Novicios en la acción
Hay quien dice que la vida pasa a toda velocidad por delante de tus ojos justo antes de que mueras. En mi caso, recordé un solo momento. También había agua, pero la caída fue diferente.
Tenía trece años y estaba a punto de ir a nadar desnuda por primera vez.
—Date prisa —llamó Sarah desde el otro lado de los arbustos de cicuta—. Entraremos en calor al meternos en el agua.
Sarah había dejado su ropa amontonada a mi lado. Bajé la vista a su transparente sujetador rosa, sus vaqueros cortados, la camiseta blanca sin mangas que había comprado en un paquete de tres en la tienda del barrio. Me imaginé el aspecto que debía tener al otro lado del matorral, desnuda, con la excepción de unas chanclas y el collar de dientes de tiburón que siempre llevaba puesto. Bajo la luz de la luna, el tatuaje en la parte baja de su espalda resaltaría en contraste con su pálida piel. Estaría tiritando y ciñéndose el cuerpo con los brazos. Se le notaba en la voz que estaba deseando lanzarse al agua, con los chicos.
Yo estaba nerviosa. Nunca había visto a esos chicos que Sarah había conocido en el aparcamiento del cine, al otro lado de la ciudad, una noche que había salido con otro. Por la manera en la que contaba la historia, uno de ellos bajó la ventanilla de su Chevrolet Camaro y Sarah se metió en el coche a través del hueco, antes incluso de que el chico terminara de pedirle que abandonara a su pareja a cambio de otra más emocionante.
—Estamos hablando de chicos de Palmetto —me había contado aquella noche por teléfono—. Conducen rápido, hablan rápido y se mueven rápido. No se parecen a nadie que conozcamos.
No tardó mucho en convencerme de que la acompañara a reunirse con ellos detrás de una de las mansiones de La Ensenada. Quienquiera que fuese el dueño, ni siquiera era su residencia habitual, me contaba Sarah, entusiasmada; era una casa de fin de semana, de las que solo poseían las estrellas de cine.
Tuvimos que hacer autostop para llegar. Llevábamos nuestros trajes de baño y nuestra ropa más especial en una bolsa de playa, para que nadie de nuestro barrio diera importancia al hecho de vernos en la calle. Una cosa era escaparse a escondidas y quedarse en Cawdor; cruzar al distrito de Palmetto era otra historia. La gente podría imaginarse que te creías por encima del barrio del que procedías.
Los chicos nos superaban en número. Eran más corpulentos y mayores que nosotras, y cada uno de sus trajes de baño debían de costar el doble que el mío y el de Sarah juntos. Me avergonzaba de mi bañador de imitación, de una pieza y color liso, con la espalda de nadadora que me hacía parecer aún más plana de lo que era. Sarah me lo notó en la cara.
—Tengo una idea —dijo con voz cantarina.
Veinte minutos más tarde, aún estaba esperando a que yo acopiara el valor para desnudarme y reunirme con ella en el muelle. Íbamos a quedarnos ahí de pie unos minutos, bajo la luz de la luna, y luego nos zambulliríamos en el agua, a la distancia suficiente de los chicos para parecer pequeñas siluetas, el tiempo suficiente para que captaran lo esencial.
Por fin, volvió sobre sus pasos a través de la cicuta, me agarró de la camiseta y me la sacó por la cabeza de un tirón.
—¡Eh! —bromeé yo—. Creí que te gustaban los tíos.
Las dos nos doblábamos de risa mientras me desabrochaba la cremallera de los vaqueros y me los sacaba de las piernas a sacudidas.
—Menos mal que te has decidido de una puta vez —esbozó una amplia sonrisa y me miró de arriba abajo mientras yo, tiritando, me rodeaba el cuerpo con los brazos—. Espléndida. Bueno, ¿cuál de los chicos te pides? Yo voy a empezar por Tommy.
—¿Empezar? —me eché a reír.
—La noche es joven, cariño —se encogió de hombros con gesto teatral. Comenzaba a darme cuenta de por qué mi madre y sus amigas llamaban «puta» a la madre de Sarah, calificativo que se tardaba mucho en adquirir, sobre todo en los círculos de amistades que mamá frecuentaba en el camping para caravanas. Pero, para mí, el entusiasmo de Sarah era más bien una ofensiva. Era la única chica de cuantas conocía que parecía mantener el control de lo que hacía con su cuerpo. Si deseaba algo, lo conseguía. Era casi como un tío.
