Capítulo XV

Negras sombras de la noche

Siempre que Mike y yo quedábamos en reunirnos en nuestro lugar secreto, por encima de La Ensenada, el plan se desarrollaba de la misma manera. Por la mañana, uno de los dos enviaba un mensaje de texto: Rendezvous, y el otro entendía lo que significaba: esta noche, en la catarata, vístete de negro y no hagas ruido.

Aquel día era yo quien había enviado el sms, sintiéndome inusitadamente nerviosa al escribir la clave que tantas veces habíamos utilizado. La diferencia estribaba en que, por lo general, Mike y yo íbamos a la catarata para relajarnos y pasar juntos un rato. Pero esa noche en particular mi orden del día era un poco más ambicioso. Durante toda la semana se habían ido sucediendo las catástrofes, y aunque me esforzaba por atar los cabos de mi plan, era consciente de que no se haría realidad hasta que hubiera convencido a Mike.

Ok, fue su única respuesta.

Cuando la luna llena se elevaba en el cielo, despejado y oscuro, y mamá había vuelto a casa de su habitual cita de los miércoles en la bolera, con Dick —tan achispada que, aún vestida, cayó como un fardo sobre la cama—, me enfundé un jersey negro de cuello vuelto y, a escondidas, me adentré en la noche.

Aquella catarata nos encantaba. De niño, Mike la había descubierto por casualidad y llevaba años acudiendo. Me llevó en nuestra tercera cita, con una botella de champán y una cesta de picnic. Yo le llevé en su cumpleaños, habiendo preparado con antelación los accesorios necesarios para representar los papeles de Tarzán y Jane. Era el lugar de nuestro primer desacuerdo, el de nuestra primera vez, el de nuestro primer aniversario. Y, por suerte, también era el único rincón romántico de Charleston donde nunca nos habíamos encontrado con otra pareja que fuera en busca de una sesión de sexo furtivo. Habíamos quedado allí las ocasiones suficientes como para estar convencida de que Mike y yo éramos las únicas personas del mundo que conocían la existencia de la catarata secreta.

Para llegar, tenías que aparcar el coche en el puerto deportivo al otro lado de la isla de Las Palmeras. Luego, ascendías por un sendero pedregoso de más de un kilómetro y llegabas a la hilera de arces y la densa cortina de musgo que ocultaban la catarata. Una vez que te abrías camino entre la exuberante vegetación, las vistas te convencían de que la agotadora subida merecía la pena.

La catarata caía limpiamente sobre un acantilado de piedra caliza y aterrizaba en una charca que, a la luz de la luna, mostraba un voluptuoso color aguamarina. No se encontraba a gran altura, pues en la zona de Charleston el terreno apenas se elevaba sobre el nivel del mar. Con el transcurso de los años, justo detrás de la cortina de agua se había formado una cavidad de piedra caliza, ideal para una pareja. En las primeras horas de la noche, como era el caso aquel día, el arroyo de un manantial cercano desprendía una fina llovizna que, al envolverte, provocaba en ti la sensación de estar soñando.

Cada vez que quedábamos en la catarata, Mike llegaba antes que yo. Siempre dejaba un rastro desde el final del sendero hasta la cavidad de piedra, donde me esperaba. Aunque yo había estado en la catarata las veces suficientes como para encontrarla con los ojos cerrados, Mike insistía en que no quería «perderme por el camino». Esparcía pétalos de rosa, o bombones, o alpiste. En cierta ocasión, dejó incluso uno de sus calzoncillos tipo boxer colgado de una rama, como una bandera que me condujera directa a él.

Aquella noche no había nada en el sendero.

El corazón se me aceleró ante la perspectiva de que me hubiera dejado plantada por tercera vez pero, cuando atravesé la cortina de agua para llegar a nuestro escondite, me encontré con Mike. Estaba sentado en nuestra piedra, con la cabeza entre las manos.

—No me has dejado un rastro —comenté.

—Creí que te gustaba hacer las cosas por tu cuenta —replicó. Su camisa negra formaba arrugas en los hombros, y estaba pálido como la luna—. Además —añadió con voz triste—, ¿no hemos dejado ya suficientes rastros?

