Una batalla ganada y perdida
Cuando desperté, todo estaba igual que antes: mi fino edredón verde guisante, enrollado a mi alrededor; el sol, que entraba por la amplia ventana que daba al sur; mi padre, desvanecido en la butaca del salón de nuestra caravana, donde yo dormía en la cama plegable. Estaba atontada, adormecida.
—¿Papá? —dije. Mi voz tenía la lentitud submarina de las pesadillas—. Prepararé un poco de café, ¿quieres?
Silencio desde la butaca. Papá tenía los brazos levantados por encima de la cabeza, con los puños entrecerrados; sus mejillas, abotargadas, mostraban una barba de varios días. Había lanzado uno de sus zapatos hacia la puerta; el otro le colgaba del pie en una posición rara, como si se hubiera torcido el tobillo. Una araña se desplazaba poco a poco por la parte posterior del respaldo de la butaca. Mi padre era horrible; no podía dejar de clavarle los ojos. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde la última vez que lo había visto pero, claro, solo era otro día más.
Me quedé parada a su lado y le zarandeé los hombros.
—Papá —dije elevando la voz. Entonces, mi corazón recobró su ritmo y me giré en dirección a la parte trasera de la caravana—. ¡Mamá!
Aguardé a que me llegaran desde el dormitorio, al final del reducido pasillo, los sonidos de mi madre al levantarse. Siempre seguíamos la misma rutina: yo la volvía a llamar; ella se acercaba hasta la puerta protestando y asomaba la cabeza. A veces, volvía la vista atrás, hacia la cama. Podía tener allí a cualquiera; a cualquiera que se prestara a salir a hurtadillas una vez que yo me hubiera ido al colegio y antes de que mi padre recobrara el conocimiento.
—Mamá —volví a llamar—. Esta vez está de verdad inconsciente.
De pronto, mi padre apretó los dedos alrededor de mi muñeca. Bajé la vista y sus ojos se abrieron de golpe.
—Cierra la boca. Nadie está inconsciente.
Solté un alarido porque me había asustado, porque me hacía daño en la muñeca y el aliento le olía a muerto, porque sus labios y sus encías estaban azules.
—¿Mamá? —insistí. Mi voz vibraba en la estrecha estancia.
—Tu madre no está —escupió él—. No se molestó en volver a casa anoche.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, mientras forcejeaba para escabullirme hasta el rincón de mi cama.
Entonces, papá se levantó de la butaca dando tumbos y se precipitó sobre mí. No me había figurado que tuviera las energías suficientes para atravesar el cuarto; pero claro, cuando quería asustarme, igual daba lo colocado que estuviera.
—¿Es que te crees que no sé lo que ocurre en mi propia casa?
Cuando estaba de pie, erguido, lo que raramente sucedía, tenía la altura del bajo techo de la caravana. Estiró su largo brazo con intención de coger uno de los botes de analgésicos esparcidos por la mesa de la cocina, pero se detuvo para mirarme. Noté que los labios me temblaban. Deseaba que se tomara su puñado de por las mañanas. Sería mejor para los dos si se las tragaba de una vez.
—Sé lo que te cuenta tu madre —advirtió en voz baja—. Habla a mis espaldas, como si yo no fuera lo bastante hombre. ¿Te crees que lo necesito? —había destapado el bote pero, en vez de sacar las pastillas, me lo lanzó con todas sus fuerzas. Me rebotó en el muslo, y las pastillas se desperdigaron ruidosamente por el suelo—. ¿Te crees que os necesito a alguna de las dos? —vociferó.
—Papá —supliqué, dando un respingo cuando me inmovilizó contra la pared. Estuvo a punto de agarrarme por el pelo, pero cuando me agaché para esquivarle dio un traspié hacia delante y se golpeó la espinilla contra la cama.
—Maldita sea, Tal —gruñó mientras se sujetaba la pierna y se dirigía a su butaca a la pata coja.
Agarré mi mochila color púrpura y me calcé unas chanclas. No me importaba ir al colegio en pijama, una vez más. Más valía aparecer con pantalones de pijama hoy que cubierta de moratones mañana.
—Vuelve aquí —gritó mi padre mientras me perseguía hasta el patio del camping para caravanas.
Seguí corriendo. Solo miré hacia atrás al oír el ruido sordo.
