4
30 de agosto
Riviera Italiana
El brillante sol italiano que caía sobre el pueblo de Porto Santo Stefano me calentaba la piel. Aunque la vista de las islas rocosas que poblaban la pequeña cala era impresionante, no quería abrir los ojos para verla. Tenía demasiado calor y sueño y estaba demasiado satisfecha como para pensar en nada, salvo en disfrutar de la paz que por fin habíamos encontrado. Qué diferencia con lo que habíamos vivido apenas una semana antes…
Ethan y yo nos encontrábamos en el lugar y el momento perfecto… no teníamos que temer qué era necesario hacer, qué podría ocurrirnos o cómo sentirnos sobre lo que ya nos había pasado.
Sí, mi vida era totalmente diferente a como había sido cuatro meses atrás, pero de todas formas estaba muy enamorada de mi marido y, después de la sorpresa inicial al enterarme de que íbamos a ser padres, también encantada con esa idea. Me cubrí el vientre con la mano y lo acaricié con suavidad. Nuestro bebé seguiría siendo un melocotón durante dos días más, ¿y después? Creo que se convertiría en un limón. La siguiente cita con el doctor Burnsley sería dentro de un mes y si bien las ecografías podrían mostrarnos el sexo del bebé, estaba decidida a no saberlo. Quería que fuera una sorpresa y no pensaba cambiar de idea. Había advertido a Ethan de que él podía enterarse si quería, pero que sería mejor que guardara el secreto. Me había mirado con una expresión de desconcierto con la que parecía decirme «te amo, pero ahora mismo me das miedo, nena», y cambió de tema. Como cualquier hombre. Pero era mi hombre y eso era lo más importante. Atravesábamos juntos aquel aterrador proceso hacia la paternidad.
Y allí estaba, tomando el sol en una playa privada italiana perteneciente a una villa a orillas del mar, esperando a que mi hombre me llevara una bebida fría cuando terminara de nadar. «No está nada mal, señora Blackstone». Apenas podía creer que ese nombre me correspondiera a mí. Y señora Blackstone era algo a lo que Ethan daba mucha importancia, porque lo decía con mucha frecuencia.
Entreabrí los ojos y miré mi alianza, haciéndola girar en el dedo.
«Estoy casada. Con Ethan. Y vamos a tener un bebé a finales de febrero».
Me pregunté si la sensación de irrealidad desaparecería en algún momento.
Giré la cabeza otra vez hacia el astro rey y volví a cerrar los ojos, dispuesta a absorber un poco más de brillante sol italiano, tan abundante aquí a diferencia de en donde vivíamos. El otoño estaba a la vuelta de la esquina y luego no tardarían en llegar los aburridos días invernales de Londres. Ahora era el momento de disfrutar de aquel precioso sol, así que lo hice.
Dejé que mi mente vagara hacia un lugar donde todo era fácil y maravilloso e intenté dejar a un lado toda la infelicidad y las preocupaciones; colocarlas en sus estantes respectivos, cerrando con llave aquellos espacios espeluznantes que odiaba abrir. Esos en los que metía todas las cosas malas para que cogieran polvo durante un tiempo: los pesares de la vida, las pérdidas y el dolor, las malas decisiones tomadas y las consecuencias que siguieron a aquellas elecciones…
Las gotas heladas que cayeron en mi hombro me arrancaron del breve sueño que estaba disfrutando en la playa. Ethan debía de estar de vuelta con mi bebida. Abrí un ojo y le vi bloqueándome los rayos de sol; no aprecié el frío saludo ni su expresión severa. ¡Santo Dios!, era un hombre impresionante, con duros músculos y piel dorada. Podría pasarme años mirándole sin cansarme nunca. La absoluta indiferencia hacia lo que los demás podían pensar de él lo hacía todavía más atractivo. No era un tío bueno que quisiera ser admirado y adulado, y eso que tenía admiradoras a cientos. Bueno en realidad no solo le admiraban las mujeres, eran muchos los hombres que también lo hacían. Sin embargo, él pasaba de todos.
