Capítulo

12

Mi despacho era la mejor habitación de Stonewell Court. Estaba segura. Elegantes paneles de roble cubrían las paredes, enmarcando la ventana desde la que se podía disfrutar de una magnífica vista del océano. Me recordaba la versión que hizo Hendrix de All along the watchtower, la canción de Dylan. «¿Qué vista tenía la princesa? ¿Cuántos sirvientes tenía?». Sin duda me sentía una auténtica princesa en esta casa.

La bahía de Bristol se extendía ante mí y, si el día estaba despejado, se podía ver incluso la costa de Gales en la lejanía. Somerset era una región impresionante. Había descubierto campos de color lavanda en el paisaje interior. Miles y miles de flores color púrpura inundando el aire de perfume. Era precioso… Casi parecía imposible creerse lo que veían los ojos. Me encantaba pasar aquí esos fines de semana largos y sabía que también era bueno para Ethan. La paz de aquel lugar le sosegaba.

Cuando me había puesto a examinar con Ethan todas las habitaciones de la casa, pensando a qué destinaríamos cada una, me enamoré de esta. Fue entrar en ella y saber que la quería para mí. Y lo más asombroso era el impresionante escritorio que había allí, confirmando mi idea de que no era la primera persona que pensaba que aquel cuarto era un excelente lugar para trabajar; había habido otros que llegaron a la misma conclusión antes que yo.

El escritorio ocupaba el segundo lugar de la lista de ventajas, después de la vista. Era un mueble de macizo roble inglés, tallado de manera minuciosa pero perfectamente simétrico en los contornos que suavizaban su superficie; me parecía perfecto. Me gustaba imaginarme sentada ante aquella espléndida vista marina mientras me dedicaba a mis proyectos para la universidad, respondiendo a una llamada telefónica o navegando por la red.

«Sería perfecto».

Bebí un sorbo de mi té de frambuesa sin apartar la vista de aquel profundo tono azul, cielo y océano, que contemplaba por la ventana. Podría estar allí sentada durante horas, pero si lo hacía no terminaría ninguna de mis tareas y tenía muchas cosas que hacer. Creo que estaba sufriendo la fase de anidamiento del embarazo con cierta anticipación. Ethan había bromeado al respecto cuando leyó esa parte en Qué se puede esperar cuando se está esperando, el libro que presidía su mesilla de noche y que estudiaba de manera casi religiosa. Y mi marido no era un lector compulsivo como yo. Leía para saber qué pasaba en el mundo y las noticias deportivas, y también publicaciones especializadas, pero nunca ficción. Leía para aprender e informarse, así que me parecía adorable que siguiera la evolución del embarazo a través de la web y que leyera ese libro para saber lo que ocurría en mi cuerpo en cada momento. Lo suyo eran la preparación y la planificación, y sobre todo cuidar de mí.

Suspiré otra vez mientras soñaba despierta, sabiendo que tenía tareas pendientes que requerían de mi atención. No eran mis favoritas, eso seguro, pero dudaba mucho que alguien considerara que pelearse con los cables del ordenador fuera su tarea preferida. Me puse a cuatro patas en el suelo y gateé debajo del escritorio para ver si había algún agujero por el que introducir el cable de alimentación. Lo lógico era que alguien lo hubiera usado en la época moderna. Pero quizá no fuera así. Me pregunté si Robbie podría echarme una mano. Puse la mano en la esquina interior cóncava y empujé para salir de debajo de la mesa. De pronto, escuché un clic y la madera se deslizó.

break

Diarios. Había tres formando un montón encima del escritorio. Con las cubiertas de cuero, filigranas doradas y atados con un cordón de seda. Páginas que contenían los pensamientos más privados de una joven que había vivido hacía mucho tiempo en esta casa.

Cuando desaté el nudo, rígido por los años transcurridos, y abrí el primer libro, me quedé cautivada desde la primera palabra. Al punto de que me olvidé de todo lo demás y me perdí en aquellas frases.