—Mike —dije yo. Se levantó cuando me acerqué a él. Nos abrazamos y nos quedamos inmóviles unos instantes—. Te he echado de menos —susurré.

—Siento lo del otro día —respondió, también con susurros.

Me colocó en alto y le rodeé la cintura con las piernas. Luego, avanzando unos pasos, me apoyó en la pared de roca y apretó su cuerpo contra el mío. Nos besamos. Fue un beso largo, apasionado, muy de los nuestros. Una oleada de alivio me recorrió de arriba abajo.

Cuando Mike se separó, ambos abrimos los ojos y, entonces, un miedo inoportuno, desconocido, descubrió el camino hasta nuestra catarata.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mike al tiempo que me dejaba en el suelo.

—Verás, lo tengo todo planeado —respondí yo mientras le conducía a su asiento en la roca. Saqué de la mochila una bandeja cubierta de papel de plata con mi especialidad: los brownies al whisky característicos del estado de Carolina que siempre conseguían que Mike se concentrase antes de un examen.

—¿Qué traes ahí? —preguntó.

—Alimento para ayudarnos a planear nuestra estrategia —respondí al tiempo que le metía en la boca una crujiente porción de brownie, de una de las esquinas del pastel—. He estado pensando que, por si no pudiéramos conseguir el DVD de Baxter, necesitamos un plan B. Y he encontrado la manera perfecta de mantener a raya a ese policía baboso.

—Eso me gusta —repuso Mike.

—¿En serio? —pregunté, acercándome a él. Todo dependía de que Mike me apoyara con el plan.

—¿Estás de broma? —Mike elevó una ceja de aquella manera tan suya, tan sensual—. ¿Después de cómo te trató ese tío en la pecera, el otro día? Soy todo oídos.

—Un pajarito me ha contado que el agente Parker está preparando algún que otro DVD, que en este caso le incrimina a él mismo —expliqué, adquiriendo seguridad a medida que Mike me animaba a continuar. Introduje un dedo por dentro de su camisa y le hice cosquillas en el pecho. Eso ya estaba mejor—. Haré que consigamos la prueba de las relaciones de A. P. con una menor —aseguré—, y en caso de que aún se niegue a cooperar, tendremos que lavar sus trapos sucios en público —me incliné para enfatizar el punto clave—, durante la proyección de nuestro vídeo Camino a Palmetto, en el baile.

Dado que Mike y yo salíamos juntos en un montón de vídeos grabados en los tres últimos años, seguramente en muchos más que cualquier otra pareja, todo el mundo contaba con que nuestra película estuviera a la altura de los Oscar. La habíamos terminado de montar mucho antes de que el instituto hubiera anunciado a los ganadores, de modo que solo nos quedaba entregársela a Ari Ang, encargado del apartado técnico del baile, quien la sometería a la aprobación de la pecera para cerciorarse de que era lo bastante «apta para todos los públicos» como para proyectarla. Me encantaba nuestra película, casi tanto como me encantaba llevar la corona.

Por eso mismo, la idea de retirar nuestra cinta me entristecía enormemente. Aun así, al ver la expresión de sorpresa en el rostro de Mike, supe que el sacrificio merecería la pena.

—¿Vas a cambiar en el baile nuestro Camino al Palmetto por un vídeo porno del agente Parker? —se echó a reír, sin dar crédito—. ¿Estás segura? ¡Pero si te encanta nuestra película!

—También me encanta la idea de chantajear al chantajista —repliqué.

—Sí, daría resultado.

Sonreí.

—Nos vamos a cargar su credibilidad de un plumazo.

Mike me pasó la mano por el pelo. La sensación resultaba tan agradable que cerré los ojos y me limité a disfrutar del sencillo y placentero momento. Pero, al abrirlos, vi que Mike volvía a tener el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —pregunté. Me incorporé y le cogí de la mano—. ¿Por qué pones esa cara?

Me besó la mano, aunque en su mirada permanecía la preocupación.