—¿Qué me has traído? —mascullé.
Él ignoró la pregunta y me tendió una botella de agua fría.
—Ya es hora de que te pongas más protector solar. Comienzas a estar roja.
—Solo lo dices para poder ponerme las manos encima —aseguré.
Él se sentó junto a mi toalla y arqueó una ceja.
—En eso tienes razón, preciosa.
Bebí un poco de agua y cerré los ojos mientras él me aplicaba la crema en los hombros y los brazos. Me gustaba sentir sus manos en mi cuerpo. Sus palmas… su contacto… La sensación que provocaba en mí todavía me aflojaba las rodillas. No era de extrañar que hubiera sido incapaz de resistirme a él cuando comenzó a perseguirme. Con Ethan había sido así desde el principio. Desde que clavó en mí aquella mirada abrasadora desde el otro extremo de la Galería Andersen y permití que un virtual desconocido me llevara a casa en su coche; desde que me condujo con mano firme hasta su Rover y me ordenó que comiera la barrita energética y bebiera el agua que compró para mí en el trayecto; desde aquel primer beso en el vestíbulo del edificio Shires, tocándome como si tuviera derecho a hacerlo, sin disculparse por traspasar las barreras sociales. Así había sido siempre con Ethan.
Me reclamó y yo lo entendí desde aquel momento, incluso aunque me pareciera ridículo e increíble que un hombre así me persiguiera. Y todavía tenía esa impresión, aunque ya había aceptado que mi destino era Ethan James Blackstone. Él me hacía sentir que era suya cada vez que me tocaba… y la sensación era maravillosa.
—Mmm… qué bueno…
Él contuvo el aliento.
—Estoy de acuerdo. Ahora date la vuelta.
Rodé sobre mi misma y alcé el brazo para proteger mi cara del sol. Él extendió el protector solar con cuidado, asegurándose de esparcirlo por cada centímetro de mi piel. Cuando llegó a mis pechos, deslizó los dedos por debajo del bikini y rozó mis sensibles pezones una y otra vez hasta que estuvieron duros y arrugados. Me estremecí ansiando más.
—¿Te vas a aprovechar de mí porque estamos en un lugar público? —pregunté.
—De eso nada —repuso él, inclinándose sobre mi toalla para besarme—. Me voy a aprovechar de ti porque estamos en una playa muy privada donde nadie nos molestará.
Subió las manos a los tirantes de la parte superior del bikini para bajarlos y luego me rozó el área alrededor del pezón con la perilla, de manera juguetona. Noté un intenso zumbido con el primer roce, debido seguro al embarazo. Las sensaciones en mis pezones eran diferentes, pero después del primer contacto esa impresión desapareció. Él comenzó a chuparlos y lamerlos y yo me excité como siempre. Le pasé las manos por el pelo mientras él besaba mis pechos, adorando sus atenciones.
—Solo para que lo sepas, Blackstone, no va a haber sexo en esta playa.
—Ay, cariño, me matas. Llevo toda la luna de miel pensando en un polvo salvaje en la arena.
—Bueno, si fuera tú lo intentaría de nuevo cuando anochezca. Ahora es mediodía y estamos a la vista de cualquiera que pudiera aparecer. No pienso dar un espectáculo público. ¿Es que no has visto nunca una de esas pelis porno de sexo en la playa filmadas con cámaras ocultas?
Él miró al cielo y meneó la cabeza.
—No hay un alma en kilómetros a la redonda. Solo arena, mar y… nosotros dos —concluyó arqueando las cejas.
—Estás como una cabra, ¿lo sabías? —Le cogí por la barbilla para besarlo en los labios.
Él se rio, me observó subir las correas del bikini y tumbarme de nuevo.
—Y tú estás irresistible en la toalla, con el bikini. Estoy seguro de que debe ser ilegal.