7 de mayo, 1837

Hoy visité a J. Quería hablar con él y compartir las noticias. Por encima de todo me hubiera gustado que comprendiera mi pesar, pero sé que eso está fuera de mi alcance hasta que llegue el momento de encontrarme con el Creador. Entonces conoceré sus sentimientos al respecto…

… ¿Cuál es el precio de la culpa? Son solo cinco letras y me aplastan con su peso.

… El amargo arrepentimiento se ahoga ahora en un silencio interminable que ha roto el corazón de todos mis seres queridos.

… Hoy me comprometí a casarme con un hombre que asegura que solo quiere cuidar de mí, al que debo permitir que me aprecie.

… Así que me trasladaré a Stonewell Court y compartiré mi vida con él… a pesar de lo mucho que temo el futuro. ¿Cómo podré estar a la altura de lo que espera de mí?

… Darius Rourke ni siquiera entiende que no merezco ser apreciada por hombre alguno. Estoy rota, pero él sigue insistiendo en que todo estará bien, que solo debo confiar en él. Y yo soy débil, me resulta imposible negar a Darius lo que desea de mí, igual que fui incapaz de negárselo a mi amado Jonathan…

M. G.

Marianne George, que después se convertiría en Marianne Rourke, cuando se casó con el señor Darius Rourke, en el verano de 1837.

Se me erizó el vello de la nuca cuando levanté la vista de la escritura y miré el pintoresco paisaje. Aquella era una coincidencia increíble.

Mi libro de Keats, una primera edición de poemas que me regaló Ethan la noche que se declaró, había pertenecido a la misma Marianne. ¿Cómo iba a olvidarme de aquel «Para mi Marianne. Siempre tuyo, Darius. Junio, 1837», garabateado con un elegante floreo en el interior? Era el regalo de un amante, y lo que Darius había escrito a Marianne me había parecido precioso. Tan sencillo, pero tan perceptible la sensación de lo que él sentía por ella. Ese hombre amaba a esa mujer y ahora sabía que, por alguna razón que desconocía, Marianne se consideraba indigna de ese amor. Se sentía culpable… como yo. «Como Ethan».

¿Y ahora vivíamos en su casa? Era increíble. Mencionaba a Jonathan, el nombre que aparecía grabado en la base de la estatua del ángel que había en el jardín, mirando al mar. Me di cuenta de que la escultura solo era un homenaje a ese Jonathan perdido y no una tumba. Porque no existía ninguna tumba. Jonathan se había perdido en aquel océano que unas veces era hermoso y otras terrible. Ella le amaba… y él se había ahogado. Y Marianne se sentía responsable de lo que le había ocurrido.

«Ella le amaba… y él se había ahogado».

Entendía el dolor de Marianne mejor de lo que podría entenderlo la mayoría de la gente. Lo comprendía porque también yo anhelaba dejar de sentirme culpable. Aunque estaba segura de que no me ocurriría nunca. Algunas cosas solo es necesario aceptarlas, porque el resultado no cambiará. Porque los hechos seguían siendo los mismos. Sabía lo que quería decir cuando confesaba sentirse responsable de la pérdida de alguien que amaba… y que jamás volvería a ver en esta vida.

Sí, notaba su presencia muy cerca, pero eso no aminoraba la enorme sensación de vacío por haberlo perdido. El hueco que tenía en el corazón a causa de su muerte todavía era profundo. Tenía que luchar todos los días contra la culpabilidad, pero la sensación seguía aferrada en mi interior. No me había dado cuenta hasta que faltó de cuánto me habían protegido su amor y su apoyo. Echaba de menos su presencia… su amor… Le añoraba mucho.

«Papá, no sabes cuánto te echo de menos».

Como si el bebé quisiera hacerme olvidar aquellos pensamientos amargos, sentí una patada y luego un codazo. Sonreí y me froté la barriga cada vez más grande.

—Hola, hola, mi pequeño ángel con alas de mariposa.

Mi ángel me pateó las costillas en respuesta, haciéndome reír. Mostraba un extraño don de la oportunidad. A las veintiséis semanas de embarazo, los movimientos ya no eran como aleteos, pero el nombre había arraigado en mi mente.