Mi padre estaba tumbado boca abajo, sobre el polvo. No era la primera vez que se caía, pero sí era la primera vez que lo había visto ahí tumbado, en silencio, sin intentar levantarse. Se había tropezado con el último peldaño de la caravana, y se había dado un buen golpe. Vi un hilo de sangre que le brotaba del labio inferior. Aleteó los párpados y volvió a quedarse inconsciente. Le toqué el cuello, noté que tenía pulso y, acto seguido, me di la vuelta y continué corriendo.
Mamá se presentó en el colegio ese día para decirme que la poli le había arrestado. Fue la última vez que lo vimos. Y fue la primera vez que empecé a mantener aquella antigua promesa de no volver a dirigirle la palabra.
¿Podía un hombre cambiar? Decididamente, no.
Abrió la puerta antes de que yo hubiera terminado de llamar. Parecía frágil y cansado; la piel que rodeaba sus ojos plateados se veía descolgada, como la de un abuelo. Pero cuando alargó los brazos, tenían una firmeza sorprendente.
—Tal, muñequita —dijo, en espera de un abrazo.
Me quedé parada en los escalones de metal de la caravana de mi tío Lewey, con los brazos cruzados con fuerza sobre la cintura. Estaba luchando contra la parte de mí que anhelaba acercarse a mi padre y apoyar la cabeza sobre su amplio torso. En cambio, clavé la vista en su frente, justo en medio de las cejas. Era un viejo truco que había aprendido en clase de Debate; se utiliza cuando estás demasiado nerviosa para mirar a alguien a los ojos pero, aun así, deseas demostrar que controlas la situación.
—¿Qué quieres? —espeté.
—Felicitarte —repuso él, dándome un leve empujón con su codo huesudo—. Mi hija, la princesa. Aunque no me sorprende, la verdad.
—No necesito que me felicites.
Papá frunció el entrecejo.
—Vale. Entonces, puede que yo necesite que me digas: «Bienvenido a casa». Estoy en libertad condicional, claro; pero, con buena conducta, todo puede volver a lo que…
—No —interrumpí yo, notando que aquel antiguo temblor regresaba a mi voz—. Ahora es diferente. Mamá y yo somos diferentes. Hemos pasado página —la voz se me crispaba con la esperanza de que fuera verdad.
—Entra —dijo papá, haciendo caso omiso de mis palabras y sujetando la puerta—. Te voy a preparar una taza de té. Estás muy guapa, pero tienes mala cara.
Antes de que papá desapareciera y mamá y yo nos mudáramos, la caravana del tío Lewey quedaba a tres puertas de la nuestra. Era zona libre para las fiestas de soltero. No me habría extrañado encontrarme con una pelea provocada por las drogas y el alcohol, o acaso con una mujer a la que nadie conocía dormida en un rincón.
Pero cuando entré, el lugar se veía modesto y limpio, con dos raídos manteles individuales sobre la mesa y un ramillete de jazmines de seda en un pequeño jarrón de plástico. Olía a desinfectante y a crema de afeitar.
La foto preferida de papá aún colgaba de la pared, sobre la mesa de la cocina. Mamá la había sacado con una Kodak de usar y tirar, junto al muelle. Papá, el tío Lewey y yo posábamos delante del famoso cartel con la leyenda: «La pesqué en Cawdor», reservado para los afortunados pescadores que atrapaban una pieza de más de veinte kilos. En la fotografía, el tío Lewey, orgulloso, rodeaba con el brazo la cabeza del pez, y papá lo sujetaba por el tronco. Yo estaba colocada junto a la cola, esforzándome por no desplomarme bajo el peso. Tenía entonces seis años y, aunque no lo sabía, mi padre ya empezaba a hundirme.
—Notarás que las cosas han cambiado por aquí —dijo ahora, mientras echaba unas cucharadas de té instantáneo en dos tazas y añadía agua hirviendo de una tetera eléctrica situado en el alféizar de la ventana—. No soy el hombre que recuerdas. Mis amigotes de la comisaría dicen que no me reconocen.
Puse los ojos en blanco. Cuando papá mencionaba a sus amigotes de la comisaría, se refería a los polis que aceptaron sus sobornos durante el breve período después de su arresto, antes de que fuera condenado por desfalco. Papá se podía pasar días enteros hablando de sus amigotes de la comisaría. Pues no le habían servido de mucho cuando las cosas se pusieron feas. Me costaba creer que aún les dirigiera la palabra.
—¿Y qué te cuentan tus amigotes de la comisaría, últimamente? —pregunté sin levantar los ojos de la taza.
—Ah, claro —papá chasqueó los dedos—. Ahora estás al otro lado del mundo —se rio entre dientes—. ¿Sabes? Cuando las desgracias les suceden a los ricos, todo el mundo pierde los nervios. Por lo visto, la madre del chico muerto ha encargado a un nuevo policía una auténtica caza de brujas.
