Capítulo XVI

La serpiente debajo de la flor

—¿Has visto lo que lleva Doble D en el peto de su pantalón? —me preguntó Jenny a la mañana siguiente.

Solté un bufido al tiempo que ajustaba mi ramillete para colocarlo en el ángulo perfecto.

—Pensé que hoy no vendría. ¿Cómo ha conseguido pareja?

—Nada de eso —repuso Amy Jane, cuyo broche de flores era llamativo, reluciente. Se encendía como un árbol de Navidad al pulsar un botón, en el centro. Jamás me habría puesto algo parecido pero, no sé por qué, a Amy le sentaba bien. Bajó la voz y se acercó para hablarme—. Doble D no tiene pareja. Su padre le ha hecho un ramillete por pura lástima.

—Es verdad —intervino Jenny, cuyo prendido pertenecía por completo a la vieja escuela y era de un gusto excelente; la pieza central era una original flor fresca. Jenny se aclaró la garganta y, mirando mi ramillete, asintió con la cabeza—. Seguro que también por lástima le consiguió la corona como adorno principal.

—¿Qué? —salté yo ahogando un grito—. Mike me dijo que la mía era la única en todo el estado de Carolina.

Amy Jane hizo una mueca y sacó de su bolsa un pulverizador de refrescante facial a base de pepino.

—Tranquila —dijo con voz acaramelada—. Hoy, nada de estrés. No puedes ponerte con la cara toda hinchada; mañana es tu gran noche.

—La princesa soy yo. Doble D es una pringada —la respiración se me aceleraba, y me agarré a mi taquilla para estabilizarme. Por lo general, un asunto así no me habría descolocado hasta tal punto.

—Es patética —declaró Jenny—. Nat, tienes que tranquilizarte. El ramillete de crisantemos de Darla es una horterada, no se parece en nada al tuyo…

—Excepto por la corona, claro —añadió Amy sin pensarlo.

Jenny y yo le lanzamos una mirada asesina. Encogió los hombros.

—Lo siento —se disculpó—. Jenny tiene razón; las flores de Doble D llevan los colores del instituto. De pésimo gusto. En todo caso, ni siquiera asistirá al baile; no creo que se atreva a traer a su padre como pareja.

—Mientras que tú, princesa Nat —prosiguió Jenny—, serás la bella del baile —consultó su reloj— en menos de veintisiete horas. Al menos, si de mí depende —dio una palmada y abrió su agenda electrónica—. A ver, mañana quedamos a las cuatro, con la ropa y los neceseres de maquillaje, ¿de acuerdo? —Amy Jane y yo asentimos con un gesto—. Las bambis vendrán a echarnos una mano. No gruñáis, ya sabéis que lo del sometimiento se les da bastante bien…

—Eso dicen los del equipo de fútbol americano…

Jenny puso los ojos en blanco ante el comentario de Amy Jane.

—Nat, ¿le has dado a Ari Ang el DVD de vuestra historia, vuestro Camino a Palmetto?

—Claro —respondí. El corazón me dio un brinco al pensar en el otro DVD que llevaba en la mochila, al acordarme de lo que yo estaba a punto de hacer. Al final, Slutsky me había resultado útil. Una vez que la hube llamado para acusarla de haberme robado las pastillas del bolso, se había mostrado más que dispuesta a «prestarme» una picante cinta de ella y el agente Parker (solo por motivos de educación sexual, desde luego).

—Ay, me muero de ganas de verlo —dijo Jenny entre chillidos—. Apuesto que es el mejor Camino a Palmetto que se ha visto en este instituto.

Le dediqué una amplia sonrisa y asentí con la cabeza. Sin duda, sería memorable. Y más importante aún, una vez pasado el baile, el agente Parker ya no me daría problemas. Ahora, solo me quedaba encontrar un momento a lo largo del día para entrar a escondidas en la sala de proyección de Ari Ang e intercambiar las cintas.

Sonó el timbre y las chicas empezaron a abrazarse.

—Feliz Día del Jazmín —fuimos diciendo mientras nos dirigíamos a nuestras clases.

Camino a Francés, se me ocurrió que encontraría a Mike junto a su taquilla. Me planté a su espalda y le tapé los ojos con las manos. Pegó un bote y se giró; luego, al ver que había sido yo, trató de recuperarse y mostrarse relajado.