—Supongo que quieres comer, lo que significa que tengo que comer yo, ¿verdad?

—Tenemos un bebé muy listo, nena, y estoy de acuerdo con él incondicionalmente. Tienes que comer —aseguró Ethan a mi espalda, cubriéndome los hombros con sus grandes manos e inclinándose. Me frotó el cuello con la barba al tiempo que acariciaba con la nariz la sensible piel. Me apoyé en él y ladeé la cabeza para que tuviera mejor acceso. Le olí, ¡olía siempre tan bien…! A él también le gustaba captar mi aroma. Por todas partes. Era un poco extraño, pero no dejaba de ser un ejemplo de lo sincero que era conmigo. Me gustaba que lo fuera. Necesitaba saber que lo era para que nuestra relación funcionara.

—Vaya, me has vuelto a pillar hablando sola.

—No estabas hablando sola, sino con nuestra pequeña lechuga, que es muy diferente. No creo que sea necesario que te envíe todavía al psiquiátrico… —añadió con sarcasmo.

—¿Esta semana tenemos una lechuga? —Meneé la cabeza pensando lo gracioso que resultaba que se aprendiera de memoria cada fruta y verdura con las que aquella página web comparaba los bebés. Además, jamás se equivocaba. Comenzaba a pensar que podía tener memoria fotográfica. Ethan se acordaba de todo mientras que yo tenía cabeza de embarazada y me olvidaba al instante de lo que ya había pasado. Sentí otra patada.

—Mira, pon la mano aquí. El bebé está dando pataditas ahora mismo.

Hizo girar la silla y se arrodilló frente a mí. Me levantó con rapidez la camiseta y bajó la cinturilla de las mallas para dejar mi barriga al descubierto. Le indiqué el punto donde nuestro bebé estaba en plena actividad y los dos observamos con paciencia. Tardó un minuto, pero luego apareció un bulto, seguramente un piececito, que tensó mi piel con claridad, antes de regresar al interior, dentro de aquel espacio que disminuía día a día.

—¡Ay, Dios! ¿Lo has visto? —me preguntó Ethan con asombro.

—Mmm… sí. —Asentí con la cabeza—. Y también lo he sentido.

Me besó con suavidad aquel punto.

—Gracias por cuidar de tu mamá y conseguir que no se olvide de comer —susurró. Luego me miró con una expresión seria, no severa pero tampoco sonriente, sino intensa y llena de emoción.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Eres absolutamente asombrosa, ¿lo sabías?

Ahuequé la mano sobre su mejilla y la dejé allí.

—¿Por qué?

—Por todo lo que me has dado. Por lo que puedes hacer. —Apartó los ojos de los míos mientras cubría mi barriga con las palmas—. Por crear vida aquí dentro. —Volvió a mirarme—. Por amarme como soy.

Sentí una punzada de dolor en el corazón al escuchar la última frase. Ethan seguía luchando contra lo que me había revelado, contra la horrible tortura que vio que le infringían a Mike mientras estaba prisionero. Odiaba pensar en ello, y me figuraba lo dolorosísimos que debían resultarle a Ethan aquellos recuerdos; mucho más de lo que podía suponer escucharlo e imaginarlo. Él lo había vivido y no podría olvidarlo nunca, su subconsciente le obligaba a volver a vivir aquel terror a su antojo. Pero estaba intentando buscar un terapeuta para él a través de la doctora Roswell, alguien con quien se sintiera a gusto y que le pudiera enseñar métodos o técnicas para aliviar su tormento. Me negaba a aceptar cualquier otra alternativa. Había decidido que Ethan tenía que encontrar cierto sosiego.

—No quiero que seas de ninguna otra manera. Eres como tienes que ser. —Me incliné hacia delante buscando sus labios, pero él me besó primero, capturándome en un beso profundo que me había dejado sin aliento cuando por fin se apartó.