—¿A qué te refieres? —pregunté. Hasta el momento, creía que el agente Parker trabajaba para el instituto, y no para los padres de Justin.
—Verás, las familias siempre se quedan más satisfechas con un caso cerrado —agitó su tazón en el aire—. Comprensible —añadió—. Pero estos polis jóvenes solo quieren pillar al primer tío de la lista. La mala noticia es que ese primero de la lista es un chico con una coartada para la noche del crimen.
—¿Ah, sí? —pregunté, tratando de parecer lo más altanera posible, aunque no hasta el punto de provocar que mi padre se callara—. ¿Y tus amigotes de la comisaría te han confiado algún detalle sobre esa coartada?
—No te lo pierdas —dijo papá entre risas—. El chico estaba en rehabilitación; demasiado ocupado drogándose como para drogar a nadie más.
Negué con la cabeza.
—Baxter no está en rehabilitación —repliqué—. Asistió a la fiesta de aquella noche.
Papá asintió, como si ya lo hubiera oído antes.
—Fue una de esas jugadas con nocturnidad —explicó—. Se llevaron al crío mientras dormía. Muy oportuno que fuera precisamente la noche del accidente; pero… espera un momento —la voz le cambió de tono—. ¿Qué hacías tú en esa fiesta?
—¡Por favor! Hace años que perdiste tus privilegios paternos —hice un gesto con la mano para cambiar de asunto—. ¿Con quién has hablado, en todo caso? ¿Con el agente Parker? ¿Saben cuándo va a salir Baxter?
Papá me miraba de una manera extraña. Con lentitud, dio un sorbo de su té.
—¿Por qué te interesa tanto Baxter? —preguntó—. No tendrás nada que ver con ese tío, ¿verdad, Tal?
—No tengo nada que ver con nada de esto —respondí deprisa, a la defensiva.
De pronto, me vi a través de sus ojos. ¿Qué pensaría al verme con las mejillas coloradas y falta de aliento, disparando preguntas sin parar a alguien a quien había jurado no volver a hablar?
Me levanté, arrastrando hacia atrás el taburete. Era absurdo haber pensado que me podría ayudar en un asunto así.
—Me preocupas, muñeca —dijo papá, con la cabeza ladeada—. Creí que salías con alguien agradable, con ese tal King.
—No te acerques a Mike, ni te acerques a mí —advertí mientras me encaminaba a la puerta—. Ya tienes bastante con preocuparte de ti mismo.
Papá levantó las manos en el aire como diciendo: «Me rindo».
—Soy tu padre —declaró—. Y te quiero. Ahora he vuelto a tu vida, y estoy limpio como la nieve, lo juro. Puedes acudir a mí si necesitas cualquier cosa —me cogió del brazo—. ¿Necesitas algo?
El roce de su mano me resultaba tan familiar, tan complicado. Lo odiaba, pero no podía liberarme. ¿Cómo había encontrado el camino de vuelta hasta mí, después de que yo me hubiera alejado tanto de él?
Por otra parte mi padre, mejor que nadie, entendería cómo me había metido en semejante lío. Tal vez no estaría tan mal compartir mi carga con otra persona. Cuando levanté la vista a sus ojos plateados, percibí el centelleo que yo solía tener en los míos. Abrí la boca para hablar.
—Solo tienes que decirme lo que necesitas —repitió, esta vez con más suavidad.
Percibí una nota de anhelo en su voz, la necesidad de sentirse necesitado, no muy diferente a la de las bambis, a las que yo manipulaba a mi antojo. El estómago se me encogió.
A su espalda, algo me llamó la atención. Una araña negra de grandes dimensiones tejía una tela en el techo de la caravana. Detrás de la telaraña, vi la pulcra hilera de botellas escondidas tras una caja de cereales. Volví la vista a mi padre. Un requisito de su libertad condicional era que abandonara el alcohol y las drogas. De pronto, entendí que todo seguía igual; todo, excepto yo.
Tiré del brazo para librarme de él.
—Me marcho —anuncié—. No me llames más.
Agarré el picaporte de la puerta y la abrí de golpe; una ráfaga de aire frío me invadió la garganta. Eché a correr. A medida que mis pisadas resonaban sobre el suelo, la desesperada realidad de mi situación me fue quedando cada vez más clara.
Mi padre había sido la última oportunidad que me quedaba. Y, una vez más, me había fallado.