13
13 de diciembre
Londres
Envié a Ethan un mensaje de texto y me pregunté si lograría llegar antes de que me llamara la recepcionista del doctor Burnsley. Mi marido no quería perderse ninguna visita. Debía reconocer que Ethan sabía incluso más detalles que yo sobre embarazos; visitaba con más frecuencia la página web y se sabía el libro casi de memoria. Siempre me sorprendía con curiosidades que aprendía en sus investigaciones sobre la etapa del desarrollo en que estuviera nuestro bebé. Solía tomarle el pelo, diciéndole que era un intelectualoide presumido que lo sabía «todo sobre el nacimiento de los bebés», parafraseando a Prissy en Lo que el viento se llevó, y que dado que era el experto, podía facilitarme toda la información para que no tuviera que buscarla por mi cuenta.
Bromas aparte, no era de los que pasarían de mis mensajes o de mis llamadas, así que volví a escribirle. «Pasó algo? Donde stas?».
Me pregunté si almorzaría conmigo. Habíamos creado una rutina que seguíamos a rajatabla los días que visitábamos al doctor Burnsley: comer juntos en un restaurante antes de que tuviera que regresar a su despacho, donde estaba cada vez más horas. Después de año nuevo viajaría a los XT Winter Europe Games, contratado por no sé qué rey de algún pequeño país centroeuropeo. Él no parecía demasiado emocionado por tener que cuidar de un joven príncipe heredero en aquel evento deportivo internacional, pero como se lo había pedido el propio rey en persona no le había quedado más remedio que aceptar. Yo no podía acompañarle a Suiza porque en el tercer trimestre de embarazo estaba prohibido subirse a un avión, así que me quedaría en casa sola durante una semana. Pensaba utilizar esos días para dar los últimos toques a la habitación del bebé. Bueno, a las habitaciones del bebé, en plural. Tenía dos casas que preparar para finales de febrero.
Decidí que al salir iría de compras, ya fuera con Ethan o sin él. Ya había pensado antes que era el día ideal para comprar los últimos regalos de Navidad. Quedaban solo doce días para conseguir todos los obsequios y envolverlos.
—Brynne Blackstone —anunció la enfermera con una lista en la mano, mientras sostenía la puerta abierta para que entrara—. Es su turno. Ya sabe, necesitamos una muestra de orina y luego la pesaré. —Esbozó una dulce sonrisa mientras me lo decía, una que seguramente llevaría ensayando mucho tiempo para esquivar las miradas iracundas de mujeres embarazadas que necesitaban hacer con urgencia lo primero y temían llevar a cabo lo segundo.
«Momentos divertidos».
Recordar las estadísticas que acababa de recitarme el doctor Wilson no me hacía ver el futuro con demasiado optimismo. Uno de cada cinco bomberos; uno de cada tres adolescentes supervivientes a un accidente automovilístico; una de cada dos mujeres víctimas de violación; dos de cada tres prisioneros de guerra. Me concentré sobre todo en los dos últimos elementos de la deprimente lista. ¿Dónde coño nos dejaba eso a Brynne y a mí? Éramos víctimas de síndrome de estrés postraumático. Almas dañadas que de alguna manera habíamos acabado uniendo nuestras vidas por un guiño del destino. Brynne era consciente de sus demonios y trabajaba con la doctora Roswell para lograr enfrentarse a lo que le ocurrió. Me fascinaba su fuerza —casi británica en su rigor—, era como el poster que mi terapeuta tenía sobre el escritorio: «Mantén la calma y sigue adelante». Mi preciosa y valiente chica. Siempre adelante.
¿Lo lograría yo también? Sin duda quería. Ahora tenía muchos deseos de encontrar la manera de librarme de aquella jodida maldición que se había colado en los recovecos más oscuros de mi alma. Necesitaba encontrar paz.
Lo necesitaba para ser el marido que quería ser para Brynne, el padre que anhelaba ser para nuestro bebé.