Sonreí ante el piropo, esperando que fuera cierto, y me cubrí el vientre con la mano.
—Dentro de muy poco no querré ponerme ni bañador.
Él puso la mano sobre la mía.
—Pero si estás preciosa así. Incluso melocotón lo cree —bajó la cara para hablarle a mi estómago—. ¿Melocotón? Papi está aquí. Dile a mami lo guapa que está con este bikini, ¿vale?
No pude contener una risita al ver lo dulce y adorable que era. Le quería incluso más que antes, si es que eso era posible.
Puso la oreja contra mi barriga y se quedó inmóvil, como si estuviera escuchando, al tiempo que asentía con la cabeza algunas veces mostrando su conformidad.
—En efecto. Melocotón está de acuerdo conmigo en que estás preciosa y, sé de buena tinta, que discutir con un bebé nonato no sirve de nada.
Lancé un suspirito de felicidad.
—Te amo, marido, aunque estés loco.
—Te amo, mi preciosa esposa —repuso con una sonrisa pícara—, pero sigo pensando que debemos follar en la playa al menos una vez antes de irnos.
—¡Oh, Dios! Eres de ideas fijas. —Moví la cabeza lentamente—. Creo que necesitas un hobby.
Él miró al cielo y se rio.
—Cariño, mi hobby favorito es follar contigo, ¿es que todavía no te has dado cuenta?
Le hice cosquillas.
—Creo que deberías dedicarte a la jardinería, o a la caza del urogallo o algo por el estilo.
Atrapó mi mano con facilidad, bloqueando mi estrategia.
—Jugaré en tu jardín cuando quieras —musitó mientras me daba suaves besitos en los labios—, y también cazaré tu urogallo.
Me acurruqué contra él.
—Soy muy feliz contigo, Ethan.
Mis palabras debieron provocar algo en su interior porque jamás le había visto moverse con tanta rapidez.
Me tomó en brazos y me levantó de la toalla.
—Rodéame con las piernas —me ordenó.
Le obedecí al instante y le rodeé la cintura, cruzando los tobillos en su espalda.
Nos besamos durante todo el trayecto mientras abandonábamos la playa, como si dependiéramos de los besos para poder caminar. La fuerza de Ethan siempre me había hecho suspirar y que me llevara ahora en brazos hasta la casa tuvo el mismo efecto. Jadear y suspirar. Otra vez.
Durante las horas siguientes pasamos el tiempo enredados en la cama, donde él me hizo el amor, a ratos relajado y a ratos desenfrenado.
—¿Qué quieres hacer con la cena? ¿Cocino algo?
—No —respondió él.
—No me importa, Ethan, de verdad. Disponemos de una cocina preciosa y bien abastecida.
Ethan jugó con mi pelo, enredando los dedos en los mechones una y otra vez. Le gustaba hacer eso; era un gesto automático, algo que hacía cuando estábamos despiertos en la cama, pero me daba la impresión de que significaba algo más. Le relajaba. Parecía un agradable pasatiempo para él, como si a veces necesitara tocarme de una manera que no fuera sexual. Aunque Ethan me tocaba todo el tiempo, ya fuera de forma sexual o no.
—Tienes hambre.
Asentí con la cabeza notando su mano en mi cuero cabelludo.
—Vuelvo a disfrutar de buen apetito. Necesito comida para que crezca nuestro bebé. Y también postre. —Le clavé un dedo en las costillas para que se moviera.
—Estás hambrienta e… impaciente —bromeó—. Tendría que ser muy estúpido para negarle la comida a una mujer embarazada…
—…y no olvides el postre —le recordé con intención de volver a pincharle las costillas, aunque él me lo impidió con facilidad.
—Esta noche vamos a salir. No quiero que cocines. Y… te prometo que mi chica podrá disfrutar de un postre de quitar el hipo.
—Mmm… gracias, cariño, eres demasiado bueno conmigo. —Le ofrecí los labios para que me besara.
