Hubo un tiempo en que no sabías nada.
No tenías la culpa, solo eras una niña. Y al crecer donde creciste, casi todo el mundo daba por sentado que, a la larga, era lo mejor. Cuanto más tardaba una chica sureña, provinciana, en comprender los anticuados hábitos de su entorno, mejor para los demás.
En aquel entonces, tus mayores preocupaciones consistían en que no te pillaran robando un paquete de chicles Juicy Fruit en la tienda de la esquina… Ah, y en sobrevivir a la primaria con un mínimo de espíritu.
El peligro era innegable. ¿Te acuerdas del uniforme? ¿De la falda plisada color verde guisante que llegaba hasta media pantorrilla? ¿Te acuerdas de los adultos, tus modelos de conducta? De la primera a la última, tus profesoras pertenecían a esa clase de mujer que viste ropa interior desvaída, le hace falta depilarse el bigote y a quien no le han echado un polvo en su vida. Necesitabas toda tu energía para mantenerte despierta mientras, un curso detrás de otro, se colocaban junto a la pizarra y recitaban de corrido las emocionantes insignificancias del estado de la unión donde residías.
«Carolina del Sur —anotabas—. Octavo estado en ratificar la Constitución de los Estados Unidos. Patria del árbol del palmetto, el reyezuelo listado, el jazmín amarillo, el arribista embaucador…». Un momento, eso último no entraba en el examen (al menos, por ahora).
Si, por poco que fuera, te parecías a Natalie Hargrove, te importaba un bledo aprobar o suspender el examen sorpresa de la semana. Pero lo que no te explican en los estados sureños es que algún día, con el transcurso del tiempo, algo tan inofensivo como el árbol representativo de Carolina del Sur puede convertirse en un asunto de vida o muerte.