—Bien, le escucho. —Presté al doctor toda mi atención y pensé en por qué estaba allí con aquel psiquiatra especializado en estrés de combate, Gavin Wilson, en su consulta en Surrey, discutiendo sobre las ventajas de seguir una terapia cognitivo-conductual.
—La meta no es obligarle a hacer hincapié en los acontecimientos de su pasado, sino llegar a comprender realmente cuál es el estado emocional de su mente ahora mismo. Esta terapia no es de esas en que se acuesta en el sofá y cuenta lo que pasa por su cabeza, Ethan.
«¡Gracias a Dios, joder!». Respiré lentamente, aliviado al escucharle. Hablar me aterraba. Si hablaba sobre ello acabaría regresando a aquel entumecido y gélido lugar; escucharía de nuevo las voces, el olor a orines rancios y a vómito, y ¡joder!, volvería a sentir el frío, a ver el cuchillo y… los ríos de sangre. Solo le había relatado a Brynne una parte de lo peor porque pensaba que ella tenía que saber qué era lo que me oprimía, pero me angustiaba mucho tener que compartir con ella toda aquella fealdad. Era demasiado oscura, demasiado horrible, demasiado espantosa para tener que agobiarla con ella.
—Creo que eso es bueno. Dígame, ¿cómo se aplica su programa a alguien como yo? —pregunté.
—La terapia cognitiva-conductual trata aquí y ahora los acontecimientos que le sucedieron durante el tiempo que estuvo sirviendo en la British Army, motivo por cual está sentado aquí hablando conmigo.
—Mi mujer… tiene… Hay un suceso traumático en su pasado también. Me preocupa que recordar estos… ¡joder! no sé ni cómo llamarlos, estos horrores, me convierta en un ser débil y no poder prestarle mi apoyo cuando me necesite. Esperamos nuestro primer hijo para finales de febrero… —Me interrumpí, deseando no sonar tan patético y cobarde, pero quería ser sincero con el doctor.
—Mi enhorabuena para ambos. —Lo vi escribir algo en un papel—. ¿Su mujer hace terapia?
Asentí con la cabeza.
—Desde hace más de cuatro años. Por lo que me dice, no puede imaginarse la vida sin su terapeuta.
—¿Y usted está de acuerdo en que su mujer busque tratamiento y ayuda a través de terapia psiquiátrica directa? —preguntó el doctor Wilson. Sus palabras me dieron una idea de por dónde continuaría su interrogatorio.
—Por supuesto que sí. A ella le ayuda y eso es lo más importante.
Sonrió de medio lado.
—Estoy seguro de que su mujer quiere que usted reciba la misma ayuda que ella, Ethan, pero la decisión tiene que ser suya, por supuesto.
«Sé que eso es lo que piensa ella».
—¿Qué es lo que haremos cuando venga aquí?
—La terapia cognitivo-conductual reconoce que los acontecimientos de su pasado han formado la manera en que piensa y actúa hoy en día. En su caso particular, y por lo que me ha dicho, tiene trastorno de estrés postraumático de inicio demorado. Exploraremos qué es lo que produce que esos flashbacks sean más intensos ahora que cuando ocurrieron los hechos. —«Sé por qué»—. Aún así, la terapia cognitivo-conductual no hace hincapié en el pasado, solo parte de él para encontrar soluciones con el objeto de cambiar el comportamiento y pensamientos actuales a fin de adquirir calidad de vida ahora y en el futuro. La clave está en procesar emocionalmente su pasado en vez de volver a vivirlo.
Asentí con la cabeza, perdido en sus explicaciones. No me sentía demasiado atraído por la terapia ni optimista al respecto, pero tampoco la criticaba. Me caía bien aquel hombre. Me gustaba especialmente su manera de explicar las cosas. No prometía milagros. «Porque no existen en tu caso». El único milagro había ocurrido siete años antes… el día veintidós. Lo sabía muy bien y agradecía el regalo recibido. El doctor Gavin Wilson había servido en el mismo ejército que yo, era una especie de camarada de armas. Si alguien me podía ayudar, tendría que ser alguien como él.