Me di cuenta de que me miraba fijamente, esperando a que me pidiera el chico que quería en primer lugar.
—Pero es que no conozco a ninguno —alegué—. ¿Cómo se supone que voy a elegir?
—Bien pensado —convino ella—. Los conocerás en el agua; será más sexy. Primero un sondeo y luego, eliges, ¿vale?
Asentí con la cabeza, forzando una sonrisa.
—Quédate a mi lado, Tal —dijo mientras me conducía a campo abierto—. Te enseñaré todo lo que tienes que saber.
Me quedé a su lado, y ella me lo enseñó. Al menos, durante un rato.
En cuanto el primer chico nos vio desnudas en el muelle, preparadas para lanzarnos al agua, se produjo una ráfaga de chapoteos mientras el grupo al completo se acercaba a nado para reunirse con nosotras. Sarah y yo unimos nuestras manos, las levantamos hasta arriba y nos zambullimos juntas en el agua.
Cuando salí en busca de aire, me encontré cara a cara con un chico rubio que se mantenía a flote en posición vertical. No lo había visto antes, con los demás. Sin decir una palabra, se acercó, me pasó la mano por la cara y me besó.
—Soy Justin —dijo—. Llámame J. B.
—Natalie —respondí, falta de aliento y tratando de mantenerme a flote—. Todo el mundo me llama Tal.
—Tienes una cara preciosa, Tal —dijo él—. Y un cuerpo muy indecente.
Solo me habían besado dos veces antes, y nunca nadie cuyo nombre desconociera y, sobre todo, nadie me había hablado de aquella manera. Y allí estaba ese chico, varios años más joven que los demás —puede que tuviera mi edad—, que actuaba como si él mismo hubiera redactado las nuevas reglas.
—¿Qué tal si te enseño mi lancha? —preguntó—. Creo que te gustará.
Volví la vista hacia Sarah, que chapoteaba alegremente con uno de los chicos, saltando y echando la cabeza hacia atrás. Me miró a los ojos y me hizo un guiño.
—De acuerdo —le dije a Justin.
Me cogió de la mano debajo del agua y nadamos hacia un muelle privado donde varias lanchas motoras relucientes estaban atracadas en hilera. Justin se impulsó hacia arriba por un costado de la lancha y salió del agua. Sin poder evitarlo, clavé la vista en su cuerpo mientras levantaba un asiento para coger una toalla del compartimento que ocultaba. Me pilló mirando y, cuando bajé la cabeza, dijo:
—Tranquila. Mira todo lo que quieras. Tengo la intención de hacer lo mismo dentro de un minuto, cuando te ayude a subir.
Seguía ruborizada cuando bajó los brazos y, cogiéndome de ambas manos, me subió a la lancha. Ahogué un grito al notar el aire frío en mi piel mojada, y también al darme cuenta de que estaba completamente desnuda y completamente sola con un desconocido, en el otro extremo de la ciudad.
—Mmm, ¿dónde estará la otra toalla? —bromeó mientras se rascaba la barbilla.
—Ay, por Dios —dije mientras me tapaba con las manos, a medias aterrorizada y a medias, eufórica—. Mejor será que me des tu toalla, ahora mismo.
Empezamos a forcejear hasta que me resbalé, y Justin aterrizó encima de mí con un golpe sordo. Volvió a besarme mientras me acariciaba la mejilla con dos dedos.
—¿A qué colegio vas? —preguntó.
—¿En serio te apetece hablar del colegio? —pregunté entre risas—. ¿Ahora?
—Supongo que quiero llegar a conocerte. No sé —ahora le tocaba a él sonrojarse. El agua se agitaba bajo la lancha, lo que me producía un ligero mareo. Pero era un mareo de los buenos.
—¡Por Dios! —masculló una voz a nuestra espalda—. Más vale que avisemos a ese tortolito de ahí.
Me aparté de golpe, tapándome con la toalla en la medida de lo posible. Dos chicos del grupo estaban de pie, mirándonos desde arriba, ambos chorreando, ambos con expresión socarrona. De pronto, no me sentí nada a gusto, desnuda en aquella lancha.