—Me alegro de que se te haya ocurrido algo para acabar con A. P. Sería capaz de matar a ese tío, te lo juro. Pero hay un asunto que tengo que contarte.

Asentí.

—He recibido noticias de Baxter —anunció.

—Está en rehabilitación —dije yo sin levantar la vista—. Ya lo sé.

—Sí, bueno, no le queda mucho —Mike soltó un suspiro—. Volverá dentro de poco, justo a tiempo para el baile del viernes.

Tuve la impresión de que la llovizna de la catarata me asfixiaba. Solté el brownie que tenía en la mano.

—¿Cómo te has enterado? —exigí—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Te lo estoy diciendo ahora —Mike estaba a la defensiva—. Hoy he recibido una carta suya. Nat, dice que sabe lo que nos traemos entre manos. No creo que vaya a dejarnos salir limpios de esta.

—Pero… lo que ocurrió fue un accidente —tartamudeé—. ¡No tuvimos la culpa!

—Ya lo sé —admitió Mike—. Pero lo que ha pasado desde lo de J. B., todas estas maquinaciones… —no terminó la frase—. ¿Te das cuenta de que estamos acusando a otra persona de asesinato?

—Pues claro que me doy cuenta. Me he pasado cada minuto del día obsesionada con la idea. Pero ¿qué otra opción nos queda? Al final, será la palabra de Baxter contra la nuestra. ¿A quién te parece que van a creer en el instituto?

Mike dio un paso para apartarse. Se frotó la frente una vez más.

—Por desgracia, estamos metidos hasta el cuello —se mordió el labio—. La carta me ha llegado a través de Kate. Creo que él se lo pidió.

Fruncí los ojos. Era un giro inesperado. En circunstancias normales, podría haber cogido a Kate en un aparte para instruirla sobre los peligros de esperar demasiado de un tío como Baxter. Podría haberle sugerido que cortara por lo sano, que pasara página. Pero Kate se había cruzado conmigo en dos ocasiones en una semana en la que ni Mike ni yo teníamos el tiempo o las energías para pensar en otros intereses distintos a los nuestros.

—Kate solo es una zorra adolescente con demasiado dinero y Baxter, un drogata —solté por fin con un bufido—. Te garantizo que en cuanto se distraiga con otro tío, no tendrá problemas en abandonar su puesto. No creo que le vayan a conceder muchos «vis a vis» mientras Baxter esté en arresto domiciliario.

—De acuerdo —repuso Mike—, entonces…

—Tú consigue que uno de los defensas de tu equipo de fútbol le lance los tejos en el baile. Asegúrate de que la lleve a casa. Te lo garantizo, será como si Baxter Quinn nunca hubiera existido.

Mike asintió, si bien volvió a mostrarse desconcertado.

—Eh —le agarré por la barbilla—. ¿Te acuerdas de hace poco, cuando te encantaba que fuese tan cabezota?

Soltó una risita triste.

—Sí —respondió.

—Sigo siendo yo, cielo. Estamos juntos en esto. Solo quiero estar ahí, a tu lado, y llevar esa corona. Tú también lo quieres.

—No lo sé —repuso él. Sus palabras resultaban aceleradas y su tono, nervioso—. Es como que quiero cogerte, abrazarte, hacerte sentir mejor, sentirme mejor yo. Es lo único que sé hacer —negó con la cabeza—. Pero últimamente, me da la impresión de que no sé nada. Te quiero, y me esfuerzo; pero no sé quién eres.

Solo entonces caí en la cuenta de lo distanciados que estábamos en realidad. Nunca antes habíamos tenido que esforzarnos. Nunca había existido la necesidad de volver a conectar, porque siempre estábamos juntos, sin más. Nuestros amigos incluso nos llamaban John y Yoko, y se burlaban diciendo que, dondequiera que estuviera uno de nosotros, siempre encontrabas al otro, al lado.

Agarré la hebilla de su cinturón. Puede que fuera un impulso. Fue lo único que se me ocurrió para mantenernos unidos, aunque una parte de mí sabía que no era lo más oportuno.