La cuestión se reducía a lo más básico y, dado que se acababa el tiempo, sentí una especie de revelación al tomar mi decisión. Y también recibí una tarea para hacer en casa.
Comprobé mi reloj mientras salía corriendo del edificio. Sabía que tardaría al menos una hora en recorrer la ciudad para poder reunirme con Brynne en la consulta del doctor Burnsley. Dudaba que pudiera llegar a tiempo. Busqué el móvil en el bolsillo y recordé que no lo llevaba encima. Había estado tan distraído pensando en la primera cita en el Centro de Estrés Postraumático que me lo había olvidado. «¡Joder!». Aquella era precisamente el tipo de mierda que no necesitaba ahora. Mi preocupación número uno: la distracción. Era lo peor para mi trabajo. No podía permitírmela, o mi trabajo se iría a la mierda. Imposible. Todo aquello de los recuerdos fantasmas me jodía la rutina. En ese momento debía tener mi móvil para poder ponerme en contacto con Brynne. Tenía que decirle que iba a llegar tarde o se preocuparía.
Cuando pisé el vestíbulo la vi otra vez; salía del despacho de otro terapeuta, no la llevaba el doctor Wilson pero, sin duda, se trataba de alguien que realizaba un trabajo similar. Tenía sentido. «Haz tu tarea». Buscar el perdón de los que había hecho daño. El primer paso para ocuparme de mis problemas me conduciría a ella.
—Sarah, espera un momento… —grité.
Cuando salí de la consulta del doctor Burnsley, caminé hasta los ascensores. Todavía no sabía nada de Ethan y solo pude imaginar lo mucho que lamentaría haber faltado a la visita. Tendría que tomarle el pelo recordándole que se había perdido aquella vinculación especial con el doctor y sus chistes sobre sexo.
No me fijé en la persona que entró conmigo en la cabina porque estaba demasiado concentrada revisando los mensajes sin contestar y avisando a Len para que supiera que ya había terminado la consulta. No supe quién me acompañaba hasta que dijo mi nombre.
—Brynne…
Entonces sí lo supe. Levanté la mirada lentamente, deslizándola desde el suelo hacia arriba. Estudié sus piernas, la que era una prótesis y la otra, los muslos musculosos, el cuerpo duro y los hombros anchos. Aquellos ojos oscuros y los rasgos atractivos me parecían ahora diferentes.
—Lance… ¿q-qué haces aquí? —tartamudeé.
—No te asustes, por favor, pero te vi acudir a esa consulta y he esperado a que salieras.
—¿Es-stás siguiéndome?
—No. —Apartó la mirada durante un instante y sacudió la cabeza—. Tenía también una cita médica; tenían que tomarme las medidas para colocar una prótesis permanente.
—Ah… —No sabía qué decirle. Lance había perdido la pierna y, a pesar de nuestro doloroso pasado, todavía sentía simpatía hacia él por lo que le había ocurrido. Era como si mi mente no pudiera dejar de empatizar con él. Como si mi cerebro estuviera esclavizado, enchufado a emociones y recuerdos de mucho tiempo atrás. «Lance Oakley me ha seguido al ascensor y me ha dicho que lleva un rato esperando a que salga». La visita había durado aproximadamente hora y media, si contaba también el tiempo que aguardé en la sala de espera y el examen. ¿Por qué iba a estar allí durante noventa minutos?
—¿Por qué me has esperado, Lance? —Fui al grano.
—Te lo pedí aquel día, en el hospital, pero no regresaste. —Él tenía la mirada clavada en el suelo antes de mirarme—. Sé que estoy pidiéndote demasiado, Brynne, pero de verdad, necesito hablar contigo. ¿Estás dispuesta a escucharme?