—Estas chicas no están aquí para charlas, hermanito —dijo el más alto de los dos. Se parecía a Justin, y era unos años mayor que él. Debía de ser Tommy—. Están aquí para echar un polvo; luego, se vuelven a casa.
Ahogué un grito y los tres se volvieron a mirarme.
—Ahh —dijo el otro chico. Su pelo oscuro y mojado le caía por encima de los ojos—. Me gustan las pordioseras cuando se hacen las inocentes.
Tommy asintió.
—Será más guapa de cara, pero es tan zorra como Slutsky, que anda por ahí.
Volví la vista hacia donde había dejado a Sarah. Escuchaba su risa de «me-lo-estoy-pasando-en-grande», que resonaba a través del agua. Y ahí estaba el chico por el que habíamos recorrido treinta kilómetros, llamándola zorra a sus espaldas.
—Lo que tú digas —atajó Justin—. Estamos pasando el rato, ¿vale?
—Date la vuelta, gentuza —me dijo Tommy.
—Se llama Tal —indicó Justin.
—He dicho que te des la vuelta, gentuza —ordenó Tommy en voz más alta—. Quiero ver tu sello de golfa.
—¿Qué? —pregunté.
—Todas las golfas de Cawdor llevan el mismo puto tatuaje, justo encima del culo. Así los chicos como nosotros sabemos dónde apuntar cuando tenemos que…
—Tranquilo, Tommy —interrumpió el otro chico.
—Si mi hermano pequeño va a empezar a frecuentar amistades peligrosas, primero tiene que entender unos cuantos asuntos —insistió Tommy—. Veamos la prueba instrumental «A».
—No tengo un tatuaje —declaré.
—No me jodas —replicó Tommy mientras me escudriñaba—. ¿Es que Slutsky nos ha traído una cría? Vaya novedad.
—Solo es cuestión de tiempo —se mofó el otro chico, y entrechocó los puños con Tommy.
Este se giró hacia Justin.
—Acuérdate, estas chicas sirven para tres cosas —mientras hablaba, Tommy levantó tres dedos—. Desnudarse, sacarte todo lo que puedan y convencerte para que las lleves de vuelta al otro lado del puente.
Entonces, Justin volvió los ojos hacia mí y su mirada era diferente, como si me culpara tanto porque ambos estuviéramos allí como por tener que escuchar aquella charla.
—Sí —repuso con voz fría—. Ya lo sé.
—¿Qué? —susurré yo.
—Cuando te pongan ese tatuaje de zorra, avísame —dijo Justin, que se ganó una ovación por parte de los dos chicos.
Me lancé hacia él, sin un plan concreto, consciente de que todo cuanto Justin Balmer me había dicho para engatusarme era mentira. Pero antes de alcanzarle, Tommy me agarró por las muñecas.
—Vaya —se burló—. La niña se pone guerrera. No te preocupes, cariño —dijo con voz melosa y un tono que rezumaba condescendencia. Acto seguido, agarró mi toalla a la altura de la cintura y empezó a tirar—. A ver, deja que te enseñe cómo se hace.
Presa del pánico, volví los ojos a Justin. Él apartó la mirada. Antes de que Tommy pudiera acabar de destaparme, canalicé todo mi miedo, toda mi humillación, y le entregué la toalla al tiempo que lo empujaba violentamente.
No me quedé para observar cómo tropezaba hacia atrás. Desnuda, me zambullí en el lago dejando que el agua fría y oscura me limpiase las lágrimas. Me olvidé de Sarah; me olvidé de mi ropa. Solo quería recorrer a nado el camino de regreso a casa.
Para cuando comencé tercero de secundaria en el Palmetto, había pasado por cosas mucho peores que aquel momento en el muelle. Tenía el pelo más largo, la piel más gruesa, un código postal y un fondo de armario como era debido, además de un apodo diferente, y todo para demostrar que había dejado atrás mi pasado, por completo.
Pero la primera vez que vi a J. B. en los pasillos de mi instituto nuevo, volví de golpe a aquel muelle privado, completamente expuesta, completamente indigna.
Pasó a mi lado por el pasillo; luego, se giró para volver a mirarme.
—Me suenas —dijo frunciendo los ojos—. ¿Nos conocemos?