No duermas más
Esta vez no había un rastro de migas de pan, ni calzoncillos estilo boxer. Fui a la catarata sola. El encuentro con Tracy aquella mañana, en el cuarto de baño, me había dejado paralizada. Sus ojos turbulentos me perseguían, y mi mente no dejaba de reproducir las profecías que había anunciado. Había acertado con respecto a que Mike saldría elegido príncipe del Palmetto. Había acertado con respecto a que la venganza estaba próxima (aunque al final fue J. B. quien se vengó, y no yo). También había acertado aquel mismo día, al asegurarme que no me quedaba ninguna opción, que estaba completamente sola. La única predicción que aún estaba por llegar era la «caída» que seguiría a la venganza. Me faltaba resolver lo que significaba exactamente, y ello me había conducido hasta la catarata, esa noche.
Volvía a llover, y el empinado sendero colina arriba estaba lleno de barro. Me agarré a las ramas de los cipreses para mantenerme en pie mientras escalaba e iba pisando las plantas carnívoras que alfombraban el camino. Las caminatas a solas por la noche nunca me habían asustado, pero ahora estaba temblando.
Tal vez me ayudaría el recuerdo de que ya no tenía nada que perder.
En lo alto del sendero me recibió el ulular de una lechuza que, encaramada a un abeto, parecía un enorme gato negro. Pasé por debajo de la rama que colgaba a baja altura y entré en la gruta de piedra horadada por el agua. Era la primera vez que me hallaba en la catarata sin Mike y la primera que, según me pareció, la veía como era en realidad. Cuando quedábamos allí, para nosotros solo era un telón de fondo. Aquella noche en particular, el hueco en la piedra me resultaba estrecho, peligroso; me resbalaba y percibía la humedad y el frío.
Me quedé parada junto al borde de la piedra, donde tiempo atrás me encantaba colocarme, descollando sobre Mike, que se ponía nervioso si me acercaba a la orilla lo bastante como para que el agua me cayera sobre el pelo. Ahora, al mirar por el borde, sentí vértigo. Me retiré hacia atrás y me senté para recobrar el aliento.
Allí estaba a salvo. Por fin, sola y a salvo. Era un sentimiento al que me había propuesto acostumbrarme.
Tenía un plan. Sabía qué debía hacer.
Sin embargo, no estaría bien no despedirme de Mike. El corazón me dio un vuelco solo de pensarlo. ¿Cómo podía enfrentarme a él? Y aun así, ¿cómo expresar todo lo que habíamos hecho mal? ¿Cómo justificar dónde había terminado yo después de aquella noche? ¿Cómo advertirle lo que debería hacer a partir de entonces?
Si tratas de entender, lo conseguirás.
Siempre tuya, Natalie
Nada de disculpas, pues más que escasas o demasiado tardías, las disculpas suelen resultar inoportunas. Se daría cuenta con la nota que le había dejado en la taquilla. De no ser así…
Ahí estaba su cara. Mike abarrotaba el álbum de recortes que había traído conmigo, en la mochila.
No había tenido intención de abrirlo; era una de esas cosas que no puedes dejar atrás. De pronto, me puse a escudriñar nuestra vida en común, pasando una tras otra las delicadas páginas, buscando alguna clase de respuesta.
Habíamos ido creciendo juntos, abrazados, durante tres años, y por mucho cuidado que yo hubiera puesto en documentar nuestra relación, nunca me había tomado el tiempo suficiente para examinar con detenimiento el álbum una vez elaborado. Resultaba curioso; la mayoría de las fotos se habían tomado desde el mismo ángulo, con la cámara a la máxima distancia que uno de nuestros brazos podía alcanzar. Se diría que habíamos estado tan obsesionados el uno por el otro que nos negábamos a separarnos el tiempo suficiente para que una tercera persona tomara la fotografía.
No sabía cuál de nosotros dos había iniciado el distanciamiento en las últimas semanas. Ahora, lo único que sabía era que hacía frío, y que la incesante neblina de agua empañaba las hojas del álbum, forradas de plástico. Me temblaban los dedos, y se iban volviendo azules a medida que pasaba las páginas. Al final del libro, diez hojas en blanco, señaladas y reservadas para otras fotos nuestras: las que pensaba hacer en el baile del Palmetto, el viernes por la noche.