—Escuché lo que me susurraste en la cama, pero no sé si seré capaz de hacerlo. —Y realmente no lo sabía. Una parte de mí tenía curiosidad por saber por qué quería decirme que lamentaba lo que había hecho. Si soy honrada, me sentía muy desconcertada por ello, jamás me había imaginado que Lance se disculpara. Nunca. Así que al aparecer frente a mí, como ahora en el ascensor, pareciendo sincero, tenía que luchar contra el deseo de volver a verle. Me puse la mano sobre el vientre de manera instintiva.
La puerta del ascensor se abrió y sonó la campanilla. Salí al instante y él me siguió al vestíbulo, cojeando de manera pronunciada por culpa de su lesión, lo que me hizo sentir atorada y confundida, sin saber qué hacer.
—Lo entiendo. —Asintió con la cabeza con expresión de pesar—. S-sé que estás embarazada… y no quiero contrariarte, pero… —Se interrumpió y alzó una mano como si se rindiera.
—Pero ¿qué, Lance? —No iba a dejar que se escapara tan fácilmente. Se acercó a mí, así que imaginé que iba a explicármelo.
—No me debes nada, Brynne. No quiero hacerte daño ni desestabilizar tu vida, pero me molesta que no sepas toda la verdad sobre mí… Sobre lo que ocurrió aquella noche.
—…Bueno, mmm… sé lo que me ocurrió a mí, Lance. Vi el vídeo. —Aparté la mirada, incapaz de ver sus ojos mientras decía la última palabra.
—Lo sé —convino con suavidad—. Lamento haberte lastimado y me gustaría tener la oportunidad de aclarar algo. —Respiró hondo—. Sé lo que has pasado. Tu madre me contó una parte cuando intenté ponerme en contacto contigo, pero tu padre no permitió que te viera. Y luego te fuiste a Nuevo Mexico. Terminé por aceptar que seguramente no querías veme, así que me mantuve alejado de ti. De cualquier manera, acabé destinado en Irak —dijo con furia. Continuó hablando tras un momento en silencio—. Me… me enteré de lo de tu padre. Recuerdo lo mucho que le querías; siento mucho que le hayas perdido.
«Mis malditas lágrimas acabarían siendo mi perdición». Me pasé la mano bruscamente por los ojos e intenté secarlas antes de salir del edificio. No quería que pareciera que había estado llorando si Ethan o Len aparecían.
De hecho, Len se dirigía ahora mismo hacia mí. La expresión de su cara significaba que la conversación con Lance había terminado.
Lance también le vio.
—L-lo siento, tengo que marcharme. Lance, te deseo buena suerte —me despedí con un hilo de voz. No tenía nada que ofrecerle. Me sentía confusa y vacía. Quería ver a Ethan.
—Bien. —Él me miró con estoicismo y asintió una vez con la cabeza. Luego me puso una tarjeta de visita en la mano—. Por favor, piénsalo —susurró antes de darse la vuelta y alejarse. Su marcada cojera era una señal tangible de lo mucho que Lance Oakley había cambiado en los últimos siete años.
Le indiqué a Len que me llevara a Knightsbridge para poder hacer las compras. En ese momento no podría ir a casa de ninguna manera. Necesitaba aclarar mis ideas y gestionar mis sentimientos. Solo tenía clara una cosa: no quería compartir con Ethan el encuentro con Lance. Solo le contrariaría y le pondría territorial, y eso no nos haría ningún bien a ninguno de los dos. Sin embargo, debería llamar a la doctora Roswell y concertar una cita. Necesitaba un consejo imparcial y no lo encontraría en mi marido. Todavía no sabía dónde estaba ni por qué se había perdido la consulta con el ginecólogo, pensé apesadumbrada, sintiendo lástima por mí misma.