Sin embargo, no me besó, se limitó a mirarme con un brillo en los ojos que solo podía ser descrito como pecaminoso y sentí un cachete en el trasero que produjo un sonido seco y juguetón.
—Sería mejor que llevaras ese divino coño tuyo a la ducha antes de que decida que quiero poseerlo otra vez.
Gateé por la cama, pero antes de levantarme cambié de idea y me incliné sobre mi muy cariñoso pero controlador marido, que estaba tumbado con todo su magnífico y masculino cuerpo al descubierto, y presioné la punta de un dedo en mitad de su pecho para que no se moviera. A continuación, le dirigí la mirada más provocativa que pude, me ahuequé las manos sobre los pechos y comencé a acariciarme los pezones lentamente, pellizcándome las puntas de vez en cuanto. A la vez, me humedecí los labios en un gesto exageradamente sugerente.
Él me miraba fascinado; ni siquiera respiraba, mientras observaba el espectáculo. Puse el dedo en una de sus tetillas y la rocé lentamente con la uña antes de comenzar a bajar muy despacio por sus marcados abdominales, por la depresión del oblicuo, siguiendo la V hasta la base del pene.
Tensó los músculos cuando comencé a rozarle, jugueteando con él sin piedad. En ese momento Ethan era mi esclavo y los dos lo sabíamos. No se resistiría a lo que le hiciera.
Le guiñé un ojo.
—Yo gano —susurré antes de correr hacia la ducha.
Me persiguió hasta alcanzarme, por supuesto. Me hizo cosquillas, provocando mi risa mientras nos aseábamos para la cena… pero antes me hizo pagar lo que le había hecho en la cama.
Con orgasmos.
—Alguien está disfrutando de la cena esta noche. —Ethan me observaba comer con una enorme sonrisa en aquella cara tan bien parecida.
Gemí ante el sabor de la pasta que se me deshacía en la boca.
—¡Oh, Dios mío! Este es el ziti más delicioso que he tomado en mi vida. Me gustaría saber cocinarlo así.
—Puedes intentarlo. Saca una foto con el móvil para que puedas acordarte de cómo lo prepararon.
—¡Qué buena idea! ¿Cómo no se me ha ocurrido a mí? —Estiré el brazo en busca del bolso.
El brillo en sus ojos anunciaba que estaba a punto de burlarse de mí.
—Seguramente porque estás demasiado ocupada comiéndotelo.
Le di una patada por debajo de la mesa.
—Idiota…
—Era una broma —gruñó—. Lo cierto es que estoy muy agradecido de que por fin hayas recuperado el apetito. Me preocupaba que acabaras consumida, así que una cosa menos de qué preocuparme.
Le lancé un beso.
—Para empezar, me has dejado exhausta, y por otra parte, creo que mi cuerpo está intentando compensar el tiempo perdido cuando no retenía nada en el estómago. Como no me dejes saciar mi apetito, acabarás con una esposa famélica y furiosa entre los brazos. —Fruncí el ceño—. Créeme, no te gustará nada.
El ziti estaba en su punto, pero sobre todo lo estaba disfrutando tanto porque podía comer sin sentirme enferma luego. Nuestro bebé se hacía notar a pesar de ser tan diminuto y, en ese momento, demandaba comida.
Ethan puso el cuchillo y el tenedor en el plato y clavó en mí los ojos.
—Bien. Para empezar, me encantó haberte dejado exhausta, y por otra parte, me gusta ver que vuelves a comer. No soy tonto, ¿sabes? Cuando mi chica me dice que necesita comer, entonces lo mejor es que lo haga. —Llenó su copa—. Y por último, puedes ser una esposa famélica y furiosa, pero seguirás siendo preciosa, incluso aunque me aterres.
—¿Te aterro ahora, Ethan? Puedes ser sincero. —Sé que tengo altibajos emocionales que resultan desquiciantes, pero el embarazo me resulta duro y me preocupan los cambios. Ahora no puedo controlarlos y no quiero convertirme en una esposa chiflada dominada por las hormonas que te haga echar de menos la soltería.
