Aquello que destruimos
—¿Está ahí mi corona? —pregunté el lunes por la mañana a la mujer encorvada sobre el contenedor de basura del instituto. Nunca había visto allí a nadie, salvo a los alumnos; pero me gustaba tener compañía.
—Encuentra tu propio cofre del tesoro, princesa —me espetó con un gruñido—. Este es mi territorio.
Cuando volvió a introducir la cabeza en el contenedor, me fijé en que llevaba un chándal de nailon que le quedaba grande y las chanclas de usar y tirar que te ponen después de arreglarte las uñas de los pies. Aun así, la envidié por la determinación que su voz denotaba. Esa mujer sabía lo que quería. Sabía lo que le pertenecía por derecho propio. Me recordó a alguien que yo había conocido…
—¡Eh! —se incorporó de repente. Sujetaba en alto la mugrienta raspa de un pescado y la agitó frente a mi cara como quien agita un dedo—. ¿No eres la cría que ganó ese concurso… de reina, o algo así? ¿No deberías estar ahí adentro, en clase?
Aspiré por la nariz, inhalando aquella peste a pescado tan conocida para mí.
—Estaba buscando mi corona —expliqué—. Se me ha perdido.
—Toma —soltó una carcajada y hundió la mano en la basura—. Ponte esto.
Sacó un gorro de bufón que alguien había tirado tras la fiesta de Mardi Gras y me lo lanzó. Estaba cubierto de una maloliente pasta verdosa y aterrizó en mi pecho con un golpe húmedo. Me despegué el gorro de mi vieja sudadera del Palmetto y lo sostuve frente a mí.
—Te favorece —soltó un eructo y volvió a hurgar en una caja de pollo frito tirada en el contenedor—. Si me disculpas, es mi hora del desayuno.
—Sí, claro —asentí con la cabeza. Oí el timbre, que sonaba en la distancia. Luego me acordé: tenía que ir al instituto.
Yo era Natalie Hargrove, y empezaba mi primera semana como princesa del Palmetto recibiendo consejos sobre moda de una indigente.
—¡Puf! —exclamé. Solté el gorro y corrí hacia el interior para lavarme las manos.
—Dios mío, ¿qué es ese olor? —dijo Kate Richards tapándose la nariz cuando irrumpí en el cuarto de baño más cercano.
—Cerrad el pico, bambis —espeté, metiendo a Kate en el mismo saco que las demás—. Venga, a un lado.
—Con mucho gusto. Vaya peste —comentó Steph Merritt, apartándose—. ¿Quieres que te preste un cepillo, necesitas algo? —preguntó.
Me miré en el espejo. Tal vez hubieran pasado unos días desde mi última ducha. Mi pelo estaba tan grasiento como para aliñar una ensalada. Y la sudadera, aún con la mancha verde del gorro de bufón, seguía sin combinar con mis vaqueros verde oscuro. Y sabía que si mi madre pudiera ver mi maquillaje lleno de churretes, me castigaría sin salir de casa.
Pero no estaba dispuesta a aceptar la caridad de nadie, ni de las pordioseras de la calle, ni de las bambis con sus cepillos.
—Estoy perfectamente —mentí por centésima vez desde mi crisis nerviosa en el baile del viernes.
Había sido un largo fin de semana. Mike fue a mi casa, pero no quise verlo. El teléfono sonó y lo desconecté. Mamá llamó a mi puerta y la cerré con llave. Lo único que hacía era ver nuestro DVD Camino a Palmetto una y otra vez y obsesionarme con la idea de qué habría ocurrido en el baile después de que me hubiera marchado.
Además: no sabía cómo quitarme de la cabeza el hecho de haber visto un fantasma. Parecía que solo era cuestión de tiempo hasta que J. B. regresara para perseguirme otra vez, y para siempre.
Aquella mañana de lunes había llegado con demasiada rapidez, y empezaba a darme cuenta de que, en realidad, yo tenía dos identidades. Por una parte, estaba la Natalie que aquellas bambis tenían delante: andrajosa, fuera de sí y sin bañar. El ángel caído. Y luego estaba mi yo verdadero, al que solo le importaba, le obsesionaba, esperar a que J. B. regresara.
Salí del cuarto de baño y, aturdida, caminé por el pasillo. ¿En serio iba a asistir a mi primera clase, a sentarme, a abrir mi carpeta con el escudo del Palmetto, a tomar apuntes? ¿En serio iba a soportar la máquina de rumores otra semana más?
—Nat —noté que una mano, desde atrás, me daba un toque en el hombro. Era Amy Jane y parecía preocupada—. Te he estado llamando todo el fin de semana.
Asentí en silencio, mordiéndome la lengua.
—Estoy tratando de organizar una reunión para ver vuestra película de Camino a Palmetto, y tengo que saber cuándo estás libre.
—No es necesario —murmuré.
—Sí que lo es. Tú y Mike habéis trabajado mucho, mano a mano. Y que os quedéis sin vuestro gran momento por esa inoportuna bajada de azúcar que tuviste… Mmm, ¿es esa mancha en tu sudadera puré de guisantes?