Disfruté de las emociones que suponían elegir regalos para personas queridas, determinada a concentrarme en una tarea simple que me satisfacía. Una bata de seda de color amarillo traidor me pareció apropiada para mi madre; en realidad era muy bonita y seguramente le encantaría. Si pedía que se la enviaran desde la tienda conseguiría que le llegara a tiempo para Navidad. No sabía muy bien lo que sentía en ese momento hacia mi madre, en especial después de haber escuchado la confesión de Lance de que había hablado con ella sobre mí después de lo que ocurrió. Me pregunté sobre el tema de la conversación. ¿Sabía ella algo que yo no sabía? La duda acabó convirtiéndose en una picazón persistente. Llevaba la tarjeta de Lance en el bolso; su número de teléfono estaba allí. Podía llamarle y preguntarle; estaba segura de que me lo diría.
Solo había hablado una vez con mi madre desde nuestra discusión. Me pregunté si se sentiría decepcionada al saber que el padre de mi antiguo novio era ahora el vicepresidente y que, siendo bastante realistas, podría llegar a ser presidente algún día. ¿Sería una píldora amarga para ella? Si había acabado por olvidar lo que Lance me había hecho, supongo que esperaba que hubiéramos podido reconciliarnos con el tiempo. Me figuré que esa era la razón por la que sentía tanto resentimiento hacia Ethan. Se había dado cuenta de que sus planes estaban arruinados y de que no asistiría a ninguna fiesta selecta en la Casa Blanca. Su hija había sido pillada por un británico al que le importaba un carajo si el padre de Lance Oakley era el emperador del mundo, así que mucho menos que fuera una figura de la política estadounidense. Ethan me había dejado embarazada y nos habíamos casado. Incluso ella debía de ser consciente de que su fantasía no era más que polvo en el viento. Ethan y mi madre eran como gasolina y cerillas, que ardían cuando se veían forzados a estar juntos. Era triste para mí; sería la abuela de mi hijo y no podía soportar la presencia de mi marido.
Pitó el teléfono. «Por fin», pensé sacándolo del bolso.
«¿Número desconocido?».
«Nena lamento haberme perdido la visita. Es una larga historia. Stoy sin móvil. ste nº es de Sarah Hasting. Donde stas ahora? Bss.E».
«¿De Sarah Hasting?». Sabía a quién se refería y pensé que era muy raro que Ethan estuviera con ella cuando debería haber estado conmigo. Recordé lo mucho que le había perturbado su presencia en la boda de Neil y Elaina, así que me preocupé por cómo estaría afectándole aquello. Respetaba que fuera leal a sus hombres, pero no era justo que sufriera más por sus muertes. Si le volvía a hacer sentir culpable al hablar sobre su marido, tendría que ponerla en su sitio. Me sentí mal mientras respondía al mensaje, pero me recordé a mí misma que Ethan no recibiría mis palabras en su móvil, así que me mantuve neutra. Sin embargo, me aseguré de agregar el número de Sarah a mis contactos antes de contestar.
«Tranqui. Stoy en Harrods haciendo compras de Navidad. Len stáconmigo».
Me respondió casi al instante.
«Voy de camino. Nos vemos en el Sea Grill?».
«Bien. A sus órdenes, señor Blackstone», pensé mientras respondía un escueto «OK». Intenté contener mi irritación, pero allí había algo que no encajaba y, una vez más, mis inseguridades tomaron las riendas inundándome de dudas.
Pagué los regalos y entregué los paquetes a Len, que sería el encargado de llevar todo a casa. Luego me ocupé de que envolvieran el regalo de mi madre y que lo entregaran al conserje junto con el de Frank y me dirigí al Sea Grill para esperar a Ethan.
Me bebí el té de frambuesa en la cafetería mientras recordaba lo extraño que había sido el día. Al acordarme de la tarjeta de Lance, la saqué del bolsillo y la estudié. Estaban impresos el número de teléfono y la dirección de correo electrónico, junto con su nombre e información del cargo que ocupaba en el ejército. Le di la vuelta y me di cuenta de que había un mensaje manuscrito que no había visto antes: «Brynne, por favor, déjame hacer lo correcto».