—Nunca. —Me tomó la mano libre y me besó la palma mientras me sonreía con cariño—. ¿Cómo voy a sentirme aterrado cuando tengo a mi lado a mi furiosa esposa famélica y a nuestro pequeño melocotón?
—Te amo. —Logré decir las palabras sin llorar, pero lo conseguí por muy poco. Ethan era capaz de arrancarme emociones solo con mirarme.
—Yo te amo más —repuso él con suavidad, cogiendo la copa y tomando un trago—. Y creo que eso quedó demostrado cuando dejé que fueras tú la que condujera hasta aquí. —Vació el resto del vino—. Todavía tengo blancos los nudillos.
—Como decís los británicos, ¿acaso estás tratando de hacerme pagar mis comentarios? Es que no le veo objeto a que hagas ostentación del vino cuando sabes que no lo puedo probar.
Él me miró boquiabierto por la sorpresa, aunque al momento me brindó una deslumbrante sonrisa.
—¿Crees que te provoco a propósito, nena?
Yo no dije nada. Me limité a reclinarme en la silla y a estudiarlo. La camisa azul de sport resaltaba el color de sus ojos, los pantalones de pinzas blancos sugerían los poderosos músculos de sus piernas. Los únicos adornos eran el Rolex y la alianza; no necesitaba más porque su cuerpo y su cara eran más que suficiente. Mi marido era un hombre muy guapo. No era tan estúpida como para no creer que ese rasgo no me iba a causar más de una preocupación a lo largo de nuestra vida en común. Serían muchas las mujeres que intentarían acostarse con él, y eso me volvería loca.
—He descubierto que me excita provocarte —confesó finalmente. La manera en que recorrió mi cuerpo con los ojos me dijo que la reacción que obtenía de mí le resultaba muy satisfactoria.
—¿Por qué? —susurré, tensándome de anticipación ante lo que podía responder.
—Me empalmo cuando veo que me miras furiosa; comienzan a brillarte los ojos. —Fueron los suyos los que centellearon y bajó más la voz—. En ese momento solo puedo pensar en una cosa, Brynne. —Me pasó la punta de un dedo por el anular, provocando que me subiera un escalofrío por el brazo—. ¿Quieres saber qué es?
—Sí.
—Cuánto tiempo va a pasar antes de que podamos follar otra vez y te tenga debajo de mí a punto de correrte.
Bueno, pues sí, parece que le excito suficiente.
Cerré los ojos y contuve el tembloroso deseo que atravesaba mi cuerpo hasta impactar entre mis piernas. El vaso de agua de cristal italiano quedó vacío en un segundo y dejó de importarme si tomábamos postre o no.
«¿Por qué estuve de acuerdo en salir a cenar?».
Me aclaré la garganta e intenté escapar de la hoguera que Ethan provocaba en mi interior regresando al anterior tema de conversación.
—Entonces, hace un minuto decías que he conducido…
Él me cogió la mano y me frotó los nudillos con el pulgar, diciéndome sin palabras que haría realidad todas esas cosas en cuanto pudiéramos regresar a casa.
—¿Sí, preciosa?
—No… no conduje tan mal. —Ladeé la cabeza—. ¿O sí que lo hice? —Ethan me había permitido conducir el vehículo. Estábamos en Italia, donde se transitaba por el lado correcto de la carretera, y me sentía segura. Mi carnet de conducir, que había sido expedido en California, todavía estaba en vigor, y no quería olvidarme de cómo se hacía. En los cuatro años que llevaba viviendo en Londres no había poseído ni conducido un coche, sobre todo porque los británicos iban por la izquierda. Ni siquiera lo había intentando, me resultaba espeluznante; además no era necesario porque el transporte público era muy bueno. Jamás me había visto en la necesidad de conducir en Inglaterra. Sin embargo, Ethan había alquilado un espectacular BMW 650 descapotable de color azul medianoche… y no pude resistirme.