—Espera —levanté la cabeza de repente—. ¿Qué has dicho? ¿No proyectaron la película el viernes por la noche?
—Pues claro que no —Amy se encogió de hombros—. No parecía oportuno sin que la pareja real estuviera presente. Después de que te desmayaras, los demás… en fin, se nos cortó el rollo —se inclinó para hablarme—. ¿Te encuentras bien? Te veo las pupilas un poco dilatadas.
—¿Me estás diciendo que Ari no puso el DVD? —agarré las correas de mi mochila en busca de apoyo.
Amy Jane asintió al tiempo que se mordía el labio.
Así que los viejos enemigos seguían en pie. El viernes por la noche no se había conseguido nada. Y ahora, solo era cuestión de tiempo hasta que Baxter alzara de nuevo su cabeza de drogata. Conociendo el frívolo historial de Kate, B. Q. no tendría problema en engatusarla otra vez. Y peor todavía, no contaba yo con garantía alguna con que coaccionar al agente Parker para que arrestara a Baxter en lugar de a mí. El viernes por la noche se había producido un momento perfecto, cuando los astros parecieron alinearse con el fin de mantenernos a flote a Mike y a mí. Por culpa del fantasma de J. B., todo cuanto teníamos a nuestro favor se nos escapó de las manos. Tendríamos que volver a empezar desde el principio. Pero, en aquel momento, supe que no lo conseguiríamos.
—Entonces, te puedo apuntar para el miércoles a las cuatro, el jueves a las seis o el viernes a… ¿Nat? —me llamó Amy Jane mientras me alejaba—. ¿Adónde vas?
Giré la esquina para salir al pasillo donde Mike y sus compañeros del equipo de fútbol americano tenían sus taquillas. La suya estaba vacía.
—¿Dónde está Mike? —pregunté al siguiente grupo de alumnos junto al que pasé. No conocía sus nombres, pero ellos tenían que conocerme a mí y sabrían quién era mi novio. Sin embargo, en vez de darme alguna respuesta que me pudiera ayudar, el grupo al completo se apartó de mí, nervioso, y se pegó a las taquillas.
—No lo sabemos —gritó uno de ellos—. No nos hagas daño.
—¿Es que nadie os ha dicho que lo que no sabes sí puede hacerte daño?
—Señorita Hargrove, una palabra, por favor —era la señora Runner, la secretaria, que inesperadamente había asomado la cabeza por una esquina. Pegué un bote, como si hubiera visto un fantasma, otra vez.
—¿Una palabra? —repetí yo—. Destronada.
—¿Perdón?
—¿Es que existe otra?
Se rascó la barbilla.
—No sabría decir, la verdad. Pero el director Glass quiere verla en su despacho —anunció—. Ahora mismo.
—Yo… —miré por detrás del hombro, a través de las separaciones de cristal de la pecera, y vi al agente Parker entablando conversación con el director. Los acompañaba otro policía.
El corazón me golpeaba en el pecho con tanta fuerza que apenas podía pensar. ¿Se había acabado ya? ¿Lo sabían?
—No puedo —dije por fin, dando un paso atrás y luego, otro—. Tengo… otra reunión.
—¿Cómo dice? —preguntó la señora Runner. Por muy ingrato que fuera su trabajo, seguro que no estaba acostumbrada a que los alumnos le dijeran que no.
—Dígale a Glass que otra vez será —añadí y pasé por su lado a toda prisa—. Lo siento.
En realidad, sí tenía otra reunión. Solo se me ocurría una persona capaz de ayudarme a salir de aquella nube de angustia. Me encaminé a la planta de arriba, al cuarto de baño de las de primero de bachillerato, y subí los escalones de dos en dos.
—Tracy —dije al abrir la puerta de un empujón. Unas chicas que susurraban por lo bajo en un corrillo se separaron y se quedaron mirándome—. Tengo que verte.
De pronto, un montón de cejas adornadas con un piercing se arquearon.
Tracy estaba sentada en suelo, con las piernas cruzadas. Se había soltado las trenzas de su larga y negra melena, que ahora rozaba las baldosas. Sus gafas de sol zafiro parecían establecer una barrera más fría de lo normal entre nosotras. Consultó su reloj.
—Lo siento, va a sonar el timbre.
—Sáltate la clase —sugerí con voz inexpresiva.
—Ahora tengo que leerle las cartas a otra persona —explicó con tono gélido—. ¿Y si vuelves durante el almuerzo?
—Me parece que no; ahora estoy aquí no me atreví a mirar otra vez al espejo pero, de pronto, me pregunté si el hecho de mantenerme firme y hacer uso de mi privilegio como alumna de último curso resultaba menos efectivo con el mal aspecto que tenía.
Nos sostuvimos la mirada unos treinta segundos, hasta que las otras chicas de primero empezaron a sentirse incómodas; recogieron sus neceseres de cáñamo y se atusaron sus rizos estilo rastafari.