Alcé la vista en ese momento y vi que Ethan acababa de llegar y se dirigía hacia la mesa con un enorme ramo de flores color lavanda en la mano. Me metí la tarjeta de Lance con rapidez en el bolsillo mientras me preguntaba por qué mi marido se sentía tan culpable como para traer flores como ofrenda de paz.
«Deberías apreciar su intención», me reprendí con dureza.
Pero no lo hice.
—¿Qué te ha ocurrido? —me preguntó ella con una mirada neutra en los ojos, que no reflejaba la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Aceptó las flores e inhaló su aroma acercando la nariz, pero estábamos en un lugar público y Brynne era bastante reservada. Quizá deseara estampármelo en la cabeza. «Lo has jodido todo». Lo único que podía hacer era esperar que ella me perdonara.
—Me olvidé el móvil en alguna parte por la mañana. Lo siento mucho.
—Eso no es propio de ti, Ethan. —No levantó la mirada del menú mientras hablaba.
«Bien… la has cagado de verdad».
—No, no lo es. Pero mucho me temo que cuando salí tenía la cabeza en otro sitio.
—¿Por qué? —Vi cómo pasaba una página del menú, estudiándolo como si fuera un incunable de la colección de la Biblioteca Británica.
Deseé casi desesperadamente haberme fumado un cigarrillo antes de entrar.
—Bueno, no te lo conté porque no sabía si sería aceptado… —Ella dejó el menú en la mesa y me miró por fin—, pero esta mañana tuve la primera consulta con el doctor Wilson, del Centro de Estrés de Combate. —Clavó en mí aquellos ojos castaños—. Bien, el Centro se encuentra en Surrey, y al salir de la consulta para asistir a la cita con el doctor Burnsley, me encontré con Sarah. También es paciente del Centro. Me he retrasado por eso, pero de todas maneras no me hubiera dado tiempo, así que por eso le pedí prestado el móvil a ella.
—¿Has encontrado terapeuta? —me interrumpió, ahora con aquella expresión vivaz y chispeante que tanto me gustaba. Me sentí mejor al instante.
Asentí con la cabeza.
—Sí, nena. El doctor Wilson.
Ella me tendió la mano por encima de la mesa.
—Me alegro mucho. Me hace feliz escucharte, Ethan. Es la mejor noticia del día —aseguró, ahuecando la mano sobre mi mejilla.
Percibí que a mi chica le preocupaba algo más que mi retraso.
—¿Por qué? ¿Fue todo bien en la consulta con el doctor Burnsley? ¿Tienes que decirme algo, Brynne?
Ella frunció los labios y meneó la cabeza con suavidad.
—Nada en absoluto. Todo está correcto. Veintinueve semanas de embarazo, el bebé es ahora una pequeña calabaza que progresa adecuadamente. —Me guiñó un ojo.
«Esta es mi preciosa chica».
—¿Quieres decir que el doctor sigue siendo mi mejor amigo? —La vi reírse en silencio; le gustaba bromear sobre el celibato. Sería divertido… o no, cuando llegara el momento en que no pudiéramos tener sexo y nos viéramos obligados ser más creativos. Lo podría superar si la tenía cerca, tocándome, oliéndola. La intimidad era mucho más que follar. Había aprendido esa lección en el tiempo que llevaba con mi Brynne.
—Sí, sigue siendo tu mejor amigo. Pero quiero que me lo cuentes todo sobre tu visita al Centro de Estrés de Combate. —Sonrió, de nuevo feliz—. Háblame del doctor Wilson, venga.
«¿Cómo te lo voy a contar todo, mi preciosa chica? ¿Cómo? ¿Cómo podría hacerte eso»?
Deseé poder contárselo todo, pero dudaba mucho que lograra hacerlo algún día.