—Perdona —se disculpó—. No sé por qué, me he dado un susto —bajó la vista a mi prendido y su antigua sonrisa le cruzó el semblante—. ¡Eh! Bonitas flores. Llevo todo el día escuchando cumplidos sobre tu ramillete. Ahora entiendo por qué. Lo llevas muy bien.

Me elevó en el aire, aplastando un poco las flores, pero no me importó. En plan travieso, le chupé el cuello y empecé a ronronear.

—Me alegro de que las cosas entre nosotros vuelvan a ser perfectas —comenté.

—Siento interrumpir —dijo una voz a nuestra espalda. Nos separamos al ver al agente Parker, con las cejas arqueadas y las manos en las caderas—, pero me temo que tengo que pediros que os comportéis en los pasillos —negó con la cabeza mientras me miraba—. Pensé que habrías aprendido la lección después de nuestra charla, la semana pasada. Puede que seas demasiado desvergon…

—Cierre la boca —Mike apretó el puño, y supe que se disponía a agarrar al agente Parker por el cuello.

—Mike —salté yo, separándolos—. Basta —dije falta de aliento—. Tiene razón. Venga, nos vamos a clase.

Tiré de él en dirección a nuestras aulas y dejamos a A. P. en el pasillo, echando humo.

—No te preocupes, cielo —agarré a Mike de la mano—. Muy pronto nos lo quitaremos de encima.

En lugar de encaminarme a Francés, dejé a Mike en su clase de Historia y esperé a que los pasillos se quedaran vacíos. Acto seguido, entré rápidamente en la sala audiovisual con el DVD, que me quemaba la mochila.

La fría sala sin ventanas estaba oscura; me golpeé contra varios carritos de televisión antes de encontrar una lámpara de escritorio. Yo solo había cursado una asignatura de audiovisuales en el Palmetto, durante mi primer semestre en el instituto; pero al fijarme en los mismos carretes de película desvencijados, la pantalla de proyección rasgada y el desconcertante sistema de megafonía, me dio la impresión de que no se habían producido grandes cambios tecnológicos en los últimos tres años. Me abrí camino entre los anticuados componentes electrónicos en dirección al ático, un espacio hueco que sobresalía por encima de la parte posterior del gimnasio. La noche del día siguiente, Ari Ang dirigiría el baile desde allí.

Ang era la persona más organizada del mundo, de modo que no me costaría mucho encontrar su carpeta pulcramente etiquetada con los planes multimedia para la ocasión. En el DVD que llevaba en la mochila había puesto la misma pegatina —Mike y Nat— que decoraba el auténtico DVD de Camino a Palmetto; todo estaba previsto.

Abrí la gruesa puerta insonorizada que daba al ático y entré. La estancia albergaba una infinidad de botones y luces parpadeantes que yo jamás conseguiría entender, y tenía una de las mejores vistas aéreas del instituto. La ventana de cristal tintado sobre el panel de control principal miraba al gimnasio, que a su vez daba al campo de fútbol americano, del que tan buenos recuerdos teníamos.

Cuando me incliné para mirar a través del cristal, me asaltó un recuerdo en particular, la clase de recuerdo que menos esperaba.

Me había pasado la mayor parte del primer semestre de tercero de secundaria preparando el proyecto final para Media 101, un documental sobre la ciudad de Charleston. Recuerdo que me sorprendió lo mucho que me impliqué; puede que todas esas horas de montaje en la sala audiovisual fueran una excusa para alejarme de mi madre y su amante viejo y millonario del momento. Pero, al final, me sentí muy orgullosa de mi trabajo. Un día, estaba viendo el montaje final en el ático cuando Justin Balmer irrumpió sin previo aviso.

Yo tenía puestos los cascos insonorizados, por lo que no oí ruido alguno hasta que me dio unos toques en el hombro. Me giré tan deprisa que los cascos se me cayeron.

—¡Ups! —pareció sorprendido—. Estaba buscando a Amber. Lo siento.

Amber Lochlan era una chica muy popular y, aunque mayor que yo, estaba en mi clase de audiovisuales. Aquel año se presentaba a princesa del Palmetto. Tenía el mismo pelo corto y oscuro que yo, de modo que, en efecto, nos podrían haber confundido al estar de espaldas. Pero me gustaba pensar que mi pelo no era tan susceptible a la humedad como el de Amber.

Me encogí de hombros mirando a J. B.

—No la he visto.

—Eh, espera un momento —dijo él, señalándome con el dedo—. Te conozco.