—Ahora, si no fuera porque nuestra pequeña lechuga insiste en comer en este mismo instante, debería llevarte a algún sitio privado para hacer que disfrutaras un ratito. —Arqueó las cejas con descaro antes de volver a colocarme las mallas y la camiseta con eficacia—. Pero, por desgracia, no es el caso. —Se puso de pie y me tendió la mano para ayudarme a levantarme. Luego me besó los nudillos con suavidad—. Usted delante, señora.

—Qué caballeroso, señor Blackstone —me burlé, caminando delante de él—. ¿Se trata de alguna ocasión especial?

Él se limitó a darme una palmada en el trasero como respuesta.

—¡Ay! —grité—. ¡Que no se te vuelva a ocurrir tocarme el culo, Blackstone!

Él soltó aquella profunda risa que tanto me gustaba escuchar y me alejé de su alcance.

—Mucho me temo, nena, que se me ocurrirá. Ahora, mueve ese precioso culo americano a la cocina para que podamos alimentarlo.

—Esto me lo pagarás, y será divertido —aseguré, mirándole por encima del hombro con los ojos entrecerrados.

—¿Me lo prometes? —me susurró al oído—. ¿Qué me vas a hacer?

—Oh… no lo sé. Quizá… algo así… —Me giré con rapidez y apresé su entrepierna, encontrando el blanco con facilidad y apretando con suavidad sus preciadas gónadas—. Un apretón en las pelotas cada vez que me des una palmada en el culo. Es justo.

La expresión de su cara no tenía precio. Ni tampoco verle boquiabierto.

—Te tengo bien pillado —le recordé.

Él se rio y se inclinó para besarme.

—Eso no es nada nuevo, preciosa.

break

—Es una sorpresa, ya te lo he dicho. Tienes que confiar en mí. —La guié con suavidad; tenía los ojos cubiertos por una bufanda de seda—. Quiero enseñarte algo antes de que comience a llegar todo el mundo para celebrar vuestro Día de Acción de Gracias.

Mi chica había decidido que quería hacer una cena en casa el Día de Acción de Gracias para invitar a nuestros amigos a tomar parte en aquella fiesta americana que no celebrábamos oficialmente en Inglaterra, pero que comenzaba a tener cierto auge por la influencia de los amigos del otro lado del charco. Brynne quería que aquella agradable reunión sirviera como inauguración de nuestro hogar campestre, así que allí estábamos, a punto de ejercer de anfitriones… Mi padre y Marie llegarían en cualquier momento, así como Neil y Elaina. Además asistirían, por supuesto, Fred, Hannah y los niños, así como Clarkson y Gabrielle. Tendríamos la casa completamente llena de invitados y no me quedaría más remedio que compartir a mi chica con ellos durante unos días.

Algo que no quería hacer nunca.

Ella respiró hondo por la nariz.

—Huelo a clavo, así que debemos de estar cerca de tu despacho.

«Nada de volver a fumar dentro de casa».

Había vuelto a mi costumbre de fumar un cigarrillo al día después de la noche del ultimátum del senador —maldito hijo de puta—, que ahora era vicepresidente de los Estados Unidos. O lo sería el próximo enero, una vez que jurara el cargo el nuevo inquilino de la Casa Blanca. El equipo formado por Colt y Oakley había ganado las elecciones a primeros de mes, por supuesto; que tu hijo fuera herido en combate era buena cosa para avivar patriotismos y recolectar votantes. Lo que al parecer no importaba era que ese mismo hijo hubiera violado a jovencitas desvalidas con sus amigos y lo hubiera filmado en vídeo. Sin duda, la aplastante victoria no había resultado una sorpresa para nadie.

Brynne parecía resignada a dejar atrás el pasado, y yo lo agradecía. No me había contado demasiado sobre los minutos que pasó a solas con Oakley, se había limitado a decirme que la visita la había afectado menos de lo que había previsto. Esperaba que al menos lo hubiera hablado con la doctora Roswell, porque no podía soportar la idea de que hubiera sufrido por ello. La visita al hospital había resultado muy dura para mí, así que no quería imaginar lo que había supuesto para ella tener que ver, hablar y tocar a… aquel capullo. Cerré los ojos y aplasté los pensamientos sobre Lance Oakley. Respiré el intoxicante aroma de mi chica y me concentré en lo que quería mostrarle.