—Bueno, no, no lo has hecho mal… —concedió—. La cosa es que no me resulta demasiado cómodo circular por el lado derecho de la carretera. Sin duda no quiero que te hagas daño, así que iría mucho más relajado en un vehículo más grande, con más sistemas de seguridad pasivos.
—No creo que llegue a llevar un coche por Londres. En serio, jamás me encontraré cómoda conduciendo en Inglaterra, aunque viva allí durante el resto de mi vida.
Él sonrió pensativamente, el azul de sus ojos adquirió un tono más oscuro; medianoche profundo.
—Vivirás conmigo durante el resto de tu vida, no importa dónde mientras estemos juntos. Y no te preocupes por tener que conducir por Londres, es una jodida pesadilla y no quiero que lo hagas. Yo puedo llevarte a cualquier sitio. —Se llevó mi mano a los labios y me dio otro seductor beso en la palma—. Y ya sabes… si quieres conducir, puedo hacer que…
El camarero que nos había servido la cena nos interrumpió en ese momento con una invitación de un cliente que ocupaba otra mesa. Se trataba de una botella de vino —una botella de Biondi Santi muy cara— que yo no podría beber hasta dentro de mucho tiempo. Los dos miramos en la dirección que nos señalaba el camarero y vimos a un hombre que me resultó vagamente familiar. Alto, bronceado y muy apuesto. Cuando se acercó a nosotros se movió con la elegancia de alguien acostumbrado a dominar su cuerpo como un atleta, cada paso calculado con precisión y un aire de inconfundible confianza.
—Bueno, hola, ¿qué tal? —saludó Ethan—. Gracias por esto. —Señaló la botella—. Un detalle muy amable —añadió mientras estrechaba la mano del recién llegado.
—Un placer —repuso el recién llegado con un sofisticado acento británico teñido de diversión.
Ethan hizo los honores.
—Dillon, mi mujer, Brynne. Y este donjuán, cariño, es Dillon Carrington.
—¿Qué tal, Brynne? Me alegro de conocerte en persona. Solo te había visto en las fotos de las revistas de cotilleos. —Me tendió la mano y le ofrecí la mía. Había algo familiar en Dillon Carrington, pero no lograba precisar qué era. Lo que resultaba evidente era que Ethan y él se conocían muy bien.
—Encantada de conocerte también, Dillon. Gracias por el vino, estoy segura de que estará delicioso. Me suena mucho tu cara, ¿nos conocemos de algo?
Él sacudió la cabeza, riéndose.
—No, no nos habíamos visto antes. Te aseguro que si te conociera, te recordaría.
—¿Ethan? —Le miré en busca de ayuda, pero parecía estar divirtiéndose demasiado a mi costa, porque solo me guiñó un ojo.
—¿Sabes, Dillon? Es gracioso. Brynne y yo estábamos hablando justo ahora sobre la manera de conducir británica. Es yanqui de pies a cabeza.
—Ah, sí que es divertido. Una chica que solo sabe conducir por la derecha y tiene que aprender a hacerlo por la izquierda. ¿Quieres que te deje mi mono de seguridad, tío? —preguntó Dillon.
¿Mono de seguridad? No sabía quién era ese tipo, pero definitivamente debía conocerle. Estaba claro que él sí sabía quién era yo. Sin duda tenía que hojear más a menudo la prensa rosa. Ethan conocía a muchos famosos, y tanto el compromiso como la boda habían sido cubiertos por todos los medios de comunicación británicos.
—¿Estás solo esta noche? ¿Te apetece acompañarnos? —ofreció Ethan educadamente.
—No, muchas gracias. No quiero interrumpiros, pero os vi cuando entrasteis y quería saludarte y, por supuesto, felicitaros. He quedado con alguien dentro de un minuto.
—Ah, de acuerdo. Me alegro. Te echamos de menos en la boda, pero ya sé que estabas ocupado ese día.