Pues que se quedaran en blanco. De esa manera, al menos, resultarían más puras. Al menos, no supondrían más que mentiras piadosas sin importancia.
Una vez, en la clase de redacción de tercero de secundaria hicimos un ejercicio. Tenías que imaginar que tu casa estaba en llamas y solo disponías de unos minutos para escapar. ¿Qué cinco cosas cogerías camino a la salida?
Se supone que el ejercicio te hace darte cuenta de lo que más valoras, lo que no puede ser reemplazado. Y sugiere que sabrías inmediatamente, en el ardor del momento, lo que más te importa. Recuerdo que no entendía nada. ¿Por qué tu mundo entero tenía que estallar en llamas para que consiguieras ver las cosas así de claras?
Tiempo atrás, habría llevado conmigo a la catarata mi ramillete del Día del Jazmín, metido en la mochila, arrugado; pero las cosas habían tomado un rumbo diferente al que yo esperaba. Donde ahora me dirigía no habría necesidad de una flor de seda gigantesca, ni de lazos colgantes o el adorno de la corona, tan especial.
Las manos me temblaban. Cerré el libro de recortes y metí la mano en la mochila en busca de algo que, sin ninguna duda, me tranquilizaría.
—Nat, ¿qué haces?
Era Mike. Pasó por debajo de la rama para reunirse conmigo.
—¿Qué haces tú? —repliqué mientras soltaba la mochila.
—No estabas en el instituto, y tampoco en casa. Tuve un mal presentimiento.
El chubasquero negro de Mike chorreaba cuando se lo quitó y lo arrojó al suelo. Fuera, la lechuza ululante emprendió el vuelo.
—No deberías haber venido —declaré.
Mike suspiró y cruzó los brazos. Se apoyó en la losa de piedra, al otro lado de la cueva. Se encontraba tan cerca que me resultó agobiante; pero, al mismo tiempo, estaba demasiado lejos.
—Nat, hoy he tenido una llamada —dijo, mirando a todas partes menos a mí—. Era tu padre.
—Imposible —solté yo. A pesar de las circunstancias, mi mente se aceleró en busca de una explicación rápida, de una salida. Pero estaba muy cansada. Ya no podía más.
—No estoy enfadado —afirmó Mike. Se sentó junto a mí y me cogió de la mano—. Sé que parece de locos, pero por fin cobran sentido un montón de cosas. Incluso entiendo que me mintieras.
Zarandeé la mano para apartarla de la suya.
—No sabes nada de lo que hice, ni por qué lo hice. No sabes nada de mí.
—Tu padre me contó mucho más de lo que me habrías contado tú —prosiguió—. Dijo que ha intentado volver a ponerse en contacto contigo.
Por un segundo, me pregunté cómo exactamente habría resumido mi padre nuestro sórdido pasado. ¿Le habría hablado a Mike de los dos años durante los que día tras día fingía ir a trabajar en el muelle y acababa desplomado sobre la barra del bar? ¿O lo lejos que había llegado desde el día que sus amigotes de la comisaría le colocaron un par de esposas en las muñecas? Mike sería un novato a la hora de que mi padre lo engañara, pero yo misma me había creído muchas veces sus disculpas, sus juramentos, para luego encontrarme con otra decepción más.
—No conoces a mi padre —declaré con determinación—. Es un estafador, Mike.
—Está preocupado por ti —razonó Mike—. En eso coincidimos.
Me levanté y recorrí de un lado a otro el limitado filo de piedra. No daba crédito a que estuviéramos manteniendo semejante conversación. Casi lamentaba que nunca más fuera a ver a mi padre, que nunca tendría la oportunidad de echarle una bronca por aquello.
—Mike, no debes creerte lo que te diga todo el mundo. No te llamó porque estuviera preocupado por mí —expliqué—. En mi opinión, te llamó porque le llegaron noticias sobre tu fondo fiduciario.
Mike negó con la cabeza.
—Estás alterada —dijo. Trató de rodearme con sus brazos—. Solo estás cansada y alterada.
Lo aparté de un empujón.
—Eres un inconsciente.
Entonces, el rostro de Mike enrojeció de ira y él avanzó hacia mí, dominándome con su altura.
—¿Yo soy un «inconsciente»? —preguntó—. Yo fui quien quiso confesar lo que ocurrió desde el primer momento. No soy quien se ha pasado la vida huyendo de su pasado.