—Eres implacable. A veces me olvido de lo competitiva que eres. —Lo que no era más que la realidad. Brynne era una luchadora de corazón. Una chica que se enfrentaba a lo que hiciera falta, con los puños en alto, ya fuera para propinar o recibir el golpe. Y eso me encantaba. De hecho, incluso me excitaba—. Creo que esa faceta tuya es muy sugerente, nena.

Ella se rio al escuchar mi último comentario, y el erótico sonido de su risa hizo que me pusiera duro y que en mi mente aparecieran toda clase de posibilidades.

—Ya está, hemos llegado. Y creo que deberías saber que llevo esperando esto seis meses —le dije al oído, situándola justo como quería para que la posición fuera la idónea para que viera la sorpresa—. Seis largos meses pensando en este momento —concluí con aire dramático.

—Eso es mucho tiempo, Ethan. Estoy de acuerdo contigo. Solo espero no tener que esperar otros seis meses para que me quites la venda de los ojos.

Le golpeé levemente los labios con un dedo y luego tracé el contorno muy despacio.

—Tienes una boca demasiado atrevida, nena, y tengo planes para que luego esté muy ocupada… Sin embargo ahora mismo quiero que veas la sorpresa, así que imagino que te quitaré la venda. —La desaté mientras ella respiraba hondo. Mis palabras la habían excitado—. Esta bufanda de seda es un juguete con muchas posibilidades, ahora que lo pienso. Creo que volveré a usarlo en alguna ocasión —susurré junto a su cuello.

—Mmm… —gimió ella con suavidad. El sonido agitado de su respiración me dijo mucho sobre lo que provocaba en ella pensar en usar aquella venda. No se me olvidaría.

—La sorpresa —anuncié, retirando la bufanda.

Parpadeó al ver su retrato. Se quedó observándolo en silencio. Me pregunté si veía lo mismo que yo. La línea que formaban sus piernas hasta los tobillos cruzados, el brazo con que protegía los pechos, los dedos estratégicamente extendidos entre las piernas, el pelo esparcido por el suelo.

Era la misma imagen que Tom Bennett me había enviado por correo electrónico cuando me pidió que protegiera a su hija. La cautivadora foto que había visto en la galería la noche que la conocí; la que compré siguiendo un impulso sin saber que la galería no me la entregaría hasta seis meses después. El retrato de mi preciosa chica americana era por fin mío.

Absolutamente impresionante.

—Por fin te lo han dado. —Su voz era baja y suave mientras estudiaba la lona que cubría la enorme pared de mi despacho en Stonewell.

—Por fin.

—Tener esta fotografía significa mucho para ti, Ethan. —Se recostó en mi cuerpo mientras los dos contemplábamos la imagen.

—Oh, sí.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Bueno… Esta imagen es lo primero que vi de ti. Cuando la vi supe que tenía que ser mía. Solo recuerdo que pensé que era un momento decisivo, no sé explicártelo mejor, pero sé lo que quiero decir.

Le froté los brazos de arriba abajo lentamente, pegando los labios a la base de su cuello. Lamí la piel para tener su sabor en la boca, y me encantó que ella ladeara la cabeza para exponer la garganta ante mí. Era demasiado generosa, jamás dejaba de sorprenderme su entrega.

—Jamás había conocido a un coleccionista hasta esa noche —confesó ella con expresión nostálgica—. La idea de que hubieras comprado mi retrato… Luego te conocí en persona; también fue un momento decisivo para mí. Esa noche me miraste de tal manera desde el otro extremo de la sala, vestido con aquel traje gris oscuro, que no podré olvidarlo mientras viva.

Sus palabras me fueron directas al corazón.

—Jamás podría olvidarme de ese momento aunque lo intentara, Brynne. Está grabado a fuego en mi memoria.

—¿Por qué, Ethan?