Dillon se rio ante el comentario.
—Sí, un poco. Me tuvieron dando vueltas todo el fin de semana. Suelo venir aquí a descansar y relajarme cuando puedo.
—Felicidades por la victoria. Pude ver los resúmenes y estuviste soberbio. Una estrategia brillante. —Era evidente que Ethan estaba muy impresionado por lo que fuera que Dillon había conseguido.
—Gracias. Y también por el patrocinio. Espero que te llegaran los regalos firmados que te envié.
—Ha sido un dinero bien invertido. Ver el logotipo de Blackstone en el número ochenta y uno fue una pasada. En serio.
Contuve el aliento.
—¿Eres piloto de carreras, Dillon? —les interrumpí.
—Sí, soy piloto. —Ladeó la cabeza—. Puedo enseñarte a conducir por la izquierda, Brynne —repuso con una sonrisa llena de encanto que iluminó sus ojos mientras me tomaba el pelo—. Si quieres que te dé alguna lección, solo tienes que llamarme.
—Es poco probable que ocurra eso, Dillon. Muchas gracias, pero creo que haré los honores si a mi mujer le da por aprender a llevar un coche a la manera británica.
—Bueno, veremos si tus lecciones han dado sus frutos cuando nos encontremos de nuevo en octubre para la boda de Neil y Elaina, entonces examinaré a Brynne —le desafió Dillon al tiempo que me guiñaba un ojo.
—Oh, ¿asistirás? —pregunté.
—Sí. —Asintió lentamente con la cabeza—. Neil y yo nos conocemos desde el colegio. Y también es colega nuestro el hermano de Elaina, Ian. Somos muy buenos amigos. —Dillon miró por encima del hombro hacia una mesa—. Mi invitada acaba de llegar, así que tengo que dejaros. Me alegro mucho de haberte conocido por fin, Brynne. —Inclinó la cabeza hacia mí—. Y tú, Blackstone, has elegido bien, afortunado cabrón —aseguró sacudiendo la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja.
—Tan capullo como siempre, Carrington. Gracias de nuevo por el vino, nos veremos muy pronto, en Escocia.
Dillon se despidió y regresó a su mesa, captando la mirada de muchos clientes hasta que llegó junto a su cita; una exótica morena que se había sometido a evidentes retoques de silicona y nos miraba con intensidad, seguramente molesta por haber acaparado a su novio.
—Parece un tipo agradable —comenté—. Debe ser famoso, ¿no?
—Ah, sí, un poco —dijo con ironía—. Acaba de ofrecerse para enseñarte a conducir un campeón de la Fórmula Uno, cariño.
—¡Guau! ¡Es él! Sabía que lo había visto antes, pero no me di cuenta de que era por haberlo visto en la televisión y en los periódicos. —Lancé una mirada a la mesa de Dillon—. No creo que a su novia le haya hecho demasiada gracia que estuviera hablando con nosotros; nos miraba como si quisiera matarnos.
—No creo que sea su novia. —El comentario rezumaba tanto sarcasmo que era imposible malinterpretarlo.
—¿Por qué dices eso?
—Nena… —La mirada de censura era muy clara—. Lo digo porque le conozco muy bien. Dillon Carrington no tiene novias, tiene rollos. —Señaló la mesa del piloto con la cabeza—. Y esa chica no es más que uno de ellos.
—¿Por qué estás tan seguro? —insistí.
—Porque yo solía… —Cambió de posición en la silla y me dio la impresión de que deseaba haberse mordido la lengua—. ¡Oh, olvídalo! No quiero hablar de la vida social de Carrington durante mi luna de miel.
—Yo tampoco —convine. Y no necesitaba saber nada más, porque estaba segura de que Ethan sabía muy bien de lo que hablaba; a fin de cuentas se le había escapado sin querer la explicación: después de todo, él solía ser como Dillon Carrington antes de conocerme.