—No —dijo él, apartándome los dedos.

Bajé la vista a mi mano, como si acabara de sufrir una picadura. Noté que los rasgos de la cara se me aflojaban. Mike acababa de apartarme de un manotazo. No había tenido esa intención. Imposible.

Me senté junto a él en la piedra y tiré de sus labios hacia los míos. Me devolvió el beso, pero se notaba que era un acto reflejo, que no lo deseaba de verdad.

Resultaba frustrante. Le rodeé el cuello con los brazos y lo besé con más fuerza, introduciendo mi lengua entre sus dientes. Esperé a notar el tirón en mi labio inferior que siempre me decía que Mike estaba preparado… pero no llegó.

Pasado un minuto, me apartó hacia atrás. El corazón se me aceleró a causa del pánico.

—Lo siento —se disculpó—. No puedo fingir que todo está bien. No me puedo quitar de la mente lo que hicimos.

Me quedé sentada en la piedra, humillada; ninguna parte de mi cuerpo rozaba el de Mike. Era como si me hubiera abofeteado. Se levantó una ligera brisa y, de pronto, caí en la cuenta de que tenía la cara húmeda. Las lágrimas me surcaban las mejillas.

—Natalie —susurró, sinceramente dolido, lo que me hizo sentir aún peor. Noté que me estaba viniendo abajo, en cierta manera. Algo en mi interior se estaba rompiendo. Y Mike seguía con las manos en las rodillas, sin acariciarme—. No —la voz se le quebró y yo rompí a llorar con todas mis fuerzas.

—No lo puedo evitar —dije mientras me secaba el llanto con las mangas—. No puedo… No puedo hacer esto sola.

Por fin, se giró hacia mí y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Me besó los párpados, mojándose los labios con mis lágrimas.

—No estás sola —aseguró—. Estoy contigo en esto. Ya lo sabes —traté de respirar hondo, pero había transcurrido tanto tiempo desde la última vez que había llorado en serio que, ahora, tenía la sensación de no poder controlarme. Estaba cansada. Muy, muy cansada.

Me echó el pelo hacia atrás con sus fuertes manos y por fin me enseñó la sonrisa que, sin darme cuenta, había estado anhelando toda la semana.

—Mira —dijo—. Tengo algo para ti.

—¿En serio?

Me sequé los ojos mientras Mike se giraba hacia atrás y sacaba una caja blanca más bien grande.

—Sé que lo has estado esperando —explicó mientras me entregaba el paquete.

Al abrir la caja, ahogué un grito. Se me había olvidado por completo que el día siguiente era el Día del Jazmín. Llevaba cuatro años esperando recibir el ramillete blanco, privilegio de las alumnas de último curso, en lugar del destinado a los cursos inferiores, de vivos colores y un tanto chabacano. Aquel ramillete era perfecto. Los ojos me escocieron a medida que nuevas lágrimas amenazaban con brotar. En medio de aquella espantosa catástrofe, Mike se había acordado. Todavía me amaba. No estaba sola.

El ramillete era precioso. Una auténtica maravilla.

Era lo bastante grande para impresionar, pero de un gusto exquisito en cuanto al diseño. Me lo coloqué junto al corazón, donde lo llevaría al instituto al día siguiente, prendido en el peto de mis pantalones. La pieza principal era una corona, con un ópalo en el centro.

—Tuve que hacer un encargo especial —explicó Mike—. Dick tuvo que llamar a tres fábricas para encontrar esa corona. Es la única en todo el estado de Carolina del Sur. Pero yo sabía lo que quería —añadió—. Y lo conseguí.

—Es perfecto. Digno de una princesa —dije, mientras introducía mi lengua en su boca. Esta vez, me devolvió el beso con suavidad.

—¿Te pesará demasiado? —preguntó al separarse de mí para recobrar el aliento.

Volví a apretar mi boca contra la suya, emocionada al notar que me tiraba del labio inferior.

—Con tu ayuda para llevar la carga —indiqué—, creo que me las podré arreglar.