—¿Sabes qué, Tracy? —dijo Portia Stead mientras encogía sus hombros morenos y desnudos—. Podemos volver en el siguiente cambio de clase.
—No —respondió Tracy con una nota de nerviosismo—. ¿Por qué no os quedáis…?
Pero, a toda prisa, las chicas salieron en fila del cuarto de baño y Tracy y yo nos quedamos solas.
—¿Qué te pasó? —preguntó ella. No lo dijo con desagrado, como habían hecho las bambis aquella mañana; ni siquiera como Mike, el viernes por la noche. Tracy preguntaba con sincero desconcierto.
—No lo sé —admití yo, dejándome caer sobre uno de los pufs en el suelo. Qué gusto relajarse, echarse hacia atrás y cerrar los ojos.
—Corta —ordenó.
Cuando abrí los ojos, Tracy sujetaba una baraja de tarot. Yo había presenciado cómo leía las cartas a otras chicas, montones de veces; pero nunca me había atraído la idea. Sus profecías con respecto a mí siempre llegaban de forma verbal. Tracy sabía mejor que nadie en el Palmetto cómo enterarse de los rumores primero y luego examinarlos en busca de mentiras. Si aquel día en particular quería meterse en terrenos más profundos, no pensaba discutir con ella.
Alargué el brazo, corté la baraja por la mitad y aguardé a que colocara las cartas. Había contado con notar una especie de hormigueo mágico al tocarlas, pero fue como si estuviéramos jugando al mus o al póquer.
Tracy dispuso seis cartas en dos hileras de tres. Las miró fijamente unos minutos mientras recorría los bordes con los dedos. Movía los labios, aunque sin emitir sonido alguno. Sonó el timbre y ninguna de las dos se meneó.
—No sé qué has hecho —dijo por fin—. Pero te sientes muy culpable —frunció los ojos y se frotó la frente—. Las cosas te iban bien, pero te aprovechaste de alguien, de una persona vulnerable.
Noté la garganta reseca. No podía tragar. Tracy levantó la vista para mirarme.
—Nat, no soy yo la que habla aquí, ¿de acuerdo? —carraspeó—. Te estás… eh, te estás quedando sin gente en la que puedas confiar.
—Bueno, pues dime qué hago —repliqué—. Mira las cartas y dime cómo puedo arreglar las cosas. Aún puedo recuperarlas.
Tracy se mordió el labio.
—Algunas ya se han ido —anunció con lentitud.
—Tracy, tienes que ayudarme. Confío en ti.
Se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—No te puedo decir nada más, Nat. Solo veo lo que está en las cartas.
—Léelas otra vez —insistí—. Venga, corto otra vez la baraja.
—Sabes que no funciona de esa manera.
—No, no lo sé —protesté—. Ya no sé nada.
—Sí sabes cómo tomar medidas drásticas —manifestó ella—. Eso está claro. Se te ocurrirá qué hacer para salir de esta —ladeó la cabeza—. O puede que no. Pero creo que, esta vez, estás verdaderamente sola.
Un claxon sonó en el exterior y Tracy volvió a consultar su reloj.
—Mira, tengo que irme, en serio —explicó mientras se levantaba.
Pensé en Mike, a quien más o menos había tenido esperando todo el fin de semana. Y ahora que por fin estaba preparada para recurrir a él en busca de ayuda, no lo encontraba por ninguna parte. Necesitaba averiguar si ya no quería saber nada de mí después del viernes por la noche. Para cuando la pregunta hubo tomado forma en mi mente, Tracy había abierto la ventana y se disponía a salir por ella.
—Espera… —dije elevando la voz.
Fue descendiendo poco a poco por unos ladrillos, se agachó y saltó hasta el suelo, un piso más abajo. Al caer, las gafas de sol se le escurrieron hasta la punta de la nariz. Cuando subió la vista para mirarme, caí en la cuenta de que nunca le había visto los ojos. Sus iris tenían un extraño color púrpura ahumado, y había algo en ellos que resultaba, no sé… brumoso, como las nubes que pasaban por encima de la bahía después de una tormenta.
Me dedicó un largo y exagerado guiño final; luego, se ajustó las gafas sobre sus luminosos ojos. Segundos después, se escabulló entre los cipreses en dirección a la salida.
Una autocaravana blanca estaba detenida en el camino de acceso. Tracy abrió la puerta y se subió. Me encontraba a quince metros de distancia, mirando por una ventana que podría no haberse limpiado en toda la historia del instituto, pero saltaba a la vista que la autocaravana en la que Tracy se había montado era la misma en la que había entrado Slutsky la noche que estuvimos en el bar. El almacén de compraventa de drogas no se quedaba quieto, era evidente. El alma se me cayó a los pies en mayor medida ante la idea de que la máquina de rumores se enterase de que yo había tenido en mi poder las pastillas para la epilepsia de J. B. Me estaba quedando sin agujeros en el cinturón de la paranoia y, peor todavía, me había quedado sin gente a quien recurrir.
No quedaba nadie en quien pudiera confiar, excepto yo misma.