi chica hacia el explosivo éxtasis en el mismo momento en que sus ojos y los míos se encontraron, y sentí que sus convulsiones acompañaban cada estremecimiento de mi glande. Seguí moviéndome en su interior, introduciéndome hasta el fondo. Sé que estaba comportándome como un cavernícola, pero quería que mi semen la llenara, para que una parte de mí siguiera en su interior cuando me retirara.
Se derrumbó sobre mi pecho. Los dos teníamos la respiración entrecortada y pesada por el increíble orgasmo. Le froté la espalda y cerré los ojos. No éramos más que un enredo de sudor y fluidos. Un enredo precioso de sexo sucio y salvaje.
—Este es el mejor regalo de cumpleaños que puede tener una chica —musitó—, pero será mejor que te largues antes de que aparezca mi marido.
Me reí y le acaricié la barbilla con la nariz.
—Me alegro de que hayas disfrutado. Tu marido no debería perderte de vista.
—Más que no perderme de vista debería procurar dejarme satisfecha. —Inhaló por la nariz—. Estar embarazada me ha vuelto insaciable.
—Yo puedo encargarme de ti, nena. Olvídalo. No es más que un jodido idiota.
—Sí, y tú tienes la polla mucho más grande.
—¡Joder, mujer! Eres realmente insaciable. —Le hice cosquillas hasta que gritó y me rogó que me detuviera.
Nos reímos hasta que nos cansamos, y permanecimos allí tumbados, disfrutando de aquel momento de cercanía. Eso era la felicidad para mí. No necesitaba más, pero ahora que había experimentado el amor de Brynne, sabía que estaría perdido sin ella. Amor. Una de esas cosas que jamás había buscado; me pilló desprevenido y estaba completamente esclavizado… Tanto, que ahora dependía de ella para mi supervivencia emocional.
Aspiré su olor mientras le acariciaba la espalda de manera errática hasta que noté que me picaba el pecho justo en el punto donde ella apoyaba la mejilla. Rocé el lugar con los dedos y noté una cálida humedad. «¿Qué coño…?». Alcé la mano y vi que tenía los dedos manchados.
El corazón, sencillamente, se me detuvo.
—¡Oh, Dios mío, Brynne! ¡Estás sangrando!
—¿Qué? ¿De veras? —Me incorporé y me encontré con la aterrada mirada de Ethan, que parecía haberse quedado hipnotizado mirando su mano, suspendida entre nosotros goteando sobre su torso. Me llevé los dedos a la nariz mientras comprendía lo que estaba ocurriendo—. Estoy bien, Ethan. No me pasa nada —intenté tranquilizarle al ver lo preocupado que estaba por aquella hemorragia nasal.
—Estás desangrándote, ¡joder! —ladró—. Voy a llamar a Fred —me informó al tiempo que cogía el móvil de la mesilla de noche.
Eché la cabeza hacia atrás y me pellizqué el puente de la nariz.
—Se trata de una hemorragia sin importancia, Ethan. Por favor, no llames a Freddy por esto. —Me alejé de él y me bajé de la cama. Me resultó un poco complicado porque no quería manchar las sábanas.
Me metí en el cuarto de baño y busqué una toalla. Iba a estropearla, pero no tenía otra opción. La sostuve bajo la nariz con una mano y abrí el grifo del lavabo con la otra.
Ethan me había seguido con los ojos todavía abiertos como platos por el pánico.
—Trae, déjame hacerlo a mí. —Me arrancó la toalla de la mano y la sostuvo bajo el grifo antes de devolvérmela—. Todavía estás sangrando —ordenó con la cara todavía pálida.
Apreté de nuevo la toalla contra la nariz.
—Cariño, no te preocupes, de veras. Es solo una hemorragia nasal. No es la primera que tengo.
—¿Cómo? —gritó—. ¿Has tenido más? ¿Cuándo? —Observé el ceño fruncido que desfiguraba sus hermosos rasgos. Ya no tenía ante mí al dulce hombre que bromeaba conmigo unos momentos antes.
—Tranquilo, colega, tienes que calmarte, ¿me oyes? ¡No es nada! Tuve ayer otra mientras estabas trabajando.
—¿Por qué no me lo has dicho? ¡Joder, Brynne! —Se pasó una mano por el pelo despeinado hasta cerrar el puño y tirar de un mechón.
—¡Basta! —Sostuve en alto una mano. Comenzaba a ponerme furiosa ante aquella exagerada reacción—. Quiero que respires hondo y que vayas al ordenador a mirar la página web, en la pestaña «Dieciocho semanas de embarazo».