—¿Por qué habrías de hacerlo? —espeté—. Eres Mike King. No tienes ni idea de lo que es la necesidad de huir.
Hablando de lo cual…
Hora de irse. Me habría gustado marcharme de Charleston de una manera agradable. Me habría gustado un apacible gesto de despedida en la catarata; pero ahora que Mike había aparecido y había convertido mi deseo en una imposibilidad, solo quería largarme lo antes posible. Recogí del suelo mi mochila, donde metí el álbum a empujones.
—¿Qué es eso? —preguntó Mike, quitándomelo de las manos. El álbum se abrió por una fotografía de nosotros dos en aquel mismo lugar, en un momento de nuestra relación mucho más inocente. Levantó la vista y me miró. Sus ojos se cuajaron de lágrimas—. ¿Por qué lo has traído? —preguntó—. ¿Qué más llevas en esa mochila?
—Nada —mascullé—. Déjame sola, ¿quieres?
—Natalie, ¿qué pasa? —agarró la mochila que me colgaba del hombro, pero yo sujeté con fuerza las correas. Tras unos segundos de tira y afloja, noté que la cremallera se rompía. Se dividió por la mitad, dejando al descubierto cuanto contenía a través de un hueco que recordaba a las mandíbulas de una planta carnívora de color púrpura. Unos veinte paquetes de Juicy Fruit rebotaron en todas direcciones y ahogué un grito cuando lo único que en realidad no quería que Mike viera salió disparado por el aire y aterrizó a sus pies.
Se agachó para cogerlo. Contuve el aliento. Tragó saliva al recorrer con la vista el billete de autobús para Nueva York, solo de ida.
Frunció el ceño. Consultó su reloj y dijo:
—Vas un poco justa para la hora de salida, ¿no crees?
—Mike.
Di un paso hacia él, pero me apartó de un empujón. Tropecé hacia atrás y me choqué contra la pared. Al empujarme, sus manos en el torso me resultaron bruscas.
—Déjame adivinar —dijo con un veneno en la voz desconocido para mí—. Te crees que no lo entiendo, ¿eh? La atormentada y compleja Nat y su novio incauto y con un fondo fiduciario. ¿Es eso lo que piensas?
Tiempo atrás, me habría lanzado sobre él y le habría suplicado que uniese sus labios a los míos para que dejáramos de decir cosas que no sentíamos. Lo horroroso era que, para entonces, sí sentíamos todo cuanto estábamos diciendo.
—Déjame sola —dije yo—. Suelta mis cosas y déjame sola.
—No —dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo—. ¿Crees que puedes desaparecer así, por las buenas, y que lo que hicimos desaparecerá también? No permitiré que me abandones, Nat. Dadas las circunstancias, no.
—Te irá mejor sin mí —dije, aunque lo que quería decir era que a ambos nos iría mejor. Nadie acusaría a Mike estando solo, y quizá en algún lugar, muy lejano, también habría un nuevo comienzo para mí—. Dame el billete —exigí alargando la mano.
—No.
Mike cruzó los brazos sobre el pecho. No tuve otra elección. Me lancé a él una última vez. Y, una última vez, me empujó hacia atrás.
Solo que en esta ocasión me empujó con la fuerza suficiente para que el resultado fuera distinto. En esta ocasión, seguí tropezándome hacia atrás hasta que ya no había más suelo sobre el que tropezar. Mi pie se quedó en el aire, por encima del borde de la cascada, y Mike y yo nos miramos a los ojos.
Lo supimos. En ese mismo instante, los dos supimos exactamente lo que iba a ocurrir.
Alargó la mano en busca de la mía. Demasiado tarde.
En cierta manera, siempre había sido demasiado tarde para Mike y para mí. Por descontado, yo había intentado empezar de nuevo cuando me trasladé a vivir al distrito de Palmetto, pero supongo que el pasado de algunas personas es demasiado potente. El mío tenía la costumbre de perseguirme. Solo podía luchar contra él hasta cierto punto, antes de que me arrastrara.
Cuando llegó el momento, dejé que sucediera. Se podría decir que incluso me alegré al caer, con tanta elegancia como pude acopiar, a través de la cortina de agua helada y, acto seguido, me desplomé con ella. Hasta llegar a la charca negra, inmóvil, de más abajo.