Me quedé paralizada, tratando de negar con la cabeza y decirle que no, que no me conocía. Yo no era nadie que él conociera.

Una sonrisa se extendió en sus labios.

—Eres la chica nueva que siempre me rehúye. Lo que te convierte en mi siguiente objetivo.

—Más vale que te ahorres el esfuerzo —repliqué mientras, con torpeza, trataba de volver a colocarme los cascos—. Eso no va a pasar.

—Vaya… qué brusquedad —se inclinó hacia delante, casi rozando sus labios con los míos—. Juro que nos conocimos en otra vida. Deberías darme otra oportunidad.

Su proximidad me producía un hormigueo en el cuerpo, pero mi mente se echaba atrás por su atrevimiento. Tras respirar varias veces con dificultad, me forcé a apartarlo de un empujón.

—Nunca —espeté, sin permitirme cometer el error de añadir la palabra más.

J. B. me miró con ojos entrecerrados, y yo me quedé ahí, aterrorizada, después de haber jurado miles de veces que nunca volvería a sentirme pillada por un tío.

Después, lo que recuerdo más claramente es la forma en la que, de pronto, cambió de expresión. La cara le empalideció y le empezó a temblar la comisura de la boca. Los ojos se le abrieron de par en par, como si estuviera asustado; pero luego, con la misma rapidez, se cerraron casi por completo. No dijo nada, solo salió por la puerta del ático con pasos inestables que achaqué a un exceso de testosterona.

Ahora, tres años después, de nuevo sola en el ático, sentí un escalofrío. Aquel día había estado demasiado concentrada en el miedo que sentía para entender lo que aquella salida tan precipitada escondía. J. B. debía de necesitar su medicación, incluso en aquel entonces. Debió de tragarse esas pastillas de Trileptal en cuanto estuvo fuera de mi vista, mientras yo forcejeaba para recobrar la compostura junto al panel de control.

Abrí el archivador de un tirón. A toda costa, tenía que impedir que me siguiera persiguiendo. Estaba decidida a superar con éxito la noche del día siguiente. Y no sería un buen comienzo que me pillaran husmeando en la sala audiovisual. Rebuscando entre las carpetas archivadas, encontré el material de Ari para el baile. La carpeta verde etiquetada contenía listas discográficas de canciones lentas, listas de canciones rápidas, guiones para los profesores que iban a hablar. Y nuestro DVD Camino a Palmetto.

No era momento para sentimentalismos. No podía pensar en la escena de apertura, en la que salíamos paseando del brazo en Capers Beach. Intercambié las grabaciones, guardé el original en mi mochila y me encaminé a la puerta.

El timbre para la segunda hora estaba a punto de sonar; aún podía llegar a clase de Lengua sin problemas. Salí rápidamente al pasillo iluminado, doblé la esquina y casi me dio un infarto al tropezarme con Kate.

—¿Qué haces aquí? —solté de sopetón.

—Se llama «permiso para salir de clase» —agitó la tarjeta plastificada delante de mis narices—. ¿Cuál es tu excusa? —entornó los ojos al mirarme—. ¿Por qué estás tan nerviosa, princesa?

Noté en su voz un desconocido tono de frialdad que no me gustó. ¿Me habría visto salir de la sala audiovisual?

—Me encanta tu ramillete —cambiando de tema a toda prisa, di un leve tirón a una campana de color púrpura particularmente llamativa prendida entre las flores—. ¿Te lo ha regalado Baxter?

—Mmm… más o menos —tartamudeó—. Le dejaron encargarlo por teléfono. Anoche fui a recogerlo a la floristería… —se interrumpió y, luego, me miró con descaro—. ¿Sabes? No tengo por qué justificarme contigo. Has dejado bien claro lo que piensas de él.

Me fijé en el orgullo con el que llevaba aquel cursi ramillete y solté un suspiro. Mike y yo teníamos ya bastantes problemas entre ocupar el trono y acabar con Baxter y A. P. No nos podíamos permitir que también Kate se pasase al otro bando.

—Kate —dije con voz melosa mientras le rodeaba la barbilla con la mano—. ¿Es que no te das cuenta? Lo único que quiero es que seas feliz. Y… si una relación a distancia con un chico que está en rehabilitación es para ti la felicidad… bueno, ¿quién soy yo para juzgarte? —esbocé una sonrisa y le apreté el hombro en señal de despedida—. Nos vemos mañana por la noche.