Con los ojos brillantes, negó con la cabeza, pero dio un paso atrás y cogió el móvil.
La sangre que manchaba su mano parecía horrible mientras pasaba el dedo por la pantalla, estudiando la información. Vi como movía las pupilas al leer la sección «Síntomas del embarazo». Pareció relajarse al asimilar las palabras y se sentó en el borde de la cama. Pasó un silencioso momento más antes de leer en voz alta con la voz tensa, «…la creciente presión en las venas internas de la nariz puede llegar a provocar hemorragias…». Parecía molesto.
—¿Estás segura de que no es necesario preocuparse? —Cuando me miró, la expresión de su cara me oprimió el corazón. Parecía triste, asustado, frustrado y avergonzado… todo al mismo tiempo. Aquel pobre hombre iba a necesitar ansiolíticos cuando llegara el momento del parto.
—Estoy bien, de verdad. —Me giré hacia el espejo y retiré la toalla. Había dejado de sangrar. Tenía el labio y la barbilla manchados, pero la nariz parecía en buen estado.
Ethan me miró asustado y se acercó.
—Déjame limpiarte. —Supe que era mejor no discutir con él. Me quedé quieta mientras retiraba las manchas de sangre con suavidad, mojando la tela cuando era necesario y lavándome la cara poco a poco hasta que desapareció cualquier rastro.
Cerré los ojos y me puse en sus manos, envuelta en una sensación de amor y ternura ante el «trauma» que había soportado mi pobre Ethan.
—Dime, Brynne, ¿cómo cojones voy a sobrevivir hasta que nazca el bebé?
Le sostuve la cara entre mis manos y le obligué a mirarme.
—Lo harás. Puedes hacerlo. Poco a poco, paso a paso, igual que yo. —No se me ocurría nada más. Yo también me había asustado.
Me atrajo hacia sus brazos y me estrechó con fuerza, besándome la coronilla al tiempo que me alisaba el pelo. Pronto nos daríamos una ducha y nos arreglaríamos para asistir a la cena en casa de su hermana para celebrar mi cumpleaños en familia, pero ahora mismo necesitábamos eso.
Abrazarnos.
—Así que ya hemos tomado el pastel, que estaba realmente delicioso. Gracias, Hannah. —Ethan hizo un gesto con la cabeza en dirección a su hermana—. Hemos abierto los regalos… todos menos uno. —Se rio disimuladamente, pareciendo demasiado ufano para mi gusto. ¿Qué demonios le pasaba? Presentí que se trataba de algo importante y me invadió la ansiedad. No necesitaba que me hiciera regalos extravagantes. No los quería, la verdad. Me conocía bien y era una chica sencilla.
—Quiero ver el regalo de tía Brynne —aseguró Zara, levantándose. Mi sobrina de cinco años no tenía ningún problema para expresar sus opiniones sobre la vida, en general. Podía afirmar con cierta seguridad que los regalos extravagantes no molestaban a Zara ni un poquito. Ethan estaba loco por ella y yo la adoraba. De hecho, venía a visitarnos a menudo. Solía acompañarla uno de sus hermanos si el clima lo permitía y ella correteaba por nuestra casa jugando con sus Barbies. Zara era genial.
—Bueno, vayamos a verlo —concedió Ethan con aire satisfecho—. Zara, necesito que me ayudes. Te ocuparás de que Brynne no abra los ojos hasta que yo diga que puede hacerlo. —Zara lo miró fijamente, con el pequeño cuello rígido.
—Bien —me dijo tomándome de la mano—. No puedes mirar, tía Brynne.
—Vale —dije—. Los abriré cuando tú me digas. ¿Adónde tenemos que ir exactamente?
Ethan se rio y los demás esbozaron unas sonrisas cómplices.
—Vamos a la entrada. —Me ofreció su brazo y me apoyé en él, dejándome llevar por Ethan y su sobrina.
Antes de que atravesáramos la doble puerta principal, cerré los ojos y dejé que me llevaran de la mano. No era necesario que me preocupara por los tropiezos, Ethan me sostenía con firmeza dirigiendo cada uno de mis pasos. Él se aseguraría de que no me cayera. Sin duda tenía su lógica que se dedicara a ese campo profesional; mi hombre había nacido para proteger y cuidar, y esa tierna dureza se reflejaba en todo lo que hacía.
La grava crujió bajo los pies de todos cuando caminamos, y todavía no tenía ni idea de qué me había comprado.
Por fin, nos detuvimos.
Escuché susurros a mi alrededor.