—Ven aquí. —La obligué a girarse para poder mirar aquellos hermosos ojos multicolor mientras le pasaba los pulgares sobre los pómulos—. Jamás podré olvidar esa noche porque cuando te vi en persona por primera vez… fue el momento en que volví a vivir.

Me sostuvo la mirada con ardor. Como cuando ella siente una gran emoción en su interior, así que supe que mis palabras significaban mucho para ella. Eran ciertas. Ver a Brynne por primera vez hizo que, en cierta forma, regresara a la vida. Y no fue nada planeado ni esperado. Simplemente ocurrió así.

—Lo digo en serio —insistí—. Tú hiciste que quisiera vivir de nuevo, algo que jamás me había planteado ni importado. El futuro no me atraía.

—Te amo, Ethan.

—Yo te amo más, preciosa.

Su expresión cambió de una emoción a otra más intensa. Como si pasara de maravillosa a un exultante «te deseo».

—Bien, habías dicho algo sobre que planeabas tener mi boca ocupada —me provocó en voz baja, con los ojos entrecerrados y oscuros de deseo.

—¿Qué me estás proponiendo, cariño? —logré preguntar sin que me flaqueara la voz.

Se dejó caer de rodillas en la gruesa alfombra oriental y me dio una excelente respuesta… con una boca igual de excelente y muy ocupada.

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—Brynne, querida, tengo que felicitarte por una comida inigualable. Feliz Día de Acción de Gracias —brindó mi padre con entusiasmo levantando la copa de vino—. Creo que es una idea estupenda y que deberíamos repetirla cada año. Convertirla en una tradición familiar.

—Estoy absolutamente de acuerdo, Jonathan —le apoyó Marie—. Sí, mi dulce Brynne, ha sido maravilloso. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una comida americana como Dios manda en el Día de Acción de Gracias. Me encanta cómo has preparado las patatas y la salsa de arándanos. Me has hecho recordar algunas escenas muy felices. Me alegro mucho de que hayas decidido celebrar este día con nosotros, y me gustaría que se convirtiera en una nueva tradición, como ha dicho Jonathan. —Lanzó a mi padre una mirada de devoción absoluta.

Sabía que la tía abuela de Brynne era medio americana, pero llevaba casi toda su vida en Inglaterra. Marie también había captado la atención de mi padre. No estaba demasiado seguro de qué estaba ocurriendo entre ellos, pero me hacía una idea. Al menos lo sabría por la mañana, después de ver qué habitaciones usaban —o no usaban— para dormir.

Todos los presentes hicieron los brindis pertinentes y agradecieron a mi chica su esfuerzo como debían. Incluso Zara elogió con sinceridad el pastel de calabaza, que le recordaba un poco al pan de jengibre, pero más blandito.

Brynne, a su vez, les dio las gracias por haber compartido el día con nosotros, sonrojada por las alabanzas; tan encantadora como humilde. Era una cocinera consumada, pero eso era algo que yo ya sabía. Había estado cocinando para mí desde el momento en que nos conocimos y esa era otra anotación más en la larga lista de virtudes de mi chica. Se le daba todo bien.

Había dos áreas de mi vida en las que había tenido mucha suerte. Una fue con el póquer —durante un tiempo— hasta que lo dejé. La otra fue conocerla a ella, y eso sería algo que disfrutaría durante toda mi vida, hasta que exhalara mi último suspiro.

—Quiero hacer un brindis —anuncié, alzando mi copa. Todas las caras de los miembros de nuestra familia y de los amigos más íntimos se volvieron hacia mí. Formaban parte de aquella celebración y eso era lo correcto.

Me di cuenta de que aquel brindis era mi verdad y la anunciaba por primera vez.

—Por mi preciosa chica americana. Por recordarnos a todos que tenemos mucho que agradecer. —La miré fijamente—, pero sobre todo a mí, porque me ha ayudado a disfrutar de las bendiciones de la vida que antes no veía. Ella es la razón por la que tengo algo que agradecer. —Pronuncié aquella verdad en voz alta para que todos la oyeran—. Ella es… mi Acción de Gracias.