—Tía Brynne, ya puedes abrir los ojos —canturreó Zara con su adorable voz infantil— y verás tu coche blanco.
«¿Un coche?».
Abrí los ojos de golpe y me quedé paralizada al ver el flamante Range Rover HSE Sport de color blanco. Con el volante a la derecha y todo. ¡Santo Dios!
Me giré hacia Ethan.
—¿Me has comprado un coche?
La sonrisa que mostró era de las que impulsaba a aprender a conducir por la izquierda.
—Sí, nena. ¿Te gusta?
—Me encanta mi Rover. —«Pero me intimida». Le rodeé con los brazos—. Estás loco, ¿cómo se te ocurre comprarme algo tan caro? —le susurré al oído—. Tienes que dejar de hacer estas cosas.
Él se apartó y sacudió la cabeza lentamente.
—Estoy loco por ti… y jamás recuperaré la cordura.
Supe que era cierto; su mirada me lo decía.
Quise sacudirlo y besarlo a la vez. Gastaba demasiado dinero en regalos para mí. No era necesario, pero siempre se había mostrado muy generoso conmigo, desde el principio. Me malcriaba de mala manera y le gustaba hacerlo.
Miré el coche nuevo y tragué saliva. Intuía lo que podía costar y supe que era un montón de dinero.
«¡Ay, Dios! ¿Y si tengo un mal día y me empotro? Peor todavía, ¿cómo demonios se conduce?».
—¿Qué voy a hacer contigo, Blackstone?
—No tienes que hacer nada conmigo, pero creo que vas a tener que hacer algo con tu coche nuevo. —Parecía preocupado, como si pensara que no me gustaba el regalo. No podía hacerle daño. Nunca podría hacérselo a Ethan. Además, todavía parecía estar algo aterrado por la hemorragia. Era como si hubiera provocado algo en él; no sabía exactamente qué, pero intuía que tenía poco que ver con mi embarazo y mucho con su traumático pasado. Suspiré para mis adentros y dejé aparcado el tema por el momento. No era el momento de profundizar en ello.
Clavé los ojos en él. En Freddy y Hannah, en Colin y Jordan, que esperaban con unas enormes sonrisas a que tomara posesión de mi regalo. Fue Zara, bendita fuera, la que rompió la tensión cuando comenzó a dar saltitos.
—Quiero dar un paseo en él. Venga, vamos, tía Brynne.
Me reí durante un minuto por lo menos antes de pensar, ¿por qué no? Estaba casada con Ethan. Inglaterra era mi hogar y teníamos una casa en el campo. No podría regresar en tren a la ciudad. Necesitaría salir para comprar suministros como hacía la gente normal todos los días. Sería madre muy pronto y tendría que llevar a mi bebé a ciertos lugares. Mejor aprender ahora que dejarlo para más adelante.
Esbocé mi mejor sonrisa y fui a por todas.
«Dispuesta a relacionarme con el mundo».
—Probaré aquí… en el camino de acceso. Soy una conductora excelente…
—¿Quién se apunta al primer viaje? —preguntó Ethan.
Zara y Jordan se ofrecieron voluntarios y subieron al asiento trasero. Yo me dirigí al asiento del conductor y abrí la puerta. El olor a cuero y a coche nuevo inundó mis fosas nasales. Apenas podía creer que aquella hermosa máquina me perteneciera… junto con todo lo demás.
Ethan, la casa, su familia, el bebé… Todo aquello era demasiado para mis paupérrimas emociones, en especial dado el estado de mis hormonas.
Me puse el cinturón de seguridad; ese fue el menor de mis problemas cuando miré el salpicadero. Tenía más botones que un bombardero. Miré a Ethan, que se había sentado en el asiento del copiloto, y le tendí la mano.
—¿La llave?
Él sonrió.
—Solo tienes que apretar ese botón. —Se inclinó y señaló una tecla redonda.
—¿Estás tomándome el pelo?
Jordan se rio entre dientes y Zara soltó una risita sin molestarse en disimular. Ethan apretó los labios para no decir algo que podría lamentar más tarde. «Muy listo». Presioné el maldito botón.
Solo solté dos o tres «mierdas» más en mi primera lección de conducción por la izquierda, con Ethan ejerciendo de paciente profesor.
Los niños pensaron que era sumamente divertido, y les encantaba recordarme una y otra vez que debía mantenerme en el lado izquierdo del camino, lo que era una estupidez porque solo tenía un carril.
Ethan, inteligente como es, mantuvo la boca cerrada.
Le mostré lo mucho que apreciaba aquel generoso y precioso regalo de cumpleaños en cuanto nos quedamos solos.